Aventura

Exploradores, mares y capitales: de Stanley a la Shoa: Desmontando mitos británicos y su legado de arrogancia imperial

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Una imagen de la British Antarctic Expedition, enero de 1911. Fotografía: Herbert Pointing / National Library New Zealand (DP).

El explorador Stanley, seguido de sus porteadores, encuentra en un poblado de indígenas cerca del lago Tanganika a un hombre blanco, entrado en años, de salud bastante quebrantada, y supuestamente le saluda con la frase que ha quedado en la historia como ejemplo paradigmático del estilo inglés, una frase que denota dignidad y reserva, understatement, suave humorismo, respeto a las formalidades de la urbanidad incluso en las más extrañas circunstancias, y la idea… no: la convicción de que el ancho mundo no es, para un súbdito de su Graciosa Majestad, sino el patio trasero de su casa (enmoquetada de techo a suelo).

Doctor Livingstone, I suppose?

Oh, bonito, muy british, pero hay un par de cositas que puntualizar.

Primero, la famosa frase no la pronunció jamás Stanley, sino que es un invento posterior para sazonar su reportaje periodístico sobre su periplo —un reportaje absurdo, pues Livingstone se negó a volver con él— y asegurarse de dejar un perfil elegante en los manuales de divulgación de la historia del descubrimiento de África, un pequeño recurso retórico para contribuir a la buena reputación de Gran Bretaña como madre de los pueblos irredentos. ¿He dicho buena reputación? Sobran cuatro sílabas aquí.

Segundo, Stanley era un maniaco homicida. El también explorador Richard Burton observó que «le dispara a los negros como si fuesen monos».

Bajo la piel de la leyenda cuaja y se condensa la verdad, como la oscura mancha sospechosa en la moqueta de cualquier hogar británico, ahí donde coaguló una salpicadura de sangre junto a los manchurrones de la cerveza derramada y el vómito, y el pegote de cabellos atrapados en la grasa del paquete de fish and chips que se cayó, ay qué torpe soy, y frente a la chimenea donde está encendido un simulacro de fogata, con llama de gas, cuando estabas mirando en la tele un ñoño programa sobre alguna boda de la familia real más indiscutiblemente ostentosa, kitsch y desagradable del mundo entero, cuya vulgaridad sustancial alcanzó una apoteosis insuperable con Lady Di. Y por cierto que, entre cursilada y cursilada de los Windsor, todos los anuncios son ofertas para viajar al sur, a Grecia, Italia, Turquía, España, que es el más ardiente deseo de los británicos.

Es una rareza difícilmente explicable la anglofilia de tantos ciudadanos españoles.

El otro día estaba yo tratando de entender esa querencia por Albión con la lectura de mi flamante ejemplar de Pompa y circunstancia, libro muy ameno y bien escrito por Ignacio Peyró, aunque claramente anglofílico —nadie es perfecto, estimado tocayo—, cuando mis ojos cayeron sobre una frase que venía a decir que en la época, tan larga, de su dominio sobre el mundo, dominio con sus inevitables sombras pero con más luces, los británicos por lo menos no tienen que reprocharse ningún Auschwitz. O algo parecido me pareció leer.

Y se me demudó el semblante y es cuando me dije que la admiración que numerosos compatriotas míos, especialmente del estamento intelectual, sienten o dicen sentir por la forma de ser, las graciosas excentricidades, el sentido del humor, las costumbres, los valores… y las victorias militares de los británicos (que eso es lo que gusta y gusta mucho de verdad: ganar), a quienes con frecuencia se nos pone como modelo de nación a imitar, si no nos impidiera hacerlo nuestra incurable inferioridad y simpleza, requiere un correctivo como el que recibieron hace unos años los afrancesados con el libelo Contra los franceses. Sobre su nefasta influencia, que como recordará el lector llevaba como epígrafe la sentencia «Siempre su vanidad fue mayor que su talento», y cuya atenta lectura recomiendo vivamente al señor Marc Fumaroli.

No seré yo quien escriba el necesario libelo contra los británicos pues tengo cosas más apremiantes de las que ocuparme, mi partida de mus comienza dentro de media hora, pero de todas formas y por si alguien se anima a emprender esta urgente tarea intelectualmente higiénica apuntaré a vuelapluma algunos temas por si pudieran serle de ayuda. Vaya por delante que el sistema de la Shoa no admite parangón, y el genocidio de los kurdos, de los armenios, del campesinado ucranio en los tiempos de Stalin, las atrocidades de los ustachi contra los serbios, son clamorosos, pero algo se podría decir también de los seiscientos mil civiles alemanes que se calcula que murieron durante los bombardeos, en los últimos compases de la Segunda Guerra Mundial, de Dresde, Colonia, Hamburgo, y así hasta ciento treinta y una ciudades y pueblos de Alemania, que fueron reducidos con sus habitantes a ceniza con el objetivo oficial de desmoralizar al adversario pero también como venganza: «Los alemanes sembraron vientos y ahora van a cosechar tempestades», como gráficamente explicó el comandante Arthur Harris, encargado de la aciaga tarea, rebautizado en la prensa británica como «Bomber Harris» y por los mismos pilotos de la RAF como «Butcher» (carnicero) Harris. En reconocimiento al gran número de muescas que pudo marcar en la culata de su revólver, Churchill hizo que le distinguieran —justo, aunque leve, castigo— con el título de «baronet».

 (Y así, como aristócrata, podrá juntarse con otros de la casta superior de esa sociedad que es, después de la portuguesa, la más clasista de toda Europa, y decir con una sonrisita cuando algún advenedizo se cuele en sus salones: «inqiuiliudi», o sea NQLUD, o sea «Not Quite Like Us, Darling», o sea: «ese no es del todo como nosotros, querida»).

Si queremos exonerar a los británicos de la desaparición de los pieles rojas, a cuenta de que entre los colonizadores de América del Norte hubo también suecos o alemanes, y de que al fin y al cabo al independizarse de la Corona británica aquellos colonos renegaban de su nacionalidad y ciudadanía y ya no eran propiamente británicos, vale, sea; pero el exterminio infligido a los aborígenes australianos, o la supresión fríamente planeada de toda la población de Tasmania son ciertamente episodios de la historia merecedores de algunos párrafos. La campaña en Tasmania comenzó con las autoridades ofreciendo una modesta suma de dinero como recompensa a cualquiera —colono, soldado, o cautivo del penal— que redujese a un indígena, y fue rematada con el «cordón negro» compuesto por dos mil doscientos soldados desplegados en una línea de fuego a lo ancho de la isla y que fue avanzando y abatiendo como perdices a cualquier indígena que encontraba.

Los británicos llegaron a Tasmania en 1803 y en 1876 murió la última mujer de esa etnia. A ese genocidio lo llamaron «la guerra negra», en referencia al oscuro color de la piel de las víctimas y no al corazón de la reina Victoria, que subió al trono cuando la «guerra» acababa de concluir y cuyo largo reinado, caracterizado por un puritanismo hipócrita y por la anexión por la fuerza de medio globo al Imperio británico, se estrenaría —y eso sí es marcar el tono de una época y de una manera de dar a entender al mundo quién es uno y quiénes son los demás— con las guerras del opio: la imposición a China, por la fuerza de las cañoneras y en nombre de la libertad de comercio, del opio cultivado en India e Irán, que proporcionaba a los negociantes ingleses beneficios suculentos y que el Gobierno de Pekín, alarmado por los efectos de ese veneno sobre la salud pública, se había atrevido ilusamente a prohibir. El perjuicio que el opio británico causó a generaciones de chinos, a millones de adictos, y a sus familias, es inconmensurable.

¿Hay que multiplicar los ejemplos de abyección imperial gracias al arma que constituye la espina dorsal de la todavía hoy asombrosa arrogancia inglesa, las cañoneras de la Navy, la Navy, cuyas bases puso el rey uxoricida Enrique VIII, asentada en tiempos de Isabel I gracias a esos héroes nacionales que fueron los piratas Drake y Hawkins? ¿Aquel imperio que fue la mayor y más rapaz empresa de piratería que han visto los tiempos? La curiosa autoestima y complejo de superioridad de los británicos les llevó a arrogarse no solo el derecho de saquear y devastar todos los pueblos que encontraron en África, Asia y Oceanía, muchos de los cuales aún no se han recuperado —y algunos no se recuperarán jamás— de su intromisión, sino también el de agredir cuando les conviniese a amigos y aliados europeos con destrucciones y matanzas «preventivas». Es lo que hicieron en 1807 en Dinamarca, que era país neutral en las guerras napoleónicas. Wellington atacó sin previa declaración de guerra la inerme Copenhague mientras la Navy bombardeaba el puerto causando dos mil muertos, destruía un tercio de la ciudad y por fin, una vez obtenida la rendición, se llevaba a casa los barcos daneses, y todo para evitar que estos pudieran caer en manos de los franceses. Es lo que se llama extremar la prudencia, táctica que se repitió en 1940 cuando la Navy envió a pique la flota francesa anclada en Mers el Kebir, Argelia, matando a 1297 marineros franceses, por si los alemanes se apoderaban de ella.

Aunque librada victoriosamente, la Segunda Guerra Mundial marcó el final de los buenos tiempos, los tiempos en que la superioridad técnica que permitía a John Bull someter a los pueblos que no habían accedido a la revolución industrial iba acompañada de esa retórica de sólidos principios morales, democracia parlamentaria, estoicismo, moderación, gallantry y otros placebos exaltados por Kipling en su repulsivo poema «If», en el que da la fórmula para a la vez reinar y ser un hombre cabal, un caballero. «Si puedes hablar a las masas y conservar tu virtud / o caminar junto a Reyes, sin menospreciar por ello a la gente común, / si ni amigos ni enemigos pueden herirte, / si todos pueden contar contigo, pero nadie demasiado, / si puedes llenar el implacable minuto / con sesenta segundos de diligente labor, / tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella, / y más aún: ¡serás Hombre, hijo mío!».

Las cosas han cambiado. El dominio sobre los mares se ha transformado en el control de otro fluido, el de los capitales financieros desde la City londinense, sin el que Gran Bretaña tendría hoy poca importancia más que, digamos, Eslovenia. Aunque flamean aún de vez en cuando los rescoldos de la antigua llama, por ejemplo, cuando Thatcher envía a sus gurkas a librar la guerra de las Malvinas… flamean cuando Blair acompaña a Bush en la destrucción de Irak y desestabilización de la zona (¡y luego es nombrado «enviado para la paz» en Oriente Medio!)… flamean cuando unos cuantos chicos montan camorra a la salida del pub, pues tienen muy mal vino… flamea la llama falsa, la llama de gas en la chimenea de millones de hogares donde las familias viven en una atmósfera viciada que explica elocuentemente ciertas estadísticas aberrantes, la superabundancia de parafilias raras. En la chimenea, la falsa fogata; en el enmoquetado suelo, la lata de cerveza y el tabloide con los últimos cotilleos sobre el señor Jones y la señorita Smith; y en el televisor el bautizo de la princesita Charlotte de Gales. Menudo programa.

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