Tenis

Encrucijadas: La puñalada de Mónica Seles

Es noticia

encrucijada
(De en- y el ant. crucijada)
1. Lugar en donde se cruzan dos o más calles o caminos.
2. Ocasión que se aprovecha para hacer daño a alguien, emboscada, asechanza.
3. Situación difícil en que no se sabe qué conducta seguir.
(diccionario RAE)


Parece increíble cuando uno piensa en ello, y eso que ya han pasado casi dos décadas desde que ocurrió. La historia del tenis femenino cambió para siempre y no por culpa de un revés mal dado que envió la pelota al pasillo, ni de una mala decisión arbitral, ni siquiera de una lesión o enfermedad… sino de una puñalada. Aun después de tantos años sigue antojándose un suceso tan aberrante que resulta difícil de asimilar, pero lo cierto es que sucedió. El mundo, a veces, es así. Truculento y retorcido. Incluso sobre una cancha de tenis.

A finales de los años ochenta un huracán alemán llamado Steffi Graf arrasó la competición tenística femenina.  Entre 1987 y 1989 nadie, ni nada, parecía capaz de interponerse entre la alemana y la gloria. En esos tres años jugó todas las finales de los torneos de Grand Slam a los que se presentó. Todas. Sólo perdió tres: dos en 1987 frente a la veterana Martina Navratilova, a quien de todos modos estaba a punto de destronar. Pero eso fue en 1987, cuando Steffi acababa de explotar en el circuito. A partir de 1988 ya ni siquiera Navratilova podía toserle al portento germano. Steffi parecía simple y llanamente invencible. Una jovencísima Arantxa Sánchez Vicario necesitó el mayor despliegue de combatividad de su carrera para plantar una pica en Flandes y alzarse con el trofeo de Roland Garros… el único que se le escapó a la alemana entre 1988 y 1989.

Momento en el que Mónica Seles fue apuñalada

La hazaña de Arantxa era algo tan difícil de creer que se convirtió en una de aquellas gestas épicas que se dan una vez cada muchos años. En España, nadie que viese aquel partido ha podido olvidarlo: los “¡vamos!” con el puño en alto de Arantxa tuvieron en vilo a toda la nación, y eso era porque de antemano nadie podía confiar en que Arantxa pudiese ganar a Steffi. De hecho, la propia jugadora española no fue capaz de repetir una victoria frente a Graf en una final hasta 1994.

Steffi Graf parecía, por qué no, destinada a convertirse en una de las mayores fuerzas tenísticas de la historia, si no en la mayor. No parecía una idea descabellada. Dadas sus excepcionales condiciones, podía incluso aventurarse que llegase a superar el palmarés de la propia Navratilova, quien acumulaba diecisiete grandes títulos por entonces. Una carrera espectacular, sin duda, y a priori difícil de igualar… pero es que en 1989 Steffi ya había ganado ocho en tres años. ¡En tres años! Y no había otivo para que no siguiera haciéndolo. Su juego lo tenía todo: un gran servicio, una derecha demoledora, una potencia de tiro fuerza del alcance del radar, una sorprendente capacidad de adaptación sobre cualquier superficie y ante cualquier tipo de rival, unas cualidades atléticas que la separaban de sus competidoras… estaba, simple y llanamente, un escalón por encima de todas las demás. Parecía especialmente diseñada para jugar al tenis. Como si alguien hubiese concebido en una computadora a la jugadora perfecta. ¿Cómo plantarle cara a un fenómeno semejante?

Y entonces, desde Yugoslavia, llegó ella. Mónica Seles.

Una adolescente desgarbada, que agarraba la raqueta como si temiese perderla —su padre le había enseñado a jugar siempre con las dos manos en la empuñadura, ¡incluso para golpear de derecha!—, con cara de estar medio distraída y no haber roto nunca un plato. Si una la veía de pie junto a la atlética Graf nunca hubiera pensado que podía ser una rival digna de la todopoderosa alemana. Con esa curiosa costumbre de coger siempre la raqueta con dos manos y soltando un alarido prácticamente en cada golpe —todo un contraste con la silenciosa y casi robótica Steffi, que era como la versión femenina de Pete Sampras—, con aquella técnica heterodoxa, casi chocante, desde luego Mónica Seles no estaba fabricada con el molde de lo convencional.

Mientras que en Graf todo era perfecto, de manual; un tenis agresivo y clásico. No es que Steffi no tuviese puntos débiles (¿qué tenista no los tiene?) pero lo que hacía bien, lo hacía mejor que bien. De libro. O mejor que en los libros. Mónica, en cambio, practicaba un tenis asilvestrado y peculiar. Su juego era anormal, pero resistente, con una fuerza nacida de no se sabe muy bien dónde, y ocasionalmente dotado una inteligencia táctica de esas que no volveríamos a ver hasta la aparición de Martina Hingis. Mónica Seles era toda una rareza, pero es que además estaba dispuesta a destronar a la invencible alemana. Estaba dispuesta, y lo hizo.

El agresor, Günter Parche, cuchillo en mano

Ya avisó en 1990, venciendo a la propia Steffi en la final de Roland Garros. Sobre la tierra batida —probablemente la superficie donde estaba más cómoda, aunque jugaba igualmente bien sobre cemento— Seles lo devolvía todo, como una versión más completa, evolucionada y versátil de lo que fue Arantxa. Steffi, que jugaba bien en todas partes pero era “un poco menos Steffi” sobre la arcilla (sólo un poco, como Roger Federer, por así decir) fue tumbada por primera vez por la yugoslava. Como suele suceder en estos casos, incluso hubo quien se empeñó en ver a Seles como una “especialista” de la tierra batida. Lo que viene a significar “Seles podrá vencer a Graf sobre tierra; no lo hará en otras superficies”. Lo mismo que algunos decían sobre Rafael Nadal, por ejemplo.

Pero aquel triunfo en la arcilla de París era sólo la campanada que anunciaba un prematuro cambio de era. El inatacable reinado de Steffi Graf estaba a punto de terminar y eso que la alemana sólo había ocupado el trono durante un par de años. Nadie había pensado que Graf corriera el más mínimo peligro en la cumbre. Pero una vez Mónica Seles explotó, fue como ver una nova eclipsada por una supernova.

En 1991 sucedió: Mónica Seles se convirtió en la nº1 del mundo. De manera aplastante y sin discusión. Algo que sólo unos meses atrás había sonado a ciencia-ficción. Tenía diecisiete años. Aquel 1991 Seles lo ganó todo, Open de Australia, Roland Garros, US Open. Todo excepto Wimbledon, a donde no acudió por lesión. En 1992 repitió el resultado y nuevamente lo ganó todo excepto Wimbledon, donde llegó a la final pero fue vencida de manera convincente por Steffi. La hierba era ya el último reducto de la ex-reina alemana y la única superficie donde Mónica aún necesitaba un empujoncito para poder reinar también. Porque había arrasado con absolutamente todo lo demás.

Pocas veces, si alguna, el tenis femenino había dado un giro tan espectacular en tan poco tiempo. Durante un par de años pareció que la dominación de Steffi Graf no conocería límites. Pero ahora Mónica Seles era la nueva reina y también parecía que su dominación no conocería límites… incluso estando Steffi Graf por medio. Aquello se convirtió un escollo considerablemente duro para Steffi, un auténtico muro psicológico de esos que incluso para las campeonas más duras —como sin duda lo era ella— supone un auténtico problema superar. Veámoslo desade el punto de vista de Steffi: tras reinar de forma apabullante durante dos años, lo normal en una jugadora de su asombroso nivel hubiese sido reinar durante algunos años más. Era lo que todo el mundo había esperado, lo que había resultado lógico y previsible. Pero Mónica Seles fue un fenómeno ilógico e imprevisible. Tan ilógico como su manera de jugar y tan imprevisible como sus repentinos tiros paralelos que podían quebrar la cadera de cualquiera. Repentinamente, Steffi Graf estaba casi fuera de juego. Para colmo, Mónica Seles resultó ser más carismática. Siempre sonriente, genuina, abierta. Nada que ver con la distante seriedad de Steffi. Mónica era como la campeona de la gente, no sólo vencía sino que caía bien. Tener que convivir con una adversaria tan terrible iba a suponer un verdadero trago. En resumen, aquellos iban a ser unos años muy duros para Steffi Graf y para sus fans.

Pero entre esos fans, por desgracia, habría algún individuo seriamente desequilibrado. La historia iba a volver un nuevo giro. Pero este nuevo giro iba a resultar lamentablemente tétrico.

El 30 de abril de 1993, Mónica Seles disputaba los cuartos de final del torneo de Hamburgo frente a la búlgara Magdalena Maleeva. Mónica Seles contaba sólo diecinueve años, pero ya llevaba un par de temporadas en el cénit de sus poderes. Dos años ejerciendo un dominio aplastante sobre el tenis profesional femenino. También aquel año lo había empezado ganando. En el Open de Australia había vuelto a doblegar a Steffi en la final. Era su octavo gran título en poco más de tres temporadas. Y ahora casi nadie dudaba que en este 1993 vencería por cuarta vez consecutiva en su torneo favorito —Roland Garros— y sólo quedaba por ver si conseguía conquistar finalmente el césped londinense de Wimbledon, su única asignatura pendiente. Pero incluso allí, sin haber ganado aún, imponía respeto frente a una Steffi que se aferraba a la hierba como a un clavo ardiendo, sú último salvavidas para no naufragar definitivamente en el páramo de la ausencia de grandes títulos.

Era un día soleado, primaveral, en Hamburgo. El partido entre Seles y Maleeva —una respetable rival— seguía su curso normal. Mónica había ganado el primer set y buscaba afianzar su victoria en el segundo. Nada parecía anticipar algo fuera de lo común. Un partido de tenis como cualquier otro, una oportunidad para que el público alemán viese en directo a la niña prodigio que casi había borrado del mapa a su Steffi. En un descanso, ambas tenistas estaban sentadas en su respectiva silla. Seles se cubría con una toalla y agitaba las piernas inquieta, como hacen algunos jugadores y jugadoras. Maleeva sostenía una botella de agua y pegaba algunos tragos. La imagen habitual en cualquier descanso.

De repente, agitación, gritos, casi el caos en torno a la silla de Mónica. ¿Qué está pasando? Una total confusión se apodera del estadio. Un miembro de la seguridad inmoviliza por el cuello a un hombre de mediana edad, mientras algunas personas del público parecen querer arrebatarle algo. ¿Un fan exaltado que ha intentado decirle algo a Mónica, o tocarla, o pedirle un autógrafo o darle un beso? La gente en las gradas contempla atónita esos instantes de incertidumbre. De repente, Mónica Seles se levanta y va caminando lentamente hacia la red, llevándose una mano a la parte posterior del cuello. Parece insegura, como sin rumbo, dando incluso la impresión de estar a punto de desplomarse. El público empieza a entender que probablemente ha sido agredida; más cuando ven a la seguridad sacar del estadio al hombre que se había abalanzado sobre ella.

Un asistente ayuda a Mónica a sentarse sobre la pista. En un primer momento, la joven yugoslava parece casi tranquila… pero pronto empieza a toser y se lleva una mano al rostro. Parece tener incluso dificultades para respirar. Se extiende la preocupación entre quienes la atienden. Su rival en ese partido, Magdalena Maleeva, está aún sentada en su silla. Contempla la escena todavía con una botella de agua en la mano, casi como ausente, como quien contempla una simple lesión de su rival. Probablemente está intentando asimilar lo que está viendo. Repentinamente, parece a punto de echarse a llorar y a duras penas se contiene. Su mirada se transforma en una mirada de alarma. Mira a su alrededor, incrédula, cuando empieza a comprender lo que acaba de suceder.

Mónica Seles acaba de ser apuñalada.

La tenista yugoslava, aparentemente tranquila aunque mostrando en su rostro un considerable gesto de dolor, consigue sentarse en una camilla casi por sus propios medios. La herida física, por fortuna, no parece lo bastante profunda como para haber afectado irremediablemente sus órganos vitales y el agresor ha sido inmovilizado antes de poderla apuñalar por segunda vez, cosa que estaba intentando pero que no consiguió. Seles es llevada a un hospital. Efectivamente, sus heridas no comprometen su vida, la cosa podría haber sido más grave desde un punto de vista médico. Mónica podrá recuperarse en el plazo de unas semanas.

En un primer momento se especuló con un posible motivo político/religioso del ataque a la jugadora, especialmente teniendo en cuenta los tremebundos conflictos que estaban teniendo lugar en su tierra natal, sumida en una sangrienta e inhumana guerra. Mónica había recibido algunas amenazas de muerte.

Pero la explicación era otra, más simple pero también más inesperada: el responsable del apuñalamiento era Günter Parche, un alemán que al parecer no podía tolerar que Mónica Seles siguiera interponiéndose en el camino de su idolatrada Steffi Graf. Armado con un pequeño cuchillo de cocina, una especie de punzón, se había camuflado entre el público dispuesto a eliminar a la campeona yugoslava para dejarle el camino libre a Steffi. Desgraciadamente, hay que decir que consiguió su propósito.

Mónica se recuperó rápidamente de las heridas físicas, pero las heridas psicológicas fueron profundas y obviamente necesitó asistencia para superarlas. Era sólo una chica de diecinueve años y sabía que perfectamente podía haber muerto allí mismo, sobre la propia pista. Eso le causó un trauma del que le costó mucho tiempo sobreponerse. No ayudó la cuestionable actitud de la justicia alemana: el agresor, Günter Parche fue declarado mentalmente enfermo y no llegó a pisar la cárcel. Se le “condenó” a tratamiento psicológico. Seles, muy decepcionada con las autoridades germanas, dijo que, de volver a jugar algún día, no volvería a hacerlo en Alemania.

Tristemente, como decíamos, el infame agresor se salió con la suya. Mónica Seles, aterrorizada, no volvió a pisar una pista de tenis en más de dos años. Si tenemos en cuenta que los mejores años de una tenista, por lo general, están comprimidos en un periodo de cuatro, cinco o como mucho seis temporadas, aquel apuñalamiento arruinó lo que quedaba de los mejores años de Seles como tenista. Mientras, Steffi Graf —que lógicamente ninguna culpa tenía de lo sucedido— volvía a reinar por todo lo alto: con Mónica Seles ausente, la alemena se adjudicó los tres granes títulos restantes de aquel mismo 1993. Tras un 1994 irregular, Steffi Graf volvió a arrasar en 1995 y 1996.

Precisamente en 1995, a finales de verano, tras más de dos temporadas sin pisar un torneo, se produjo el retorno de Mónica Seles a la competición. Aún era joven, ya que iba a cumplir veintitrés años… pero tengamos en cuenta lo mucho que aquel largo periodo de ausencia dañó a su estado de forma y su ritmo competitivo. En el largo plazo, Mçonica Seles nunca volvió a ser la misma. Aun así, su vuelva a las pistas fue sorprendetmente exitosa: contra todo pronóstico, ganó su torneo de reaparición —el Open de Canadá— aplastando a Amanda Coetzer en la final. La sudafricana sólo pudo ganar un juego en todo el partido. Seles también se presentó en gran forma en Estados Unidos, llegando a la final del US Open en lo que sin duda se convirtió en el partido más esperado del año, ya que se enfrentaría a la nuevamente reinante Steffi Graf. Mónica, teniendo en cuenta sus circunstancias y que acaba de volver de un largo retiro, cumplió sobradamente y ofreció lucha (6-7, 6-0, 3-6) pero no pudo con la alemana, quien seguía al 100% de su capacidad. Con todo, parecía que Mónica podría volver a alcanzar su antiguo nivel. No sería exactamente así.

1996 fue un buen año para Seles, aunque tampoco llegó a mostrar el mismo dominio de antaño. Venció en el Open de Australia, con Steffi ausente. Aunque no pudo pasar de cuartos en Roland Garros, llegó a una nueva final en el US Open. Nuevamente la jugó frente a Graf. Nuevamente volvió a perder tras ofrecer un partido disputado. Mónica había vuelto en buena forma, pero no en la mejor forma. Ya no parecía la número uno.

Una mezcla de la larga ausencia en competición, con la consiguiente pérdida de ese punto extra de competitividad, la enfermedad de su padre y entrenador —un cáncer que terminaría llevándoselo en 1998— y la idea de que, incluso a su joven edad, quizá ya no podría ser la misma de antes, empezaron a causar una visible merma en su estado de forma. Se la empezaba a ver más lenta, y en ocasiones con más peso del requerido para jugar con aquellas rapidez y agilidad que habían sido características en ella. Ya no tenía la forma física ni mental para seguir situándose en primera línea de competición. Pese a lo prometedor de su retorno, su tenis no tardó en desinflarse: a fin de cuentas, la puñalada y el posterior exilio de más de dos años habían desbaratado lo que una vez hizo de ella una super-campeona.

A partir de 1997, Mónica Seles fue simplemente una “buena” jugadora, una habitual en los cuartos de final de los grandes torneos (incluso en alguna semifinal) pero ya no una seria contendiente al título. Alcanzó su última final de grand slam en 1998, y fue cómo no sobre la arcilla de Roland Garros. Enfrentada a Arantxa Sánchez-Vicario, Mónica nuevamente ofreció lucha, pero no fue suficiente. La española se llevó el título. Seles permaneció varios años más en el circuito, convirtiéndose en la paradójica figura de una jugadora todavía joven pero que parecía casi una “vieja gloria”. Al final, la puñalada le arrebató —además de la calma durante algunos de sus años de juventud— la cualidad que la había convertido en la mejor. Su carrera había continuado, incluso por un momento pareció que podría volver a florecer. Pero no, realmente había sido truncada de raíz. La propia Mónica se lamenta de que las medidas de seguridad en las pistas de tenis no hayan cambiado sustancialmente.

Obviamente, todo lo que nos queda después de aquel penoso incidente es la Gran Pregunta de la historia del tenis femenino: ¿Qué hubiera sucedido si Mónica Seles no hubiese sido apuñalada por un criminal justo cuando estaba en lo mejor de su carrera? Nunca lo sabremos. Podemos, eso sí, intentar buscar respuestas lógicas. Parece razonable pensar que Mónica hubiese ganado algunos títulos más, que hubiese seguido plantándole cara a Steffi Graf durante varias temporadas. Entre ambas jugadoras se hubiesen repartido los grandes títulos de 1993, 1994, 1995… no podemos adivinar cuántos hubiese ganado cada una, pero el reinado de Steffi no hubiese sido tan aplastante como lo fue en ausencia de Seles. Eso seguro. Es más, si hacemos caso a lo que suele suceder en el tenis, es bastante probable que Seles hubiese seguido reinando, con Graf como segundona de lujo. Para algunos —en una opinión aventurada pero no totalmente irrazonable— sin aquella puñalada en Hamburgo, Mónica Seles hubiera seguido dominando y se hubiese convertido en la tenista con más grandes títulos de la era moderna (al final, Mónica se quedó en 9, ya que sólo ganó uno tras su regreso, y Steffi acumuló 22, dos por debajo del récord de Margaret Court).

Pero esto son elucubraciones. La realidad, por desgracia, es la que es: aquel 30 de abril de 1993 cambió la vida de Mónica Seles y cambió también la historia del tenis. Pudo haber sido la jugadora más grande de todos los tiempos. No lo averiguaremos jamás, pero sí, pudo haberlo sido. Puestos a mirar el lado bueno, podemos agradecer que Mónica no sufriera peores heridas físicas en lo que sin duda fue un trance de vida o muerte. Y puestos a mirar el lado malo, un único individuo ensució la historia de todo un deporte y sólo hubo consecuencias serias para la víctima, para su vida y para su carrera. La moraleja resulta evidente: la fascinación por el deporte profesional —que es de por sí fascinante— no debe traspasar ciertos límites. Cuando alguien se toma los resultados deportivos como una cuestión personal —algo que sucede muy a menudo, no hace falta estar trastornado para ello— debería más bien preguntarse qué vacíos está intentando llenar. Pero como decía al principio de este artículo, todavía cuesta creer que una puñalada se interpusiera en el camino de toda una campeona. Los cruces de caminos, las encrucijadas, deberían estar señalizadas de otra manera.

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