Ajedrez

El joven Bobby Fischer, enfrentado a los organizadores de torneos, a los mecenas, a los soviéticos… a su propia madre

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«Asumimos que los genios son criaturas bendecidas que no tienen que trabajar duro para conseguir sus objetivos. Lo que es difícil para nosotros, resulta fácil para ellos. Pero Bobby, cuando era un niño —con un cociente intelectual que bordeaba los 200 puntos—, le dedicaba al ajedrez de diez a quince horas de esfuerzo mental y fuerte concentración, algo que mataría a una persona normal… o al menos me mataría a mí» (Dick Cavett, presentador de TV, en la presentación de su entrevista a Bobby Fischer)

Viene del Capítulo 2

Llegó, vio… pero dio unas cuantas vueltas sin rumbo fijo antes de vencer. El más grande niño prodigio de los años cincuenta se hizo notar por su imprevisible carácter mucho antes de convertirse en el campeón mundial. Sin haber cumplido la veintena, ya se había enfrentado al establishment ajedrecístico, a los organizadores de torneos, a los mecenas, a los soviéticos, a su propia madre. Era él contra todos; no toleraba que nadie le dijese lo que tenía que hacer y, cuando pensaba que tenía razón, no se doblegaba ante nada, renunciando incluso a dinero y títulos.

Durante los años sesenta, desperdició dos ocasiones valiosísimas de pelear por el título mundial. A punto estuvo de dejar pasar una tercera. La mayor parte del público sabe, aunque sea de forma superficial, de su tenso encuentro contra Boris Spassky en 1972, cuando la Guerra Fría parecía estar disputándose sobre un tablero de ajedrez y los medios de comunicación del planeta entero estaban pendientes del evento; todos hemos visto imágenes de aquella final mundial que revestía tintes casi prebélicos. También son conocidos los problemas que Fischer tuvo tras su retirada (o, más bien, tras su sorprendente reaparición en 1992) y sus tristes años finales, perseguido por la ley de su propio país de manera implacable e injusta, y además convertido en un extremista cuyas opiniones, a veces muy lamentables, fueron juzgadas por muchos como propias de un demente. En todo caso, la mayoría de documentales sobre su vida que podemos ver por ahí suelen centrarse en esas dos etapas: el duelo con Spassky y la decadencia personal. Pero, mucho antes de eso, nuestro protagonista ya se había convertido en una figura mediática universal.

A lo largo de los años, su peculiar personalidad y su tremendo carisma fueron transformando a Bobby Fischer en el deportista más famoso del mundo, junto a Muhammad Ali y Pelé, aun sin haber ganado todavía la corona mundial. Su carrera deportiva en aquellos años previos al título fue de lo más accidentada, pero también extremadamente brillante. Es más, en sus mejores momentos fue una de las carreras más brillantes que hayan existido en cualquier deporte. Fischer fue una figura fundamental para el ajedrez, compleja disciplina que prácticamente llegó a reinventar por sí solo, pero además fue un individuo único en muchos otros aspectos. Ya hemos dedicado dos artículos a narrar su infancia y adolescencia (primera parte,  segunda parte), así que iba siendo hora de hablar de otro período de su vida: los años que transcurrieron entre su nombramiento como Gran Maestro a los quince años de edad, y su definitiva consagración como mejor jugador del mundo; los años en que se convirtió en el enfant terrible del ajedrez.

El chaval que había escalado una montaña

«El ascenso de Fischer al estrellato se produjo siendo el más joven campeón de los Estados Unidos de la historia, en 1957, con catorce años de edad. Después dio el salto a la escena mundial. Resultaba imposible creer que un americano en solitario pudiese vencer a lo mejor que la maquinaria soviética de ajedrez era capaz de producir. Ni siquiera Walt Disney hubiese concebido la historia de una pobre madre soltera intentando terminar su propia educación mientras se mudaba con su familia constantemente, cambiando a su disperso hijo de un colegio a otro. Todo ello mientras el FBI la investigaba como potencial espía comunista. Regina Fischer fue una mujer notable y no solamente por dar vida a un campeón de ajedrez. Pese a la preocupación que le causaba el ver a Bobby pasar demasiado tiempo ante el tablero, se dio cuenta de que aquello era lo único que hacía a su hijo feliz, así que pronto promovió aquella pasión como si fuese la suya propia» (Garry Kasparov)

Una fotografía poco habitual: Bobby junto a su única hermana, Joan Fischer, con quien tenía buena relación. Ella siempre huyó de la atención mediática provocada por la creciente fama del pequeño de la familia.

En 1959, a los dieciséis años de edad, Robert James Fischer estaba en la élite del ajedrez mundial. Ya había conseguido participar en el Torneo de Candidatos, competición cumbre que se celebraba cada tres años para elegir al aspirante a Campeón Mundial y a la que únicamente podían acceder ocho Grandes Maestros escogidos después de pelearse por una plaza en el también muy exigente Torneo Interzonal. En su primer Candidatos, el quinceañero Fischer sucumbió ante los potentes jugadores soviéticos, tal y como era de prever que le sucedería a un jugador… ¡que todavía seguía en el colegio! Con todo, el que no hubiese ganado poco importaba.

Haber llegado tan alto siendo un muchacho imberbe, de familia humilde y que apenas había contado con ayuda externa, resultaba verdaderamente asombroso. Su hazaña había impactado al mundo del ajedrez como probablemente la de ningún otro jugador antes que él. Había obtenido su título de Gran Maestro a una edad inaudita por entonces, siendo con mucho el más joven en conseguirlo hasta entonces. Todo ello, en unos tiempos donde no existían ordenadores para acelerar el aprendizaje en los jóvenes jugadores, como sí sucede hoy. Fischer había conseguido todo aquello casi exclusivamente por sus propios medios, gracias a su dedicación obsesiva y sus libros de ajedrez. Libros que, para colmo, eran casi siempre regalados o prestados, porque ni siquiera tenía dinero para comprarlos.

Como decíamos en el artículo sobre su infancia, «Bobby» nació en Chicago, donde pasó su periodo preescolar, pero en esencia era un neoyorquino de pura cepa. No solamente por el fuerte acento de Brooklyn con el que siempre hablaba, un acento que jamás se diluyó, ni siquiera en su vejez, cuando ya había pasado décadas viviendo en el extranjero. También tenía la actitud típica de aquellas partidas de ajedrez callejero tan características de su ciudad, esas que tantas veces hemos visto en las películas. Por ejemplo: antes de jugar su primer Torneo Interzonal, el adolescente Fischer se refirió a buena parte de los Grandes Maestros participantes como patzers, un término despectivo que se usaba entre los ajedrecistas aficionados de Manhattan para etiquetar a los malos jugadores. Así era él, un adolescente de buenas maneras pero que, habiendo crecido en el corazón de Brooklyn, se llevó consigo la arrogancia del vecindario a los salones de la realeza ajedrecística. Mientras fue un jugador en activo, aquella actitud nunca cambió. Si acaso, cada vez fue más él mismo.

Como también comentábamos en el anterior artículo, el flacucho Bobby despertaba, pese a todo, muchas simpatías en ambos lados del Atlántico. En los Estados Unidos constituía un motivo de orgullo, sobre todo porque su ascenso había tenido visos de gesta heroica: un chaval procedente de un barrio obrero de Nueva York que se presentaba en los torneos vestido con suéters raídos y camisas de cuadros baratas, que no podía comprarse libros y que únicamente había podido acceder a un colegio privado cuando su club de ajedrez le había negociado una beca alegando su extraordinaria capacidad intelectual. Un chaval abandonado por su padre, que había crecido junto a su madre y su hermana mayor en un diminuto apartamento, privado de muchas comodidades que otros adolescentes estadounidenses daban por supuestas. Su breve existencia siempre había bordeado la pobreza, pero ahora no solamente dominaba el ajedrez estadounidense sino que se clasificaba en las más grandes competiciones para medirse con los Grandes Maestros soviéticos. ¡Parecía una figura de película!

En la URSS, Bobby también era un personaje muy querido, incluso por la prensa del régimen… o por lo menos lo fue al principio. A los soviéticos no se les escapaba el hecho de que el prodigio americano había aprendido a leer ruso, había estudiado los manuales de ajedrez soviéticos y consideraba a los ajedrecistas de la URSS como sus ídolos. En el mundillo del ajedrez, Bobby Fischer era considerado como un «hijo adoptivo» de la escuela soviética, así que los rusos también miraban con afecto a aquel chiquillo de origen proletario. Lo veían como alguien muy diferente al típico «niño de papá» estadounidense mimado por el exceso de prosperidad. En Rusia sabían que su madre había estudiado en Moscú y que era una ferviente simpatizante comunista: un motivo más para apreciar al chiquillo. Por si fuera poco, cuando Fischer visitó Moscú, dejó buena impresión gracias a su comportamiento humilde (que lo era en situaciones alejadas del tablero) y sus buenas maneras.

Recorte de la época que muestra al joven Fischer jugando con pacientes de polio.

Las primeras apariciones televisivas del jovencísimo Fischer contribuían a reforzar esa imagen entrañable. Se mostraba cortés, tímido, titubeante, con una media sonrisa avergonzada. Excepto cuando lo filmaban tras alguna victoria; entonces sonreía de oreja a oreja. Pero, en realidad, aquella conducta afable y tímida escondía un temperamento tremebundo que no tardaría en eclosionar. Dentro de Bobby se había desarrollado no solamente una férrea determinación sino también un feroz individualismo; estaba dispuesto a seguir su propio camino sin importarle lo que pudieran aconsejarle los demás. Sus ideas eran sus ideas y nadie podía cambiarlas; probablemente, nadie tenía suficiente autoridad sobre él como para intentarlo. Ni siquiera su propia madre. En cuanto Bobby cumplió los dieciséis años —edad hasta la que estaba legalmente obligado a escolarizarse—, decidió abandonar definitivamente los estudios alegando que «no podían enseñarle nada». Nada que le sirviera en su objetivo de convertirse en Campeón Mundial de ajedrez. No sorprende que, pese a su portentosa capacidad intelectual, su paso por el colegio hubiese sido bastante mediocre. Pero, ¿qué podían importarle a él un puñado de calificaciones escolares? Él quería ser ajedrecista profesional y lo demás le parecía secundario.

Había conseguido su título de Gran Maestro, pero su idea de vivir del ajedrez resultaba tarea complicada en la práctica, ya que en EE. UU. no existía la figura del verdadero ajedrecista profesional. Los Maestros estadounidenses (y, en general, los occidentales) tenían que combinar la competición con sus respectivas carreras laborales, mientras que en el ámbito soviético existían enormes subvenciones estatales para los mejores jugadores, que se dedicaban al ajedrez a tiempo completo, incluidas las ayudas para desarrollar a las más jóvenes promesas. Sin embargo, Bobby se las arregló para conseguir ese objetivo, a su manera. Hizo sus cálculos y vio que no precisaba mucho dinero para sobrevivir. Llevando una existencia modesta, podía mantenerse con lo que ganaba en torneos, exhibiciones de simultáneas y conferencias, o con la venta de libros y recopilaciones de sus partidas. Habiendo crecido en la pobreza, estaba más que acostumbrado a pasar apreturas y no tenía grandes necesidades que cubrir.

Se quedó viviendo solo en el pequeño apartamento donde había crecido, después de una agria discusión con su madre, cuyo ostentoso activismo político lo avergonzaba (Regina Fischer no solamente era izquierdista y oyente habitual de Radio Moscú, sino que participaba en manifestaciones y protestas públicas, cosa que a él lo mortificaba). También podría haber influido el que su madre hubiese iniciado una nueva relación con un hombre. En cualquier caso, después de que su hija mayor Joan se emancipase, Regina le dejó la pequeña vivienda a Bobby. La mujer consideraba que ya no tenía nada que aportarle, puesto que el chaval había empezado a valerse por sí mismo en lo económico y ella no era demasiado apta para imponerle una disciplina. Su indomable hijo era cada vez más difícil de manejar.

Así, aunque el jovencísimo Fischer seguía siendo pobre, se convirtió en un verdadero profesional, puesto que realmente vivía de lo que obtenía con su amado juego-ciencia. Hasta su aspecto comenzó a cambiar. Hasta entonces se había presentado en los torneos vestido tal y como lo hacía en su vida normal, esto es, a lo pobre, con ropa de saldo y generalmente gastada por el uso. Sin embargo, algunos colegas ajedrecistas le aconsejaron que se comprase una vestimenta más formal para acudir a las grandes competiciones ahora que, pese a su juventud, era un jugador de primer orden e iba a despertar el interés de la prensa. Así, se lo empezó a ver en los torneos ataviado con traje y corbata, atuendo que ya casi nunca abandonaría para acudir a los torneos, aunque en otros ámbitos pudiese vestir todavía de manera más informal, más parecida a otros jóvenes de su edad.

Una prometedora racha de éxitos

—«¿Crees que ganarás pronto el título mundial?»
—«Tengo excelentes posibilidades. Ningún campeón fue Gran Maestro a mi edad. Quizá en 1963»
—«¿Tan pronto?»
—«Sí, ¿por qué no? Sí, creo que pronto seré campeón mundial»
(Fischer en una entrevista con el ajedrecista y periodista español Román Torán)

1960 fue un buen año para Bobby. Ya nadie albergaba dudas respecto a su inmenso talento, pero en varios torneos tuvo la ocasión de demostrar que su ascenso a la élite no había sido producto de la casualidad (cosa imposible en ajedrez por otro lado, porque sobre un tablero ¡nadie obtiene tan buenos resultados por casualidad!). Eso sí, no aparecía en demasiadas competiciones internacionales. En realidad se dejaba ver más bien poco, lo cual se debía sobre todo a cuestiones monetarias: si no le costeaban el viaje y la estancia, no podía permitirse participar. Muchas veces prefería quedarse en casa y ofrecer exhibiciones en EE. UU., con las que ingresaba un dinero más fácil. Además, tenía tendencia a recluirse largas temporadas con el fin de estudiar en solitario. Aunque afirmaba que «algunos días le dedico bastantes horas al ajedrez pero otros días no miro el tablero»,  lo cierto es que su enorme capacidad de trabajo y su exhaustiva preparación iban a ser un factor clave en su éxito.

Su escasa actividad competitiva y el hecho de que entrenase en solitario sin la asistencia de preparadores no impidieron que, en los pocos torneos importantes en donde sí participaba, obtuviese resultados brillantes. Y eso era algo que nunca dejaba de asombrar a los aficionados y periodistas. Aquel 1960, a sus dieciséis años recién cumplidos, revalidó su título de campeón de los EE. UU. Durante su carrera, desde los catorce años de edad, jugó el campeonato nacional ocho veces… ¡y las ocho veces se llevó el título! También ganó un pequeño torneo en Islandia y compartió primera plaza en un evento de Mar del Plata, Argentina, con el nuevo valor del ajedrez soviético, Boris Spassky, seis años mayor que él. Bobby no pudo llevarse el trofeo porque Spassky ganó la partida que los enfrentaba a ambos: en las pocas veces que se encontraron sobre un tablero antes de 1972, Fischer nunca fue capaz de vencer. Durante años Boris Spassky fue su auténtica piedra en el zapato. Eso sí, ambos desarrollaron una relación bastante cordial que se mantendría incluso después de su controvertida final de 1972. Spassky, de carácter muy noble, siempre demostró una caballerosidad admirable hacia Fischer, incluso cuando no era necesario o cuando a él mismo le resultaba contraproducente, como ya veremos.

Regina Fischer, madre de Bobby, activista y según algunos, «el verdadero genio intelectual de la familia» (¡imaginen eso!), frente a la Casa Blanca.

Durante aquella misma gira sudamericana de 1960, sin embargo, también hubo lugar para los tropiezos. Fischer obtuvo el peor resultado de toda su vida deportiva en Buenos Aires, donde jugó el único torneo verdaderamente mediocre de su carrera profesional, el único donde no se clasificó entre los primeros puestos de la tabla. Bobby, que tenía diecisiete años, cayó a la 13ª posición del cuadro. En su día, aquel repentino bajón resultó tan sorprendente que muchos lo achacaron al cansancio o al estrés de una competición internacional que, de manera muy comprensible, podía afectar a un chaval con tan poca experiencia. Sin embargo, tiempo después, se conoció a través de otros ajedrecistas el verdadero motivo de su mala actuación: durante su estancia en aquel torneo le presentaron a una chica y Bobby terminó perdiendo la virginidad en sus horas libres. Como es lógico, su cabeza no estuvo centrada en el tablero durante aquel evento y la puntuación final dio buena muestra de ello. Después de aquel tropezón, sin embargo, se propuso no volver a verse con chicas cuando estuviese participando en una competición, algo que, por lo que sabemos, cumplió a rajatabla hasta que consiguió ser campeón mundial… aunque también es cierto que jugó muy pocos torneos durante su carrera.

Durante el año siguiente, 1961, siguió apartado de la gran competición por motivos monetarios y únicamente participó en un torneo. Eso sí, se trató de un evento muy importante que contaba con la presencia de unos cuantos Grandes Maestros de enorme renombre, incluidos varios potentes jugadores soviéticos. Entre ellos estaba el otro gran joven prodigio de su tiempo: Mijail Tal, que, pese a contar solamente veinticinco años, ya había tenido tiempo de ganar la corona mundial… y volver a perderla. Ambos, Fischer y Tal, mantenían muy buena relación en lo personal, pero existía una gran rivalidad deportiva. A favor del ruso. Tal había barrido del tablero a Fischer durante el Candidatos de 1959, ganándole nada menos que las cuatro partidas que habían disputado. Era bien sabido que Bobby había quedado muy escocido después de recibir tan tremenda paliza, aunque entonces hubiese sido había sido un quinceañero y por ello nadie le había echado en cara el resultado. Existía, pues, bastante expectación por aquella revancha entre los dos ajedrecistas jóvenes más brillantes del momento.

Además, sus respectivos estilos de juego eran muy diferentes, prácticamente contrapuestos: Tal era el maestro del ataque a cualquier precio, de la improvisación, de la búsqueda del jaque mate más artístico y de las combinaciones más enrevesadas. El estilo de Fischer aún estaba en plena evolución, pero ya quedaba claro que Bobby huía de ese caos y tendía al orden posicional, prefiriendo un juego más lógico y cristalino. En aquel torneo, por fin, Fischer se dio el lujo de vengar la anterior humillación y finalmente pudo ganar a Mijail Tal. Si bien en aquella partida el soviético jugó muy por debajo de su nivel habitual, no es menos cierto que el jovencísimo Fischer supo aprovechar los errores del rival con su acostumbrada eficacia. Al terminar la partida, cuando los periodistas le preguntaron a Tal qué se sentía al ser finalmente vencido por el adolescente americano, el simpático mago de Riga se limitó a responder una frase que se hizo célebre: «¡es difícil jugar contra la teoría de Einstein!». Fischer dijo más tarde que lo primero que pensó al ganar a Tal fue «¡Por fin! Esta vez no se me ha escapado».

Eso sí, Fischer no pudo llevarse el trofeo final, pese a ser el único jugador imbatido del cuadro. Los dos jóvenes ajedrecistas dominaron el torneo pero Bobby quedó un punto por debajo de Tal; el ruso había jugado mal contra Bobby, pero también había apabullado al resto de participantes con su juego agresivo, así que el estadounidense tuvo que conformarse con la segunda posición. El letón obtuvo 11 victorias frente a las 8 de Bobby y aquello marcó la diferencia. Pablo Morán, en uno de sus libros, resumió así el torneo: «si Fischer jugó como un rey, Tal jugó como un emperador». Fischer, al menos, quedó por encima de otros consagrados Grandes Maestros de la URSS y otras partes del planeta.

Aquel era un resultado fantástico para un jugador de diecisiete años. Bobby Fischer se presentaba en muy pocos torneos, pero demostraba con la fuerza de su juego que estaba instalado en la élite de manera definitiva. Pese a su juventud, parecía el jugador occidental con más posibilidades de plantar cara a los todopoderosos soviéticos. En 1962 se iba a celebrar un nuevo Torneo Interzonal. Tres años antes, en el anterior Interzonal, muchos habían dudado que el prodigio de Brooklyn quedase en las primeras plazas, pero ahora ya parecía un hecho casi seguro que se calificaría con cierta facilidad para su segundo Torneo de Candidatos, el último paso antes de conseguir plaza para la final y enfrentarse al vigente campeón mundial, el gran patriarca de la escuela soviética, Mijail Botvinnik (quien acababa de recuperar el título al vencer a Mijail Tal en una revancha). Los aficionados y la prensa empezaron a preguntarse acerca de las posibilidades del jovencísimo Fischer en el Interzonal y el Candidatos: ¿podría llegar a superar todas las fases, plantarse en la final y enfrentarse al campeón? En occidente, sobre todo, había muchas esperanzas de que el norteamericano pudiera amenazar la hegemonía soviética.

En Rusia eran más escépticos y juzgaban a Fischer demasiado inexperto para semejante logro. ¿Qué pensaba Bobby? Él, naturalmente, se consideraba perfectamente preparado para hacer frente a todo el ejército de Grandes Maestros de la URSS. No les tenía miedo. Antes de que Mijail Tal perdiera su corona, Bobby había bromeado leyéndole el futuro en las líneas de la mano: «Veo que pronto perderás el título mundial frente a un joven jugador estadounidense». Tal, siempre ágil e ingenioso, se giró hacia otro ajedrecista americano que andaba por allí —William Lombardy— y le dijo en voz alta: «¡Enhorabuena, Bill!». La hilarante ocurrencia de Tal no dejaba de tener cierto poder predictivo:  Fischer aún tendría que esperar unos cuantos años para conseguir el título. Eso sí, se avecinaba tormenta. Por otros motivos, Bobby iba a ser el ajedrecista que más iba a dar que hablar durante aquel mismo año.

La maquinaria soviética

«Cuando empecé, los rusos eran mis héroes»

Dos genios en acción: el simpático Mijail Tal (izquierda), dejándose leer la mano por el joven Bobby Fischer.

Para explicar el enorme mérito de los logros de Bobby Fischer, antes hay que describir cómo era la competición ajedrecística en la que intentaba abrirse camino. Su carrera transcurrió en una época donde se consideraba prácticamente inconcebible que un Gran Maestro occidental pudiese poner en peligro el aplastante dominio soviético. Y mucho menos un ajedrecista joven que, al contrario que los rusos, no disponía de un círculo de ayudantes ni asesores, ni de subvenciones, ni de facilidades como las que Moscú proporcionaba a sus nuevos talentos.

Desde 1948, fecha de retorno del Campeonato Mundial tras la II Guerra Mundial, la URSS había dominado por completo la competición, sin apenas oposición. Antes de 1948 ya había existido un Campeón Mundial de origen ruso, Alexander Alekhine (o más correctamente transcrito Aliojin, como nos insistía Leontxo García en la entrevista que concedió a Jot Down). Pero Alekhine no era un héroe en la URSS. De origen burgués y procedente de una familia rica, había huido de la persecución política comunista tras la Revolución y se había nacionalizado francés, país bajo cuya bandera logró su título. Por si fuera poco, entre otras facetas cuestionables de su personalidad (falta de deportividad, mal carácter, alcoholismo), el ruso-francés llegó a mostrar abiertas simpatías hacia el régimen de Hitler, así que Alekhine despertó tanta admiración por su juego como menosprecio por sus actitudes personales y deportivas. Por ejemplo, había conservado el título bastantes años aunque era universalmente considerado inferior al cubano José Raúl Capablanca, a quien había vencido por sorpresa y a quien nunca quiso conceder una revancha (ya narramos en su momento el fascinante enfrentamiento entre los «Mozart y Salieri del ajedrez»). Resulta comprensible pues que las autoridades de Moscú no considerasen a Alekhine un ideal propagandístico, por más que fuese considerado como uno de los más grandes especialistas del ataque combinatorio y del ajedrez artístico que habían existido sobre los tableros, junto al propio Mijail Tal, también seguidor de la filosofía de «lo más importante en el ajedrez es la belleza».

Con todo, el ascenso de Alekhine había anticipado la futura hegemonía del ajedrez ruso, que contaba con una gran tradición y muy buenos jugadores pero no había producido un campeón mundial hasta su llegada. Después de la guerra, la URSS empezó a fabricar un campeón detrás de otro, de manera imparable. Para el régimen comunista, la hegemonía en el ajedrez era una demostración de la superioridad intelectual y educativa de su sistema por sobre el del decadente hemisferio occidental, así que Moscú dedicó muchos recursos al desarrollo de una cantera de jugadores: el resultado fue una oleada de grandísimos ajedrecistas y un dominio total de la competición a nivel mundial. Entre 1948 y 1962, únicamente cuatro jugadores habían conseguido jugar las finales que se disputaban cada tres años… y los cuatro eran soviéticos.

Mijail Botvinnik había sido quien había dominado el cotarro: no solamente había estado presente en todas las finales disputadas sino que era uno de los máximos responsables del diseño corporativo del ajedrez soviético, habiendo colaborado con las autoridades políticas para crear una efectiva fábrica de talentos en la que aplicaba nuevos métodos de enseñanza y entrenamiento. En cuanto a su estilo, Botvinnik defendía un tipo de ajedrez lógico y posicional, científico y «cerebral», más basado en la teoría y los libros que en la inspiración del momento. Un estilo que pasó a dominar casi toda la escuela soviética y que, por cierto, influyó bastante el juego del propio Bobby Fischer, aunque el norteamericano lo llevó más lejos y creó un estilo propio, como ya veremos en próximas entregas. Botvinnik había reinado durante bastantes años y solamente había cedido la corona en un par de ocasiones, una frente al veleidoso Mijail Tal —antítesis de Botvinnik debido a su juego imaginativo y su personalidad bohemia— y otra frente al muy técnico Vassily Smyslov. El cuarto jugador que había alcanzado una final, aunque por desgracia no llegó coronarse nunca, era el también soviético David Bronstein.

Como se ve, ningún jugador ajeno a la URSS había podido aspirar al título desde la Segunda Guerra Mundial, así que los soviéticos consideraban la corona mundial como de su exclusiva propiedad. Además, los Maestros soviéticos jugaban como equipo, se apoyaban entre ellos, aconsejándose, analizando juntos partidas y rivales, ayudándose a entrenar cada vez que tenían un gran compromiso por delante. Todos los Torneos Interzonales habían sido ganados por algún soviético, y casi todo el resto de plazas clasificatorias eran ocupadas también por soviéticos. Así, siempre eran mayoría en el siguiente paso hacia la corona, el Torneo de Candidatos. Y el vigente campeón soviético se enfrentaba invariablemente a un aspirante también soviético. Habían creado una maquinaria inatacable en la que ningún rival extranjero podía hacer mella.

Samuel Reshevsky fue el único jugador que inquietó a los soviéticos antes de la llegada de Fischer.

Algunos de los poquísimos ajedrecistas occidentales que les habían plantado cara eran, cosa significativa, también de origen eslavo. Samuel Reshevsky había dominado el ajedrez estadounidense antes de la llegada de Fischer y había sido el principal rival de los rusos. Pese a su pasaporte americano, Reshevsky había aprendido a jugar en su Polonia natal, donde vivió hasta los nueve años exhibiéndose como uno de los mayores niños prodigio de la historia del ajedrez, incluso más precoz que el propio Fischer, excepto en lo referente a títulos. En los años cincuenta, ya americanizado, el Reshevsky adulto no solamente llegó a ser uno de los mejores jugadores del mundo sino que algunos lo llegaron a considerar el mejor del mundo durante una corta temporada, poniendo su juego al nivel del propio campeón Botvinnik, o incluso por encima de él. Pero ni en su mejor momento consiguió Reshevsky romper la muralla soviética, entre otras cosas por los supuestos manejos irregulares de los jugadores rusos durante el Torneo de Candidatos, de los que hablaremos más adelante.

Otro ejemplo de jugador polaco occidentalizado era Mieczysław Najdorf: en 1939, siendo un Gran Maestro consagrado, la invasión nazi de Polonia lo sorprendió jugando un torneo en Argentina. Najdorf, que era judío, se quedó en Buenos Aires esperando el fin de la guerra. Tras varios años de estancia, terminó nacionalizándose argentino y cambiando su nombre por Miguel Najdorf. Pese a su enorme talento, Najdorf nunca pareció alcanzar el nivel suficiente como para inquietar a la URSS, aunque sin duda reunía condiciones para intentarlo. Reshevsky y Najdorf, ambos de origen polaco pero compitiendo bajo sus banderas occidentales de adopción, habían podido desempeñarse muy dignamente frente al bloque soviético. Nunca, por diversos motivos, habían tenido aspiraciones reales de lograr el campeonato, porque ninguno de los dos había jugado una final. Terminando la década de los cincuenta parecía que, si alguien tan brillante como Reshevsky no lo había conseguido, otro occidental lo iba a tener todavía más difícil.

Y entonces apareció Bobby Fischer. En 1962, a las puertas de un nuevo Torneo Interzonal, el juego del estadounidense había mejorado mucho respecto a 1959, hasta el punto de que la gente se preguntaba si finalmente resultaba posible obrar el milagro. ¿Conseguiría Bobby ponerse al nivel de los rusos hasta llegar a vencerlos? La idea resultaba más fascinante todavía al tratarse de un jugador tan joven, con solamente dieciocho años de edad. Casi todos los especialistas creían que la altísima opinión que Fischer tenía sobre su propio juego era más producto de la arrogancia juvenil que de una perspectiva realista y que, sin haber cumplido la veintena, no podía esperar asaltar una corona que la URSS guardaba muy celosamente mediante un batallón de experimentados y talentosos Grandes Maestros. Fischer era muy bueno, sí, uno de los mejores. Incluso tenía algunas posibilidades de convertirse en campeón… si absolutamente todo se le ponía a favor. Pero eso no significaba que ya se le pudiera ensalzar como el mejor del mundo o que el camino hacia la corona fuese a resultar fácil. No, Bobby todavía no era el mejor.

Él, claro está, opinaba lo contrario.

 

Fischer contra los rusos

«Alguien me preguntó: ‘¿qué has aprendido en este Torneo de Candidatos?’ Yo le dije: ‘he aprendido a no participar en ninguno más’. Es una pérdida de tiempo para cualquier jugador occidental. El actual procedimiento para seleccionar un candidato al título es malo para el ajedrez, malo para los jugadores que toman parte en ello y malo para el propio Campeonato del Mundo. El gran público hace tiempo que perdió el interés en cualquier título ganado de esta manera. Quizá también los propios ajedrecistas estén perdiendo el interés. Al menos yo he perdido el interés, permanentemente» (Fischer en un artículo de 1962, en el que acusaba a los rusos de manipular la competición)

El Torneo Interzonal de 1962, a celebrar en Estocolmo, iba a contar con una potente representación de soviéticos, como de costumbre. Los únicos pesos pesados que no estarían presentes serían el campeón vigente Botvinnik y Mijail Tal (clasificado automáticamente como ex-campeón saliente), así como Paul Keres, que también estaba clasificado de antemano para el Candidatos. Por lo demás, en aquel Interzonal plagado de grandes nombres, Fischer iba a tener mucha competencia con Maestros soviéticos de excelente nivel: Tigran Petrosian, Efim Geller, Viktor Korchnoi, Leonid Stein… de hecho, había tantos buenos jugadores en la URSS que se habían quedado fuera ajedrecistas tan brillantes como Spassky (futuro campeón) o Bronstein (antiguo aspirante), porque sencillamente no había más plazas disponibles para su país.

Además del temible contingente de la URSS, estaban grandes nombres de otras partes del mundo como el yugoslavo Gligoric, el alemán Uhlmann, el húngaro Portisch, el islandés Olaffson, el estadounidense Benko o incluso el español Arturo Pomar, «Arturito», que tras su etapa como brillante niño prodigio, ya alcanzada la treintena, estaba en lo mejor de su juego (aunque siempre se comentó que nunca llegó a desarrollar todo su potencial). Es decir, Bobby iba a pelearse por una de las seis primeras plazas del Interzonal con lo más nutrido del ajedrez mundial. Casi nadie dudaba de que iba a conseguirlo. Recordemos que ya se había clasificado en el anterior Interzonal, contando con solamente quince años de edad. Ahora, a los casi diecinueve, era uno de los mejores ajedrecistas del planeta sin discusión  y su plaza parecía asegurada.

Por consejo de los demás Maestros, el adolescente Fischer cambió sus ropas raídas por traje y corbata.

A nivel de obtener plaza para el Candidatos, lo mismo le daba quedar primero que sexto en el Interzonal, ya que los seis primeros pasaban, pero Bobby jugó para vencer, a lo Eddie Merckx. Finalizó en primera posición sin perder una sola partida. Únicamente Petrosian, el futuro Campeón Mundial, consiguió permanecer también imbatido, aunque debido a su estilo ultradefensivo obtuvo más empates y menos victorias que Fischer, quedando relegado al segundo lugar. Era la primera vez que un jugador no soviético quedaba primero en un Torneo Interzonal, lo que disparó todavía más las expectativas de cara al Candidatos. La posibilidad de que Fischer venciese iba cobrando cuerpo. Y lo cierto es que, si Fischer vencía en el Candidatos, no había motivos para pensar que no pudiera causar problemas al campeón Botvinnik en una hipotética final. Bobby era joven e inexperto y su juego aún no estaba en su cénit, pero también era un competidor feroz que podría resultar temible en una final de uno contra uno. ¿Conseguiría llegar? Fischer, por descontado, afirmaba que sí. Los rusos afirmaban que no. La prensa deportiva internacional se mostraba excitada ante lo que estaba siendo una gran historia.

El Torneo de Candidatos de 1962 se celebraba en Curaçao; los jóvenes Mijail Tal y Bobby Fischer eran considerados los grandes favoritos, después de que ambos se hubieran lucido en algunos torneos importantes (recordemos que en Bled ambos habían sobrepasado a varios Grandes Maestros soviéticos de relumbrón). También el correoso Tigran Petrosian estaba en un grandísimo estado de forma, pero debido a su juego conservador —o como diríamos en España, «amarrategui»— tenía tendencia a firmar demasiados empates. Aquello hizo que algunos analistas pensaran que la defensa a ultranza de Petrosian tendría menos opciones que el diabólico juego de ataque de Tal o la tenacidad competitiva de Fischer. En cualquier caso, entre esos tres nombres parecía estar el futuro aspirante.

Los pronósticos iniciales pronto se desbarataron, sin embargo. Mijail Tal, que padecía una enfermedad renal, no pudo acudir al torneo en plenas condiciones. De hecho, participó probablemente contra consejo médico, ya que acababa de pasar por por el quirófano. Durante la competición, experimentó una recaída que comenzó a causarle severos síntomas, así que hizo un torneo muy malo hasta que, empujado por los consejos de sus preocupadísimos compañeros (y rivales), se vio obligado a abandonar para ser hospitalizado de urgencia. Fischer lo visitó para jugar alguna partida informal en la habitación del hospital, momento del que quedaron varias entrañables fotografías. Por desgracia, lo que pudo haber sido una larga rivalidad de ensueño entre Fischer y Tal quedó abortada en aquel mismo torneo: la salud de Tal siguió empeorando con el paso del tiempo y, pese a su juventud, nunca volvió a ser el mismo jugador temible. Desde entonces, su apabullante talento apareció en contadas ocasiones, cuando la mala salud (empeorada por su estilo de vida bohemio, su alcoholismo y su adicción al tabaco) le concedía un breve respiro.

También inesperado fue el desempeño del propio Fischer, que empezó el Candidatos perdiendo dos partidas seguidas y ya no encontró el ritmo para afrontar el resto de la competición. De los ocho participantes, Bobby finalizó en cuarta posición, a tres largos puntos de los soviéticos Petrosian, Keres y Geller. Fue precisamente Petrosian quien ganó el torneo y pudo enfrentarse a Botvinnik, derrotándolo y convirtiéndose en nuevo Campeón Mundial. ¿Jugó mal Fischer en aquel Candidatos? Quizá «mal» no es la palabra, pero sí es cierto que tuvo muchos altibajos y estuvo claramente por debajo de su nivel habitual. Aunque cosechó ocho victorias —las mismas que obtuvo el ganador, Petrosian— acumuló nada menos que siete derrotas, mientras que Petrosian permaneció imbatido. Aquello demostraba que Bobby, aunque quizá no hubiese hecho un torneo horrible, sí se mostró más vulnerable de lo esperado, dejando escapar demasiados puntos. No jugó con la fuerza y solidez acostumbradas, ni desde luego hizo honor a la condición de favorito.

En la URSS se sintieron reforzados en su opinión sobre él. Insistían en que Bobby todavía estaba verde. Quizá tenían razón en parte: a sus diecinueve años, Fischer era sin duda uno de los cinco o diez mejores del mundo, pero no era invulnerable. Todavía no era el rodillo aplastante en que se convertiría ocho o nueve años más tarde. El consenso general es que Fischer no se convirtió en el mejor jugador del mundo de manera indiscutible hasta finales de los sesenta: muchos hablan de 1969, otros de 1967, 1968. Algunos retrasan ese momento hasta 1970, un par de años antes de obtener el título. Pero, en 1962, Bobby Fischer no era el de 1969-72, ni mucho menos. Aun así, hay que insistir en que en aquel Candidatos no jugó a su nivel y nunca sabremos qué habría sucedido. Como mínimo, hubiese hecho sudar más a Petrosian por obtener la primera plaza, eso seguro.

Su rendimiento irregular, con todo, iba a quedar pronto en un segundo plano. El enfant terrible estaba a punto de sacar las garras para sacudir los cimientos del mundo del ajedrez. Poco después del torneo, la revista Sports Illustrated publicó un artículo del puño y letra del propio Fischer, en el que, de manera verdaderamente explosiva, acusaba a los tres jugadores soviéticos que habían quedado por encima suyo (Petrosian, Keres y Geller) y un cuarto, Korchnoi, de manipular la competición.

A los diecinueve años, Fischer escribió un artículo que obligó a cambiar el formato del campeonato mundial.

El título del artículo dejaba poco a la imaginación: Los rusos han amañado el mundo del ajedrez. Como es lógico, la publicación del artículo provocó un auténtico terremoto. He aquí algunos extractos del texto escrito por un Bobby Fischer de diecinueve años. Dan buena idea de su personalidad indomable y del papel que empezó a cumplir como enemigo del establishment ajedrecístico soviético:

«El Torneo Internacional de Candidatos, que ha terminado este 22 de junio, me ha dejado un convencimiento: el control ruso sobre el ajedrez ha llegado a tal extremo que ya no puede existir una competición honesta por el Campeonato Mundial. El sistema que mantiene la FIDE, el organismo que gobierna el mundo del ajedrez, asegura que siempre habrá un campeón mundial ruso, porque solamente un ruso puede ganar el torneo previo que determina quién será el aspirante. Los rusos lo han arreglado así. Por lo que a mí respecta, pueden mantenerlo de ese modo. Nunca volveré a jugar en un Torneo de Candidatos.
»Se me ha dicho que esta es una decisión difícil, porque significa que abandono toda esperanza de conseguir el título mundial. La verdad es que, mientras continúe el sistema actual, ni yo ni nadie que proceda de un país occidental puede ganar ese título. Así que la decisión no es difícil de tomar, aunque sí resulta difícil de explicar. Es difícil de explicar porque cualquier cosa que yo —u otro jugador occidental— diga sobre el hecho de que los rusos están controlando el ajedrez, parecerá una excusa por no haberlos podido vencer en el Torneo de Candidatos. Cualquiera que haya perdido y discuta por qué no puede ganar el campeonato mundial o por qué el sistema nos impide competir con los rusos en igualdad de condiciones, parecerá estar teniendo una rabieta de mal perdedor. (…)
»En Curaçao fue flagrante. Hubo colusión entre los jugadores rusos. Acordaron, de antemano, firmar tablas en las partidas donde se enfrentaban entre ellos. Cada vez que empataban se repartían medio punto cada uno. El ganador del torneo, Petrosian, obtuvo 5’5 de sus 17’5 puntos de esta manera. Se consultaban durante las partidas. Cuando yo jugaba contra un ruso, los demás rusos miraban y comentaban mis movimientos aunque yo los estuviese oyendo. Luego intentaban ridiculizar mis protestas ante los árbitros. Jugaban como un equipo. (…) En un editorial del New York Times se dijo que «el sistema para elegir al aspirante puede conducir a posible colusión entre los jugadores soviéticos, ayudando a uno de ellos a ganar el torneo frente a un rival no soviético». Esto se dijo hace nueve años, cuando yo tenía diez años de edad, así que no creo que se me pueda acusar de ser un mal perdedor por citarlo. (…) En Curaçao había cinco rusos de un total de ocho competidores. El antiguo campeón mundial Mijail Tal se estaba recuperando de una operación de riñón, se puso enfermo durante el torneo y abandonó para ingresar en un hospital, así que no formó parte de los manejos del equipo soviético. Los otros cuatro rusos se iban a nadar por la tarde, se vestían, acudían a las partidas en la Sala de Ajedrez del Hotel Intercontinental, perdían el tiempo durante media hora o así, haciendo unas pocas jugadas rápidas e intercambiando tantas piezas como podían; después se ofrecían tablas mutuamente. «¿Niche?», preguntaba uno. «¡Niche!», respondía el oponente. Firmaban sus planillas, cumplían el formalismo de dárselas a los árbitros y después cenaban o volvían a la piscina. (…)
»Geller y Petrosian empataron su primera partida tras jugar solamente 21 movimientos. Se volvieron a encontrar y esa segunda partida duró 18 movimientos. La siguiente, 16, y la última, 18. Keres y Petrosian firmaron tablas tras 17 movimientos en su primera partida, 21 en la segunda, 22 en la tercera y 14 en la cuarta. En esta última partida se pasaron de la raya, ya que, aunque firmaron tablas, Petrosian podría haber ganado si hubieran seguido jugando. Como muestro en el diagrama, el rey blanco está atrapado en el centro del tablero y el flanco de dama blanco está terriblemente debilitado. De hecho, el negro ganaría en unos pocos movimientos. Pero, como jugar un movimiento más lo hubiese hecho demasiado obvio, decidieron firmar tablas en ese mismo instante. (…)
»La actuación de Victor Korchnoi, el cuarto miembro del equipo soviético, es más compleja de analizar. En la primera parte del torneo también empató cada partida que jugó contra los demás rusos. A mitad de torneo hubo un descanso de cinco días, en el que todos fuimos a la Isla de San Martín. Los cuatro rusos estaban prácticamente empatados a puntos en la primera posición y se rumoreaba que, cuando volviésemos para jugar la segunda parte del torneo, uno de ellos empezaría a perder ante los demás. Sea lo que fuere que acordaron entre ellos en San Martín, cuando regresamos el juego de Korchnoi se vino abajo abruptamente. Perdió tres partidas en rápida sucesión; primero ante Geller, después ante Petrosian y después ante Keres. (…) Cualquiera puede extraer sus conclusiones de esta secuencia de eventos pero, en cualquier caso, esto revela la ventaja que el equipo ruso tenía sobre los jugadores individuales occidentales. (…)
»A veces, después de sus tablas rápidas, los rusos no se iban a la piscina. Está estrictamente prohibido comentar una partida en progreso, incluso hablar con otros durante el juego. He estudiado bastante ruso como para poder leer sus libros de ajedrez, así que pude entender fácilmente lo que estaban diciendo. Decían que tal o cual movimiento era bueno, y lo decían en ruso, naturalmente. Mi ruso no será el mejor, pero creedme: no estaban hablando del tiempo. (…) Me enfadaba ver cómo podían salirse con la suya. Protesté a los árbitros. Comprobé que seguían saliéndose con la suya. Seguí protestando. Pero, para entonces, su ventaja se había incrementado hasta el punto en que ya no estaban preocupados, así que fueron dejando de hacer estas cosas»

Tigran Petrosian, ganador del Candidatos de 1963 y posterior Campeón Mundial.

El artículo cayó como una verdadera bomba en los medios y marcaba oficialmente el inicio de la guerra entre Bobby Fischer y sus antiguos ídolos, los ajedrecistas soviéticos. No era exactamente un enfrentamiento personal —Fischer tenía amistad con varios de ellos—, pero sí una guerra deportiva y mediática muy encarnizada. A partir de ese instante, Bobby nunca dejó de atacar al ajedrez soviético. En la URSS, desde luego, se afanaron en calificar el artículo como Fischer había anunciado: una rabieta de mal perdedor. La imagen oficial de Bobby en la prensa de Moscú empezó a cambiar y del simpático chaval de origen humilde se pasó a describir un típico niñato americano malcriado que no conseguía aceptar el haber sido derrotado. El entrañable genio heredero de la escuela soviética se había convertido de repente en el enemigo deportivo número uno de Moscú. En el resto del mundo, aunque el artículo resultó muy polémico, no fue considerado un completo disparate.

Cierto es que algunas de las acusaciones, las vertidas contra Korchnoi, se les antojaron exageradas a casi todos los especialistas. Años después, de hecho, el propio Korchnoi se convertiría en un disidente de la URSS y también se enfrentaría agriamente a la maquinaria soviética, incluso más agriamente que el propio Fischer… y, aun así, siempre negó que en Curaçao le hubieran dado órdenes para dejarse ganar. En cambio, sí dio a entender que Fischer había tenido razón en el asunto de las tablas pactadas. Porque, con exageraciones o no, la parte del artículo en la que Fischer expresaba que se habían producido demasiados empates inexplicables parecía muy ajustada a la realidad. En efecto, las partidas entre los rusos habían sido demasiado cortas y algunas de las tablas firmadas parecían injustificadas. Se podía detectar una clara ausencia de afán competitivo cuando los soviéticos jugaban entre sí. Fischer describía la escena de los tres rusos terminando sus enfrentamientos rápidamente para repartirse el punto y seguidamente relajarse en la piscina del hotel mientras los demás participantes tenían que seguir esforzándose en sus propias (y largas) partidas, y no estaba diciendo tonterías. Parecía haber claros indicios de que decía la verdad.

Una vez la bomba de Fischer hubo explotado, se sumaron nuevas voces a la acusación: muchos antes ya habían pensado que el sistema del Torneo de Candidatos favorecía a los soviéticos, quienes siempre se presentaban en mayoría y utilizaban esa superioridad numérica en su favor, jugando como un equipo y barriendo para casa con el reparto de puntos. Samuel Reshevsky había sufrido estos manejos años atrás —así lo expresó en sus memorias— y, aunque no había reaccionado con la fiereza de Fischer, también había visto reducidas sus posibilidades de aspirar al título mundial en una época donde se lo consideraba un rival con el potencial necesario para realizar la hazaña. La prensa ya había expresado sus sospechas más de una vez, pero el asunto jamás había alcanzado semejante relevancia porque ningún ajedrecista importante había alzado la voz de esa manera. Ahora, muchos que habían guardado silencio se sumaban a la controvertida opinión de Bobby.

Fue tal el escándalo organizado que la federación estadounidense presentó una protesta en la FIDE, la Federación Internacional de Ajedrez. El tema fue debatido por primera vez. Pese a la considerable influencia soviética en la FIDE, se llegó a la conclusión de que el Candidatos era, en efecto, torneo injusto. Se tomó una decisión drástica: en futuras ediciones se celebraría como una serie de eliminatorias individuales y no como un «todos contra todos» en el que los soviéticos pudieran pactar empates que los beneficiaran mutuamente (además, en una eliminatoria individual, los resultados dudosos o las renuncias deliberadas a competir se detectan mucho más fácilmente). Bobby Fischer, pues, terminó saliéndose con la suya y el formato del Mundial cambiaría por un artículo que él había escrito siendo todavía un jovenzuelo de apenas veinte años. Casi nada. Cuando el huracán Fischer soplaba, pocas cosas quedaban en pie.

Incluso con su buena parte de razón, aquel artículo fue una de las muchas cosas que contribuyeron a generar la imagen pública de un Fischer egocéntrico y puñetero. No era la primera vez que su actitud o sus declaraciones resultaban polémicas, ni mucho menos sería la última. Eso marcaría una tendencia habitual en la carrera del joven Bobby: resultaba difícil separar la parte de razón que pudiera tener en cualquier situación de aquella otra parte de exageraciones que también solía incluir en sus razonamientos. Incluso cuando no eran exageraciones, expresaba sus puntos de vista con tanta vehemencia que su franqueza solía bordear lo brutal y era, para muchos, difícil de aceptar o comprender. Bobby rara vez, por no decir nunca, medía sus palabras. Los conceptos como «diplomacia» o «tacto» no iban con él. Así, para la prensa y el mundo del ajedrez en general, resultaba imposible concederle la razón del todo aun cuando la tuviese.

El advenimiento de l’enfant terrible

El matrimonio Piatigorsky con los jóvenes Boris Spassky y Bobby Fischer.

Un buen ejemplo: el año anterior se había organizado un match extraoficial para enfrentar a los dos mejores jugadores de EEUU. Por un lado estaba el veterano Samuel Reshevsky y por el otro Bobby Fischer. Fue un enfrentamiento muy publicitado entre dos antiguos niños prodigio. Se ofrecía un suculento premio para el ganador: una buena cantidad de dinero en metálico aportada por Jacqueline Piatigorsky, heredera de la famosa familia de banqueros, los Rothschild. Aficionada al ajedrez, dama de alta alcurnia con ínfulas aristocráticas y esposa de un famoso concertista de violonchelo, madame Piatigorsky era la principal mecenas del ajedrez estadounidense. Era tan importante su papel en un país donde ese deporte no recibía ayudas oficiales, que prácticamente ningún jugador estadounidense osaba llevarle la contraria, sabiendo lo mucho que su patronazgo significaba para todos ellos. Ninguno… excepto, para variar, Bobby Fischer.

Ambos jugadores establecieron sus condiciones para jugar el match. Reshevsky, que era judío ortodoxo, impuso el no tener que jugar desde la puesta de sol del viernes hasta la del sábado, lo cual era una cláusula estándar cuando participaba en competiciones. Por su parte, a Fischer no le gustaba jugar por las mañanas, así que las partidas tendrían lugar por la tarde (horario habitual de los torneos, por otro lado). El match ya comenzó de manera tensa y con serios roces entre los dos jugadores, como cuando Fischer llamó a Reshevsky «cobarde sin ética» al considerar que había aplazado una partida de manera indebida.

Después de aquello, ambos ajedrecistas se retiraron la palabra y ya solo se veían ante el tablero. Incluso había que trasladarlos al recinto por separado. El periodista especializado en ajedrez Jerry Hanken contó una curiosa anécdota: en una de las partidas, Fischer tenía una posición superior y la victoria prácticamente en el bolsillo. Pero no acertó con la jugada ganadora y pronto se dio cuenta de que Reshevsky había conseguido igualar el juego. Forzado a acordar unas tablas, parece que Fischer las ofreció de manera más bien peculiar, murmurando: «You bastard!». Sea cierta o no esta anécdota, sí es verdad que aquel match supuso el inicio de una vitriólica rivalidad entre los dos ajedrecistas más importantes de los EE. UU. Pero todavía sucedió algo más peliagudo: cuando se llevaban disputadas once partidas y el marcador arrojaba un tenso empate, la señora Piatigorsky decretó que la siguiente partida, a celebrar la tarde del domingo, debía adelantarse a la mañana. Por la tarde ella tenía que acudir a un concierto de su marido, así que se modificaba el horario para que pudiese estar presente en ambos eventos. Reshevsky accedió de inmediato: la Piatigorsky era la que ponía el dinero y por tanto la que mandaba. A él le daba lo mismo levantarse temprano un domingo para jugar.

A Fischer, no. Cuando lo supo, entró en cólera. No le gustaba madrugar, algo bien sabido en el mundillo. Pero además, aquel cambio de planes le pareció una falta de respeto, y eso sí que era algo que nunca toleraba. Arguyó que él se había comprometido desde un principio a jugar por las tardes, así que aquel domingo también jugaría por la tarde… o no jugaría. La gente que lo rodeaba intentó hacerlo claudicar: ¡no se podía desafiar a madame Piatigorsky! De ella dependían muchos eventos ajedrecísticos del país, ¿por qué enfurecerla? ¿Qué más le daba a Bobby jugar por la mañana aunque solamente fuese una vez en su vida, con tal de no ponerse en contra a la principal mecenas del ajedrez? Se arriesgaba a que madame Piatigorsky le retirase toda futura ayuda o que dejase de invitarlo a los torneos que financiaba. Pero para Fischer no existían los términos medios. Si consideraba que tenía razón, tenía razón y punto.

Le importaba un pimiento quién fuese la señora Piatigorsky y él, que se había abierto camino desde una pobre infancia en Brooklyn, no estaba dispuesto a madrugar para satisfacer el capricho de una ricachona. Por más que en sus entrevistas de entonces Bobby mostrase una especie de fascinación hacia la aristocracia —fascinación que, por cierto, era mutua—, su fuerte carácter y su orgullo le impedían ejercer como «ajedrecista de cámara». En resumen, y dado que madame Piatigorsky siguió con su plan de adelantar la partida para acudir al concierto, Fischer se negó a presentarse. La mañana de aquel domingo, Samuel Reshevsky se sentó ante el tablero y al otro lado había una silla vacía. Ganó el punto por incomparecencia del rival. Fischer, rebelado ante la injusticia, tampoco se presentó en las partidas posteriores. Cuando la segunda parte del match se trasladó de Los Angeles a su ciudad, Nueva York, Bobby ni se había molestado en subir al avión. Aquella obstinación tan suya terminaría haciéndose legendaria.

Como respuesta a la desaparición del insurrecto genio, madame Piatigorsky dio por terminado el match y consideró vencedor a Reshevsky, quien se llevó el primer premio por incumplimiento contractual de Fischer. Pese a los desesperados intentos de su entorno, Bobby no se había bajado del burro aunque aquello le costase renunciar a una buena cantidad de dinero. Dinero que necesitaba, y mucho. Pero jamás cambió su postura al respecto de aquel match. Y hay que decir que, en su momento, bastantes ajedrecistas le dieron la razón a Bobby pese al temor que inspiraba madame Piatigorsky. Fischer no había sido el primero en incumplir el contrato. Unos años después, fue madame Piatigorsky quien reconocería tácitamente que Bobby había estado en lo cierto, accediendo a darle el dinero que le debía a cambio de que jugase en otro de los torneos que ella organizaba. Lo relevante es que Fischer se lo había jugado todo, como de costumbre cuando consideraba que tenía razón, a expensas de poder perder dinero y oportunidades. No toleraba las injusticias, aunque eso significara su propio perjuicio económico y social.

ischer en el metro de su ciudad, con su tablero de bolsillo, ausente de todo cuanto le rodea.

No fue el único encontronazo de Fischer con los mecenas aristocráticos. Le gustase o no, y por mucho que pareciese deslumbrado ante las clases altas, no dejaba de ser un proletario de Brooklyn con un sistema de valores en el que había poco sitio para las sutilezas palaciegas. Otro ejemplo: cuando el príncipe Rainiero de Mónaco organizó un torneo de ajedrez. Muy aficionado al juego y casado con una americana, la actriz Grace Kelly, el príncipe dijo que invitaría a tres jugadores estadounidenses a jugar un torneo en Mónaco, a condición de que uno de ellos fuese el famoso prodigio Bobby Fischer. La federación americana habló con Fischer y éste accedió a viajar a Europa para participar y de paso satisfacer la intensa curiosidad de los príncipes. Pero Fischer llegó a Mónaco y todo empezó a parecerle mal: el alojamiento, la comida, la iluminación y disposición de la sala del juego, las butacas del público, etc. Sus continuas exigencias pusieron a los organizadores de los nervios. Fischer ganó el evento, pero el neoyorquino sacó de sus casillas a Rainiero hasta el punto de que, cuando el príncipe organizó otra competición, puso como condición para invitar a ajedrecistas estadounidenses el que entre ellos no estuviese Bobby Fischer.

Aquellas exigencias suyas, sin embargo, eran muy necesarias para el desarrollo el ajedrez profesional. Boris Spassky solía llamar a Bobby, medio en broma, medio en serio, el «jefe del sindicato de ajedrecistas». Debido a esa actitud inflexible con los organizadores, Bobby quedó como un divo caprichoso en multitud de ocasiones, porque la prensa lo retrataba como un individuo inflexible y maniático. Cosa que a menudo era, podría decirse, pero eso no le quitaba la razón. Cierto es que, cuando no le daban lo que pedía, no se molestaba en negociar y sencillamente renunciaba a acudir a una competición o incluso se marchaba con el torneo ya empezado. Sin embargo, fue así, con esa actitud irreductible, como se convirtió en el auténtico creador de la moderna figura del jugador profesional, algo que ha señalado por ejemplo Garry Kasparov en multitud de ocasiones. Muchos Grandes Maestros han reconocido que los ajedrecistas profesionales deben mucho a las constantes peleas de Fischer por obtener mejores condiciones, más comodidades y más dinero cada vez que acudía a un evento. Fischer dio la cara sin importarle la opinión que aquella actitud pudiera despertar en los demás. No puede decirse que fuese diplomático en sus formas, pero consiguió un estatus para su profesión que quizá nunca se hubiese alcanzado sin él. Y esto no puede ser olvidado.

Ese importante papel reivindicativo tenía un reverso. El joven Fischer peleó por la dignificación del ajedrecista profesional, sí, pero en otros ámbitos sus opiniones resultaban discutibles y, a veces, escandalosas. Por ejemplo, consideraba a las mujeres ineptas para el ajedrez, algo que expresó en una polémica entrevista concedida a la revista Harper’s Magazine cuando rondaba la veintena. Aunque en lo personal Fischer era amigo de Lisa Lane, la campeona femenina de los EE.UU. que había alcanzado bastante celebridad (su fotogenia había contribuido a hacerla aparecer en portada de Sports Illustrated), desestimaba el ajedrez femenino y decía que las jugadoras de su país eran «todas como peces, aunque puede decirse que Lisa Lane es la mejor pez de todas». Aseguraba que podría darle ventaja de un caballo a cualquier mujer del mundo y aun así vencer. Es verdad que, tras la publicación de la entrevista, Fischer protestó afirmando que se sacaba algunas de sus afirmaciones de contexto —y, si él lo decía, probablemente era cierto, porque nunca se retractaba de algo ni siquiera cuando levantaba escándalo—, pero en lo referente a la debilidad de las mujeres como ajedrecistas se reafirmó aquel mismo año en televisión.

Lisa Lane, famosa ajedrecista y amiga de Fischer… aunque por entonces Bobby no tenía en muy alta estima las capacidades femeninas para el ajedrez.

En su descargo, por una vez, cabe decir que a principios de los sesenta no era aquella una idea exclusivamente suya, ni mucho menos. El problema era más bien que él la expresaba sin demasiadas cortapisas, como cuando decía echar de menos aquellos clubes de ajedrez del siglo XIX en los que las mujeres no tenían permitida la entrada. Muchos, sobre todo quienes lo conocían mejor, pasaban por alto aquellos deslices mediáticos de Fischer dada su juventud y su desigual formación, pero eso no impidió que se ganase fama de misógino. De hecho, en una entrevista televisiva concedida aquel mismo año, le preguntaron si se consideraba misógino. Fischer, algo avergonzado, respondió: «perdón, no sé lo que significa esa palabra». El entrevistador le reformuló la pregunta: «¿odias a las mujeres?». Y Fischer se apresuró a negarlo… a su manera, diciendo que opinaba que el lugar de las mujeres estaba en el hogar cuidando de los hijos, pero que eso no significaba que las odiase.

Aun así, el Fischer veinteañero, con su carácter peculiar, todavía no era el Fischer extremista de sus últimos años, ni muchísimo menos. Como decíamos, la suya no era una opinión poco común en aquella época. Por más que pudiese llamar la atención que alguien la expresara tan abiertamente en los medios de comunicación, muchos otros hombres (y no pocas mujeres) pensaban así. Tampoco tendría mucho sentido rebuscar, como hicieron algunos, las causas de esa forma de pensar en su difícil relación con su madre. Es innecesario para explicar un punto de vista machista que no resultaba inhabitual en 1963. Muchos años más tarde, bastantes después de su retirada, Fischer tendría tiempo de comprobar que podía haber mujeres con un nivel de ajedrez portentoso, como cuando conoció a Judit Polgar. Fue precisamente la húngara —la mejor ajedrecista femenina de la historia, que ha llegado a competir en la competición masculina hasta ocupar el 8º lugar de los rankings— la que rompió el récord de Fischer al obtener el título de Gran Maestro también a los quince años, pero con unos meses menos.

En realidad, el problema con el joven Fischer no era únicamente lo que decía (a diferencia de sus últimas épocas, donde sí llegó a soltar auténticas barbaridades) sino cómo, cuándo y dónde lo decía. Todavía no había rastro de fanatismo político en él, pero tampoco tenía tacto. Si pensaba algo, lo decía. Para bien y para mal. Gustase o no gustase. Así de simple. Y así se mantendría durante el resto de su carrera deportiva, antes de su enigmática desaparición.

El genio de personalidad indescifrable

uriosa foto de Fischer en lo que parece ¿una función de circo? (vista en el blog de Susan Polgar).

La relación de Fischer con las mujeres fue durante bastantes años objeto de elucubraciones de lo más pintoresco, porque la información que se filtraba al respecto era más bien poca. Bobby guardaba su vida privada con un tremendo celo: nunca hablaba públicamente de su madre, ni de su hermana, ni de su padre ausente. Mucho menos de su relación con el sexo opuesto. Por aquel entonces, no poca gente —la menos informada de entre la audiencia general— rumoreaba que Fischer podía ser asexual, como una especie de autista de baja intensidad. En realidad, en el mundillo del ajedrez se sabia perfectamente que no solamente no era asexual, sino que le gustaban mucho las mujeres. Cierto es que, durante sus periodos de competición o entrenamiento —es decir, casi siempre hasta 1972—, se mantenía alejado de ellas para no perder la concentración, pero todos quienes le conocían de cerca sabían bien de sus inclinaciones. En los actos públicos no podía ocultar su contento cada vez que había chicas guapas cerca, y dicen sus amigos de entonces que solía tener bastante buen gusto.

Eso sí, su personalidad no ponía las cosas fáciles a la hora de mantener un noviazgo normal. Fischer despertaba interés entre las chicas, ya que, además de su creciente fama, estaba bastante alejado del estereotipo de ajedrecista viejo, bajito y con gafas. Por el contrario, rondaba el metro noventa de estatura y era muy atlético. Pero no resultaba nada fácil acercarse sentimentalmente a él. Algunos de sus más antiguos amigos cuentan anécdotas bastante ilustrativas al respecto, que van de lo gracioso a lo conmovedor. Una vez, a los diecinueve años, estaba en la playa con un amigo cuando vio a una chica tomando el sol. La chica era bastante guapa y Bobby se interesó por ella, así que se acercó presentándose de esta manera: «Soy Bobby Fischer, el gran jugador de ajedrez». Ella no tenía ni idea de quién era él, que por entonces era famoso, pero todavía no universalmente reconocido.

Sin embargo, no pareció molesta por el acercamiento sino más bien lo contrario, así que Bobby decidió seguir conversando. Cuando notó que la chica hablaba con acento, le preguntó «¿de dónde eres?». Ella le dijo que era de Holanda, y entonces Bobby respondió hablando del personaje holandés que más presente tenía: «ah, entonces ¿conoces al doctor Max Euwe, antiguo campeón mundial?». La chica volvió a quedarse en blanco… y Fischer, pensando que allí habían terminado sus temas de conversación, se encogió de hombros, se dio la vuelta y sencillamente se marchó.

Años más tarde, la fama le haría innecesarias estas presentaciones porque todo el mundo ya sabía quién era, pero su personalidad desconfiada le hacía pensar que muchas mujeres se acercaban a él precisamente por ser una celebridad. En privado, ante sus mejores amigos, solía quejarse de ello. No se conoce que, por entonces, fuese más allá de relaciones esporádicas, aunque hay constancia de que en diversas ocasiones se lo vio acompañado en lugares públicos. Parece ser que casi nunca por la misma chica. Podía proyectar la imagen de alguien muy seguro de sí mismo en lo tocante al ajedrez, pero en lo sentimental era alguien muy diferente.

No parecía confiar lo suficiente en nadie como para iniciar una relación seria y además estaba demasiado ocupado con el ajedrez, al que se dedicaba con una disciplina monástica por largas temporadas. En esas condiciones,  se antojaba difícil emparejarlo. Otra significativa anécdota: uno de sus amigos decidió invitarlo a cenar para organizar un encuentro casual con una amiga de su esposa, que estaba interesada por conocerlo. Siendo una persona cercana a sus amigos, estos pensaron que Bobby quizá la vería con otros ojos y le resultaría más fácil abrirse a ella. Fischer y la chica parecieron llevarse bien durante la cena, hasta el punto de que, al terminar, ella misma le ofreció acompañarlo a su casa en automóvil. Se marcharon juntos. Al día siguiente, su amigo indagó acerca del final de la velada, pero Fischer respondió que no estaba interesado en la chica. «¿Por qué? ¿No te gustaba?». «Sí, era guapa». «¿Y entonces?». «Creo que sólo le gusto porque soy Bobby Fischer».

«Tenía algunos problemas personales, y empecé a escuchar a un montón de predicadores radiofónicos. Los escuchaba cada domingo, todo el día, cambiando de emisora una y otra vez. Así que escuché a todos aquellos tipos que hablaban los domingos. Y entonces oí al señor Armstrong, y dije: Ah, supongo que Dios finalmente me ha enseñado al elegido» (Bobby Fischer, sobre su conversión al cristianismo)

El adolescente Bobby firmándole un autógrafo a una señorita. Una escena similar le costó la peor puntuación de toda su carrera; después de aquello, decidió no mezclar mujeres y competición.

Si en lo sexual, pese a todo, era más activo de lo que suponía el público, más preocupantes eran sus escarceos con la religión. Aunque provenía de una familia de origen judío, su madre era de izquierdas y atea. Durante parte de su adolescencia, hasta cumplir la veintena, el propio Bobby se había declarado ateo, considerando la idea de un dios personal como una «puerilidad». Por ejemplo, solía citar a Nietszche en esa misma línea. Sin embargo, con el ascenso a la fama —y, según él mismo, a causa de «algunos problemas personales»— empezó a interesarse por unos sermones radiofónicos que lo hicieron caer en brazos de una organización evangélica de tintes sectarios llamada Iglesia de Dios, dirigida por un tal Garner Ted Armstrong.

Repentinamente convertido al cristianismo fundamentalista, empezó a desviar una parte nada desdeñable de sus ganancias hacia aquella organización, y seguiría haciéndolo hasta principios de los setenta. Además, a raíz de su nueva afiliación como Adventista del Séptimo Día, también empezó a observar ciertas normas bíblicas como la de no jugar ajedrez en sábado. Para muchos, aquello era un rasgo más de excentricidad en un personaje que no parecía tener demasiadas facetas convencionales. Para otros, la súbita y extrañísima conversión era una forma inquietante de intentar cubrir sus carencias afectivas. Sea como fuere, el ver mezclado en semejante culto religioso al hasta entonces ultra pragmático Bobby Fischer no parecía una señal tranquilizadora. La prensa de la época, sin embargo, solía considerar de mal gusto cuestionar las creencias religiosas de un personaje público, así que la nueva fe adventista de Fischer era tratada con cautela. Sería él mismo quien se desengañase de la organización de Armstrong bastantes años después, después de que le hubiesen estafado grandes cantidades de dinero.

Sin pretenderlo, debido a su particular conducta, Fischer se convirtió en objeto de observación y estudio por parte de los medios de comunicación. Era un personaje ideal en torno al que comentar y debatir: el prototipo de genio joven que había llegado a estar en la cumbre de su campo profesional, pero que parecía mostrar excentricidades sorprendentes y evidentes lagunas en otras facetas de su vida. Al analizar su siempre inesperada forma de comportarse, nadie sabía trazar exactamente la línea entre lo que era producto de su inmadurez, resultado de las carencias de su existencia anterior, o sencillamente una manifestación del capricho del momento. Por entonces todavía no mostraba los síntomas paranoicos de sus últimos años, pero desde luego no era un individuo del montón y a la prensa le encantaba intentar psicoanalizarlo.

Fue además esa personalidad imprevisible lo que le impidió aspirar al título mundial hasta 1972. Porque, durante el resto de los años sesenta, dejó pasar varias oportunidades de poder asaltar la corona, por motivos más bien difíciles de asimilar para cualquiera que no fuese el propio Bobby Fischer. En los años venideros, nadie comprendió demasiado bien por qué alguien para quien el ajedrez lo era todo arruinaba una ocasión tras otra de alcanzar el más preciado título. Tan pronto renunciaba a acudir a un torneo sin dar demasiadas explicaciones, como abandonaba repentinamente… ¡cuando estaba clasificado en primer lugar! En la próxima entrega repasaremos las diversas ocasiones inexplicables —aunque para él, claro, siempre había un motivo de peso— en que dejó escapar la posibilidad de convertirse en campeón mundial, además de otras diversas situaciones en que, para bien o para mal, se empeñaba en dejar atónito a todo el mundo. Ya fuese jugando como un genio u organizando trifulcas como un demonio.

[Continúa]

 

23 Comentarios

  1. Enhorabuena por la serie, pero por favor, mantengamos el rigor. Tal no era ruso, era soviético o, en su defecto, letón.

  2. Estoy gozando esta serie sobre Fischer como un niño, gracias !

  3. Muy buen artículo. Sin embargo, una precisión necesaria: Bobby Fischer fue miembro de la iglesia de Dios (en su variante dirigida por Amstrong), pero no de la iglesia Adventista del 7mo día; ambas comparten la rigurosa observancia del sábado, pero en el resto del corpus doctrinal no guardan relación alguna.

    • José Rosales

      La foto documento jugando al ajedrez con pacientes poliomelitis es extraordinaria. El estilo del artículo cautiva- paseaba con Fischer- y quise leerlo de un tirón. Veré mas fotos? Gracias muy amables al escritor por mantener con vida al Genio.

  4. Genial texto sobre Fisher, enhorabuena!!

  5. Impresionante artículo. De lo mejor que he leído hace mucho tiempo sobre ajedrez, sobre la vida de alguien o sobre Bobby Fischer. He estado media tarde para leerlo detenidamente y saborear todos los detalles de la vida de un genio como él. Imagino que la siguiente entrega será más interesante si cabe, ya que abarcará como logró su título mundial ante la todopoderosa URSS.
    Mis más sinceras felicitaciones, una vez más, al Sr. Rodriguez.

  6. Sergio Negri

    Una serie de lujo!!! Felicitaciones al autor

  7. Fabián Proaño

    Estupenda exposición de pasajes de la vida del incomparable Boby Fischer!. Algunos los ignoraba

  8. Excelente artículo, espero con interés la continuación

  9. Sixto Garcia

    Con este articulo he aprendido mucho sobre el genial Bobby Fischer. Los felicito por la publicacion.

  10. Abrí de casualidad está página pero amé cada segundo de lectura. La vida de Fischer fue muy apasionante. Gracias por compartir!!

  11. Gran crónica. Bonita prosa. Además de un contundente documento fotográfico

  12. No podía dejar de leer.
    Excelente trabajo, he disfrutado.
    Muchas gracias.

    • Sin lugar a dudas, el más grande exponente del deporte ciencia de la historia. El «monstruo» Bobby Fischer contra el «resto del mundo». Gran relato, emocionalmente, felicitaciones!!!

  13. Estamos expectantes con la otra parte de la serie!!! Realmente extraordinaria la narración. Cuando sale ???

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  16. Años después el propio Paul Keres confirmó todo lo escrito por Bobby respecto al Torneo de candidatos de Curazao 1962.

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