Historia del fútbol

Latinoamérica redonda: vírgenes, cábalas y macumba

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Kaká, 2007. Foto: Cordon.

La iconografía del descubrimiento de América retrata el desembarco de españoles (y más tarde, portugueses) hincando la rodilla en una playa, espada en mano, pendón en la cara y la cruz sobre sus cabezas: a Dios rogando y con el mazo dando. La llegada a terra incognita comportaba la conquista espiritual, como quedó fijado por real instrucción a Colón, y también por eso lo primero que hicieron los portugueses al llegar a Brasil fue celebrar una misa, aunque no supieran ni dónde estaban. Más allá del estereotipo y sus interpretaciones, el vínculo inextricable entre religión y poder explica bastantes cosas del modelo político y la organización social que se fue formando en lo que hoy conocemos como América Latina.

Se da la circunstancia de que el continente ya lo poblaban millones de personas, con sus creencias autóctonas, y que más tarde el hombre blanco llevó como esclavos a otros millones de africanos, que también tenían las suyas, a pesar de que a unos y otros se les pasó el rodillo adoctrinador católico. La llegada posterior de otros inmigrantes europeos y de Oriente Próximo añadió hielo y limón a la coctelera. Entre todos impregnaron Latinoamérica de una religiosidad distintiva y vertebradora pese a las diferencias nacionales. En esa articulación regional ningún actor social ha mezclado tan bien con la religión como el fútbol. Si este es la puerta de entrada a la cultura latinoamericana, aquella es el pilar central de la casa. No hay un pueblo, de Tijuana a la Patagonia, donde falte la cancha y la iglesia, cada cosa en su sitio y, a veces, todo junto, hasta llegar a tener un papa futbolero. Y es esa espiritualidad la que ha abonado el inagotable folclore futbolístico latinoamericano hasta dotarlo de un relato que ilustra a fogonazos la propia historia del continente.

1. El fútbol es un estado confesional

A mitad de camino entre Río de Janeiro y Sao Paulo se levanta un Maracaná de la fe: la Basílica de Nuestra Señora de Aparecida, patrona de Brasil, tiene capacidad para cuarenta mil personas en su interior y más de doscientas mil en la explanada externa. Su lugar más visitado, después del altar mayor, es la Sala de las Promesas (o Sala de los Milagros) un recinto lleno de figuras de piernas, brazos, corazones, pulmones y un sinfín de vísceras hechas de cera, yeso o madera. Son exvotos, ofrendas que los romeros dejan en pago de una promesa hecha a la Virgen, una retribución por los favores recibidos. Entre el bazar de objetos resaltan los relacionados con el fútbol: pósteres de todo tipo de equipos, réplicas de copas y camisetas oficiales, también de futbolistas profesionales. Es el caso de Ronaldo. Con la rodilla derecha machacada, operada y remendada, el Fenómeno apostó a la Virgen de Aparecida para que le fuese bien en el Mundial de Japón 2002. Poco antes de viajar fue a Aparecida, encendió unas velas, rezó y prometió volver si su rodilla aguantaba. Vaya si lo hizo: Brasil ganó el Mundial y Ronaldo fue Bota de Oro con ocho goles, dos de ellos en la final. A continuación fue traspasado al Real Madrid y ganó el Balón de Oro, todo ese mismo año. A la vuelta de Yokohama regresó al santuario y dejó un balón y una camiseta autografiada como si fuera a un fan («En agradecimiento a la gracia recibida por Nuestra Señora de Aparecida»). Y también dejó, claro, una rodilla de cera. Aún hoy se expone todo el ajuar en una vitrina de este particular museo futbolístico.  

Pero Ronaldo no fue el primero. Cuenta  Alex Bellos en su monumental Brasil: futebol em campo, la célebre historia de Didí, el astro de los años cincuenta, el inventor de la folha seca, ídolo de Botafogo y con breve paso por el Real Madrid. Didí prometió al Señor de Bonfim que si su club ganaba el campeonato carioca caminaría vestido de corto los ocho kilómetros que separan Maracaná de la sede de Botafogo. Didí cumplió, pero no lo hizo solo: en su romería le acompañaron cinco mil hinchas.

Del otro lado de Río de Janeiro está el Vasco da Gama, el club de los emigrantes portugueses, que en 1955 decidió erigir una capilla —convenientemente llamada Nuestra Señora de las Victorias— tras una de las porterías de su estadio. Sao Januario solo tiene tres gradas y siempre las tendrá: varios planes de ampliación se han tumbado antes de presentarlos por obra y gracia de la Virgen de las Victorias. Con el contraste habitual en la mixtura religiosa brasileña, en el Vasco las ruedas de prensa se siguen dando frente a una imagen de Nuestra Señora de Aparecida, aunque con el paso de los años un creciente número de futbolistas haya cambiado de acera para abrazar la fe evangélica. En 1940 la práctica totalidad de los brasileños se declaraba católico. Hoy no llegan a un sesenta por ciento. Los evangélicos, mientras, no paran de aumentar, especialmente entre las clases más humildes y suburbanas, de donde proceden la mayoría de futbolistas. Cualquiera recordará, por ejemplo, a Kaká y sus camisetas con la leyenda «I belong to Jesus», una imagen que en pantalla aporta más a la causa que mil misioneros.

En la profesión de fe evangélica también hubo pioneros. Hace treinta y cinco años un grupo de futbolistas se reunió bajo el nombre de Atletas de Cristo, un movimiento que parecía exótico en países como España, donde jugaba uno de sus líderes, Baltazar. Extrañaban aquellas celebraciones mirando al cielo o las camisetas con leyendas religiosas. Hoy hay siete mil Atletas de Cristo en Brasil y tienen un programa de televisión, radio y periódico, y la estrategia proselitista ya tiene amplia historia en Europa —recordemos a Donato y su Fuerza para vivir—. La sobreexposición de la fe amplifica a las iglesias emergentes aun a riesgo de saltarse los reglamentos: en 2009 la CBF multó a la selección brasileña por arrodillarse y rezar formando un círculo tras ganar la Copa Confederaciones de Sudáfrica. En junio de 2015, en Berlín, Neymar marcó un gol en el último segundo de la final de Champions y acto seguido se colocó en la frente una cinta que luce desde niño cada vez que gana un título: «100% Jesús», rezaba el pañuelo. Cuando la prensa española indagó, le dedicó fotos y titulares al Neymar evangélico. No sorprendió en Brasil, donde en cambio criticaron duramente al COI cuando presentó una queja contra el futbolista en Río 2016, al colocarse la famosa cinta tras ganar la medalla de oro, en la enésima muestra de que para muchos brasileños y latinoamericanos, el fútbol es un estado —con mayúscula o sin ella—confesional.

Neymar, 2015. Foto: Joel Marklund / Cordon Press.

2. Los dioses personales

El fútbol conforma un universo sensorial común: adoramos el olor de la hierba cortada y regada, admiramos la grada llena y colorida, esperamos el saludo del portero, ansiamos la celebración del gol, y al salir del campo rumiamos juntos el pesar de la derrota y disfrutamos la euforia del triunfo. Todo comporta un estado de ánimo, una sensación alejada de la razón, por más cartesiano que sea el hincha el resto de la semana. En el reino de la irracionalidad comunitaria, muchos aficionados se comportan como fieles de un credo secreto, y son capaces de meterse en una espiral de tics supersticiosos con tal de que su equipo gane. A eso en el Río de la Plata le llaman cábala. En Argentina, también en Uruguay, se juega un partido paralelo al del campo. Todos —hincha, jugador, entrenador— encuentran una razón para darle a lo sobrenatural un papel preponderante, da igual que su camiseta la defienda Messi o Maradona. El hincha necesita su colección de demonios y santos, dioses de las pequeñas cosas que no se pueden dejar de atender ni un segundo. Cualquier futbolero del mundo puede verse representado en aquel aficionado que va al fútbol  con el mismo abrigo todo el año, aunque sea pleno verano, que bebe una caña a la misma hora en el mismo bar antes del partido, que va por el mismo camino al estadio, entra por la misma puerta y mea en el mismo baño antes del pitido inicial. En Argentina esos hábitos se llevan al extremo e incluso se hace literatura de ello. Roberto Fontanarrosa llegó a la cumbre de la narrativa futbolística con un cuento sobre la cábala. En 19 de diciembre de 1971 un grupo hinchas de Rosario Central secuestran al Viejo Casale, un señor famoso en el barrio porque nunca había visto perder a su equipo frente a Newell’s Old Boys, el clásico de Rosario. En aquel partido fundamental (que existió de verdad en la fecha que titula el cuento), los hinchas se lo llevan a la cancha y allí, cuando Aldo Pedro Poy marca el gol de la victoria, (spoiler), el viejo Casale muere en la misma celebración. El cuento se cierra con la alegría de los hinchas-secuestradores: no solo habían ganado gracias a la cábala de Casale; al viejo también le proporcionaron la muerte soñada.

Más allá del hincha y del propio jugador —un saco de cábalas en sí mismo— cabe detenerse en la figura del entrenador, el pastor del rebaño, que en los banquillos argentinos, además, es el rey de la superstición. De una cábala casi infantil, —echar los cuernitos con la mano izquierda cada vez que atacaba el rival—, salió una estatua: la de Reinaldo «Mostaza» Merlo, el entrenador que sacó campeón a Racing de Avellaneda después de treinta y cinco años. A Mostaza le levantaron un monumento en su habitual postura cuernil, pero podía haber sido por cualquier otra de sus muchas supersticiones. En un momento dado, y porque frente a una cábala siempre hay una contracábala, alguien descubrió el antídoto contra Mostaza y sus tretas: arrojarle flores. Y así empezaron a lloverle ramos en cada cancha para contrarrestar sus poderes.

Un amigo suyo, supersticioso como él, es Alfio «el Coco» Basile, siempre escoltado por su escudero, Rubén «Panadero» Díaz. Durante su ciclo en Boca Juniors, la espalda del Coco aparecía, partido tras partido, llena de polvo blanco. Le preguntaron qué era: «Pregúntenle a Panadero», dijo. No hizo falta: las cámaras descubrieron un vivero de talco en el bolsillo izquierdo del asistente. De vez en cuando, cuando el partido lo requería, Basile metía la mano en el pantalón de Panadero, como en un caldero de agua bendita, y amasaba el polvo, se tocaba la cara, la manga. El otro, por si acaso, también le tocaba la espalda con la mano blanca. Boca ganó cinco títulos en dos años.

Ahora bien, como Carlos Salvador Bilardo no hay ni habrá ninguno. De la exageración hizo un arte. Del histrionismo, una marca registrada. Aquellas locuras de echar sal en el banquillo o en el suelo de vestuario («No se podía andar de tanta sal que había», dijo una vez Ruggeri) o de mandar a su equipo a cruzarse con el rival cuando este salía al campo, como una manada de gatos negros, se quedan pálidas al lado de las que desarrolló en la selección. Él las llama «costumbres» y llegaron al límite en el Mundial de 1986, que precisamente ganó. En México Bilardo comandó una selección que era una «cábala ambulante», como escribió Andrés Burgo en su brillante obra sobre el Argentina-Inglaterra titulada El partido.

En el libro Burgo cuenta el carrusel de supersticiones que seguía la selección los días de partido, «en el que se evita hasta la psicosis cualquier vínculo con el infortunio». Por ejemplo, erradicando la habitación número 13. O haciendo que un jugador, el Chino Tapia, se afeitase aunque no lo necesitara. El día del choque contra Inglaterra el lugar de concentración de Argentina parecía, directamente, un frenopático: «Todo está sincronizado en la mañana del 22 de junio de 1986: Tapia debe esperar la llegada de Pumpido y el arquero pedirle la crema, mientras en simultáneo Bilardo visita a Brown y le toma prestada la pasta para cepillarse los dientes. Como hasta Maradona necesita el poder sobrenatural de esa liturgia —o se presta a ese juego—, camina hasta el vestuario principal del América, se baña primero, se afeita después y recién entonces —un plan meticuloso— se encuentra con Valdano. En verdad, la clonación de dichos y hechos había afectado a todos los jugadores durante toda la semana.», cuenta Burgo.

El camino al estadio también era un rosario de rituales. Bilardo obligaba a escuchar en el  autocar (donde por supuesto todos se sentaban en el mismo sitio) un tema del músico argentino Sergio Denis y, a continuación, «Eye of the Tiger». Solo cuando terminaba la canción de Rocky III podían salir. Si iba muy rápido el bus, mandaba rebajar la velocidad. Delante del vehículo iba la escolta, formada habitualmente por dos motocicletas. Cuando en la final le pusieron una tropa de motos camino del Azteca los mandó parar: solo quería por delante a los dos de siempre, que ya conocía por su nombre, Tobías y Jesús, y el resto detrás. «Costumbres», insistía Bilardo.

Ya en el estadio el mundo oculto se complicaba. Según cuentan los protagonistas, en el vestuario Maradona tenía que dibujar su silueta en el suelo formada por su propia ropa, y nadie la podía pisar. Sucedió que en el primer partido sonó un teléfono en el vestuario y contestó el Tata Brown. Como no se escuchaba nada del otro lado, colgó soltando una frase: «Andá a la puta que te parió». Como Argentina ganó, Bilardo hizo repetir la misma liturgia: mandaba llamar a alguien desde la AFA y Brown tenía que contestar y volver a mandar a la puta que lo parió al viento. Además, antes de los partidos solo se podía comer carne de vaca traída por pilotos argentinos la noche anterior. Bilardo no dejaba comer pollo antes de jugar, pero en cambio esa era la comida oficial del postpartido. Lo curioso es que en ese juego también se incluye la negación de las creencias sobrenaturales, una suerte de metacábala. A las preguntas de los periodistas si tal o cual cosa se debe a una superstición, los entrenadores dan evasivas o ríen. Por favor, no me pregunten si esto forma parte de nuestra preparación científica profesional. Pero tampoco descuidemos esos detalles que, a todas luces, ayudan, parecen decir.

Foto: Cordon.

3. La mano negra

«Si la macumba ganase partidos, el campeonato bahiano acabaría siempre en empate», reza un dicho brasileño. Bahía es el estado de mayor herencia africana del país, el lugar donde está más presente el sincretismo religioso, donde hay más terreiros de candomblé, la religión de matriz africana que se funde con el catolicismo. La macumba es el rito, la expresión más visible del candomblé y de la umbanda, otra rama religiosa, aunque también se ha equiparado, equivocadamente para los seguidores de las religiones afrobrasileiras, a la hechicería: magia negra. Y en el fútbol brasileño ha estado siempre presente, de ahí el dicho. En los despachos, rituales de macumba, se hacen ofrendas a Exu, una de las divinidades de la naturaleza, los llamados orixás. En la reveladora obra de los años cincuenta Negro, macumba e futebol, del ensayista Anatol Rosenfeld, se repasan los refugios  místicos de los futbolistas para buscar una «estimulación benévola». Cuenta Rosenfeld que los jugadores combinan la señal de la cruz con actos como empapar las botas en agua —«para calmar la sed de su santo»—, lavarse los pies con baños de hierbas y tirar agua sucia al campo de los rivales.

No es para tanto, dirán algunos. En los campos gallegos, por ejemplo, hemos visto cómo los balones hacían los extraños más extraños al rebotar en las decenas de cabezas de ajo que se tiraban desde la grada, por poner un ejemplo básico y cercano. Pero en Brasil la cosa se complica porque entran en acción los propios clubes. Cuenta Rosenfeld que una vez el América de Río fue, con jugadores y directivos incluidos, a hacer un despacho para ofrecer a los orixás en una encrucijada cerca de la sede de Vasco Da Gama, contra quien jugaban un partido definitorio: en él colocaron un plato de yuca frita, aceite de palma, tres cigarros puros, tres monedas, un gallo negro, un puñadito de sal y tres velas. En otra historia llegada de Bahía, el preparador físico de Brasil en los mundiales del 58 y el 62, Paulo Amaral, recordó que en una final del campeonato bahiano los jugadores se colocaron en las cuatro esquinas del campo con agua en la boca y, a la señal de ahora, escupieron el líquido y con él un trozo de comida que llevaban en las manos.

Algunos clubs encargaban la tarea a profesionales: los pais de santo o babalorixá. El Pai Edu, de Pernambuco, trabajó durante décadas para el Náutico de Recife. Era una eminencia y le hacían entrevistas previas a los mundiales. La revista Placar dedicó un reportaje el 2 de julio de 1982 a los babalorixás que debían pronosticar (o no) una victoria de Brasil en España 82. Pai Edu no se atrevió a hacerlo campeón, pero sí habló sobre ciertos influjos. «Habrá mucha macumba internacional», decía Pai Edu. Con él coincidía otro pai de santo famoso, Eduardo Santana: «Si se enfrentan Alemania y Brasil hay que tener ojo con Hansi Muller, muy fuerte espiritualmente. Pero nosotros tenemos a Toninho Cerezo, que es un médium imbatible». Brasil no llegó a enfrentarse a Alemania pero sí a Italia, tres días después de publicarse la revista. No contaban con Paolo Rossi y la tragedia de Sarrià.

Cabe detenerse en el pai Eduardo Santana: era masajista (lo fue de la selección en 1962 y 66) y paralelamente trabajaba para mantener contentos a los orixás. En realidad, no era el único: la figura del masajista muchas veces estaba asociada a la de encargado espiritual del club. Cuenta Alex Bellos en su libro que Santana fue fichado como masajista de la selección de Kuwait y que allí se convirtió, sin reparos, al Islam. Después regresó a su club de siempre, a la institución a la que prestó servicios durante cincuenta años. Durante décadas repitió el ritual de entrar al campo vestido de frac blanco y besar una bandera del club sobre el césped, hasta su fallecimiento, en 2011. Ese campo en cuestión se llama Sao Januario y el club era el Vasco da Gama. Sí, el mismo club católico devoto de la virgen, el de la capilla católica en pleno estadio. Pese a la doble protección, aunque ganó una Libertadores y cuatro ligas, en la última década descendió tres veces.

4. Un dios en el santoral pagano

Quien va a Argentina y se topa con un altar con cintas rojas junto a un árbol, en una carretera o en una esquina de ciudad, puede pensar que se trata de una expresión católica. No lo es. Se elevan en honor al Gauchito Gil, un personaje popular devenido santo pagano que es venerado de manera creciente, como lo es Malverde en México, conocido como el santo de los narcos, y cuyo origen lo ubica como un Robin Hood a la mexicana. Como el Gauchito, en él reside el espíritu del rebelde y aquellos que viven al margen de la ley se ven representados. Ahí está el gaucho con su pañuelo, ahí está Malverde con su traje y su bigotón y su parecido al cantante y actor Pedro Infante. En su inagotable mundo espiritual, los mexicanos van más allá con la veneración de la Santa Muerte, un esqueleto vestido con manto y corona que atiende a los descarriados y que según sus fieles obra milagros, devuelve trabajos, cura enfermedades, reúne familias. Cumple. Y lo que es más importante, como ocurre con el resto de santos paganos, el devoto se reconoce en ella.

En ese plano de idolatría terrenal y devoción religiosa se ubica también un futbolista. A Diego Armando Maradona lo veneran como un santo católico en Nápoles, idealizado con una mirada celestial dentro de su hornacina, pero en Argentina va más allá.  Ocurrió que en 1998 en Rosario —tierra fértil en todo lo referido al balón— un grupo de hinchas erigió la Iglesia Maradoniana, un invento estrambótico que parecía una parodia sin más, pero que fue ganando notoriedad —mediática sobre todo— cuando hizo varias reuniones de fanáticos del Diego y llegó a celebrar bodas, discurrir oraciones y redactar mandamientos en honor a Maradona. Quítame allá esos pecadillos personales, a Maradona le atribuyen milagros (un Mundial) e incluso martirios (a manos de la Fifa de Havelange). Será un chiste, pero cuando llega el momento en que marca con la mano el gol a Inglaterra y él declara a la prensa que fue «la mano de Dios», al resto no le queda más que recurrir a lo que tienen interiorizado desde hace generaciones, lo que condiciona la existencia y la manera de pensar y las fórmulas sociales, y entonces la ecuación se resuelve sola. Por lógica aplastante, si fue la mano de Dios, entonces él es Dios.

Gauchito Gil. Foto: Enrique Marcarian / Cordon.

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