Tal día como hoy en 1982, cualquiera de las 45.000 personas que reventaban el estadio de Sarrià sabían que iban al encuentro de la historia. Jugaba Brasil contra Italia, clásico de clásicos mundialista y que además en esta ocasión tenía aderezos casi mágicos. A esas alturas de torneo, parecía que la selección brasileña había descubierto el bosón de Higgs con 30 años de antelación. Y que el equipo de Italia era en realidad un gang despiadado provisto de cuchillos afilados para asesinar ancianas.
Para muchos fue durante muchos años una verdad absoluta. Me incluyo. Pero el enésimo visionado del partido, mezclado con la perspectiva del gran angular, permite comprobar que ni el arte conspicuo de la verdeamarela era lo único válido para morir tranquilo en el estadio o frente al televisor ni la propuesta de Italia era para meter preso a su entrenador por amar el mal gusto. Lo que es inevitable pensar, antes de entrar a diseccionar aquella tarde, es que aquella «tragedia», que llamaron los brasileños, en el piccolo Sarrià, que dicen los italianos, sirvió para plantear, diríamos que por primera vez en tono maniqueo, una discusión metafísica alrededor de un balón: ¿ataque o defensa?
El debate continuó y se agrandó, vía la Argentina de Bilardo en el 86, vía la propia Italia y Alemania del 90 e incluso vía el Brasil del 94, y así hasta 2008, cuando España arrebató los papeles del discurso para modificar la deriva sin aparente final de aquello que comenzó a gestarse aquella tarde de hace hoy exactamente 30 años. En nuestra infancia creíamos que Sarrià y Rossi habían nacido el uno para el otro, que eran la misma palabra en dos idiomas parecidos o lo mismo dicho al revés. En la postadolescencia nos llenábamos la boca hablando pestes sobre «el día que murió el fútbol». Y hasta respetamos el duelo a rajatabla hasta hoy.
Ahora le plantamos dudas a nuestro propio pasado, lo revisamos y lo llenamos de felices interrogaciones: ¿Para qué guardar luto 40 años? ¿No habrá sido sólo, en vez de una fecha de muerte, el día en que un ciclo terminó y empezó otro que felizmente ya acabó hace apenas un lustro? ¿Qué pasó aquella tarde inolvidable para que todo eso sucediese? Aquí lo recordamos y lo interpretamos a partir de 8 detalles y un estrambote final en forma de crónica ficticia.
-Todo empieza en los himnos: aunque solo habían pasado 12 años, en muchas cosas los mundiales del 70 y del 82 parecían el día y la noche. Hasta en cosas que podrían ser una gota de agua. En la liturgia de los himnos, por ejemplo, la disposición de los equipos era la inversa. E incluso Italia ni siquiera vestía en el 70 la que se convertiría en seña de identidad desde aquel 82, la parte superior del chándal, que ahora crea escuela. Vestidos para cantar. O no. En aquella final de México la secuencia fue ridícula: entre Boninsegna, Burnich y Bertini pergeñaron en cuchicheos una conjura, casi un conjuro, para acallar el himno brasileño, que había atronado segundos antes. Según se supo después, por un excelente reportaje de Gaby Ruiz, pensaban que si cantaban bien alto su himno Pelé y sus amiguetes inferirían que no había italiano que temiera el fútbol-arte. Y lo cantaron, pero como una orquesta fuera de tono. Cuac.
En 1982, Brasil volvió a cantar a voz en cuello su himno, con Toninho Cerezo, Oscar y, cómo no, el doctor Sócrates, con la mano en el corazón y el balón en los pies. Pero a su lado, más allá del árbitro israelí Abraham Klein y sus asistentes búlgaro y hongkonés, Italia prefirió permanecer, por decisión previa o no, impasible. Nadie abrió la boca mientras sonaba el bello Fratelli d’Italia. El repaso de la cámara deja a la squadra azzurra a la altura de una rueda de reconocimiento: ahí está Ciccio Graziani, con pinta de un Adriano Celentano con mirada torva a la espera de que le repartan su metralleta de tambor para salir al campo, ahí Gentile impasible, ahí Conti risueño contenido y allá Zoff, finalmente, padre del funeral. Y mientras, Rossi, tranquilo, hola qué tal, pasaba por aquí.
-Sin delanteros se baila mejor: el Mundial de Clubes de 2011 y sobre todo la Eurocopa de 2012 trajeron a colación algo que no se veía tan abiertamente desde aquel Mundial 82: un equipo sin delanteros. En el caso de Tokio, con aquel Barcelona que arrasó al Santos de Neymar con una disposición que nosotros periodistas, especialistas en inventar números telefónicos, redujimos a un prefijo: 3-7-0. Claro que en ese 7 estaba el grueso de la selección española más Messi. Sin el argentino, pero con Cesc Fábregas como falso ariete, España acaba de ganar la Eurocopa de Ucrania y Polonia. De nuevo, un ballet imprevisible y en rueda de centrocampistas ofensivos para meterle diente a la defensa rival. Una joya. Y ahí volvemos a 1982: acostumbrados a ver 4-3-3 y algún 4-4-2, sorprendía Brasil, una bella cooperativa de magos, hasta seis mediocampistas creativos, que parecían jugar con un balón atado con tanza.
Había jugadas en que prácticamente no caía la bola al césped, sino que fluctuaba entre la colección de dieces, hasta seis, disfrazados de volantes, laterales o extremos, y cuyo trabajo terminaba en los pies de un ariete inoperante. O sea, la nada, un atacante que ni siquiera hacía justicia a su sobrenombre: Serginho Chulapa, notable en el fútbol local y lamentable en el Mundial. En cualquier caso, él no participaba en los alley-oops que se negociaban Falcao y Sócrates, por ejemplo, ni jugaba al billar con cuerda como parecían hacían Eder, Junior y Toninho cerezo. Así se bailaba mejor. Otra cosa son los goles. Para eso supuestamente estaba también Roberto Dinamite y, ay, Careca, lesionado, que miraba el periódico como quien mira una corona de flores: tus amigos no te olvidan.
-Caída y auge de Paolo Rossi: Cuánta hiel derrama un futbolista cuando marca goles decisivos después de recibir mordaces críticas solo lo sabe el propio jugador (y probablemente su representante). Paolo Rossi, sin embargo, prefirió abrazarse con sus compañeros cuando de una tacada de tres mandó un recado definitivo a la inclemente prensa italiana, que pedía que rodase la cabeza del juventino incluso antes de empezar el Mundial. Recordemos, para no desubicarnos y pensar que todo tiempo pasado se parece al de ahora, que la paciencia era una virtud que solía adornar al ser humano, incluido al hincha y al periodista. Hoy parecería increíble, pero el héroe del Mundial 82 limitó sus faenas redondas a tres partidos: los definitivos. Antes, ni rastro. Recordemos también que Rossi llegaba al Mundial después de, atención, dos años sin jugar competición, no por una fractura expuesta de tibia y peroné o por una hepatitis mal curada, pongamos por caso, sino por estar imputado en el caso Totonero, un escándalo de quinielas clandestinas por el que se le acusó, en 1980, y se le suspendió, por arreglar un empate entre el Avellino y el Perugia.
Sin agotar signos de exclamación, debemos reconocer que Italia castiga a quien delinque. Al menos en el fútbol. Pero una vez liberado de pena futbolística, llegó, vio (durante los tres partidos del grupo gallego) y venció. Lo hizo de las tres maneras que lo hace un delantero: remate, velocidad y ratoneo. Así fueron los tres goles que desarmaron al ejército verdeamarelo de Telé Santana. En el lugar justo y en el momento justo, y a facturar. Como él mismo confesó, «el primer gol me abrió las puertas del paraíso». Los otros dos fueron por tanto néctar y ambrosía. Cuánto se habrá mirado al espejo de Rossi el bueno de Toto Schillaci solo él lo sabe. Lo que podemos asegurar es que los niños de la época pasamos a decir que alguien era Paolorrossi, así, todo seguido, al que hacía gol incluso sin portería, de bueno que era. Él, al final, era el delantero campeón del mundo. Y de sí mismo.
-Bearzot vs Tele Santana, gafas contra patillas: también se podría titular «doy un brazo por conocer al realizador de este partido». Él y solo él, con sus órdenes al camarógrafo de banquillos, logró delinear una imagen sin vuelta atrás de los dos entrenadores para todos aquellos que vimos, revisamos y revivimos el culmen de aquel mundial. Dos técnicos, dos tipos de fútbol, dos formas de vida. Desconozco si el realizador en cuestión se empapaba de fútbol antes de pedirle un plano u otro a los cámaras, pero la imagen es indeleble: Telé Santana, siempre de perfil pero sin picados ni contrapicados, dando una imagen cercana, afable y atractiva, tanto como su polo blanco y sus patillas plateadas. Con un apacible mascar de chicle y la mirada al frente. Sin hablar con nadie perdiendo 1-0, empatando 2-2 —clasificado— y perdiendo el tren de su vida.
En el banquillo de al lado, Enzo Bearzot, al que para empezar le recortaron plano y le regalaron un contrapicado hasta dejar un cromo reconocible con solo echarle medio vistazo: rostro enjuto, nariz de boxeador, mandíbula a chicle batiente con diente de oro, a falta de su sempiterna pipa, calva señorial y unas gafas de sol espejadas que ya quisiera para sí Lucky Luciano. Y murmurando lo que iba pasando, mientras se acomodaba la americana milrayas de la federación italiana.
Se juega como se vive, se vive como se juega. Después de ver el partido (y la realización), afirmo: Bearzot dio una lección táctica de pragmatismo. Para empezar, engañó a todos diciendo en los días anteriores que iba a jugar igual que contra Argentina, en aquel partido en el que el catenaccio de los azzurri dejó pálido al mago Helenio Herrera. Muy al contrario, Italia salió a todo trapo, desplegando un fútbol rápido y directo, pero con la elaboración de buen pan en un mejor horno. Antognoni dirigiendo, Conti haciendo diabluras y Tardelli como referencia lanzaban al incombustible Graziani y a Rossi entre los huecos del Gruyere de Brasil. Todos lo que celebramos el fútbol arte de los canarinhos todavía no entendemos como se permitían dejar una autopista de todo el ancho del campo, completito, a un equipo italiano. Como dejar un ladrillo de azúcar en un hormiguero.
Decían que era como la final del 70. No. Porque el despliegue fue otro por parte de Brasil, porque tuvieron más la pelota y porque, aunque pueda parecer revisionista, hubo jugadores fundamentales que estuvieron desacertados en gran parte del choque. Si a eso le sumamos el error de un valor casi infalible como Toninho Cerezo en el segundo gol y el hambre italiano azuzada por el señor de las gafas espejadas, eso deja a su contraparte de patillas cenicientas y su idealismo a los pies de los leones.
-Gentile busca pareja: se hizo famoso marcando a Maradona y se cubrió de gloria haciendo lo propio con Zico. En su debe: el nulo amor por la pelota. La destrucción. El no-fútbol en su sentido más etimológico. En su haber: el arte de cometer faltas de todos los colores a los dos astros y recibir solo una tarjeta amarilla por partido, incluida el agarrón que rasgó la camiseta de Zico como un papel de periódico. Aquella imagen del Pelé Blanco con la elástica (valga el chiste para una camiseta rota) abierta por un lateral, de axila a cintura, dejó claro que 1) Gentile era un defensa voraz, 2) se protegía ante los árbitros de manera pasmosa. Aquel agarrón de códice no fue señalado como penalti cuando el partido respiraba a siete pulmones y Brasil se hundió en su mismidad. Para entonces, el defensa italiano ya triunfaba. Era el único que defendía al hombre (Italia practicó la zona inesperadamente) y ganó la batalla. Parece simplista recordar a Gentile como el asesino del bigote cuando él solito consiguió sacar de quicio a dos de los mejores jugadores del mundo en solo tres días. También a los hinchas de paladar fino, y me incluyo, pero en la videoteca queda el poso, no se por qué, de que había algo de romántico en su fútbol destructor. Tal vez era que, a la vista de los marcajes, parecía que buscaba pareja. De hecho, él era la salvaguarda del catenaccio por parte parte de una Italia que, no perdamos el foco, estaba haciendo un partido, como dijimos, nada italiano.
-La euforia de Falcao: Aparte de la extática celebración de Marco Tardelli en la final, top one, este es el gol mejor festejado en aquel Mundial. La carrera desatada del rey de Roma, las venas hinchadas, el grito a la nada y el saltito clásico de la época con los rizos dorados al amparo de la brisa húmeda de Barcelona. El gol, además, no tiene desperdicio y tiene tintes, en su génesis, del gol de Carlos Alberto en el 70. Junior, ahora sí, acertado, inicia jugada por la izquierda, hinca la rodilla el defensor, recorta hacia adentro y con tres dedos, efecto hacia afuera, encuentra allá donde hay que estar, como siempre, a Falcao. Este, con dos compañeros por delante y Socrates doblándole en aclarado por derecha, prefiere hacer una finta hacia la media luna y ahí se atreve con el disparo seco y zurdo que toma una rosca a media altura y se le hace imposible a los 40 años de Dino Zoff. Golazo, venas, rizos, empate. Era la última bala certera de Brasil antes de lo que algunos vieron anticipado en la derrota momentánea del descanso: «Aquel vestuario parecía un funeral», reconoció el lateral Leandro años después. En la montaña rusa, con el gol de Falcao, que los clasificaba a semifinales, los brasileños parecían haber ganado ya el mundial. Craso error: quedaban 22 minutos para mantener el resultado ante Italia. No lo lograron.
-La columna vertebral italiana: entre Dino Zoff y Giuseppe Bergomi hay 22 años de diferencia y un ADN común: el de la competitividad. Lo demostró Zoff (hoy tiene 70 años, oh) en todos sus años de carrera y su coronación final en España. Reflejos como pocos, sobrio al mismo y tiempo y con galones para recorrer el mundo subido a su caballo con el brazalete de capitán. Al lado, Bergomi, el Beppe, un chaval que no estaba destinado a jugar ese verano y terminó siendo el futbolista más joven en debutar con la squadra azzurra, con 18 años. Luego disputaría tres mundiales más y sería fiel al Inter hasta el final. Las dos generaciones marcadas por Bearzot representaban los dos extremos del discurso que consiguió elaborar a partir de una columna vertebral que al final resultó vital, con Zoff, Scirea, Tardelli y Rossi. Podremos hablar de Antognoni o de los extremos falsos, muy diversos entre sí pero fundamentales para Italia: el ratón Bruno Conti y el Ciccio Graziani, tan parecido a Adriano Celentano como fundamental para batirse el cobre por Rossi. Podremos hablar de todo eso, pero fue la columna vertebral que le dio verticalidad a Italia y es la que hizo ganar, con la inspiración de Rossi, claro está, este partido. Justo lo que le faltó a Brasil, una pléyade de estrellas que flotaba sin orden aparente.
–Spanish vuvuzelas, el tango y la Biblia: mucho antes de que se metieran en nuestro cerebelo las vuvuzelas y los jabulanis, existieron los Tangos y las trompetas de toda la vida. Eso se escuchaba en Sarrià, el ruido insoportable del pífano autóctono y , horror, de aquellas cornetas a propulsión de aerosol, tan revientatímpanos como fundamentales para entender tanto un partido de fútbol en Sarrià o Riazor como una final de baloncesto en, pongamos, el Antonio Magariños. El aroma ochentero continúa con el balón con el que la marca alemana socia de la FIFA continuaba la línea iniciada en Argentina 78 y que recuperó en la última Eurocopa: el Tango. A la estampa vamos a sumarle, además, algunos otros elementos de aquella tarde: camisetas —tipo Abanderado, con camachinas de sudor a flor de algodón desde el minuto 1, amarillas o azules, depende de a quién se animase—, policías con el uniforme antiguo («esos de marrón, de qué equipo son») sentados como podían en el córner, con los perros. Cruz roja militar esperando sacar a un lesionado del campo. Y cómo no, el sello de los Mundiales hasta que se fueron de excursión a Asia y África: la pancarta de John 3:16, amarilla a poder ser y siempre presente en las gradas. Parece que es el uno de los greatest hits de la Biblia. Para curiosos del versículo, vid. nuevo Testamento.
-Crónica de fútbol-ficción: cerramos con un brindis al sol de Sarrià en forma de preguntas: ¿y si nunca hubiera existido el 11S? ¿Y si Carrero Blanco no hubiera muerto? ¿Y si Kubrick no hubiera dirigido sus películas? Dejemos volar la imaginación en unas líneas escritas a la manera de aquel tiempo. Bienvenidos a la ucronía futbolística:
«Brasil impone su fútbol-arte ante una Italia sin ideas»
Brasil prosigue su triunfal sendero de éxito en este Mundial 82 después de imponerse con claridad y brillo a una gris Italia que no pudo contener la creatividad de Sócrates, Zico y compañía. Al Pelé Blanco le faltó la pareja de baile que en el partido anterior torturó a otra estrella, Maradona: Claudio Gentile. En realidad no le faltó: Gentile se fue expulsado a los cinco minutos tras una entrada con las dos piernas por delante que pareció que dejaba a Zico sin Mundial. Sin Gentile, Italia tuvo que tirar de Orialli para hacer funciones de apagafuegos que no conseguían neutralizar la fuerza y el arrojo de los brasileños. Sócrates no tardó en hacer gol al rematar ajustado al primer palo un disparo que no pudo atajar Zoff tras internarse el canarinho en el área por la derecha y dejando atrás, gracias a su zancada, a su par. Era el minuto 12. Unos minutos antes, Paolo Rossi había errado inexplicablemente delante del meta Valdir Peres.
El delantero de la Juventus será recordado por dejar pasar una oportunidad única de demostrar por qué fue seleccionado para el Mundial, y además, como titular. En realidad habría que preguntarle a Enzo Bearzot, el entrenador que nunca supo sacarle jugo a su equipo y aun con el gol en contra se metió atrás a esperar a Brasil. Enseguida Falcao se encargó de dejar el marcador franco para los brasileños antes de que se lesionara Serginho Chulapa, delantero desafortunado ante el gol, para dejar paso a Roberto Dinamite, que redondeó la faena al convertir los únicos dos balones que le llegaron en condiciones al área. Con rematadores así es normal que Brasil lo haya tenido fácil: el resto es puro juego de salón, combinación, toco y me voy, una gloria que jamás será olvidada por imponerse a la rácana propuesta italiana. Nadie duda ahora de que, con permiso de Polonia, Brasil llegará a la final de un mundial para intentar llevarse un trofeo que ya lleva su nombre cincelado en oro».
Si todo fuese así de fácil no hubiéramos escuchado a Telé Santana diciendo, tras su última gesta al frente del Sao Paulo en el 92, después de ganar la Libertadores y luego la Intercontinental contra el Barcelona de Cruyff, que «estoy harto de que me dijeran que con lo del 82 se acabó el fútbol-arte. Este Sao Paulo ha demostrado que no es cierto». Ni tampoco tendríamos que recordar aquella frase a pie de campo del doctor Sócrates, que en paz descanse, como un epitafio: «Mala suerte y peor para el fútbol».
Porque, visto en la distancia, queridísimo Sócrates, quizá fue hasta mejor. Muerto el 82, el 86, el 90, también el 94 y así hasta el 2008, el fútbol esperaba, como pareció pedir en el 82, un cambio de ciclo. Otro que también llegó desde el sur de Europa, pero no de Italia, precisamente.
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