Humor

Tardé bastante tiempo en saber que la caza era un deporte

Es noticia

Nací en 1983 y pasé todos los veranos de mi infancia en un pueblo de menos de 100 habitantes. Quiero decir: jugar a pegar tiros era tan normal como jugar al escondite, a ir en bici o a chutar una pelota contra la pared del frontón. Jugar a pegar tiros no tenía nada de extraordinario. De vez en cuando aparecía algún amigo con una escopeta debajo del brazo y unos perdigones de bola o de copa y nadie se extrañaba lo más mínimo. A veces teníamos dianas de cartón y otras tirábamos a los árboles o a las botellas de plástico. Jugar a pegar tiros consistía en pegar tiros jugando. Era un juego sencillo, daba lo que prometía, nadie tenía que explicarlo. Por mucho que me enseñaran yo era malísimo tirando. Tampoco nadie se extrañaba lo más mínimo.

No quiero marcarme aquí un Anairis, pero si alguien nos hubiese grabado –cuatro o cinco niños de unos nueve o diez años con una escopeta, camisetas del Pryca y botellas de Coca Cola de dos litros- e hiciera con ello una película de tres horas sin tocar nuestros diálogos, yo ahora estaría renovando el pasaporte para ir a la gala de los Oscar. Pero nadie nos grabó y estoy ahora escribiendo esto en el sofá y en pijama, bebiendo un Nestea de maracuyá porque bebo demasiado café y me estoy dosificando.

El caso es que a nadie le importaba mucho lo que hiciéramos. Con tal de volver a casa a la hora de comer y a la hora de cenar estábamos salvados. Igual que en aquellos años nadie parecía darse cuenta de que nuestro pueblo era bonito, nosotros no sabíamos que molábamos.

Treinta años después, mi pueblo* sigue siendo bonito, nosotros ya no molamos y mi casa sigue siendo prácticamente la única casa del pueblo en la que no hay una escopeta en un armario. Ocurre que en mi casa no vive ningún cazador, es una carencia que arrastramos. Esta circunstancia me deja en una posición de clara inferioridad si se inicia alguna discusión en el bar. Si te quieren convencer de que Higuaín es mejor que Benzema o algún asunto similar, los demás tienen la baza de ir a casa a por la escopeta, que eso siempre ayuda como elemento de persuasión, quieras que no. Al final, por si acaso, les das la razón. Ni siquiera Benzema vale tanto.

Tardé bastante tiempo en saber que la caza era un deporte. Un día vinieron unos señores con perros para un campeonato. No recuerdo mucho. Otro día vinieron unos señores con una máquina de tiro al plato. Recuerdo que los niños íbamos corriendo a recoger los platos que no se rompían y se los dábamos a los señores de la máquina de tiro al plato. Se podría decir que éramos los nuevos perros. Seguro que salíamos más baratos.

Algunos días la plaza del pueblo se llenaba de cazadores. Unos eran autóctonos y otros eran fichajes extracomunitarios. Iban todos perfectamente uniformados. A mí me hacía gracia verlos con sus ropas de camuflaje, como si fueran a Vietnam, pero luego iban a almorzar y a pegar tiros a pajaritos aka codornices, que piensas que igual no es para tanto. Yo pensaba esto mientras llevaba la camiseta del Liverpool, del Zaragoza o del Milan -y en realidad jugaba en el Unisport Marjaleria de Castellón-, así que se podría decir que en esto empatamos.

Ya conté una vez que mi tío me llevó un día a cazar, pero puedo volver a contarlo. Ocurrió en una Navidad que estaba sin amigos, solo, y mi tío me veía tan aburrido que me llevó a cazar. Me lo propuso justo en día de jornada de Premier, que ahí al menos podía ver un partido en Canal +, pero ya había dicho que iría así que me hice el ánimo y me fui con mi tío. Era un referente mi tío: lo había visto bajar al bar desde su casa, subido al coche, quitando el freno de mano y aprovechando el desnivel, por no andar. Y no solo eso, me había llevado alguna vez a coger setas en el monte y por no bajar del coche se metía por la hierba, saliendo del camino, y cuando veía setas las señalaba y yo salía corriendo a recogerlas. Otra vez, ahora que lo pienso: era frágil la línea que separaba a un perro de un niño.

Aquel primer día de caza para Enrique Ballester también fue el último. Resulta que aquí sí que caminaba mi tío. Solo recuerdo eso: andar y pasar frío. Juraría que no pegamos ni un tiro. No hubo ni almuerzo ni pajaritos que escabechar luego. Si alguien nos hubiese grabado, tres horas andando por el monte y pasando frío, tres horas en silencio y sin esperanza de vida y hubiese hecho con ello una película, yo ahora estaría renovando el pasaporte para ir a la gala de los Oscar, pero como nadie nos grabó, aquí estoy, escribiendo esto en pijama y en el sofá, y bebiendo un café de verdad porque lo del Nestea de maracuyá –lo admito- no se sostiene por ningún lado.

*Rodenas, Teruel.

2 Comentarios

  1. Maravilloso relato!

  2. Pingback: Los «Doce deportes peregrinos» (¿o por qué lo llaman deporte?)

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*