Cuenta la leyenda urbana que, a través del ventanuco de su habitación, se mortificaba pensando cómo sería su vida si, en algún momento, hubiera dejado de beber. Instalado en una montaña mágica para aliviar los sufrimientos del cuerpo y del alma, como tantas otras celebrities británicas, repasaba, con amargura, algunos de los episodios más dantescos de su azarosa vida. En su refugio de cuatro paredes se escondía de un mundo cruel y de una opinión pública que no le perdonaba haber malgastado su talento y su fortuna por el uso y abuso indiscriminado de la vida, el alcohol y las drogas. Allí, en el remanso de paz y tranquilidad de la clínica psiquiátrica The Priory, a razón de dos mil euros la semana, paseaba con melancolía por los mismos jardines de piedra que transitaron Kate Moss o Robbie Wiliams, tratando de reformarse y de reinventarse.
El genio atrapado en la botella, destrozado por su propia voluntad, intentaba combatir sus demonios interiores y renacer de sus cenizas. Miembro del selecto club de las ilustres víctimas de los casos de escuchas ilegales del sensacionalista News of the World, necesitaba encontrarse a sí mismo otra vez, a la par que refugiarse de una tormenta que nunca escampa. Muerto en decenas de ocasiones y otras tantas resucitado, trataba de apurar los que podrían ser sus últimos días. Buscaba respuestas a una larga fila de preguntas e intentaba ignorar los latigazos que bombean su maltrecho hígado. Alcohólico y mal paciente, intentaba pasar el menor tiempo posible con sus pensamientos. «No me gusta mucho estar solo porque, si estoy solo, tengo tiempo para pensar. Y no me gusta pensar demasiado».
Histriónico, anárquico, genial y siempre irritante, el divo respiraba hondo y confiaba en salir victorioso de su descenso a los infiernos. Tenía la boca pastosa y los ojos resecos. Estaba harto de jugar a ganar y volver a perder. El actor Michael Caine le definió de una manera lapidaria: «Es el hombre que más me recuerda a Marylin Monroe. No era la mejor actriz del mundo, pero era una estrella y no importaba demasiado si llegaba tarde al rodaje». Paul Gascoigne se ha pasado su vida llegando tarde al rodaje. Hoy, víctima de sí mismo, intenta zafarse de la muerte.
Paul Gascoigne, segundo de cuatro hermanos, hijo de una familia obrera de Gateshead, comenzó su carrera como futbolista en el Newcastle, con apenas 13 años, después de una recomendación expresa del venerable Bobby Robson. Su infancia fue cruda, nunca tuvo buenas relaciones con el resto de chicos en el colegio y su padre acabó falleciendo a consecuencia de una hemorragia cerebral. Nada amigo de los estudios (aprendió a escribir su autógrafo porque decía que algún día sería futbolista profesional), víctima de un tempranero trastorno de obsesión compulsiva y protagonista de un par de robos de poca monta, Gascoigne encontró en la pelota a su mejor y más fiel compañera. Mientras jugaba, no pensaba. Y si no pensaba, no se metía en líos. Llamó la atención del mítico Jackie Charlton por su amplia visión de juego, triunfó en las categorías inferiores por su espectacular y preciso pase y debutó en competición oficial con las urracas ante el QPR, en abril de 1985. Antes, ya se había encargado de hacerse popular: le había tocado en suerte limpiar las botas de una gloria del club y un mito del fútbol como Kevin Keegan. Y Gascoigne, por supuesto, acabó perdiendo las botas de una leyenda como Keegan. Aquel incidente sirvió para que todos los empleados del club conocieran a un auténtico desastre de tipo al que sólo le salvaba que, con la pelota en los pies, era un fenómeno. A pesar de su complicado carácter, de sus extravagancias constantes y de su mala conducta (que casi le cuesta el despido del Newcastle United), Paul firmó su contrato profesional y se ganó la fama de niño prodigio del fútbol inglés. Hasta 1988 disputó 107 partidos y anotó 25 tantos. Su inmensa calidad, su elegancia con la pelota y su habilidad para hacer el regate fácil, el difícil y el imposible, cautivaron al público. Nadie podía entender cómo aquel gordito era capaz de generar tanto fútbol bajo aquellas mantecas que le colgaban. Fue nombrado mejor futbolista juvenil de la temporada y entonces, de manera instantánea, provocó el interés del Tottenham, que tiró la casa por la ventana para ficharlo por dos millones de libras esterlinas.
En los Spurs, junto a Terry Venables, Gazza progresó aún más y consolidó la fama de jugador exquisito con la pelota, diferente, capaz de cambiar el rumbo de los partidos. Estaba en el mejor momento de su vida. «¿Cómo me definiría a mí mismo? Pues no sé. Posiblemente diría que soy lo máximo, con X mayúscula». Encumbrado en gran estrella y líder del equipo de Inglaterra en Italia ’90 (firmó una gran actuación y acabó en el once ideal del campeonato, pero rompió a llorar al ver una amarilla que le privaba de disputar la semifinal), Gascoigne vivía en el éxito. Colaboró con el grupo de pop/folk Lindisfarme en la canción Fog on the Tyne (segundo puesto en las listas de discos más vendidos de UK) y protagonizó dos videojuegos muy populares, con él como cabecera y principal reclamo publicitario: Gazza’s Superstar Soccer y Gazza II. Paul estaba en la cima y era el protagonista principal de un fenómeno sociológico: la «Gazzamanía». Estaba en la cresta de la ola y entre borrachera y borrachera enumeraba sus tres grandes virtudes: «La cerveza, el chocolate y las mujeres». Sí, por ese orden.
Stan Syemour, su presidente en el Newcastle, fue certero en definir a Gascoigne: «Este chico es George Best sin cerebro». El propio George Best renegó de cualquier comparación de un modo displicente: «Gascoigne no me llega ni a los cordones… de la botella». Tommy Docherty, el dardo en la palabra y el ácido en cada frase, le retrató de un modo más explícito: «Qué pena de hombre, Dios mío. Treinta años en una cabeza de seis». Y Reg Brealey, presidente del Sheffield United, fue más allá: «Sí tuviera un hijo como Gazza le abofetearía y le mandaría a la cama sin cenar». El bofetón llegó, entre cena y cena, entre torrija y torrija, cuando el Lazio pagó una morterada por su fichaje y días después se rompió el ligamento cruzado de su rodilla derecha. Nada volvió a ser igual después de aquella lesión. Su aventura en el Calcio acabó en odisea (pagaron por él cinco millones de libras y entre lesiones y escándalos apenas pudo demostrar su calidad). Quizá le habría ido mucho mejor si no hubiera decidido recuperarse de su lesión en los pubs: tras una acalorada discusión, un cliente le noqueó con un directo y le envió al suelo. Los médicos le dijeron que, en su caída, había agravado su lesión, así que días después tuvo que operarse. Graham Taylor, entonces seleccionador inglés, tenía un diagnóstico muy claro acerca del estadio de forma de Gascoigne: «Estoy asustado con el nivel de alcohol que consume Gascoigne». La Lazio, harta de un gordinflón lesionado, casi cojo, incapaz de curarse, le colgó el cartel de transferible. Venables trató de recuperarle para la selección inglesa, pero no quedó en buen lugar cuando Gazza se lo agradeció a su manera: destrozando un avión en mitad de una borrachera tremenda.
Entonces apareció el Glasgow Rangers. En Escocia Paul repitió algunos destellos de buen juego y firmó algunas apariciones rutilantes, convirtiéndose en el ídolo número uno de los hinchas del gers. Allí, norma de la casa, aplicó las Gazza Rules (reglas de Gazza). «Mis reglas son que hago lo que quiero, como quiero y cuando quiero». Así ocurrió durante el clásico escocés, el «Old Firm», que enfrentaba a Rangers (protestantes) y Celtic (católicos). Gascoigne marcó y no tuvo mejor ocurrencia que celebrar el tanto como si tocara una flauta, el estilo de las polémicas marchas protestantes de la Orden de Orange, de marcado carácter anti-católico. Irreverente y provocador, Gascoigne se sintió en la cima del mundo. «Que hablen de mi, aunque sea para mal ¿no?». La afición del Celtic le catalogó como el «anormal número uno de Escocia» mientras que la del Rangers le juró amor eterno. Aquel festejo sirvió para que Gazza recibiera amenazas de muerte por carta y varias llamadas telefónicas que le instaban a abandonar Escocia con urgencia, o acabarían saliendo con los dos pies por delante. Tras 74 partidos, 30 goles y cuatro títulos con el Rangers, Gascoigne abandonó Escocia para volver a la Premier League. Su fútbol jamás volvió a brillar con luz propia. Lo había enterrado en el rincón de cientos de mugrientas tabernas, entre copa y copa.
Había jugado sus cien mejores partidos cuando fichó por el Middlesbrough (se fue de allí tras coleccionar incidentes graves y expedientes por indisciplina), el Everton (en el que tampoco triunfó a pesar de contar con la ayuda de Walter Smith), y el Burnley (al que no pudo ascender). Su proceso de caída libre se completó con su firma por el DC United de la Major League Soccer, de Estados Unidos. En aquella época, con su fútbol intubado y en fase terminal, llegaría su primer tratamiento de desintoxicación. No funcionó, claro. Tampoco lo hizo en China, donde pasó varios días en una clínica especializada después de firmar por el exótico Gansu Tianma, equipo que le contrató en calidad de entrenador-jugador. Había firmado por nueve meses, pero no cumplió su contrato. Después de entrenar seis semanas con el Wolwerhampton y de catorce operaciones en sus piernas, fichó por el Boston United y se retiró, agravado por sus problemas con la botella, en 2004. Fue entonces cuando Gascoigne se hizo la pregunta del millón, la duda que se le clavó como un cuchillo: ¿Qué iba a ser de su vida sin el fútbol? Tenía pánico a la respuesta.
Estaba condenado a acabar siendo un juguete roto. Una de esas figuras que, cuando se quedan huérfanos del cariño de los demás y de la gloria efímera, entran en barrena. Su historial de ocurrencias y payasadas auguraban lo peor. Sus aventuras en los pubs (una hora después de jugar con Inglaterra se le vio en un bar con la equipación de la selección y con las botas puestas), sus incidentes con los compañeros (obsequió a Richard Gogh con una meada en el rostro porque su compañero de habitación roncaba demasiado), sus declaraciones explosivas (a un periodista italiano le contestó con un sonoro eructo), su histriónica personalidad (al ser expulsado en Genoa se fue saludando a… los once jugadores del equipo rival), sus extrañas costumbres (en el Boro instituyó el desayuno en paños menores y bajó los pantalones a las vacas sagradas de los Spurs tras ganar la FA Cup), su capacidad para la parodia (cuando el belga Scifo cayó, él se rebozó por el suelo imitando la patada recibida por su rival), sus relaciones con los árbitros (a uno le olió la axila cuando le expulsó y a otro, cuando se le cayeron las tarjetas, se las recogió para después mostrarle la amarilla), su historial al volante (estrelló el autobús del Middlesborugh ocasionando daños por valor de 10 000 libras) y su nulo sentido de la diplomacia (Pregunta: «¿Algo que decir del partido ante Noruega?» Respuesta: «Sí, que os jodan, Noruega») forjaron un personaje inclasificable. Un clown en toda regla que, camino del exceso, pagaría un alto precio por su peculiar estilo de vida.
Nunca quiso ocultar que el cerebro no era su órgano favorito. Algunos ejemplos: a un compañero suyo, un futbolista de color, le reservó una sesión intensiva de de rayos uva; cuando Bobby Robson le tachó de «ser más tonto que un cepillo», Gazza se presentó en el entrenamiento al día siguiente con un cepillo en la mano; y cuando su esposa se operó los pechos, él le mandó un ramo de rosas con una dedicatoria surrealista: «Para mi Dolly Parton. Por una gran delantera». Sus bufonadas provocaban la hilaridad del público y eran habituales en la primera plana de todo periódico de la Gran Bretaña. El Mirror le definió así en su época de máximo esplendor: «Hay tres tipos de personas. Las que son incorregibles y las que no. Luego está ese chico gordito que juega al fútbol, Paul Gascoigne…». El gordito incorregible dejó de ser «divertido» para la prensa cuando, una vez transcurridas catorce semanas de su enlace matrimonial, puso su modo cafre en on y agredió a su esposa, Sheryl Failes, de manera salvaje.
Los ingleses desayunaron con una portada del Daily Mirror donde aparecían varias fotografías de la esposa de Gascoigne, víctima de una paliza terrorífica. Tenía dos dientes partidos, los dedos fracturados, la nariz cortada y un ojo completamente cerrado, a la funerala. La prensa, acostumbrada a reírle las payasadas a Gazza, no lo hizo esta vez. Le bautizó como Gazza sapiens. Sheryl rompió su relación y le pidió el divorcio tras sufrir la violencia machista de un Gascoigne que, cuando no estaba bajo los efectos del alcohol, mostraba un cuadro clínico de ansiedad. Gazza tuvo un hijo con Sheryl, Regan Paul Gascoigne, que a duras penas recuerda a su padre sobrio. «Sheryl fue el mayor error de mi vida. Jamás podré perdonarme el daño que le hice y que le causé con aquello. Me habría gustado retroceder en el tiempo y haber evitado ese comportamiento que tuve, pero no puedo retroceder en el tiempo. Fue mi gran error».
Meses después de colgar las botas llegaron las temidas respuestas a esa pregunta que atormentaba la conciencia de Gascoigne. ¿Qué sería de él sin el fútbol? Su dependencia de la botella aumentó hasta cotas insospechadas. Paul bebía, bebía, bebía y no podía parar de beber. Comenzó a tener cuadros de depresión, problemas mentales y, después, trastornos psíquicos. Los médicos le diagnosticaron un desorden obsesivo-compulsivo, trastorno bipolar, bulimia y alcoholismo, y le aconsejaron que tratara su caso, de manera urgente, en centros de desintoxicación. Gascoigne, lejos de solucionar su problema, lo agravó. Desoyendo las recomendaciones de los doctores, Gazza se prodigó en los bares y allí protagonizó diferentes altercados. Como la sonada bronca con Liam Gallagher, cantante del grupo de rock Oasis, con el que acabó enzarzado a puñetazos después de haberle tirado una copa en la cara. Lo curioso del asunto es que ambos se conocían y mantenían una buena relación hasta esa noche en la que se repartieron de todo, menos caramelos. Un testigo presencial de los hechos declaró al Daily Star que «al final la bronca fue hasta divertida, porque a Liam se le ocurrió calmar a Gascoine rociándole con el extintor de incendios». Pero a pesar del loable «esfuerzo» del cantante de Oasis, nada ni nadie parecían capaces de calmar a Gascoigne. Primero ingresaba en el hospital por una neumonía y meses después era arrestado por pegarle una soberana paliza a un fotógrafo en Liverpool. Tres años después su drama ya era público y notorio. Era arrestado, detenido y recluido contra su voluntad, conforme a la ley de salud mental de Inglaterra y Gales. Ese mismo año ingresaba en un hospital de Faro, en Portugal, por sobredosis de alcohol y drogas. Cuando recibió la visita de su esposa y su hijastra Bianca, que acudieron a visitarlo para pedirle de una vez por todas que se desintoxicara, Gazza espetó: «Que os jodan, que os jodan a todos». Más tarde llegó su intervención de urgencia por una úlcera de estómago, sus problemas cardiacos y su intento de suicidio en un hotel donde, presuntamente, llegó a pedir un cuchillo al servicio de habitaciones para poder cortarse las venas. Estaba harto de la vida y quería morir.
Pero como todo lo que podía ser peor en su vida era susceptible de empeorar, Gazza se quedó sin casa y se convirtió en un homeless, un sin techo. Gordon Taylor, entonces presidente de la Asociación de Futbolistas ingleses, reveló que Gascoigne seguía teniendo problemas con las pastillas y con el alcohol. Su situación era dramática. «Le han explotado como a una vaca». Sin un lugar donde caerse muerto, Gascoigne solicitó la ayuda del sindicato de jugadores, que le proporcionó un techo. «Paul no tiene manera de mantenerse por sus propios medios y ha tenido que recurrir a nuestra ayuda para que le encontremos un lugar donde pasar la noche». Pero el testimonio más estremecedor del drama de Gazza llegaría en la cadena británica ITV, en el programa Life Stories: «Me estaba matando y creo que lo hacía a propósito». Nadaba en alcohol. «Bebía cuatro botellas de whisky por día». Sin fútbol, no había paraíso. «El fútbol era todo para mí. Cuando se acabó me pregunté ¿y ahora qué, Paul? Y entonces llené mi vida con la botella. Cada mañana, nada más levantarme, me ponía a beber». Y, como a Maradona la fama le presentó una blanca mujer de misterioso sabor y prohibido placer. «Tomaba coca a todas horas. Llegué a meterme 16 rayas al día, estaba descontrolado. Ponía la cocaína en un plato y decía ‘tengo que probarla’. Sabía que me estaba matando, pero no la dejaba». Estaba en trance. No era dueño de sí mismo, ni de lo que decía, ni de lo que pensaba. Sólo era un juguete roto, un muñeco de trapo sin voluntad. «Entré en un estado de confusión increíble. Hacía llamadas telefónicas absurdas, como cuando llamé a mi padre para organizar un partido de ajedrez con Bill Clinton y George Bush». Gascoigne completó seis semanas de encierro voluntario en una habitación donde, tras ingerir ingentes cantidades de coca y whisky, «Sólo recuerdo que cuando acabé de meterme todo aquello, tenía la nariz y el hígado a punto de reventar».
Estaba más cerca de la muerte que de la propia vida. En verano de 2010 un bulo recorrió las calles como un reguero de pólvora: Paul Gascoigne había muerto. Ajeno a su presunto deceso, Gazza salió a la calle ese mismo día y cuando iba caminando por la calle se topó con unos muchachos que se quedaron pálidos al verle. Los chavales le preguntaron «¿Gazza? ¿eres Gascoigne? En el periódico pone que estás muerto». Gascoigne ni siquiera se inmutó. Se encogió de hombros y contestó: «¿El periódico dice eso? Bueno, no importa. Hay que entender que la prensa nunca va a escribir que Paul Gascoigne está bien. A ellos les interesa vender». Su accidente no había sido, precisamente, ninguna broma. «Un día después del siniestro total, el hospital dijo que había muerto dos veces en la ambulancia. Tuve que ponerme todos los dientes fijos y eso que los tenía todos hechos desde hace años, pero me rompí nueve. ¿Si dejó mi corazón de latir? No sé, yo estaba muerto». Se había perforado un pulmón, tenía la cara destrozada y se había hecho añicos la cadera. «No estaba bebido, sólo había estado diez minutos fuera. Nos estrellamos a 90 millas por hora».
Vivo, pero con la sensación de ser uno de esos zombis de las películas de George A. Romero, Gascoigne se mudó a Bournemouth, a un apartamento cerca del mar donde fue entrevistado por The Guardian. «Fui mejor jugador del año, gané ocho títulos en Glasgow, tengo la FA Cup, jugué un Mundial, si eso es tener una mala carrera… ¡me gustaría ver a alguien con una buena! La gente se acuerda de la bebida, que es lo que acabó con mi juego. He jugado en la Premier hasta los 35 años en el Everton siendo el jugador del partido». Presentaba un aspecto bastante demacrado y una cojera permanente (el accidente de coche le dejó la cadera para el arrastre), tenía un asistente personal que le animaba a pasear por la zona residencial, fumaba pitillos como un carretero y trataba de mantenerse alejado de la botella.
«Nunca creía que iba a vivir aquí, pensaba que era un pueblo de viejos pero estoy cerca del mar, me voy a pescar, intento hacer mi trabajo todas las mañanas». Trataba de recuperarse, de volver a vivir. No era la primera vez que lo intentaba. Su terapeuta personal, Steve Spiegel, fue testigo de uno de sus primeros y desesperados intentos por cambiar de vida. Gazza le llamó por teléfono («ayúdame, estoy desesperado»). Consciente del drama de su cliente, Spiegel cogió un vuelo desde Newcastle para acudir al SOS de Gazza. La estrella consumida por la botella no se sentó a esperar. Abrió el mueble-bar, se empapó de ginebra y se subió al coche para ser detenido por la policía por su deplorable estado de embriaguez. Steve Spiegel le recriminó su actitud y le alertó: «Esta es tu última oportunidad, no habrá más. Inténtalo y si ves que no va bien, vuelves a beber». Incapaz de controlarse a sí mismo, Gascoigne pasó cierto tiempo alejado de los pubs («ahora bebo agua y té, seré bueno»), de los campos de fútbol («allí se bebe cerveza y lo mejor es estar en casa y esperar a que pase el tiempo») y de algunas amistades («no sé decir que no a una pinta con los amigos, así que mejor no tenerlos»).
Convertido en un residuo de la sociedad, en una caricatura de sí mismo, Gascoigne confiesa ser una víctima del alcohol pero también de su medicación. «He estado lleno de pastillas tres años. Cuando iba a ver al psiquiatra me decía, ¿quién te dio esas pastillas? Para deshacerse de ti, lo único que hacen es recetarte cosas». Tomaba pastillas de todos los colores; rojas, verdes y amarillas, todos los días y a todas horas. Era alcohólico, el alcohólico menos anónimo de toda Inglaterra, y estaba harto de médicos, de hospitales, de cuadros clínicos y de diagnósticos. Tenía problemas de memoria, con los números y con el orden natural de las cosas. «A algunos centros de tratamiento les gusta darte títulos, como que tengo un trastorno bipolar y esas cosas. ¡Diablos! Hubo una época en la que tenía más títulos que Muhammad Ali: eres bipolar, OCD… Lo que realmente soy es un alcohólico. Así que no necesito pastillas».
Piensa en una mañana diferente, limpio de toda mancha. Sueña con vivir la vida de una persona normal, rehabilitada, aunque aún tiene que superar obstáculos que le siguen pareciendo insalvables. Quiere recuperar su estatus de ciudadano de a pie, pero choca contra la realidad de su tratamiento. Anhela un futuro digno, pero sus deseos del futuro son un fiel reflejo de su turbulento pasado. Controlar sus desplazamientos («¿Un coche? Lo tengo prohibido»), tener un hogar («¿Una casa? He perdido tres en el divorcio… buscaré, pero no sé dónde quiero vivir») y volver con su familia («no me importa no veros pero quiero que me veáis como a un padre, no como si el nombre Gascoigne fuera un trofeo») son sus metas inalcanzables. «¿Si mis hijos me verán algún día como su padre? No sé, sería mejor que les preguntaras. Estoy seguro de que te contestarían por un buen precio». Así de dura es su vida. «Quizá sea mejor la muerte, no lo sé, no estoy seguro de poder responder a eso…».
De aquel talento infinito de barriga XXL cuyas rodillas no sostenían sus piernas no queda ni rastro. Irreverente, sarcástico, extravagante y genial, el rebelde sin causa del fútbol inglés Paul Gascoigne sabe que, camino del exceso, ha destrozado todo lo que tenía dilapidando su fortuna y echando de su lado a todo aquel que le quería. Se ha condenado a su penúltimo intento de escapar de un drama personal y combate sus demonios jugando partidillos con los vecinos, fumándose un buen puro cubano y haciendo alguna que otra travesura en su nuevo barrio («siempre sin mala intención»). Pero es incapaz de prometer que no volverá a empinar el codo. «Sólo sé que no voy a beber en los diez minutos siguientes». Está enfermo y se autodefine como un mal paciente. «Si estoy convencido de que no voy a beber, acabaré bebiendo».
«…pero rompió a llorar al ver una amarilla que le privaba de disputar la semifinal» La amarilla la ve en la semifinal contra la RFA, lo que le privaba de la hipotética final.
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Gran artículo. Me ha faltado una mención a su actuación en la Euro’96 celebrada en su país, con aquel memorable gol a los escoceses.
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