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Cuando George Best pudo conocer a Naranjito

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George Best en Los Angeles Aztecs. Foto cortesía de MLS.
George Best en Los Angeles Aztecs. Foto cortesía de MLS.

Cae la madrugada en una playa de California y George Best está tirado en la arena, borracho y confuso, sin un dólar ya en los bolsillos y loco por conseguir una copa más, al menos una copa más que le permita seguir viviendo al margen de las expectativas. Corre el año 1981. Su mujer, Angie, está embarazada del que será su único hijo, Calum, y él lleva ya dos días de fiesta sin que nadie en su club, los San Jose Earthquakes, sepa exactamente dónde está.

Son malos tiempos. Los malos tiempos de siempre. La huida a Estados Unidos ha servido, después de todo, para esto, para mendigar por las playas con barba de dos semanas y melena mal cortada. Tiene treinta y cinco años, es decir, no es ningún abuelo, pero lleva siete retirado en la práctica del fútbol profesional, desde que sus desencuentros constantes con la disciplina del Manchester United acabaron con el jugador en Los Angeles Aztecs y con el United en segunda división.

Estados Unidos, al principio, funcionó como promesa de una nueva vida. Una nueva esposa —rubia, por supuesto— y un anonimato que le había sido imposible durante más de una década en el Reino Unido. Cuando Angie se empeñó en hacerle jugar al golf para alejar su tiempo libre de los bares, él aceptó obediente por mucho que se liara con tantos palos, tantas posibilidades. Al final, decidió jugar un hierro tres todo el rato, como Kevin Costner en la película aquella. Un hombre que con tal de no complicarse la vida es capaz de llevarla al absurdo.

Eran los tiempos felices del soccer. Los tiempos de Eusebio, Beckenbauer, Cruyff, o Pelé buscando jubilaciones doradas en campos donde las líneas del fútbol americano confundían al espectador europeo. Estadios que parecían patios a la hora del recreo. El problema es que ahora, en 1981, los demás ya se han ido. La mayoría se ha retirado, porque cuando llegaron pasaban ya de los treinta y cinco, no como Best, que aún no había cumplido los treinta. Alguno, como Cruyff, se ha vuelto a Europa a triunfar de nuevo con su Ajax y luego con el Feyenoord, dejando a Neeskens como única gran figura reconocible, junto al propio Best y, quizá, el talentoso Cubillas.

Ya no hay dinero en la liga o no tanto. No hay aficionados. El sorpasso nunca llegó. Su equipo es una ruina que no gana ni la mitad de los partidos que juega y Best lo celebra con noches de juerga mientras su mujer espera en casa la primera contracción. Best se incorpora un poco y mira alrededor. Lo que le gusta de este país es que no lo conoce nadie. Lleva al menos cuatro años viviendo en esa tensión entre el alivio de pasar desapercibido y la necesidad constante de reconocimiento que acompaña a cualquier superestrella y, a lo que se ve, lo sigue llevando regular.

Una mujer se levanta para ir al baño y deja el bolso, confiada como solo una californiana puede serlo, en la arena. Best acude como una alimaña, rebusca corriendo y saca unos cuantos billetes del monedero. Inmediatamente, sale corriendo en busca de otro bar, otra copa, otra resaca.

La última oportunidad para ser el mejor jugador de la historia

Y sin embargo, apenas un mes después, hace esto:

Hay cierto consenso en que se trata del mejor gol de la historia de la USNL y el propio Best lo considera el mejor de su carrera. Mejor que el que marcó en la final de la Copa de Europa de 1968 al Benfica o de los dos que les marcó a los portugueses en el mítico estadio de La Luz en 1966, cuando surgió su leyenda como «o quinto Beatle», el Beatle, como pasamos a popularizarlo los españoles, cosa que a los británicos les hizo tanta gracia que dejaron el apodo así, con el artículo en castellano.

Es un gol engañoso. Brillante, por supuesto, pero deslavazado. Cuando él lo recuerda dice «los defensas parecían fantasmas, iban desapareciendo» y efectivamente esa es la sensación que da, que todos se han puesto de acuerdo para que la gran estrella marque y el caché de la liga suba. En cualquier caso, ese partido también lo pierden.

Best ya es padre y de alguna manera pretende sentar la cabeza, como Matt Busby y Bobby Charlton le insistían en los sesenta. Quizá dejar Estados Unidos, quizá volver a su Irlanda del Norte o a la segunda división inglesa. Al otro lado del Atlántico su selección va sacando adelante los partidos en la fase de clasificación para el Mundial de 1982. Por muy abandonado que parezca Best, siempre ha estado obsesionado por su puesto en el escalafón. Se considera el mejor jugador de la historia y cuando se lo preguntan lo dice con la mayor naturalidad, repitiendo siempre una frase definitiva: «El propio Pelé lo reconocía».

Puede que fuera cierto, pero solo durante un tiempo muy limitado. Algún momento entre su debut con diecisiete años en el United (1961) y el inicio de la cuesta abajo definitiva, tanto de su club como de su vida, en torno a 1971: la exhibición de Lisboa, los dos títulos de liga de 1965 y 1967, la Copa de Europa y el Balón de Oro de 1968, los seis goles que le metió al Northampton en la FA Cup de 1970… Sus noches de fiesta con Ray Davies por Londres, a cientos de kilómetros de Mánchester y la penitencia del entrenamiento diario.

En cualquier caso, y por muy alterada que esté su percepción de sí mismo —algo habitual en los alcohólicos y más en los alcohólicos que necesitan ser queridos, que los demás les repitan todo el rato lo maravillosos que son pese a todo—, Best sabe que nunca podrá competir con Pelé o con Cruyff o con Eusebio o incluso con Di Stefano y sus cinco Copas de Europa si no es capaz de participar siquiera en un Mundial.

George Best y Angie Best (Foto: Cordon Press)
George Best y Angie Best (Foto: Cordon Press)

La única aparición de Irlanda del Norte en una competición internacional data de 1958, seis años antes de que debutara con la selección. En 1962, Best aún era demasiado joven. En 1966 estuvieron a un partido de conseguirlo, pero Albania les empató en la segunda parte. En 1970, la URSS se los quitó fácilmente de en medio con un Best a medio gas por una lesión mal curada. En 1974, la savia nueva norirlandesa aún no había llegado y Best se pasaba el día discutiendo con el presidente del United y las noches durmiendo en la cárcel, generalmente por conducir borracho y pelearse en los pubs.

Hace cuatro años que no juega con ellos, pero está convencido de que no le han olvidado. Nunca ha sido un gran nacionalista ni se ha dejado la piel por acudir a las convocatorias, que no llegan ni a cincuenta para un jugador tan decisivo, pero si los chicos lo consiguen, si al final logran superar a Escocia, Suecia, Portugal e Israel y se clasifican para el Mundial de España, la misma España donde ha vivido varios de sus veranos memorables, está convencido de que le llamarán para permitirle un último homenaje, un último baile…

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Y el caso es que se clasifican. A la irlandesa, es decir, marcando solo seis goles en ocho partidos (tres de ellos contra Suecia) pero recibiendo solo tres en contra. Incapaces de ganar ninguno de los cuatro partidos fuera del Ulster pero cediendo solo un empate en Belfast, ante Escocia, su compañera de clasificación para el Mundial. En el momento en el que acaba el último partido, el definitivo, un 1-0 contra Israel obra de Hamilton en uno de los últimos partidos internacionales que dirigiría el árbitro español Guruceta Muro, empieza el debate: ¿Best sí o Best no? ¿Deberían los chicos que se han ganado la clasificación cederle un puesto o es mejor que los Jennings, O’Neill, McIlroy, Hamilton, Armstrong o Whiteside sigan adelante sin distracciones?

Best se postula. Necesita ese broche final a su carrera. Asegura que la paternidad le ha venido de maravilla, que se acabaron las noches robando bolsos en la playa, que apenas bebe, que sigue en forma aunque sea jugando con un equipo mediocre en una liga mediocre… Billy Bingham, en su segunda etapa como seleccionador, se lo piensa. No es una cuestión deportiva: sabe que Best no tiene nivel para jugar un Mundial, pero tampoco es que Irlanda del Norte vaya con la intención de ganarlo, así que quizá pueda permitirse un guiño a la afición, a la historia…

Por entonces no hay parabólicas —o apenas—, no hay YouTube y no hay manera de que Bingham vea el famoso gol que ha metido Best ante sus excompañeros del Fort Lauderdale Strikers. Lo único que queda en su memoria es el recuerdo de aquellos pocos partidos que jugó cedido en el Fulham, en la temporada 1976/77. Era la segunda división, pero Best parecía imparable. Lo que pasa es que luego vino lo de siempre: los conflictos contractuales, los me voy/me quedo, la nueva fuga a Estados Unidos y la fragilidad vista desde una distancia de cinco mil kilómetros.

Bingham puede aceptar que Best no sea el de los sesenta ni el de los setenta y aun así llevarle para hacer grupo —a Best no le importa, Best se conforma con jugar quince minutos de suplente, lo que quiere es quitarse la espina del olvido—. Lo que no puede es exponerse a hacer el ridículo porque sus jugadores no se lo perdonarían. Uno no bromea con un irlandés y si no que se lo digan a Bruce Willis.

Best intenta convencer a su equipo de que le deje libre y le permita fichar por el Middlesbrough. No es que el Middlesbrough sea gran cosa, pero así al menos Bingham no podrá decir que «no sabe cómo está». El problema es que las únicas entradas que venden los Earthquakes son las que compran los nostálgicos seguidores de George Best… y tampoco es que el Middlesbrough esté dispuesto a hacer muchos esfuerzos para hacerse con los servicios de un exjugador problemático y alcohólico.

El fichaje no sale y, como último recurso, Best consigue que el Hibernians escocés invite a los Earthquakes para un amistoso. Está en forma, o él se siente en forma. No ha abandonado los entrenamientos ni la competición. Juega al golf y al tenis con asiduidad. Desde luego, ha estado mucho peor, y treinta y seis años tampoco son una barbaridad. De hecho, el propio Pat Jennings solo tiene uno menos y ahí sigue. El partido es espantoso. El Hibernians se come a los Earthquakes y Best apenas consigue regatear a su sombra. Bingham lo ve todo desde la grada y se convence: aquel tío con apariencia de mendigo no puede ni con las botas.

Best nunca se lo perdonará. Las relaciones con la Federación de Fútbol de Irlanda del Norte, nunca demasiado cálidas, se congelan hasta el punto de que en 1988 sus directivos llegan a vetar un partido entre los once mejores jugadores de Irlanda del Norte —Best incluido— y once de los mejores jugadores del mundo. Ven en este partido-homenaje a Best una excusa para que el exjugador se promocione y gane dinero. «Podría dedicarlo a construir escuelas y hospitales en Belfast, pero se lo va a quedar él y ya sabemos en qué se lo va a gastar», dice un periodista afín. Al final, ante el clamor popular, el partido se disputa. Eso sí, no con la equipación oficial de Irlanda del Norte, hasta ahí podríamos llegar.

La larga cuenta atrás de la decadencia de George Best

¿Qué hubiera pasado si Best hubiera conocido a Naranjito y hubiera mostrado al mundo esos últimos quince minutos de magia? Imposible saberlo. Sí sabemos que a su selección no le fue nada mal sin él: en la primera ronda encajó solo un gol y consiguió derrotar a la anfitriona en un partido infame. Clasificada para los grupos que daban pase a las semifinales, aún tuvo tiempo de empatar a dos con Austria antes de, ahora sí, caer contundentemente contra la Francia de Michel Platini, uno de los grandes atractivos de la competición.

Cuatro años después, en 1986, repetiría gesta, aún con Bingham en el banquillo y Jennings en la portería. Esta vez caerían en primera ronda, un «grupo de la muerte» que incluía de nuevo a España (2-1 en contra esta vez) y Brasil.

George Best (Foto: Cordon Press)
George Best (Foto: Cordon Press)

Best, por su parte, siguió donde lo había dejado: abandonó los Earthquakes para irse a jugar a Hong Kong, dio toda clase de tumbos por medio mundo para intentar ganar un poco más de dinero y acabó retirándose en el Tobermore United de la liga norirlandesa, al borde de los cuarenta años, anotando seis goles en cuatro partidos. El resto ya lo saben o se lo imaginan: en 1984, su mujer se cansó de él y se divorció, aunque siguieron como socios de Blondes, el local que Best había abierto en Londres mientras apuraba la retirada.

Sin nadie que le vigilara, pasó aquellas navidades en prisión por conducir borracho. Dos meses de sentencia que aprovechó para jugar con el equipo de la Ford Open Prison. No sería su última estancia entre rejas: peleas, borracheras, coches estampados contra paredes… así fueron los ochenta para Best. Se dedicó a dar entrevistas y a cobrar por ellas. En 1990 apareció en el programa de Terry Wogan, uno de los más populares de Inglaterra y reconoció que un periódico le había pagado casi mil libras por contar cómo le había ido en la cárcel.

Estaba borracho como una cuba y con pinta de poco aseado. En un momento dado se puso a gritar que quería follar y Womad tuvo que cortarle…

Sus apariciones en los medios, obviamente, menguaron. Sus locales cerraban y abrían, como sus mansiones. Cada cierto tiempo, como sucede ahora con Gascoigne, ocupaba la portada de algún tabloide por su avanzado estado de autodestrucción. En 2001, consecuencia de la enésima borrachera, entra en coma. Tras diez horas de intervención, los médicos consiguen transplantarle un hígado. Best promete empezar de cero y asegura estar muy feliz de esta nueva oportunidad.

Tres años más tarde vuelven a detenerle por conducir borracho.

La cosa no duraría mucho más: el daño que ya no le hace el hígado se lo hace la medicación inmunodepresora que evita el rechazo del transplante. En un año envejece diez, se pone amarillo por completo y empieza a entrar y salir de hospitales por neumonías, problemas renales y toda la sucesión de amagos que anticipan el golpe fatal. Es solo entonces cuando reconoce públicamente que es alcohólico, que sí, que «algo había imaginado», pero que ahora se da cuenta del problema. Es demasiado tarde: el 25 de noviembre de 2005 muere en un hospital de Londres. A su entierro en Belfast acuden más de cien mil personas. Entre ellas, llevando al hombro el ataúd, el exseleccionador Billy Bingham.

2 Comentarios

  1. Una pequeña corrección, Best estaba ya en el United en 1961, pero no tenía 17 años ya que nació en mayo de 1946. Con 15 pertenecía a las categorías inferiores y finalmente debutó en 1ª con el club de Manchester en septiembre del 1963, a los 17 eso sí.

    Por lo demás, estupendo artículo.

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