Rugby

El «rugby champagne» frente al «rugby Rambo», una dicotomía francesa

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En algún momento entre el 8 y el 23 de octubre Francia respirará aliviada. Marc Lievremont se irá y la pesadilla habrá terminado. Una década ominosa para el rugby francés en la que ni siquiera la consecución de tres Grand Slams maquillan el deterioro deportivo y ético de un estilo de juego que se llegó a definir como l’exception culturelle.

El exitoso rugby francés de finales de los 50 y principios de los 60 generó un neopatriotismo hedonista que sometía a la par que seducía a los rivales con su charm. Se creó una mística alrededor de los jugadores ensalzada por periodistas como Roger Couderc: «El rugby está tan enraizado en ellos como lo está en Lourdes su basílica o en Toulouse el cassoulet». Nacía el rugby champagne como evolución natural del estilo provinciano, el rugby cassoulet. La Francia rural alumbraba un nuevo modelo de masculinidad alejada del ejecutivo joven, atractivo e independiente, mientras París seguía embelesada por el glamour de Les treinte Glorieuses. De Gaulle, imbuido por ese espíritu neoimperialista, abrazaba al rugby como el más encantador de sus embajadores. El General recibía a Les Bleus en Matignon al regreso de sus exitosas contiendas en el V Naciones. Una relación formalizada por Jacques Chaban-Delmas, primer ministro y ex jugador de Bégles. Rugby y política coqueteaban. En 1967, De Gaulle recibió un telegrama del capitán del XV francés tras su triunfo ante Inglaterra en Twickenham: «¡Misión cumplida!». Desde entonces los rugbiers han aireado sus preferencias políticas como Daniel Herrero, que hizo campaña por François Mitterand y Jean Pierre Rives, junto a Valery Giscard-d’Estaing.

El nuevo linaje maridaba a rugbiers con escritores de corriente diversas como Roger Nimier o Fraçoise Sagan, quien participó en la sonada juerga de Londres en el 61, cantantes como Johnny Halliday o periodistas como Antoine Blondin quien se definía «no como un escritor que bebe, sino como un bebedor que escribe». Blondin, figura capital del periodismo galo, empatizó especialmente con el jugador más carismático de la época: Guy Boniface. Personaje de vida excesiva que ingresó en la posteridad saliéndose por una curva de la RN 133 y empotrándose con un árbol el 31 de diciembre de 1967. Murió cuando acudía a una cena en las Landas, corazón del rugby francés. Instantáneamente fue bautizado como el James Dean del deporte francés. Un enfant terrible que falleció con 30 años y la etiqueta del «centro más talentoso del rugby». Cuando ser centro conllevaba un status social. Aquel cinematográfico final le dotó de un aura legendario.

Guy pertenecía a una saga, los Boniface, precursores de un rugby desinhibido que llevó a su club, Mont de Marsan, al título en 1963. Una dinastía más del rugby galo como los Moga en Bégles, los Prat en Lourdes, los Camberabero en La Volute, los Spanghero en Narbonne… Los hermanos Boni jugaban de centros, 12 y 13, demiurgos de un equipo de rugby. Adoptaron a un tercer hermano, el escurridizo Jean Gachassin, y juntos llevaron a Francia a las puertas de la gloria. En 1966 se plantó en Arms Parks, Cardiff, a la caza de su primer Grand Slam con un rugby delicioso. Un XV perpetrado en las cabezas de los Boniface y las manos de Gachassin. Precisamente un pase suyo fue interceptado por un galés, Stuart Watkins, quien logró un ensayo arruinando las ilusiones galas. La derrota supuso un revés al triunfalismo patriotero de sus eufóricos políticos, además de marcar a generaciones como la de Kleber Haedens, director de cine que en 1974 rodó Adiós, crudo retrato de aquel partido en el que los protagonistas era Gachassin y los Boniface. Aquel fiasco tuvo consecuencias inmediatas, ya que las altas instancias políticas dieron orden de guillotinar a los Boni, Gachassin y Liliam Camberabero.

La intelligentzia de aquella achampagnada Francia. Aquel 26 marzo del 66 Francia perdió un Grand Slam, pero ganó una identidad nacional, une certaine idée de la France en la verborrea de De Gaulle. El XV del gallo acudió a Nápoles a cerrar la temporada con el tradicional amistoso ante Italia sin los coupables. L’Equipe realizó una cuestación popular para invitar a los Boni a Nápoles con una contribución de un franco por lector, se recogieron miles. Los hermanos alimentaron una concepción libertaria y creativa del juego y de la vida. El mismo hedonismo utópico que llevó a los estudiantes a buscar arena bajo los adoquines del Boulevard de Saint-Germain meses después, en mayo del 68. Su salida se convirtió en asunto de Estado. Entre sus defensores se alineó Jean Lacouture, biógrafo de De Gaulle y admirador del rugby champagne, quien escribió una encendida carta en Le Monde. Y hasta el Ministro de Interior, Roger Frey. Couderc acusó a Jean Delbert, presidente de la FFR, de utilizar políticamente el asunto y Gachassin se encontró a su llegada a casa, en la aldea pirenaica de Bagneres-de-Bigorre, a miles de personas que le vitorearon.

Aquella derrota provocó un cambio de discurso, se adoptó el oportunista La France qui gagne. En medio del fragor dialéctico, y tras conquistar Francia finalmente el Grand Slam el 23 de marzo del 68 en Cardiff, ocurrió un episodio decisivo. Irrumpió en escena Albert Ferrasse, quien se hizo con el poder de la Federación Francesa de rugby en la asamblea del 22 de junio de 68, gracias a una revuelta palaciega. Ferrase que no hablaba inglés, ni pretendía, advirtió a Delbert: «Nous allons vous foutre dehors». Y eso hizo. Pateó el culo de Delbert e instauró el nuevo régimen en la FFR. Una autarquía que contó con el plácet político y la complicidad del siniestro Jacques Foroux, capitán y seleccionador de cabecera de Ferrase. Impuso un estilo físico y grosero con la ayuda de jugadores de su club, el Agen. De allí saldría, paradójicamente, uno de los estandartes del rugby champagne: Phillipe Sella. Francia ingresaba políticamente y existencialmente en una etapa racional, la liderada por Válery Giscard-d’Estaing, y el rugby no era ajeno. Del fantasismo de Lourdes y Mont de Marsan se pasaba al estajanovismo industrial de Béziers. El gallo se musculizaba con Carrere, Spanghero, Dauga, Cester y el pateo de Camberabero. Carrere, capitán del Toulon, representaba fielmente el obtuso pragmatismo del sudeste francés, mientras la denostada poética oval se refugiaba en el sudeste. El pack de Béziers impuso el style biterrois con unas consecuencias desoladoras: un año después de ganar el V Naciones, en 1969, Francia queda última y es derrotada por Rumanía. Surgió la figura de Alain Esteve, El Asesino, delantero demonizado por los rivales del Béziers.

En el 77 llegó el segundo Grand Slam con Alain Paco al mando y una selección que sólo utilizó a 15 jugadores, ganando sus cuatro partidos con un único ensayo y el pateo de Michel Romeu. La bande á Fouroux la personificaba en el delantero Gerard Cholley, ex boxeador. Por entonces escribió Jean Lacouture: «Francia podía haber optado por un trasplante neozelandés o una terapia galesa, pero se ha inyectado hormonas procedentes de Pretoria». Como respuesta surgió una corriente apadrinada por el renacentista Daniel Herrero, quien denunció los ataques de Fouroux a la tradición francesa, al tiempo que hablaba «de una misión civilizadora frente al Rugby Rambo». Discurso que llegó acompañado por los éxitos del flair del Stade Toulousian de Skrela-Villepreux y la aparición de dos hombres de marcado espíritu libertario: Jean Pierre Rives y Jo Maso.

Rives trascendió al rugby y se convirtió en icono cultural. Casque d’Or, como le bautizó Couderc, conoció a Blondin un 31 de diciembre, el mismo día que murió Guy Boniface. Una señal. Alternaba con Jean Paul Belmondo, las princesas de Mónaco, Alain Prost, Yanick Noah y el escultor Albert Feraud. Él capitaneó al Racing de París, club que contrapuso su rugby chic al rugby choc de Béziers. Maso, por su parte, es un hombre estrechamente vinculado al devenir del rugby champagne. Tres cuarto de larga melena, debutó con la camiseta del gallo ensayando en Nápoles la tarde del destierro de los Boniface. Así recuerda su debut: «Enseguida entendí que mi melena no era bienvenida en un sitio donde preferían becarios de pelo duro. Yo era rebelde y allí se respiraba un conformismo asfixiante. Pero mi error fue proclamar mi admiración por los Boni». Maso, cuyo abuelo llegó a Francia de Girona, militó en Perpignan, Toulon y Narbonne al tiempo que se enfundaba la camiseta bleu para protagonizar giras por el hemisferio sur donde fue calificado por los All Blacks como «el mejor atacante del mundo». Maso tuvo, y tiene, una peculiar concepción del rugby y de la posición de centro: «El centro es un transmisor de felicidad que da aire y vida a la pelota. Mi felicidad radicaba en desbordar y crear espacios para el segundo centro o amagar una cruz y abrir hueco al ala. Siempre debemos tener un espíritu de creatividad. Un buen centro debe abandonar el campo con dolor de cabeza por lo que piensa, no con el cuerpo dolorido por los golpes».

El triunfo del rugby champagne en los 80, con Sella y Blanco como estandartes, influyeron en el nombramiento de Maso como mánager de Francia en 95. Pero los fracasos en los Mundiales provocaron un regreso al tenebroso Rugby Rambo con la designación como seleccionador de Bernard Laporte. Criado en la tradición física de Bégles, Laporte volvió a retrotraer el rugby a los cavernarios 70 entregando el protagonismo a sus delanteros. El proclamado sucesor de Fouroux fracasó en el Mundial 2007 de Francia, lo que no impidió que se encaramase al puesto de Secretario de Estado para el Deporte, designando antes a su sucesor. A Marc Lievremont se le recuerda su presencia en el partido que define la esencia del rugby champagne: la victoria de Francia sobre la Nueva Zelanda de Lomu en el Mundial del 99. Pero su rol en aquel sofisticado equipo era el de flanker, el fontanero. Perfil tan oscuro como el rugby que ha exhibido su Francia en estos años. Por eso cuando se marche, Francia dormirá a pierna suelta. Además le sucederá el autor del ensayo del fin del mundo, Phillipe Saint-André.

Maso, que lo agradecerá, ya ha puesto a enfriar el champagne.

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