Ciclismo

De Ronde con Gianni Bugno, o cuatro personajes en busca de historia

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1. El que no sale en la foto

Franco Ballerini

Nadie recuerda, de aquel día, a Franco Ballerini.
Es la magia de las imágenes.
Nadie lo recuerda, no, porque quedó fuera de la foto.

Y eso que encendió petardos. Fue camino del Muur. El Muur. Kapelmuur. Muur de Gerardsbergen. Grammont, si son ustedes algo horteras. Ahora dicen que si Oude Kwaremont, que si Paterberg, pero en aquellos años la cosa se decidía entre Bosberg y el Muur. Quinientos metros, diez por ciento de pendiente media, casi veinte la máxima. Una recta, esencialmente una recta. Sombreada, casi lúgubre, terminando en capilla. El cementerio más largo de las bicis. El sitio donde agonizar.

Allí, antes de allí, atacó Ballerini. Y luego Tchmil. Y, más tarde, sobre los kinderkopje del Muur, claudicará Johan Capiot.

Tampoco nadie se acuerda, nadie, de Johan Capiot aquel 1994.

Y eso, que Capiot en el Muur, que se termina hundiendo Capiot en el Muur, que insisten Ballerini y Museeuw, y luego Tchmil, y después Gianni. Gianni, que no debería estar, Gianni, que es invitado sorpresa, Gianni, que pierde un metro, dos, pero ya estamos casi arriba, sí, ya estamos casi arriba, Gianni, agárrate, Gianni, puedes hacer algo histórico, Gianni.

Pero… Ballerini. Vuelve al norte, Ballerini. Tras lo del año anterior, tras lo de Roubaix. ¿Cuantas cosas entran en ocho milímetros? Muchas, creo. La gloria, la eternidad, el relato. Por ocho milímetros bate Gilbert Duclos-Lasalle, casi cuarentón, a Franco Ballerini. Ocho milímetros. En el Velódromo, en las Hilaturas. Ocho milímetros. Como para no llorar. Como para no jurar venganza. Once meses más tarde… vuelve. A Flandes (aunque Roubaix también sea Flandes, la ciudad más occidental de Flandes, como dijo Roger de Vlaeminck). A cobrarse venganza.

Arrancará Ballerini el sprint. No, más bien intenta sorprender desde lejos, porque esprintar con aquellos tres es llevar condena sobre los hombros. Porque son demasiadas cosas, demasiados recuerdos. Si hay derrota… derrota, pero que no sea por ocho milímetros. Kilómetro y medio, un sprint de kilómetro y medio. Hostias sobre los pedales como pistones en una máquina de vapor. Sale Museeuw, Museeuw no puede, Museeuw pierde un metro, dos, Ballerini va a por la victoria.
Pero Tchmil.
Tchmil cierra.
Agua.
Son tan largos, sí, los sprints de 1500 metros.
Finalmente será cuarto.
Y quedará fuera de la foto.

2. El multipatrias

Fue el domingo de Pascua.
Fue el domingo de Pascua, aunque la Pascale es otra. Pero, a veces, el asunto viene así.
Fue el domingo de Pascua, entre Sint-Niklaas y Meerbeke. Casi un Amberes-Bruselas, si les gustan las ciudades grandotas (a mí no). Cincuenta kilometrucos yendo por lo fácil, doscientos sesenta y ocho el tres de abril de 1994. Mirar un plano de De Ronde van Vlaanderen es como ver una página arrugada de Dónde está Wally…

«Salimos de Sint-Niklaas y estaba nevando. Pensé que Gianni no llegaría ni al kilómetro cien. Me equivocaba, jeje», dice su director Stanga en una entrevista a Pier Augusto Stagi. «Él no sabía el talento que tenía, era un talento absoluto. Podía ganar todo lo que quisiera», concluye.
Todo.

Hasta De Ronde.

Podía ganarlo, aunque hay pocas cosas menos «Gianni Bugno» que De Ronde. Pocas. De Ronde es Flandes, es los muros de Flandes, es la lluvia de Flandes, el cielo gris de Flandes, los aficionados de Flandes. Los que gritan (mucho), los que beben birra (mucho), los que comen carne asada o salchichas en pan o cualquier cosa grasienta que asiente el estómago (mucho). Los que se saben quién hizo sexto en la edición de 1955, ¿recuerdas, Peter, la edición de 1955? Los que aman a de Vlaeminck y Maertens, los que admiran (solo admiran, nada más que admiran, pero qué importante es cuando te admiran allí) a Merckx. Esos. Y esa gente es, sí, tan diferente a Gianni Bugno, al Gianni Bugno aristocrático, intelectual, distante, al Gianni Bugno de ojos glaucos como husky siberiano y gesto suave de gato durmiente.

Gianni Bugno

Más aun, porque De Ronde es, también, los ciclistas de Flandes. De Ronde es flandiers, tipos del «cuanto peor, mejor», gente curtida en mil batallas, que conocen cada cruce, cada alcantarilla, cada cuneta, por ahí puedes rodar, por esa mejor no, que saben dónde agacharse un poco, así, para que las ramas del fresno no te rocen en la punta del casco. Eso son los flandiers. Hielo, frío y barro… entrenar, dientes prietos, mira, me sangra la herida de ayer, qué gracioso, etcétera. Esos corredores, sí, tan diferentes a Gianni Bugno, al Gianni Bugno que podría llegar a Roubaix sin mancharse el maillot, al Gianni Bugno que saldría limpio de un partido disputado en el viejo Atocha, mes de diciembre, galerna recién pasada. Ese Gianni Bugno. Qué distinto a los flandiers.
Lo contrario a Andréi Tchmil.
O Andréi Chmil.
O Андрeй Чмиль.
El que fue soviético, luego moldavo, después ruso, ucraniano, hasta belga. El que tuvo, por única nación, su bici. El que era más de Flandes que quienes exhibían ocho apellidos flamencos. Andréi Anatólievich Tchmil van Looy Planckaert Groenenberg Jongbloet Boonen Steenbergen de todos los santos y volver.

El auténtico flandrien. El más atípico de todos.

Porque él sí que disfrutaba en las piedras, en las mañanas heladoras, en esas costritas color fango que se te quedan pegadas aquí, comisura del labio, cuando sales a entrenar y no deberías entrenar, a quién se le ocurre entrenar. Más duro que el acero soviético, más empecinado que un flamenco intentando llevar la razón. Kuurne, Roubaix, Harelbeke, La Panne, Veenendaal, Dwars, Overijse, el Memorial de Rik I. Y al final de su carrera, treinta y siete años recién cumplidos, De Ronde. Lo mayor, lo más selecto, lo más codiciado. Delante de Darío Pieri, que iba como loco para comérselo antes de la línea de meta (Darío Pieri era muy de comer). El flamenco más oriental (el ostroflamenco) había redondeado su palmarés.

Pudo hacerlo un lustro antes. En 1994. Rueda con Ballerini, con Johan (su otro yo, Johan), con ese chico italiano, Gianni Bugno. Tres especialistas, el hombre venido desde sus propios fantasmas. El que sube todo Bosberg en cabeza, poniendo ritmo, que nadie escape. Qué pretende, piensa Tchmil. En Meerbeke se lo come Museeuw. Quizá pueda adelantarme, piensa Tchmil, quizá pueda aprovechar uno de los arreones de Ballerini.
Nadie piensa aun en Gianni, no.
Porque es un invitado incómodo.

3. El León

¿Y si es el mejor de siempre?
Vale, no el mejor, que los viejos pesan demasiado. Los viejos, los de antes, los «van», los «de», hasta ese loco Freddy que nunca triunfó aquí pero tiene premio como si hubiese ganado en diez ocasiones. Esos.
Los viejos.

Pero por palmarés… ¿y si es el mejor de siempre? Johan Museeuw, digo. Le dicen, ya, León de Flandes, y no es poca cosa que te digan León de Flandes cuando la bandera de Flandes tiene allí, bien gordo, un León de Flandes. Con ribete encarnado o sin él, que aquí no vinimos a hablar de política, hoy no.

Johan Museeuw

Le dicen León de Flandes y, joder… es que menuda marcha lleva. Tiene veintiocho años, que para ser pedrusquero es edad perfectísima, y ya colecciona entorchaos. Kuurne, Dwars, E3. Y lo otro. Lo otro. La alucinante marcha en de Ronde. Esa carrera que nunca nadie ganó más de tres veces. Él ha hecho segundo, luego primero, será segundo ese 1994, primero un año más tarde, tercero, otra vez primero, tercero, segundo. ¿Y si es el mejor, el mejor de siempre? Sobre los adoquines flamencos, en pendientes que resbalan y atemorizan con solo mirar. Se queda, sí, tan cerca del triplete, de igualar a Magni como único que ganó el trienio seguido.

(Otras tres Roubaix, con otros tres pódiums. Total, seis Monumentos sobre cantos… Solo Boonen tiene más, ni siquiera Eddy. Así que sí… puede que fuera el mejor por palmarés).

No puedes, no, domeñar a Museeuw en Flandes. No puedes, sencillamente no puedes.
Tienes que derrotarlo.
Aguantarle los ataques cuesta arriba, sostener su sprint de (casi) verde en la Grande Boucle, seguir esos tubulares que conocen cada brizna de hierba asomando por entre pedruscos.
Y, después, derrotarlo.

4. El bueno

«Si por mí fuera ni siquiera hubiese ido allí», decía un cuarto de siglo más tarde a Pier Augusto Stagi. «Demasiado loco, demasiado peligro, yo no soy muy hábil con la bici. No me sentía cómodo en esas carreteras, no era mi prueba, no era mi espacio. Pero aquel día estuve bien. No sé dónde está la copa, pero mi nombre sigue escrito, en el cuadro de honor».

Hace frío, y Gianni no quiere salir. Hace frío y Gianni tiene comportamientos raros (solo que los comportamientos raros son menos raros en Gianni Bugno). No quiere llevar guantes, pese al hielo, pese a la nieve. No quiere llevar guantes, pero en la neutralizada baja al coche, para ponerse guantes, porque dónde voy sin guantes, dime, dónde. Le aterra ese adoquín mojado, ese espejo en el cual la bici no puede mantenerse erguida. Así que pone a su equipo, a la Polti (maillot amarillo y verde, tan de los noventa como el penalty de Djukic), tirando durante el berg primero. Qué valiente, viene con idea. Cuatro kilómetros y Gianni se descuelga del pelotón, Gianni quizás (solo quizás) abandona. Sus compañeros rodean al líder, vuelve con los mejores, arriba incluso hace algo de sol. Está empezando a secarse la carretera, está empezando a subir el ánimo del hombre siempre taciturno.

Elipsis de seis horas.

Recta final, y Bugno último de los cuatro. Recta final, con su ligera pendiente justo antes de la línea blanca. Bugno anticipa, Bugno empieza el sprint más largo del mundo, Bugno salta a doscientos cincuenta metros, se cambia a su izquierda, no quiere que nadie coja rueda. Bugno apenas mueve la bici, apenas pareciera hacer esfuerzo, apenas, apenas… Es como aquel día, en Val Louron, cuando todo habría de cambiar, cuando se quedó mirando a Lemond, cuando fue pasto de las dudas. Aquella tarde tampoco tenía cara de ir sufriendo, esta tarde es como si la bici caminase sola. Tan potente, tan elegante.

Gana.

Gana y levanta los brazos, gana y los abre así, como si estuviera en una cruz, como si todo fuera condenación. Gana y entra algo por debajo de su axila izquierda, algo que viste colores azules, algo que pudiera ser un colega, que pudiera ser una maldición. Gana Gianni Bugno, celebra Gianni Bugno, pero extiende los bíceps Johan Museeuw, pero pega su mentón al pecho Johan Museeuw, pero se le ha colado Johan Museeuw, se tocan dorsales flamencos con costillas lombardas, cómo hiciste, Gianni, cómo pudiste hacer, Gianni, ibas tan fuerte, Gianni, tan superior, tan supremo. Y ahora qué habrá pasado, qué podríamos escribir…

Uno, dos tres… cinco, cinco minutos, cinco minutos para decidirse, cinco minutos mirando la foto finish. Cinco minutos, un mundo, cinco.
Gana Gianni Bugno.
Ganó Gianni Bugno.
Fueron siete centímetros.

«Si gano mañana me dejas conducir el autobús del equipo», había dicho Gianni a Stanga el día anterior. Así que ese lunes, por Gante, un monstruo color canario coge los cruces a trompicones, con muchos ciclistas dentro y el conductor más estiloso que nunca nadie haya visto (cuentan que hizo algo idéntico veinticuatro horas más tarde de Benidorm, de aquel Benidorm que debió ser el Benidorm de Indurain, mereció ser el Benidorm de Rominger y acabó siendo el Benidorm de Gianni).
Qué raro era Gianni, sí.
Qué ídolo será siempre.
Qué bonito de Ronde.

5 Comentarios

  1. Fichen a Ander Izaguirre para escribir sobre ciclismo. Este tipo es insufrible.

  2. Pingback: Gianni Bugno: «Cuando ganas no sientes cansancio, pero si eres segundo sientes un cansancio enorme» - Jot Down Cultural Magazine

  3. Fichen a Ander Izaguirre para escribir sobre ciclismo. Este tipo es insufrible.

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