El sábado 2 de septiembre de 1882, los lacayos del Reform Club de Londres, mientras servían el desayuno a un número de socios recién levantados más abundante del habitual —algunos ilustres lores adoleciendo de una resaca que no hace distinción de clase social y otros recién llegados con claros síntomas en su atuendo de no haber disfrutado de un solo minuto de sueño reparador en toda la noche— pudieron leer por encima del hombro de sus señores una extraña esquela que adornaba las páginas rosadas de The Sporting Times:
In Affectionate Remembrance
OF
ENGLISH CRICKET,
WHICH DIED AT THE OVAL
ON
29th AUGUST, 1882,
Deeply lamented by a large circle of sorrowing
friends and acquaintances.
R. I. P.
N.B.—The body will be cremated and the
ashes taken to Australia.
Cuando sus señorías emprendieran sus labores cotidianas, que durante el fin de semana no tenían por qué ser muy distintas de las que podrían apesadumbrarles un lunes cualquiera, ya habría tiempo de averiguar el origen de la extraña nota. Así que mientras lores, pares, generales, terratenientes y vizcondes, muchos de ellos todas esas cosas a la vez, se llenaban las copas de coñac, encendían sus cigarros y se enfrascaban en las conversaciones habituales; mientras discutían sobre la molesta querencia que mostraban los hijos de sus empleados por morir en horas de trabajo, cuando disfrutaban cada día de cuatro horas libres fuera de las fábricas textiles en las que podrían entregar sus almas al Señor con discreción y sin perjudicar la tasa de mortalidad infantil de la factoría; mientras comentaban la deshonrosa aparición del club en una novela francesa de aventuras publicada hace ya nueve años, una novela que había provocado que los colegas de clubes menos prestigiosos les dedicaran miradas con una carga de sorna difícilmente soportable y se dirigieran a ellos con un ofensivo «Hey, Foggy!»; y mientras discutían la conveniencia de abrir las puertas del club a profesiones explícitamente prohibidas por leyes más antiguas que la humanidad, como médicos, abogados y otras actividades que conllevaran un trabajo duro o liviano, tanto daba, para ganarse el sustento; mientras estuvieran, en fin, tan concentrados en comprobar la cotización de valores bursátiles explícitamente consagrados al mal como para no darse cuenta de la repentina ausencia de libreas en las distintas estancias, todo el servicio de sala y parte del de cocina pudo por fin abalanzarse sobre los ejemplares del semanario que desde 1865 venía dando puntual cuenta de los acontecimientos deportivos nacionales.
Si ya hoy es imposible completar con noticias deportivas un periódico de treinta páginas sin ofender gravemente a la letra impresa, nos podemos imaginar lo que suponía en aquel entonces lanzar a la calle un semanario exclusivamente dedicado al deporte, por mucho que el sentido de este término fuera lo bastante extenso como para rozar el ridículo si lo medimos con los patrones actuales (o quizá no, si tenemos en cuenta que levantar piedras, andar deprisa y lanzar jabalinas son disciplinas olímpicas). No sabemos si en la última página ya se mostraba la imagen de alguna belleza victoriana ligera de ropa, o si este truco artero fue ideado por las retorcidas mentes que florecieron durante la Transición española, pero el resto de noticias a las que podía referirse su apesadumbrado director no eran muy abundantes. Si bien las selecciones nacionales de Inglaterra y Escocia ya disputaban partidos de fútbol desde 1872, la liga inglesa no vería su primera jornada hasta 1888, y la FA Cup de esa temporada de 1882-83 no empezaría a disputarse hasta bien entrado el mes de octubre.
En aquel entonces, cuando el equipo campeón de Inglaterra —y por tanto del mundo— era el Old Etonians, formado en su totalidad por antiguos alumnos del famoso colegio privado, las pretemporadas eran mucho menos prolijas en fichajes millonarios, presentaciones estrambóticas y dedos en ojo ajeno de lo que lo son hoy en día. Y de lo que ocurría en el interior de un vestuario de muchachos de la nobleza que apenas habían visto de lejos una mujer en algún sucio daguerrotipo, y que se acababan de proclamar campeones, nadie decía nada. El rugby, asimismo, estaba en un estado embrionario, por mucho que hiciera ya sesenta años que al clérigo William Webb Ellis le entrara un ataque de liberalismo en el que muchos reconocerían la mano del diablo y, contraviniendo todas las reglas hasta entonces conocidas —que de todas formas no eran muchas— agarrara un balón con las manos durante un partido de protofútbol y saliera disparado sin rumbo fijo, creando así una nueva disciplina deportiva. Es lógico por tanto que la atención de los lectores se centrara en las carreras de caballos, principal fuente de ingresos para unos y de desesperación para otros, y en ese extraño juego que tanta mofa despierta entre los profanos y que ya desde 1862 generaba noticias de enconada rivalidad entre la metrópoli y el punto más alejado del imperio.
El críquet es el paradigma del deporte victoriano. Un partido de Test críquet, aún hoy en día, transcurre con calma, sin prisa, dedicado al largo plazo: es un apacible transcurrir entre el lunch y el tea en el que de vez en cuando cae un wicket, y evidentemente solo aquellos que contaban con un medio de vida que no les exigiera ganarse el sueldo diariamente, a veces ni siquiera anualmente, podían disfrutar, ya sea como espectadores o como jugadores, de un juego en el que lo normal es tardar cinco días en decidir el resultado. Pronto la afición se extendió por las colonias; el primer marcador registrado fuera de las islas data del 19 de enero de 1804 y corresponde a un partido disputado entre los omnipresentes Old Etonians y el Resto de Calcuta. Es difícil pensar en dos contendientes que reflejen mejor la esencia de lo que supondría la era victoriana que aún tardaría treinta años en llegar. No mucho más tarde, el soldado escocés y gobernador de la región australiana de Nueva Gales del Sur, Lachlan Mcquarie, hizo fabricar bates y pelotas de críquet, no está claro si para intentar aliviar o para agudizar las penas de los convictos que por entonces eran la única población de aquellas tierras. Así que fue un escocés quien puso la semilla de la más antigua rivalidad del deporte internacional. Y donde habita un escocés, bulle con energía una conspiración para humillar a Inglaterra, así que nadie podrá ver aquí en acción la mecánica de la casualidad, que según los más recalcitrantes ateos constituye el origen del mundo.
En aquellas lejanas latitudes, a las que solo una condena ganada a pulso, una fe algo ingenua en los réditos que se podrían obtener de la fiebre del oro, o una pobreza causada por el libre comercio podían obligar a los súbditos de Su Majestad a arrastrarse hasta sus costas, empezaron a aparecer los campos de críquet hasta el punto de ser una de las señas de identidad de todo pueblo de mineros, ganaderos o bandidos, que no pocas veces formaban parte de una misma familia. En 1861, la empresa de catering Spiers and Pond tuvo la idea de organizar una serie de lecturas públicas con el escritor Charles Dickens, quien ya se había prestado a planes similares en Inglaterra y los Estados Unidos obteniendo un éxito más que notable. Pero el escritor, antecediendo a todos los autores y actores que hoy en día se quejan del duro trabajo que supone dar un par de entrevistas de promoción, y prácticamente temblando de pavor ante la idea de pasarse varias semanas encerrado en un barco hasta llegar a un destino en el que el público más exquisito que podría esperar cargaba sobre sus hombros varias condenas de muerte, o entre sus piernas un primitivo pero no por ello poco sofisticado taparrabos, declinó la invitación.
Dejando a un lado la reflexión a la que nos conduciría pensar en un escritor actual de una celebridad equivalente a la de Dickens, podemos calibrar la popularidad que en aquel año ya tenía el críquet en Australia al revelársenos que la alternativa a la que entonces recurrió la audaz empresa fue traer un equipo de críquet procedente de las islas británicas. Un activo Mr. Mallan, todo un emprendedor, un ejemplo a seguir que nos demuestra que hay vida más allá de montar bares de copas y agencias de publicidad, se embarcó hacia Inglaterra, llegó sin mayor contratiempo hasta Birmingham y allí, durante una cena en el hotel Hens and Chickens de cuyo menú nadie ha dejado constancia escrita, y que por tanto se ha perdido en los anales de la historia para alivio de la reputación del hotel, convenció a una docena de jugadores ingleses para que invirtieran tres meses de sus vidas jugando al críquet en el otro extremo del mundo. Si lo habitual para los jugadores profesionales —que salían al campo separados de sus compañeros amateurs, y tampoco compartían el mismo vestuario— era cobrar tres libras por partido, Mr. Mallan ofreció a su expedición ciento cincuenta por doce partidos. Para tratarse de una época en la que la afición a viajar y ver mundo estaba bastante menos valorada de lo que lo está hoy en día, no se sabría juzgar si la propuesta era justa, pero logró su propósito y la gira resultó un éxito económico y deportivo, y por tanto la experiencia se repitió en años sucesivos.
Cada vez que los jugadores se embarcaban, sus familias estaban convencidas de que no volverían a verlos jamás. En algunos casos estuvieron en lo cierto, como en el del joven William Caffyn, quien decidió quedarse en Sidney, arrastrar a su mujer hasta allí y abrirle una peluquería para asegurarse el futuro cuando él ya no pudiera seguir jugando al críquet —no hay documento que verifique la difamación de que fue en el establecimiento de Mrs. Caffyn donde se avistaron los primeros peinados mullet, pero la teoría no resulta descabellada—, y en otros no lo estuvieron por poco: George Anderson estuvo mareado los sesenta y un días que duró el viaje de la gira de 1863, fue casi incapaz de ingerir alimentos y llegó a Melbourne en un estado de debilidad y delgadez extrema que le impidió participar en un solo partido. A pesar de estas incomodidades, y de otras costumbres marineras a las que sin duda se veían expuestos los jugadores durante la travesía, algunas de las cuales adivinamos como prácticas nefandas dirigidas a celebrar el paso del ecuador y que se repetían entre una tripulación y un pasaje en el que la presencia de mujeres era considerada como una extravagancia y que, por tanto, en más de un caso eran celebradas sin disimular alegría, las giras y los partidos, cada vez más igualados, se fueron sucediendo en cada uno de los hemisferios hasta llegar al mítico día al que hace referencia la esquela de The Sporting Times.
Al llegar el equipo australiano a Plymouth en mayo de 1882, Australia e Inglaterra ya habían disputado ocho Test matches desde 1877, fecha del primer partido en igualdad de condiciones, pues hasta entonces los australianos jugaban con dieciocho o veintiún jugadores frente a los tradicionales once de los ingleses. Siete se habían disputado en tierras australianas, y si bien el balance era favorable a los oceánicos por 4-2 (y dos empates), solamente un partido se había disputado en suelo inglés. En esos años la rivalidad se había recrudecido hasta niveles de los que solo nos podemos hacer una idea recordando los episodios más negros de la infumable serie de partidos entre el Real Madrid y el Barcelona de la primavera de 2011. En 1868, un equipo australiano compuesto exclusivamente por aborígenes fue recurrentemente exhortado por el público para que hicieran exhibiciones de bumerán, en lugar de, a su juicio, perder el tiempo compitiendo contra los hijos de Albión, que todo caballero inglés sabe que están directamente emparentados con Dios.
Era frecuente leer en periódicos australianos como The Bulletin editoriales que harían morderse los puños de envidia a los editores de las tertulilas futboleras más degeneradas, editoriales que declaraban sin ningún tipo de temor a las consecuencias que «los australianos nunca consentirán que les escupan estos sucios niñatos cuyos abuelos negreros y fabricantes de jabones dejaron el suficiente dinero a sus padres como para convertirlos en nobles y hacer posible que ahora los niñatos… vivan sin trabajar». La expectación en años anteriores había sido enorme; mientras que a la final de la copa de Inglaterra de fútbol de 1878 acudieron dos mil espectadores, la victoria de Australia sobre Surrey ese mismo año fue presenciada por treinta mil personas. Y el recuerdo entre los australianos del comportamiento de la expedición inglesa de 1863, de su abuso de la hospitalidad local y de otras historias más oscuras al respecto de precios abusivos a la hora de revender su equipación; y entre los ingleses de la afrenta que supuso para Lord Harris pasarse unas horas en un calabozo de Sidney por haber generado una auténtica batalla en pleno partido al espetarle a un rival «calla la boca, hijo de presidiario», estaba aún más que fresco.
El partido fue extraño, y eso acrecentó la leyenda. Podríamos entrar aquí en detalles de difícil comprensión para los no aficionados; discusiones sobre el error de Murdoch, el capitán australiano, al elegir batear en primer lugar; sobre el asombro de veinte mil espectadores que en un día húmedo —con las dificultades que conlleva para el bateador, pues la trayectoria de la pelota se vuelve más imprevisible debido a efectos del rozamiento y las turbulencias, también de la presión atmosférica y otras causas que solo se explican a partir de la página mil de cualquier tratado de mecánica de fluidos— tenían serias dificultades para impedir que los sombreros de copa y las corbatas de lazo con bandas amarillas y rojas, y algunas más atrevidas aún con topos verde pistacho sobre un fondo añil, volaran por toda la extensión de The Oval, Kennington, Londres, mientras presenciaban cómo Australia se quedaba en 63 y 122 carreras e Inglaterra por su parte conseguía 101, y por tanto apenas necesitaba conseguir 85 carreras más en la entrada final. Un marcador de cuya ridiculez no podríamos ser conscientes ni midiéndola empleando una analogía que tuviera los campos de fútbol como patrón de comparación.
Se sabe que en el transcurso de la segunda entrada australiana, W. G. Grace, capitán del equipo inglés, médico y epítome de los valores victorianos, una de las barbas más famosas del mundo civilizado —que para la masa de asistentes al partido apenas iba poco más allá de la margen derecha del Támesis—, un personaje que al estallar la Primera Guerra Mundial salía casi en paños menores a las puertas de su casa de South London para amenazar puño en alto a la flota de zepelines que sin mucho éxito intentaba bombardear Londres; alguien tan famoso que su entierro solo pudo ser superado en cuanto a asistencia y sentimiento de gratitud hacia el finado cuando años más tarde muriera Winston S. Churchill, y de cuyo alcance dentro de la cultura popular británica nos puede dar una idea el hecho de que Monty Python usaran un retrato suyo para representar a Dios en Monty Python and the Holy Grail; este gran personaje de la era victoriana, sin embargo, tuvo la desfachatez de aprovecharse de ciertas circunstancias del juego, legales pero no muy deportivas (recurriendo al inevitable símil futbolero, diríamos que hizo algo así como meter un gol cuando el equipo contrario estaba detenido esperando que se sacara el balón del campo para atender a un lesionado), para eliminar al bateador rival Sammy Jones.
Hubo amenazas sobre el césped y en las gradas. Se agitaron bates en actitud poco amistosa y se arrojaron otros objetos no tan peligrosos pero sí más ofensivos, como calcetines sudados, emparedados de anguila con brócoli y algún perro faldero. Se volvieron a escuchar las palabras «negrero» y «presidiario», pronunciadas claramente y sin ninguna connotación afectiva. Y cuando en el cambio de entrada el equipo australiano se reunió en el vestuario antes del último acto, se cuenta que el lanzador Fred Spofforth, un nombre al que se puede recurrir, aunque sea solo murmurándolo, cuando se quiera hacer perder los estribos al caballero inglés más pomposo, fue un avanzado a su tiempo y soliviantó al resto del equipo recurriendo al hoy ya muy manido grito de «¡podemos!». Y pudo. En una estadística asombrosa, que no interpretaremos aquí pues sería difícil de explicar incluso para el más hábil pedagogo que pudiéramos encontrar, y que además si lo hiciera probablemente conseguiría unos niveles de sopor que despertarían la curiosidad de varios equipos de anestesistas, Spofforth eliminó a siete de los once jugadores contrarios sin apenas conceder tantos y dejó a los ingleses a siete carreras de la victoria. Nunca, ni antes ni desde entonces, un partido de Test críquet se ha decidido por un marcador tan ajustado.
De la ya famosa esquela de The Sporting Times, el aspecto más destacable, aparte de esa curiosa habilidad inglesa para restar protagonismo al equipo contrario, es su mención metafórica a unas cenizas. Sin embargo, cuando un año más tarde un equipo inglés doblegó a los australianos en Sidney, el capitán inglés Ivo Blight fue obsequiado con una pequeña urna de terracota de once centímetros de alto de la que su portadora, Florence Morphy, aseguraba que contenía las cenizas del críquet inglés conseguidas el año anterior. Hay versiones para todos los gustos; unos sostienen que el diminuto trofeo no contiene más que las cenizas de un puro que Miss Morphy se fumó a escondidas en la biblioteca de su casa de Melbourne, otros prefieren creer que se tomó la molestia de quemar parte de los stumps con los que se jugó el segundo partido de la gira y depositó las cenizas en la urna. Sea lo que sea, este minúsculo trofeo representa la rivalidad más encarnizada del deporte mundial.
Una rivalidad que sin embargo no impidió, por ejemplo, que Miss Morphy y Mister Bligh no perdieran más el tiempo y contrajeran matrimonio unas semanas después de que la primera le entregara el trofeo. Y si ya llovía sobre mojado, si la urna actuó como catalizador o si funcionó auténticamente como una suerte de filtro del amor, es algo de lo que nadie habla, de lo que nadie ha escrito, pero sobre lo que un novelista competente y poco dado a la sensiblería, aunque sea un francés, debería escribir si no una novela entera, al menos sí un relato corto.