Escalada

Hipercomercialización de la escalada contracultural

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Chrisa Sharma, uno de los últimos escaladores contraculturales

El destino de todo movimiento que se denomine a sí mismo contracultural es terminar siendo absorbido por la cultura de masas. Así que no es extraño que en los últimos años películas, sobre todo hechas en Estados Unidos nos hayan traído la escalada a las salas de cine, a la lista de la oferta de los paquetes de televisión e incluso a la alfombra de los premios más importantes. Alex Honnold y Tommy Caldwell se han convertido en personajes reconocibles a través de películas como Free Solo o Dawn Wall, sobre sus hazañas en El Capitán en Yosemite; el primero ha sido oscarizado y el segundo entrevistado por Ellen de Generes y recibido por el mismo Obama. Un largo camino recorrido desde los tiempos contraculturales de la escalada en ese valle californiano que narra otra película de los últimos años, Valley Uprising.

Mientras que la escalada de altas montañas, domésticas o lejanas se narraba en términos usados para la exploración y conquista, y en clave de conquistas nacionales, los deportes de la escalada y el alpinismo –poco diferenciados para el público– eran extravagancias de aristócratas y representantes del espíritu nacional. Así, la ascensión del Everest, tras los intentos de 1921 y 1924 por parte de los muchachos pertenecientes a la élite universitaria y cultural británica como Mallory, terminó con el éxito de un escalador neozelandés a mayor gloria del imperio británico. Lo mismo ocurriría con el K2 e Italia, cuya restauración del orgullo nacional requirió el desprestigio del mejor escalador de su tiempo, Walter Bonatti.

Una cosa era lo que la prensa contaba y otra lo que la vida y las intenciones de la gente que realizaba esas hazañas vivían en realidad. Anderl Heckmair cuenta en sus memorias socarronamente cómo después de lograr ascender la pared norte del Eiger en 1938 –una pared, la Nordeigerwand, que se había ganado la reputación de «pared asesina» dado que no hacía más que recibir alpinistas que la intentaban e invariablemente terminaban accidentados y cuya ascensión estaba prohibida en esa fecha por ese motivo– la percepción sobre lo que hacía cambió. En 1933, en plena crisis alemana, Heckmair había pertenecido a los Wandervögel, un movimiento romántico y escapista a lo beatnik con dos décadas de antelación, y había recorrido en bicicleta gran parte de Europa en busca de montañas trabajando en lo que encontraba por el camino -en uno de esos viajes acabando en los calabozos en Madrid, cuyas autoridades no entendían bien que hacían esos muchachos alemanes portando herrajes y cuerdas en medio de una ciudad en años convulsos.

Sin embargo, a partir de esa ascensión, el régimen nacionalsocialista no perdió tiempo para aprovechar su imagen. Tras ser recibido por el mismo Hitler, comenzó a guiar las hazañas alpinas de Leni Riefenstahl y otros figurones. El compañero de la otra cordada en aquella ascensión, Heinrich Harrer, quien sí era un nazi convencido, terminó pasando siete años en el Tíbet, antes de ser también absorbido por la cultura oficial de un tiempo posterior. Cultura y contracultura eran sencillamente la misma cosa: todo depende de donde ponga la mirada quien tiene el mando.

Tommy Caldwell en la Dawn Wall del valle de Yosemite

La contracultura en la escalada empieza a ser algo respetable

Cualquiera que hubiera pasado por delante de cierto local junto a uno de los clubs de strippers más conocidos de North Beach, San Francisco, una noche de 1966, habría decidido que el evento que se celebraba dentro no era sólo uno más de los que abundaban en ese momento de explosión contracultural en California. Dentro, la música la ponía un grupo joven, Grateful Dead; la puerta estaba guardada por un par de tipos barbados en cuyos chalecos se podía leer «Hell’s Angels». Una cantante folk en ascenso, Joan Baez se abría paso entre la multitud para acceder al escenario, mientras un póster dedicado con la portada del disco de Bob Dylan Blonde on Blonde servía de decoración exterior. Los periodistas se codeaban con todo tipo de socialités de la época intentando acceder a los grifos de cerveza en un ambiente ofuscado con niebla de marihuana.

Con este evento, Douglas Tompkins, un competente escalador en esa época, después famoso por sus aventuras empresariales y su activismo ambiental, ponía de largo la pequeña empresa de material de escalada y montaña que poseía junto a su pareja, The North Face. No iba a ser ésta la única idea de Tompkins para que mover este tipo de material comenzara a ser rentable: poco después un buen número de escaladores comenzaban a vestir con ropa y material portando el logo de la empresa. Para cuando Tompkins vendió la empresa por poco más de cincuenta mil dólares, la idea del patrocinio había calado, y cambiaría la escena para siempre. Un buen número de practicantes de este estilo de vida –el Dirtbag State of Mind  en palabras de Luke Mehall, editor de Climbingzine– podían empezar a plantearse vivir viajando y escalando, sin más que estar obligados a aparecer en ciertos eventos de las marcas que les pagaban y proporcionaban material. El fotógrafo y el cámara se convertirían en personajes tan importantes en una escalada como el compañero que aseguraba la cuerda. O quizá más importantes, debido a la buena acogida comercial que tienen las fotos y películas de escaladores en solo, es decir, sin cuerda ni elementos de seguridad.

Una vez más, la contracultura se había convertido en un producto comercial, en un sello de prestigio que se podía comprar y exhibir mediante un logo en una chaqueta.

Queda para el recuerdo Warren Harding, un albañil aficionado al vino barato, coches caros y mujeres, que abrió algunas de las vías más audaces de los años 50 y 60 en el valle de Yosemite, como Nose y Dawn Wall en la pared del «El Capitán». O un precoz y torturado John Menlove Edwards quien se suicidó en 1948 antes de cumplir los cuarenta años de edad, considerado el mejor escalador de su tiempo en la escena tradicional inglesa; homosexual y rebelde, terminaría obteniendo un título en medicina, un oficio que ejerció muy poco tiempo, entre escalada, escritura alucinada y el descenso a la locura (el autor de éxito Jon Krakauer fue quien le recuperó en un artículo para la revista Climbing, antes de que Jim Perrin le dedicara una biografía completa). No sólo nacieron antes de tiempo, sino antes de que existiera una escena contracultural sexy y admisible comercialmente.

Warren Harding ascendiendo The Nose. Yosemite, 1958. [Wogü Climbig]

A mediados de los años 80 del siglo pasado, Andy Pollitt cuenta en su biografía Punks In The Gym un encuentro con uno de los personajes más señeros e importantes de la exploración himaláyica y la escalada tradicional británica, Chris Bonington. Andy era en esos momentos el niño mimado de las marcas de material; fibroso y con melena y con un aire a lo Mick Jagger, estaba dedicado a subir en libre por todas las vías clásicas de la escalada tradicional inglesa, al tiempo que iba dando nuevos pasos en la apertura de nuevas propuestas más difíciles y empezaba a abrazar la escalada deportiva europea -con seguros fijos preinstalados taladrando la roca-. Pasaba de vivir en una furgoneta a una casa compartida, donde el alcohol, los excesos con drogas y el sexo eran parte inseparable de ese modo de vida. Un perfecto icono comercial, junto a su socio Jerry Moffatt. Cuando Andy se acercó tímidamente a saludar a Chris, quien por entonces aún no había recibido el título de Sir, el atildado explorador, himalayista y jefe de expediciones a mayor gloria del imperio británico, se limitó a mirarle de arriba abajo, exhalar un bufido de desprecio y darse la vuelta. Los tiempos cambiaban, pero no tanto: al fin y al cabo Sir Bonington tampoco dejaba de ser un hombre anuncio. De otro producto, pero la diferencia no era importante.

La contracultura ha terminado

Si había alguna dude que cualquier símbolo contracultural ve anulada la fuerza subversiva o contestataria que pudiera tener tras un pico, el triunfo de la escalada deportiva, con estética derivada del glam, del heavy y de la cultura hippy y del punk -pelos largos, mallas de colores, consumo de alcohol y drogas- vino a demostrarlo. Significaba que el final del estilo de vida asociado a la escalada, vida itinerante con poco o nada de dinero y vivir el momento en conexión con la naturaleza, era cuestión de tiempo: todo naufragaba en pura estética. El americano Marc Twight, un tipo instalado en el centro europeo del alpinismo, escribía esto en 1998:

«Tan solo soy una persona que paga la renta, que comprueba su mierda para ver si hay gusanos nepalíes, a quien la gente de los impuestos quiere acorralar. Solo que yo nunca veo la tele ni como congelados y no tengo hipotecas. Me gasto el dinero que ingreso en discos compactos, material fotográfico y en escalar montañas. Era un niño «sin futuro» y espero que sea cierto porque no tengo planes de ir de vacaciones a pescar a costa de la seguridad social. El futuro será lo que sea, independientemente de que yo tenga un seguro o no«

Lo que era una transición enorme desde el punk y las letras de Skinny Puppy que le habían movido en sus comienzos y el alpinismo extremo a vida o muerte. El viejo dirtbag sentaba cabeza, empezaba a dedicarse a la deportiva (y terminaría siendo el preparador físico de estrellas de Hollywood).

A finales del siglo XX el centro de la escalada se había movido de las paredes californianas al sur de Francia. Si uno acudía a zonas como el cañón del Verdon o Buoux en verano en los años que van del 1985 a 1995, normalmente en auto stop como medio de transporte, se encontraba con una multitud que parecía sacada de Woodstock, pero con músculos marcados. El camping de Jean Paul, uno de los tres que existían en el pueblo de La Palud era el centro de fiestas, drogas y guitarras, sin que, hasta dónde se puede saber, nadie se molestara en abonar la tarifa de este camping. Duró poco: los profesionales comenzaron a tener dinero y pagarse alojamientos, o al menos furgonetas camperizadas que les permitían moverse y dormir con cierta comodidad. Los que no lo eran, una vez pasada la juventud, encontraron trabajo y tomaron la escalada como un deporte. Gente como el poeta y escritor Erri de Luca –un tipo capaz de subir por una vía de 8b+ a sus casi sesenta años y que se niega a usar magnesio–, o el autor de novela policíaca nórdica Jo Nesbo son los referentes culturales de la nueva escalada. Algunos, como el también italiano Mauro Corona mantienen la estética underground y contestataria. Luisa Iovanne o Maurizio Manolo Zanolla  son recuperados con veneración junto a Ron Kauk o Lyn Hill. La escalada como contracultura no existe salvo como eslogan para vender productos dirigidos a deportistas.

A principios del siglo XXI era posible encontrar en la escena de nuevos escaladores, casi todos centrados en de descubrimiento de nuevas zonas de  escalada en bloque, la facilidad para socializar y el minimalismo que supone, tipos capaces de comprar un billete a la India sólo de ida, como remembranza de las inquietudes de los 70; reiki, acupuntura y todo tipo de medicinas alternativas; música de guitarra y flauta. Y escaladas sobre colchonetas portátiles que poco podían hacer para detener los efectos de una caída de diez o quince metros. Chris Sharma, la figura más mediática de la escalada hasta la llegada de otros californianos como Alex Honnold, batía nuevos estándares hablando de espiritualidad y fumando marihuana. Pero la tendencia en las zonas de escalada era la de gente que vivía su vida normal, se lo tomaba como un deporte, como quien juega el partido de fin de semana o corre una carrera popular con los amigos. El nuevo paradigma de escalador se entrena en salas, cada vez más sofisticadas, cuyo número se ha multiplicado en las ciudades y tiene de referencia a los competidores olímpicos. Un giro definitivo es que la marca de rocódromos más exitosa pertenezca al mismo Chris Sharma, que fue la última figura realmente importante con aire contracultural.

Es el signo de los tiempos, y no hay nada que añorar de los anteriores. Salvo que no se hayan vivido, claro. Así, después de todo, funciona la sociedad de consumo.

Carta de Doug Tompkins en el primer catálogo de ‘The Nort Face’. 1968.

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