Después de firmar el mejor arranque liguero de la historia —12 victorias y 1 empate, ante el Barcelona en casa—, el Madrid encadenó tres malos resultados y Ramón Mendoza decidió despedir fulminantemente a Radomir Antic basándose en que «el equipo no daba espectáculo», aunque mantuviera una cómoda ventaja de tres puntos en unos tiempos en los que la victoria aún valía dos.
En su lugar, fichó de nuevo a Leo Beenhakker, el mítico holandés que dirigió con maestría a la Quinta del Buitre en los ochenta y que tan buenos recuerdos y títulos dejó en el Bernabéu. Javier Clemente, recién nombrado seleccionador español, le quiso dar la bienvenida y desearle toda la suerte del mundo con una frase de las suyas: «Con Beenhakker, el espectáculo lo daba el Milan».
No se preocupen, antes de dejar la selección aún tuvo tiempo de enfadarse con el propio Antic y llamarle gordo y borracho.
Así estaba el ambiente cuando llegó «el nuevo» a la oficina: el equipo empezaba a dar síntomas de un cierto cansancio o estancamiento, propio de una serie de lesiones y muchos años de tensión competitiva para demasiados jugadores que sabían medir sus esfuerzos y marcarse sus propios tiempos sin que el aficionado siempre lo entendiese del todo…
El equipo no mejoró con el nuevo técnico, pero tampoco empeoró: Hugo Sánchez se pasó casi todo el año lesionado, igual que Robert Prosinecki; Hagi mejoró el rendimiento del año anterior y Fernando Hierro se convirtió en el goleador del equipo jugando casi de enganche entre el medio campo y la delantera, posición que se había inventado Antic para él.
Aguantó en el liderato pese a la presión del Barcelona y del Atlético de Madrid y, aunque la palabra «espectáculo» no se utilizara mucho aquella temporada, el equipo llegó a finales de marzo en disposición de conseguir el «triplete»: semifinalista en la UEFA, líder en la liga y finalista de Copa.
El primer disgusto tuvo lugar en Europa y no fue cualquier disgusto porque enfrente estaba el Torino de Rafael Martín Vázquez, que venía a ser el Manchester City de la época. El Madrid ganó 2-1 en la ida pero perdió 2-0 en Italia, con autogol de Rocha incluido. El proyecto empezaba así a tambalearse.
El siguiente «palo» llegó en el Carlos Tartiere, jornada 34 de liga. Tras la derrota del Barcelona en Tenerife y un posterior empate en el Camp Nou contra el Burgos, los de Cruyff habían dicho casi adiós a la liga: ocupaban la tercera plaza a cuatro puntos del líder. El Atlético de Madrid era segundo, a tres. El calendario, además, era francamente asequible para los de Beenhakker.
Sin embargo, el Oviedo se lió la manta a la cabeza y con gol postrero de Lacatus dio un nuevo aire a la liga. El Atlético se puso a un punto, el Barcelona, a dos. Solo quedaban cuatro jornadas para el final: dos partidos en el Bernabéu y dos salidas (Pamplona y Tenerife) en las que el Madrid se podía permitir al menos un empate.
Lo primero fue lo primero: en la jornada 35, el Real Madrid ganaba al Atleti en el derby madrileño y descartaba a los de Gil para el título. En la 36 llegaba el pinchazo «permitido» contra el Osasuna, un empate a uno que dejaba la ventaja en un punto con respecto al Barcelona. En la penúltima jornada el Madrid ganó 2-1 al Valencia, ambos goles de Míchel, lo que obligaba al Barça a sacar algún punto de Sarriá. En plena racha, los culés ganaron 0-4 y lo dejaron todo para la jornada final.
El Madrid visitaba Tenerife y el Barcelona recibía al Athletic de Bilbao. Todos daban por hecho que el Barcelona ganaría porque venía haciéndolo con contundencia las cuatro jornadas anteriores, así que el foco mediático se centró en la isla canaria.
Al Tenerife lo entrenaba Jorge Valdano, que venía de pulirse como estratega en los micrófonos de la SER y Canal Plus. Valdano se hizo comentarista nada más colgar las botas por una hepatitis y, no mucho tiempo antes, apenas dos años, soñó con volver a los campos para defender a Argentina en el Mundial de Italia, pero Bilardo le descartó en el último momento.
El equipo canario parecía desahuciado hasta que llegó el gran salvador de verbo fácil. Una racha de juego y resultados le sacó de la zona de descenso, luego de los puestos de promoción y le permitió llegar a la última jornada ya salvado, sin nada que jugarse.
En Barcelona se apeló a la conspiración, que es lo que suelen hacer los equipos cuando van segundos: el Madrid se jugaba la liga contra un equipo entrenado por un madridista confeso, con otro madridista confeso —Agustín— de portero y dos hermanos de jugadores del Madrid en la plantilla: Manolo Hierro y Julio Llorente Gento, ni más ni menos.
Aquello olía a chamusquina, gritaban desde las oficinas del Camp Nou, el parche antes de la herida, mientras el madridismo, prudente, se hacía a la idea de su sexta liga en siete años; una liga trabada, dura, con poco espectáculo propiamente dicho pero que acabaría haciendo número en el palmarés.
La primera parte del partido respondió a los esquemas previos: Agustín recibió un gol algo tonto y además se lesionó, con lo que fue retirado. En el minuto 29, Hagi colocó el balón en la escuadra de falta directa y todos celebraron el 0-2 como si fuera ya el título. Enfrente, del Tenerife quedaba muy poco o nada. Solo cierta desidia defensiva permitió que Quique Estebaranz se guisara y se comiera el 1-2 en jugada personalísima minutos antes del descanso. Ese error costaría un título, pero entonces nadie podía ni imaginarlo.
Y es que el Madrid siguió mandando al principio de la segunda parte: Milla marcó el 1-3 pero García de Loza lo anuló, sin saber muy bien por qué… minutos después expulsaría a Villarroya por doble tarjeta amarilla. Diez contra once, al Madrid se le vino la temporada encima y el Tenerife se desmelenó, en particular Redondo y Felipe. Pier marcó arrollando a Buyo y el gol se anuló. Solo era un aviso: en el minuto 74, Felipe desbordaba hacia línea de fondo y su pase atrás lo remataba Rocha, de nuevo, en propia puerta.
Toda la tensión de la semana se desató en un sentido imprevisto: los aficionados se volvieron locos, los jugadores tinerfeños se abrazaron con rabia, como si tuvieran que demostrar su profesionalidad al mundo, y Valdano cerraba los puños en el banquillo. Minutos después, empezaría su rueda de prensa al grito de «Viva el fútbol limpio».
Beenhakker, metido en su banquillo, se desesperaba. Miraba el reloj y le faltaban minutos. El empate no le valía de nada al Madrid pero no había demasiado que él pudiera hacer, solo ver cómo una cesión innecesaria pero inofensiva hacia la portería de Buyo acababa en jugada estrambótica: para evitar que el balón saliera a córner, el portero gallego se lanzó en palomita para mantener la pelota dentro del terreno de juego. Sin pensárselo dos veces, la echó hacia atrás… justo a los pies de Pier que, a portería vacía, marcó el 3-2.
Un disparate para acabar un año disparatado. El penúltimo disparate, de hecho, porque una semana después el Madrid perdería también la final de Copa en su propio estadio frente al Atlético de Futre y Schuster.
La conspiración, por supuesto, cambió de bando conforme cambió el orden en la clasificación. Tras una semana en la que el Barcelona había intentado convencer a todo el mundo de que el Madrid iba a vencer porque el Tenerife le pondría la alfombra roja a su paso –en resumen, que iba a ganar una liga que a ellos les daría vergüenza ganar—, pasamos a otra semana en la que el Madrid dejó claro que si habían perdido era por culpa del árbitro y en esas seguimos.
Beenhakker, en todo esto, apenas tenía palabra. No la tuvo nunca, en rigor, siempre visto como un usurpador manipulado por el presidente. Perdió la Liga, perdió la Copa y se volvió a Holanda. Para el siguiente proyecto, Mendoza se dejó de espectáculos y apeló a la ciencia, el método, la innovación, es decir, Benito Floro.
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