El árbitro pita el final del partido y Arsenio Iglesias sale del banquillo como alma que lleva el diablo, chándal azul, blanco y verde, baja las escaleras que llevan al vestuario y suelta un contundente «¡Tanto súper y tanta hostia!» que refleja a la perfección lo que el técnico de Arteixo piensa sobre las exigencias desmedidas en torno a su equipo.
El Deportivo acaba de empatar a dos contra el Tenerife. Teniendo en cuenta que hablamos del mejor Tenerife de su historia, el de Jorge Valdano, con jugadores como Latorre, Redondo, Felipe, Del Solar o el infalible Pizzi, la cosa no debería provocar tanto escándalo.
Sin embargo, Riazor está mudo y descontento. Refunfuña como refunfuña su entrenador. A falta de tres minutos y a pesar de jugar con diez hombres casi toda la segunda parte, el Deportivo ganaba 2-0 y solo dos despistes defensivos, cuando los jugadores estaban más a la celebración que al partido, permitieron que primero Dertycia y luego Ezequiel Castillo empataran en un abrir y cerrar de ojos.
Tanto súper y tanta hostia. Tanto recrearse en el triunfo y al final te la juegan como si siguieras siendo aquel equipo que peleaba con sangre en las promociones de descenso a segunda división.
Es un partido clave porque es el partido de en medio. El partido que mide la resistencia mental de un gran equipo, de un «superequipo», de creer a la prensa. Por los altavoces suena aquello de «Yo digo Deportivo, vamos a ganar este partido» y algunos jugadores tienen aún la cabeza puesta en el de la jornada anterior, perdido en el Bernabéu después de adelantarse en la primera parte mientras otros fantasean con llegar líderes al Camp Nou, cosa que ya no sucederá porque se ha interpuesto esa cosa pringosa llamada presente.
Arsenio lo sabe. Sabe que los campeonatos son cuestión de hemeroteca. De partidos que nadie recuerda pero que sumaron dos puntos. Por ejemplo, el Tenerife en casa. También sabe que el público de A Coruña, como cualquier público, tiende a la montaña rusa. Poca gente ha tenido una relación más complicada con Riazor que el viejo zorro plateado, el llamado «bruxo» en parte por su personalidad enigmática y en parte por su facilidad para encontrar soluciones tácticas.
Debutó en 1951 como jugador. Coincidió con Helenio Herrera, tuvo que vivir el exilio en varios clubes del sur y el este de la península y volvió en 1971 como entrenador para ascender al equipo de segunda a primera, un dramático partido ante el Rayo Vallecano que acabaría 1-0.
Los momentos de euforia se habían mezclado con los de decepción demasiadas veces, tantas que a Arsenio le gustaría un poco de calma, de tranquilidad, de disfrutar y punto. Tan solo un año y medio atrás, en mayo de 1991, había anunciado su retirada del fútbol a los sesenta años. No aguantaba más. «La ciudad quería el equipo en primera ya en septiembre. Estoy cansado», dijo a la prensa como queja amarga después de aguantar varios meses de críticas y abucheos: Arsenio, estás acabado; Arsenio, mejor vuélvete al pueblo.
Unos meses que en realidad fueron tres años, desde que Lendoiro le rescatara del Compostela a mitad de la temporada 1988/89 para evitar que el Deportivo se fuera a Segunda B.
Desde entonces: una promoción de ascenso perdida, unas semifinales de Copa del rey y, por fin, el pase a primera división. Ahí os lo dejo, es vuestro, no contéis más conmigo.
Todo esto está demasiado reciente como para que Arsenio se deje embriagar por los éxitos de su equipo. Demasiado recientes las críticas destructivas y demasiado recientes los coros que pedían su vuelta nada más aterrizar Boronat en Coruña. El retiro duró solo ocho meses, lo que tardó Lendoiro en convencerle de nuevo: «Salva al equipo y luego ya vamos viendo, la gente está contigo».
Y aunque Arsenio era consciente de que la gente está contigo ahora y cuando el Tenerife te empate a dos estará en tu contra porque para eso va la gente al fútbol, para buscar culpables, decide hacer otra vez de salvavidas, sumando puntito a puntito y ganando la promoción ante el Betis con un 0-0 en el Villamarín, el resultado que le acompañaría peligrosamente el resto de su carrera.
Solo medio año después, ya saben, esto: tanto súper y tanta hostia. El Deportivo empezó el tríptico Bernabéu-Tenerife-Camp Nou como líder, con dos puntos de ventaja sobre los dos grandes y lo acabaría tercero, a dos del Madrid y a tres del Barcelona de Cruyff. Ya no se reharía esa temporada. La gente estaba con él, sí, pero igual convenía recordarle a la gente cómo demonios un equipo que venía de quedar decimoséptimo el año anterior estaba ahí disputando la liga.
El verdadero y adolescente Súper Dépor
En el principio fue Djukic. También se podría decir que en el principio fueron los hermanos José Ramón y Francisco Javier González Pérez y no sería del todo mentira. Puede también que el principio fuera el propio Arsenio o, yendo un poco más atrás, muy poco, Augusto César Lendoiro, ese canterano del PP que fue dirigiendo equipos desde la adolescencia hasta que la madurez le pilló en una diputación, como era de esperar, «saneando» las cuentas del club de la ciudad que le negaba cada cuatro años la alcaldía.
El caso es que todo empezó en algún momento y supongo que ese momento llegó cuando se juntaron todos: Djukic, un serbio desconocido —por entonces, yugoslavo; por entonces, a precio de saldo— que podía alternar la posición de líbero defensivo con la de organizador, los pujantes canteranos, el entrenador canoso y el directivo ambicioso, tan ambicioso que no solo subió al equipo a primera sino que se propuso que disfrutara de los mejores años de su vida, unos años que se pudieran recordar siempre, aunque costaran bancarrotas posteriores e intervenciones judiciales. Ya habría tiempo para pensar eso luego.
De momento, verano de 1992, el Deportivo se ha salvado. Arsenio ha reconsiderado su retirada y decide continuar al menos una temporada más, si la salud y las críticas le respetan. El club se acaba de convertir en Sociedad Anónima Deportiva y Lendoiro decide sacar la chequera.
Una chequera que aún no se sabe muy bien de dónde sale y qué hizo ahí esperando tanto tiempo. Una chequera que trae, de golpe, sin anestesia, a un montón de segundos espadas de clubes grandes: Nando, del Valencia; Aldana, del Real Madrid; Serna, ex del Barcelona: Ramón, casi inédito ya en el Sevilla y Juanito, un chico del Compostela que acabaría haciendo carrera en segunda.
Ellos eran el equipo, el sustento. Ellos y los que venían ya del año anterior: Liaño, Albistegi, Sabin Bilbao, Ribera, Claudio o López Rekarte. Con eso había para mantenerse. Con cierta holgura, además. Faltaban sin embargo, las estrellas. Eran los años del dinero loco y fácil en el fútbol español, los años en los que cada Osasuna tenía su Kosecki, cada Oviedo tenía su Lacatus, cada Logroñés fardaba de su propio Polster.
Lendoiro fue más allá: trajo a un centrocampista del Bragantino, un tipo que no había marcado un gol como profesional en toda su vida y que se llamaba Mauro Silva, y como broche se llevó a Bebeto, que ya había sido internacional con la selección brasileña y máximo goleador de la liga de su país con el Vasco de Gama.
Y la cosa se salió de madre. Por completo. El Deportivo de la Coruña pasó de la promoción contra el Betis a ganar sus cinco primeros partidos, con siete goles de Bebeto y tres de Claudio. El último de esos cinco, ante el Real Madrid de Benito Floro, aún herido por la pérdida de la anterior liga en Tenerife, cuando Leo Beenhakker ocupaba el banquillo.
El Madrid se adelantó 0-2 con goles de Hierro y Zamorano, pero el Dépor no se vino abajo: Bebeto marcó el 1-2 antes del descanso, luego empató a dos mediada la segunda parte y, a diez minutos del final, Ricardo Rocha cabeceaba el 3-2 en su propia portería.
Aquel era el tercer gol de Rocha en propia puerta en menos de seis meses. Los dos anteriores le habían costado al Madrid la eliminación de la UEFA a manos del Torino y la pérdida de la citada liga en Tenerife. El brasileño era un hombre carismático y muy querido por la afición madridista pero tenía estas cosas. También es cierto que sus rivales por el puesto eran Nando y Spasic.
En fin, que siguieron pasando las jornadas, el Barcelona también cayó en Coruña y el Deportivo llegó a ganar diez de sus once partidos en casa antes del famoso empate en el descuento y aquel «Tanto Súper y tanta hostia» de Arsenio. La semana siguiente se irían goleados del Camp Nou y quedarían ya apeados en la práctica de la lucha por la liga.
Daba igual. La semilla estaba plantada. Siendo justos, el único año del «Súper Dépor» como tal debería ser ese, el de la epifanía, cuando todo era nuevo y excitante. Todo lo demás llegó como por inercia aunque, por supuesto, lo que quedará en la memoria de todos los aficionados al deporte será la tragedia del año siguiente.
El penalti más largo del mundo
No voy a explayarme en una historia que ya conocen de sobra. En la temporada 1993/94, el Deportivo llegó al liderato de la clasificación justo a tiempo para ver cómo el Madrid se hundía en Lleida al grito de «con el pito nos los follamos» y el Barcelona vivía su particular montaña rusa, capaz de recibir seis goles en Zaragoza y de meterle cinco a los blancos.
A falta de cuatro jornadas para el final de la liga, los de Arsenio Iglesias tenían tres puntos de ventaja con cuatro partidos por jugar en unos tiempos en los que la victoria valía dos puntos. En otras palabras, el Deportivo podía permitirse al menos dos empates o una derrota y sería campeón aunque el Barça lo ganara todo.
Había sido una temporada mucho más «práctica». Menos goles y más tensión competitiva. Aquel era mucho más el equipo de Mauro Silva o del recién llegado Donato que el de Bebeto, que se quedó en dieciséis tantos, muy por detrás de Romario, Suker o incluso Meho Kodro. Solo había concedido cuatro derrotas en liga: las habituales en el Bernabéu y el Camp Nou más una muy temprana en casa contra la Real Sociedad y un 3-1 que se llevó en San Mamés, cortesía de Julen Guerrero y Ernesto Valverde.
Los nuevos fichajes —muy en la línea del año anterior, es decir, hombres veteranos, provenientes de grandes equipos pero lejos quizá de su esplendor— habían funcionado: Voro parecía mejorar a Ribera en la zaga; Donato en seguida mezcló bien tanto con Djukic en la posición de líbero como con Mauro Silva en la de organizador; Alfredo, Pedro Riesco y Paco daban profundidad de banquillo y Manjarín, una de las dos grandes promesas del Sporting de Gijón junto a Juanele, acabó quitándole el puesto de titular a Claudio.
En la jornada 35, el Deportivo jugaba en Lleida ante un equipo casi descendido pero que había sido capaz de ganar al Real Madrid en casa y al Barcelona en el Camp Nou. Era un partido para sumar los dos puntos pero acabó 0-0. Por su parte, los de Cruyff ganaron 0-4 en Vigo.
La ventaja pasaba a ser de dos puntos a falta de tres jornadas. Una semana después, el Deportivo recibía al Rayo Vallecano, otro equipo involucrado en la lucha por el descenso, con un excelente portero, Wilfred, que hizo uno de sus habituales partidazos contra los grandes, y volvió a dejar su portería a cero. Segundo empate consecutivo e inesperado y segundo 4-0 a favor del Barcelona, en este caso ante el Sporting de Gijón.
Daba la sensación de que el Deportivo estaba muerto de miedo, mal de altura… Pero las cuentas cuadraban: tenían que visitar Logroño en la penúltima jornada mientras el Barcelona iba al Bernabéu. Todo el mundo contaba con el pinchazo de Cruyff en un estadio que nunca se le dio bien —en cinco temporadas como entrenador del Barça nunca había ganado en la Castellana— y con celebrar de antemano el campeonato, sin prisas.
Una multitud de deportivistas fueron a llenar Las Gaunas y a festejar así el triunfo 0-2 de su equipo, con goles de Donato y Manjarín en la segunda parte. El partido se jugó un domingo, pero no hubo alirón porque el día anterior un solitario gol de Amor a pase de Stoichkov había vuelto a dejar la clasificación patas arriba: un punto de diferencia y un partido por jugarse.
Tercer año consecutivo que el Barcelona se veía en la misma situación. Tenía sentido dar por hecho que ganarían su partido en casa ante el Sevilla, así que faltaba por ver qué iba a hacer el Deportivo ante un Valencia venido a menos, séptimo, sin esperanzas de llegar a Europa y con cuatro entrenadores en un solo año, aunque con la curiosa casualidad de que el primero, Guus Hiddink, acabaría siendo el quinto, al volver para los últimos ocho partidos de liga.
El ambiente era el de las grandes promociones, el de los grandes ascensos y descensos. La ciudad volcada en el entusiasmo y Arsenio, el hombre meditabundo, con un aire siempre nostálgico, recordando a todo el mundo que, ojo, podía pasar como otras veces, que se podía perder tanto como se podía ganar.
Arsenio en rueda de prensa rebajando euforias porque alguien que lleva en el fútbol desde los años cincuenta sabe demasiado como para dar por hecho nada. La gente que le para por la calle, que le felicita por un éxito aún no certificado mientras él sonríe y dice «bueno, bueno, vamos a ver» y se despide con algún gesto cariñoso.
Porque Arsenio está muy nervioso, al menos en la primera mitad. En la segunda, directamente, adopta su pose fatalista mientras pasan y pasan los minutos y el gol no acaba de llegar. Tercer empate a cero casi consecutivo ante un equipo inferior, tendría que haber pensado en eso antes, haber buscado algo parecido a un plan B. No hay noticias de Bebeto. No hay noticias de Manjarín. No hay noticias de Fran ni de Claudio.
El técnico de Arteixo siente el dolor de la decepción pero a la vez ha aprendido a aceptarlo. Corre el minuto 88 y está claro que el Deportivo va a perder la liga en casa, ante decenas de miles de coruñeses que nunca se verán ante una igual. Y además, él tendrá que salir a explicarlo, como si vivirlo no fuera ya suficiente.
Solo que hay un jugador que no está dispuesto a rendirse: Nando, el lateral izquiedo reconvertido a carrilero, ex precisamente del Valencia. En un ataque de rabia, una jugada algo alborotada, Nando entra en el área, se deja el balón un poco largo pero es capaz de tocarlo justo antes de recibir la patada del defensor che. Penalti. Como una casa.
Hay un momento en el que todos dudan de si el árbitro va a pitarlo o no porque ganar una liga en el minuto 89 y de penalti es un sueño demasiado bonito. Lo pita. La grada espera ver a Bebeto acercarse al área con el balón en la mano, pero Bebeto hace mutis, influido por los que ha ido fallando a lo largo del año. Donato no está, sustituido minutos antes. Podría tirarlo Fran, pero le toca a Djukic.
Y cuando todos vemos cómo respira Djukic antes de iniciar la carrerilla, cómo eleva los hombros delante del mundo entero en señal de que no le llega el oxígeno, sabemos que lo va a fallar. Y lo falla, claro. Y Arsenio, más que lamentarse, hace un gesto como de «esto se veía venir, esto es lo que pasa siempre en el estadio del pez pequeño». Y la liga se va y viaja a Barcelona, la cuarta consecutiva, mientras todo Riazor invade el campo y consuela a Djukic que se va entre lágrimas, sabedor de que toda su carrera estará ya siempre marcada por ese fallo.
El tercer año que casi nunca se menciona
Puede que Arsenio esperara algo parecido a un linchamiento. Puede que se viera a sí mismo tan solo tres años atrás, cuando tras conseguir el ascenso a primera se vino completamente abajo, abrumado por las exigencias, las expectativas desmesuradas.
Si aquel año se le hizo eterno porque el equipo no conseguía dominar la segunda división, ¿qué pasaría ahora que habían perdido una liga? Estuve pensando en enlazar el vídeo del penalti, pero ustedes han visto el vídeo del penalti doscientas veces, y sean del equipo que sean, estarán de acuerdo en que es un momento demasiado doloroso (yo cumplía diecisiete años ese mismo día y abrazaba como loco a la chica que luego sería mi novia cuatro años. Cuando recuerdo mi entusiasmo, me siento culpable. Supongo que para ella sería peor; al fin y al cabo ella era coruñesa. Nunca volvimos a hablar del tema).
Me quedo, en cambio, con la rueda de prensa de Arsenio, con su claridad, su resignación, el aplauso de los medios, invadidos por una tristeza aún mayor que la del técnico, como si el reino del Bruxo no fuera de este mundo. Como si se imaginara lo que iba a llegar el año siguiente. Echen un vistazo porque esto no se ve ahora, resultaría imposible. Achacar la pérdida del título a las propias limitaciones y no al árbitro o al horario o a la mala suerte. Cuando Arsenio habla, todos callan…
Ahí ponen muchos el fin a los años dorados del Deportivo, aunque en rigor los años dorados del Deportivo duraron al menos hasta los tiempos de Djalminha, Diego Tristán y el Turu Flores, aquella liga de 2000, aquel «centenariazo» de 2002. Puede que sí fuera, hasta cierto punto, el fin de Arsenio, o al menos el de su comunión total con Riazor. Para la siguiente temporada, Lendoiro le trajo a Villarroya, a Julio Salinas y a Kostadinov. Tenía sentido. Funcionó bien. No fue suficiente.
Después de lo vivido los dos años anteriores, la afición del Deportivo, y sobre todo su presidente, no se conformaban con segundos puestos y empates a cero. Ya es difícil creerlo cuando apenas tres años antes el equipo estaba en segunda, pero uno se acostumbra rápido a lo bueno. La temporada del Dépor fue excelente. Luchó con el Madrid hasta la jornada 36 e hizo falta el mejor Zamorano para tumbarlo. El de Valdano era un muy buen equipo en un estado de gracia mental y técnico. El último canto de la Quinta del Buitre y el primero de Raúl González Blanco.
No solo fue segundo el Deportivo en la liga sino que ganó la Copa del Rey. En dos días. Y ante el Valencia. El primero acabó en una lluvia torrencial, una tormenta de verano madrileña que anegó el Bernabéu como pocas veces se había visto. El resultado por entonces era 1-1 y, de alguna manera, entre las decenas de miles de coruñeses que se habían cruzado media península para celebrar el título que no pudieron celebrar el año anterior, se mascaba la tragedia.
No era aquel un mal Valencia, y ahí estaba Pedja Mijatovic para demostrarlo, autor precisamente del gol que daba el empate. Quedaban quince minutos sueltos, a celebrar entre semana días después, miles de bajas por enfermedad repartidas por astilleros, oficinas y organismos públicos para poder quedarse más en Madrid y no perderse el final del cuento de hadas.
Y cuando, de nuevo, todos esperaban a Bebeto o a Claudio o a Aldana o a Manjarín o a Fran, apareció un espontáneo: Alfredo Santaelena, el hombre que le dio la Copa al Atleti en 1991 y que se la daba ahora al Deportivo con un doble cabezazo en los morros de Zubizarreta.
El primer título de la historia del Deportivo.
Arsenio, de nuevo agotado, de nuevo demasiado exigido, de nuevo apesadumbrado ante lo que él consideraba falta de paciencia por parte del entorno —broncas con Fran, con José Ramón, Lendoiro pregonando el fichaje de Toshack casi a mitad de temporada…— anunció de nuevo su retirada.
Una retirada en todo lo alto que nunca debió romper, porque, meses después, ahí estaba de nuevo, esta vez en el Bernabéu, culminando desastrosamente la temporada 1995/96 que había empezado el propio Valdano. Supongo que quiso darse el gusto de dejarse de modestos e incluir al Madrid en su currículum. Un último baile como Dios manda. Junto a García-Remón, intentó enderezar el rumbo de una plantilla confusa y solo consiguió que los periódicos se llenaran de faltas de respeto. Ahí, sí. Ahí, Arsenio puso el punto y final.
Punto final.
Gran artículo de una época maravillosa en el fútbol.
Li que hizo ese depor es comparable a lo del leicester en Inglaterra cuando ganó la liga
Arsenio fue un pozo de sabiduría popular . En Coruña dió muchas Master Class