Ciclismo

Capillas, adoquines y un altar: Flandes y el ciclismo

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Flandes.
Igual les suena por lo de «Carlos de Flandes», o por «una pica en Flandes», o por «no te pongas flamenco, que te conozco».
Ese Flandes.
Pero, cuando andas en bici, escuchar «Flandes» es otra cosa. Es recuerdos y emoción, hay pasiones e imágenes que no olvidas. Flandes es, para los ciclistas (para quienes aman estos asuntos) tierra de promesas, espacio a peregrinar, uno de esos sitios que debes conocer antes de morirte (tardaré, eh, porque estoy sanísimo).
Eso.
Y aquí venimos.

Oudenaarde tiene «Efecto Times Square», pero en miniatura. Vamos, que, aunque chiquitín, reconoces mogollón de sitios en esta ciudad flamenca.
(Aquí dejó Carlos una bastarda, porque eso hacen los reyes).
Así que sensación de familiaridad. La placita, y recuerdas a van der Poel. Este ayuntamiento tan de Flandes, tan «mira qué ayuntamiento, seguro que es de Flandes». Una curva, y sale Boonen. Cancellara aplastando adoquines. Si hasta la calle principal tiene pavé precioso, pavé finísimo, pavé que dan ganas de llevártelo a casuca y ponerlo allí, encima de la tele.
Qué pavé, el de Oudenaarde. Qué distinto a lo que espera cerquita…
Ah, espera… mira, aquí hay un rinconcito bien chulo, un juego de volúmenes… la iglesia, el ábside en primer plano, una cafetería puesta así, como cuqui. Qué agradable, detengámonos un poco. Aunque, espera… ¿qué es eso de ahí enfrente? Qué de bicis, cuántos maillots. Y ese coche… Molteni, oigan.
¿Un museo de qué?

Me encanta este sitio. Hay, cada año, un fin de semana marcado en rojo.
No es el único. Desde la antigua Het Volk, aun sin concluir inviernos. Muros y adoquines. Harelbeke, Gante, el monumento a los caídos en la Gran Guerra, los lugares icónicos. Pero, sobre todo, ese finde.

De Ronde. Epicentro del ciclismo mundial, día de fiesta en todo Flandes. Más que una carrera, más que una celebración. Hay tíos en bici, pero también otras cosas. Banderas, birras, olor a fritos, pasiones. Hay, sí, una forma de entender y entendernos. De reivindicar, si quieren.
Miles de personas llegan hasta De Ronde. Para vivir aquello, para compartirlo. Muchas van con sus velocípedos. Desafío absoluto, cierto aire de vetustez. Así debía ser antes, así continúa siendo por acá.
Quien gana De Ronde es campeón mayúsculo.

Un coche, aparcado. Detrás hay cristal inmenso. Maillots, souvenirs (poncheras, afiches, miliarios chicos con el nombre de algún muro y sus características allí, escritas, para que las vean todas tus amistades), trasiego de gente. Bicicletas. Pero, sobre todo, el coche.
Setentero, color butano, franja oscura, letras.
Molteni.
Sean ustedes bienvenidos al Museo de Ronde.
¿En pocas palabras? Delicia para los chiflados de tales rollos. Tiene, allí, un recorrer por la historia de esta prueba. Hay recortes de diarios antiguos, hay paredes pintadas, hay bicis de hace cien años, de hace treinta, de hace diez. Hay, también, formas de interacción, como esos rodillos con traqueteo incorporao… Hay máquinas de escribir, camisolas, trocitos de pavés, banderines. Monitores allá donde mires. Monitores donde sale de Vlaeminck, Merckx, imágenes granulosas de Schotte, la sonrisa, puro glamour, de un Pippo rubísimo. Mucho Boonen y Cancellara, cómo no. Maniquíes tamaño natural (son bigardos), sonrisillas, datos físicos. También van der Poel, que luce bien hasta con recortes de cartón. Y Wout van Aert, que consta como curiosidad local, porque hasta ahora… agüita.

También tienes cosas más… no sé… bizarras. Representaciones en plástico de lo que come un ciclista (sé que los espaguetis eran de plástico porque los toque un poco… periodismo en primera persona). Poncheras de más que equipos que estrellas hay en el cielo. Llantas. Pins. Pegatinas. Guantes, calcetines, gorras, asientos tapizaos con los colores del Faema, del Rokado, del Brooklyn.

Delirio.

Tiene además, el museo, dos cosas que debe tener todo buen museo… Tienda de regalos para comprar cualquier frikada (cualquiera es cualquiera) sobre el asunto objeto de la exposición (pena de esos libros en flamenco, que es cosa intraducible, macho) y un bar-cafetería-catedral donde gastarte bien a gusto los cuartos solo por el placer del posavasos tipo flandrien y la decoración hecha con tubos ciclistas… ay. Sobre ti, cientos de maillots. Están el Teka, el BH, están el Clas, el Gatorade, el Mapei, el Salvarini. Está, incluso, mi maillot preferido de todos los tiempos, porque es un maillot feapo hasta decir basta… el maillot del Tonton Tapis, aquel engendró donde «corrió» (denme más comillas) Stephen Roche. Tonton Tapis, el «Tío de las alfombras», con su representación gráfica del patrón cargando moqueta. Horrible. Bellísimo.
(También está el maillot del equipo Bertín, que es preciosérrimo, pero da como cosita llevar en el vientre escrito «Bertín»).
En serio, no se lo pierdan. Icónico hasta decir basta.
Ah, una curiosidad. En el museo, justo sobre la gran cristalera que da a la plaza mayor de Oudenaarde, hay adoquines. Adoquines. Más de cien, por concretar. En cada uno de ellos… año y nombre. Edición, ganador. También féminas, claro. Solo que no, solo que sobran. Buscas la rareza, hallas, sonríes. De 1977 tienes dos piedras diferentes. En una pone «Roger de Vlaeminck». «Freddy Maertens», reza la otra. Ah, qué historión…
Otro día se la cuento.

Vale, características de este sitio. Pues, fundamentalmente, dos.
Que si pavé, que si muros.
Matices.
Lo del pavé… digamos que aquí les dicen kinderkopje. «Cabezas de niño», si no hablan ustedes flamenco (ya sería casualidad que hablasen ustedes flamenco). Y, oye, es definición adecuada, porque los adoquines en Flandes parece como si millones de pequeñajos asomasen cabezón. Son menos dañinos que en Roubaix (pero es que en Roubaix hacen más pupa que un xenomorfo), pero duelen, pican, escuecen. A lo mejor piensan en la calle mayor de, yo qué sé, Guadalajara, con sus piedrucas bien dispuestas, con su orden y concierto (ni idea, eh, nunca estuve en Guadalajara). Y, mira, no. Aquí hay el dedo entre piedra y piedra, aquí los bordes tienen filo, aquí vas metiendo llantazos a cada ese que te dejan hacer (y no son pocas, no son pocas). Si les gusta el tema paradójico… los tramos de adoquín son recuerdos del ayer, de décadas en que eran las superficies más seguras y regulares… porque fuera brotaron baches, agujeros, simas. Y hoy…
Una locura y un perjuicio desde el punto de vista práctico, desde… sí, desde la civilización. Pero un patrimonio a conservar…
Como los muros.
Otra vez matices. Porque muros, lo que se dice muros… solo está el de Geraardsbergen. El Muur, o Kapelmuur. Los otros díganles bergs. Y ¿qué es un berg? Pues un berg es una subida cortuca (menos de dos kilómetros, por encima solo está Kwaremont), con pendientes altísimas y (si es un berg como Merckx manda) con adoquines. Vamos, que miras perfil y no hay susto, porque miras perfil y piensas, ok, setecientos metros, esto lo hago en un pispás, esto qué fácil. Y sí, pero no, que muchas veces te clavas inmisericorde, que no es lo mismo asfalto que pedrolos, que un muro guay, pero después llega el siguiente, y el siguiente, y ya no sabes si eso que ves son farolas o es que has entrado en déficit de apnea.
Ah, último detalle… los bergs albergan sufrimiento, también, de volumen visual, porque en la mayoría puedes mirarte desde abajo hasta arriba con un golpe de ojos. Y ese «desde abajo hasta arriba» incluye rampones, sombras y adoquín con más curvas que el circuito de Montecarlo. Así que sufres dos veces, o cien, porque hay una recta enorme y tú no avanzas, no avanzas, ni un metro avanzas, ni un metro te acercas a la cima.
Ni uno.
Eso son los bergs.

Oude Kwaremont y Paterberg

Llegar hasta el Oude Kwaremont es fácil. Solo tienes que cruzar el Schelde en Oudenaarde (o cruzar el Escalda en Oudenaarde, o cruzar el Escaut en Oudenaarde, o cruzar el Escô en Oudenaarde… todos son el mismo) y tirar hacia el sur. Tirar hacia el sur significa pillarte viento de cara si no hay suerte (y los ciclistas nunca tenemos suerte). Son un puñao de kilómetros na más, pero molesta. Ah, esta vía tienen arcén adoquinado, así que hay tentaciones… probar, no probar.
No probar hasta Kwaremont.
Giro a la izquierda, otro giro, otro giro, más giros, pregunto en una casa, sonríe, Ja, ja.
Estamos.
Vale, lo de Oude… la carretera de la que vengo tira hasta subir el Nieuwe Kwaremont. El Nuevo Kwaremont, vaya, para entendernos. Pasa que este «Nuevo» es más viejo que el «Oude», o era más viejo en de Ronde, hasta que a mediados de los sesenta alguien tuvo ideaza de asfaltarlo todo. Fuera adoquines, sea bienvenido el progreso. Así que eso no podía ser «Oude» por ningún lao, y los flamencos se pusieron a lo de encontrarse un Kwaremont más salvaje… Hop, serpentea entre casas y barriucos, tiene kinderkopje que te saltan empastes. Perfecto. Ese será el «Oude» aunque, por años, resulte más «Nieuwe» que el «Nieuwe». No sé si me explico. Bueno, que el Oude Kwaremont se estrena en 1974, y esto de la «Carretera General» dormita como recuerdo (y como laberinto semántico).

Entonces… tú Kwaremont lo empiezas confiadísimo. Es una carretera estrecha, con pintadas, con gritos de ánimo. Ves, por ejemplo, el rostro de Johan Museeuw, y pasas por encima de su nariz. Museeuw dice que este sitio es la clave en De Ronde, que permite táctica y fuerza bruta. Por ahora subo con fuerza bruta, mientras miro la sonrisa triste, pequeñita, de Museeuw bajo mis ruedas (después hay pintadas animando a Iván García Cortina, por cierto… pensamiento de no-madurez: Iván García Cortina es Johan Museeuw con menos victorias, muchas menos, pero más viajes a Estambul).

Y eso, que vas confiado, porque tampoco hay grandes rampas, porque la subida entretiene, porque, mira, allí, tras la siguiente curva, empiezan los adoquines. Y sabes cómo es Oude Kwaremont, sabes que su máxima es del doce, sabes que llanea a mitad, por el pueblo. Chupao. Hasta que la cubierta (ancha, aquí deben de ser anchas) mordisquea el primer canto. Y entiendes tu equivocación.

Porque aquello es un no parar de botes y rebotes. Mira, por la tele estos adoquines parecen juntitos, y los buenos, los pros, pasan con leve meneo en antebrazos y bíceps… Pero na, eso son los pros, tú subes despaciuco, muy despaciuco, y se te cuelan llantas entre piedras, y cada pedalada es un mundo. Ayuda el paisaje, la tranquilidad, cómo serpenteó esa tirita de gris, la falta de rampones. Ayuda que respires al pasar por un pueblo, que te quedes embobado mirando casas (estaban haciendo una preciosa justo sobre el camino, tendrá las mejores vistas cada mes de abril), pero doler… duele. Llegas arriba, casi en el cruce con la carretera general (ninguna señalización, ningún elemento característico, nada que delimite la leyenda) y respiras un poco.
(¿Recuerdan lo de que los adoquines de Rubaix son jodidos y estos de Flandes dulces y tiernos? Yo mismo lo escribí. Ahora mismo abofetearía a ese Marcos Pereda).
Qué placer el asfalto. Qué ganas de que termine.

Dura poco, no vayan a pensarse, pero tienes que dar vueltas. Sobre un mapa Oude Kwaremont y Paterberg son casi gemelos. Sobre tu bici, apenas cinco kilómetros. Pero qué cinco kilómetros. Como ciento siete mil cruces, cuarenta cambios de superficie (asfalto fino, asfalto menos fino, algo que se parece mucho a hormigón pintao), escuadras, arranca, frena, casi parado, arranca, otra vez freno.
Esto lo hace Mathieu a toda hostia. Zona de descanso, le dicen.
(Ah, estoy siguiendo la «Ruta Eddy Merckx», pero cualquier parecido es pura coincidencia, pese al maillot Molteni).
Hasta que llegas a una zona con alpacas. Sí, con alpacas. Lo juro, aun iba bastante bien de oxígeno, no creo que fueran imaginaciones. Alpacas, alpacas simpáticas de narices, alpacas de color marrón, y de color negro, y de color blanco, alpacas que se acercan para verte, alpacas que parecen peluches con cuello largo. Esas alpacas. Y, después, pero justo después, la curva a izquierdas. El adoquín. Los treinta metros fáciles, el zigzag. La recta.
Oh.

Paterberg.

Vale, lo contrario a Kwaremont. Esto es corto, no llega al kilómetro. Y no es revirado, no, qué va. Un rectón, un puto rectón. Que alcanza el veinte por ciento, que avanza entre dos praderas, que deja una casuca a un lado y otra, casi arriba, al otro. Paterberg es… cómo decirlo… se sube con la mente y con cierta técnica. El culo bien plantadito, nada de mover la bici, los brazos asisten, los riñones gritan. Y, eso, cabeza. Poco a poco, las pulsaciones como Chimo Bayo en Año Nuevo, cada pedalada un mundo. ¿Ayudas? Pues que los adoquines son más «dulces» que en Kwaremont. Y que hay una canal interesantísima en cuneta. Pena que esté llena de hojas, musgos y barro. Porque la estudias con ojos de niño mirando chuches. O juguetes. Qué desea más un niño, chuches o juguetes… Ah, otra alpaca, esta se alejó. Qué majas, las alpacas. ¿Escupirán? No, espera, eso son las llamas. Pero a lo mejor también escupen, se parecen mucho. Igual pongo alpacas. Aunque deben ser difíciles de esquilar. Dicen que se paga bien, esa lana. Majísima, la lana. Y majísimas las alpacas. Anda, si ya llegué arriba del Paterberg. Descanso un ratuco, sí.
Lo que les dije.
Cabeza.

Es una sensación… rara. Venir en octubre, digo.
Sensación rara.
Porque recuerdas sitios, recuerdas ángulos, recuerdas carreterucas que se meten por aquí y por allá. De verlas por televisión, de revisar mil veces las ediciones míticas (que son casi todas). Pero cambia… en fin, cambia el mundo. No hay gente, no hay gritos, no hay carpas. La parte final de Kwaremont, esa donde se ponen los vips, donde salen tomas preciosérrimas desde el aire, donde cada brizna de verde se pisa y repisa por pasiones… Nada. Solo prados, fincas, maizales aun sin recoger (es tarde, sí, pero despuntan). Silencio en vez de gritos. El mugir de vacas.
Soledad.
O los establecimientos «especializados». Granjas que son hoteles, que son cafeterías, que son tienda de recuerdos. Murales sobre muros, grafitis. Mira, ese es Boonen. Mira, Museeuw. Mira, el maillot del Brooklyn. Decoración llamativa, sillines, ruedas de bicis. Pero cerrado. Remansa hasta las Clásicas. Remansa y duerme.
Pasa también con los bares. Oh, hay muchos bares por la zona, no me entiendan mal. Hay cafeterías, y cervecerías, hay sitios donde te ponen chocolates deliciosos. Hay pubs que se han disfrazado de chiflao flandrien, de fan lóquer, de coleccionista intensivo. Museos chiquitines más allá del museo grande.
Pero museos, sí, descansando.
Entiendes así, también, qué importancia tienen cada doce meses las clásicas flamencas.

Mariaborrestraat y Steenbeekdries van seguidos. Van seguidos y trazan, seguramente, la pareja de nombres más acojonantes, sublimes y soberbios que tú puedas imaginar. Joder, Mariaborrestraat & Steenbeekdries. Es mejor que Simon & Garfunkel…
Digamos que Mariaborrestraat y Steenbeekdries son la calle (ejem, «calle», guiño, guiño) y subida que separan Nukerke de Etikhove (aproximao). Experiencia curiosa, este dueto. Primero porque tiene los adoquines más duros, separados, puestos a mala leche y con afiladísimos cantos en todo Flandes. Al menos de los que yo vi. Y después por la variedad. Empiezas con llanura, pasas vías del tren, vas entre maizales, luego subida suavísima, de pendiente que va creciendo, subida donde tornas un Cancellara, donde te amoldas perfectamente a la bici, donde vas rápido, muy rápido, y te permites acelerar, y notas, oh, claro que notas, que estos asuntos son mucho más fáciles cuando vas rapidín, que la velocidad socorre, que sientes menos los adoquines, que casi pareces flotar. Qué sensación de maravilla, amigos, cómo no amar esto…
Hasta la cima.

Porque otra de las particularidades de Mariaborrestraat & Steenbeekdries (tramo llanito, muro) es que luego debes bajarlo. Y debes bajarlo sobre adoquines, sobre adoquines criminales, sobre adoquines que alguien puso allí a puto boleo, sin orden, cayeran como cayesen. Y eso, cuando vas para abajo, cuando superas una determinada velocidad, cuando miras para redimir trazadas… eso acojona.
Vamos, que más lento bajando que cuesta arriba. Brazucos tensísimos, las manos frenan como si te hubieses cruzao a Bambi. Experiencia rara, anómala. Ojalá volver a subir.
Giro a diestra, giro a siniestra, afueras de Etikhove, qué pequeñito Etikhove, qué pintoresco Nederhalbeekrtraat. Otro cruce. Miras al suelo, hay algo escrito. Letras blancas. Distancias, pendientes. Y un nombre.
Taaienberg.
Este era el muro preferido para Tom Boonen. Donde entrenaba, donde quería testear marzo tras marzo, en Harelbeke. Giro, empieza el asunto, arranca Tom Boonen. Recuerdo un año en que salió casi como de grupetta, escupiendo, soltando patas. Pero era demoledor.
Demoledor.
Por eso le llaman mito.

Es duro, Taaienberg. Es duro, y se hace duro, porque tiene árboles enormes agachaos sobre adoquines, porque gastas sensación de avanzar en un túnel. También, claro, la humedad… aquí los kinderkopje relucen como bicis recién estrenadas. Y patinan. Verdín, hojas, musgos esmeralda asomantes entre junta y junta. Sumen que esto inclina de narices, que llega al dieciocho, que es recta maléfica. Y sumen traquetear de dientes y falanges. Trago jodido, jodido. Con decirte que buscas refugio en las tapas de alcantarilla… si, en esas tapas que esquivas normalmente cuando haces tus salidas dominicales. Pero oye, encogiduco como un sapo, con más chepas que Andrei Tchmil… pero subes.
Subes.

Arriba hay un monumento a Boonen (que ganó siete Monumentos). A las piernas de Tom Boonen, concretamente. Lo juro. Reproducción de esas patas, termina a la altura de las ingles (lo que es fortuna, porque no vinimos aquí por la sicalipsis). Es de lo más rarete que yo haya visto, pero… Ah, coronas en Maarkedal, que es bien bonito. Tiene bares, cervecerías con aire ciclista, carteles recordando de Ronde. Y caminucos asfaltados, eso también.
Cómo se agradecen, ya, los caminucos asfaltados.

Es comprensible. Lo de Boonen, digo, es comprensible. Las piernas de Boonen arriba del Taaienberg. Cómo juzgar nada, si aquí son muy de cuidar leyendas…
Los flandriens. Una raza distinta, una particularidad única dentro del mundo «bici». Gente de «cuanto peor, mejor», duros, curtidos. Viento, cenagales, adoquines que destrozan espaldas y cuello. También, claro, las mañanas de frío donde casi ni amanece, la niebla, los huracanes que llegan desde el norte con olor anchoa. Eso curte, eso dibuja personalidad, carácter. Gente de pocas palabras, gruñidos, más bien. Hechos, prefieren hechos. Sin regalar halagos, sin escatimar admiración. Ceño que se frunce, labios cerúleos. Espaldas para arrastrar hierba berg arriba, brazos con bíceps tintineantes por aguantar botes. Cadena saltando, el cuadro casi marrón.

Los flandriens.

Los hay desde que el ciclismo es ciclismo. Tour de Francia, aquella dominancia grotesca, casi humillante para los galos. Defraye, Thys, Maurice de Waele, los dos Maes. Después, claro, Eddy, aunque Eddy sea un flamenco poco flamenco, por decirlo suave. Y, mira, con todo bien que hay pintadas sobre Merckx, colores de Molteni, afiches, recuerdos, libros. Cómo no vas a subirte a este carro, aunque antes no pareciera el tuyo…

Claro que aquí son más de Clásicas. Sí, comprende fisonomía, comprende locura, comprende forma de afrontar pruebas y existencia. Casi cuarenta ediciones hasta que un foráneo asaltó De Ronde. Por Roubaix, parecido… Los dos tíos con más victorias en las Hilaturas son flamencos (Boonen y de Vlaeminck). Los tres que completaron Cinco Monumentos son de Flandes (van Looy, Eddy, Roger). Hay seis que ganaron cuatro… dos de ellos made in Flandes (Derycke y de Bruyne), y otro, Sean Kelly, más flamenco que el león de la bandera, aunque naciese por Irlanda…

Eso nos hace reflexionar.

Hubo un tiempo, allá por los setenta, en que esta gente domeñaba, inmisericordes, el ciclismo mundial. Tenían hasta equipo, aquel Flandria-Velda que parecía Guardia Roja por adoquines y muros. Y tenían, también, una máquina de ganar, un paisano ejemplificador de todo lo que es Flandes, un flamenco mejorao, un hijo de sus generación. Estaba de Vlaeminck, sí, y su hermano por los inviernos, y también Eddy (que nunca fue muy Eddy para ellos), o Walter Godefroot. Pero, sobre todo, él. Freddy Maertens. Vivió deprisa, fue centella, amasó todo lo que puedo amasar. Sube y baja con celeridad, tiene asuntos turbios, vuelve desde los infiernos, da titulares sobre la bici y en madrugadas.
Maertens.
Sí, este sitio mima a sus leyendas.

Es jodida, la vuelta a casa, la vuelta a Oudenaarde. Es jodida porque restan dos o tres repechucos, porque puedes meter otro par de bergs de propina, porque llevas las patas flaneando cual carnes de Homer Simpson en el Dragón Khan, porque… en fin, porque se acaba todo. Todo lo que divierte, todo lo que cuentas más tarde.
Todo.
No hay Kwaremont, no hay Paterberg, no hay Koppenberg. No hay kinderkopje, no hay tramos míticos que conoces de la tele.
Todo.
Es jodida, sí, la vuelta a casa.
Por eso ya piensas en el siguiente muro…

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