A principios de 1994, estaba con mis amigos en el Estadio Santiago Bernabeu. Como todos los que comprábamos entradas baratas, estábamos en lo que entonces se llamaba «El Gallinero», segundo y tercer anfiteatro de pie. En esa grada, se cantaba y se botaba, a menudo al ritmo que marcaban los Ultras Sur. Era muy divertido hasta que un día algo me dejó de piedra.
Venía el Atlético de Madrid de visitante, prometía ser un gran partido pero fue muy aburrido. Algo normal en la era de Benito Floro –el equipo quedó cuarto y de milagro, dos puntos por delante del Athletic de Bilbao y a dos tres del Sevilla- y el Atlético hizo uno de sus años más lamentables, con seis entrenadores en el banquillo. Aquel día estaba el tercero, José Luis Romero, que no volvió a primera división tras aquellos seis partidos.
Pero si en el Madrid daba la campanada un joven Morales, que luego no despuntó como se esperaba, o si los extranjeros rojiblancos eran Kosecki y Luis García, es lo de menos. El recuerdo que llevé de aquella noche tuvo que ver con un futbolista marfileño: Serge Alain Maguy. Tampoco importa su extravagante trayectoria, del Africa Sports National al Satellite FC pasando por el Atlético de Madrid, donde jugó ocho partidos. Lo inolvidable es cómo le gritaban miles de gargantas «uh, uh, uh» cada vez que tocaba el balón.
Ese día, en el Bernabeu, la Comisión Nacional contra la Violencia contabilizó cuatro banderas con la cruz gamada. Era difícil, desde «El Gallinero», saber si eran todos los asistentes del estadio los que hacían los cánticos racistas, sí que lo era toda la grada lateral y, por supuesto, el fondo sur. Era un estruendo, no se oía otra cosa. Cuando el director general del Consejo Superior de Deportes, Manuel Fonseca, fue preguntado por estos gritos dirigidos al jugador africano, manifestó su impotencia: «En este caso no podemos hacer nada, aunque esta actitud nos parezca lamentable».
Cabe recordar que diez años después, esa actitud seguía a la orden del día. Cuando Inglaterra acudió a Madrid en 2004 a disputar un amistoso, los gritos de «uh, uh, uh» se escucharon en el mundo entero. La Federación española tuvo que pedir disculpas y la inglesa vetó el Santiago Bernabeu. De hecho, nunca volvió. Fabio Capello, cuando fue seleccionador inglés, quiso disputar un amistoso en el que había sido su estadio, pero se lo vetaron por los sucesos de 2004. Ashley Cole, de hecho, se negó a jugar en ningún club español por ser un país racista.
Mucho han cambiado los tiempos. Ahora la mitad de la plantilla del Real Madrid está formada por jugadores negros y son sus aficionados los que exigen que cesen los cánticos racistas contra Vinicius. A mí en aquella época esos gritos me dejaron helado. No los esperaba, aunque no se me escapaba que Ultras Sur era una peña llena de neonazis. Sin embargo, lo que no sabía era que esos gritos de «uh, uh, uh» no eran una ocurrencia de ellos, venían de antes. Y de otro lugar.
En Inglaterra, ya en los años 30, la extrema derecha trató de instrumentalizar el fútbol para ensanchar sus filas. Los espectáculos de masas son fascinantes, pero también tienen un punto psicológico. Cuando una persona siente frustración y tiene pocas perspectivas, sumergirse en la sensación de hacerse uno con la masa, ya sea asistiendo a un espectáculo o formando parte de algún tipo de tribu, o ambas a la vez, como es el fútbol, es una forma de compensar el dolor.
Un perfil que es la materia prima excelente para engordar las filas de la extrema derecha. La Unión Británica de Fascistas de Oswald Mosley, como explican Jon Garland y Michael Rowe en Racism and Anti-Racism in Football
La violencia comenzó a generalizarse en los 60. El perfil de joven blanco de clase trabajadora que carecía de estatus social, no solo encontraba un lugar que le servía de refugio, sino que en el estadio imperaba su ley. El Estado, las fuerzas policiales, habían cedido ese espacio como «territorio sin ley». En los 80, el Sunday Times, escribió que el fútbol era «un deporte de barrio bajo, jugado en estadios de barrio bajo, cada vez más visto por gente de barrio bajo».
Brendon Batson, jugador del West Bromwich, recuerda así los 70: «Bajábamos del autobús en los partidos fuera de casa y te encontrabas cara a cara con el Frente Nacional, para mí no era nada nuevo, desde que llegué a Inglaterra tuve que vivir con gente que nos insultaba desde el coche o en el metro de Londres».
En esos espacios, marcados por la mentalidad grupal y un nacionalismo exacerbado, se infiltraron militantes del Frente Nacional y, desde su periódico Bulldog, lanzaban consignas de a ver cuál conseguía ser el estadio «más racista de Gran Bretaña». Las nuevas ultraderechas de los años 70 se caracterizaron por los mensajes codificados, de modo que no se pudiera, en su literalidad, ser acusado de racista o de fascista, pero el mensaje podía llegar del emisor al receptor sin problemas.
Los cánticos de «uh, uh, uh» a los jugadores negros son un ejemplo paradigmático. «Uh, uh, uh» no significa nada, pero todo el mundo sabía que se estaba imitando a un mono, que es lo que se consideraba a un negro, un no humano, un paso atrás en la cadena evolutiva. En Italia, recientemente, los gritos se han convertido en aullidos, como los de un lobo.
La primera referencia a los cantos de mono es en la 72/73, cuando Clyde Best, del West Ham, dice estar tan harto de oírlos en el campo del Everton, que lleno de furia cogió el balón en el centro del campo, lo llevó hasta el área contraria y fusiló al portero llevando un jugador colgado de la camiseta decenas de metros, Terry Darracott, que ni siquiera así logró frenarlo. Ganaron 1-2 gracias a ese tanto. Otro rival, Joe Royle, le dijo que ese había sido el mejor gol que había visto nunca en Goodison Park, pero a Best no le hizo ilusión ninguna, seguía lleno de rabia.
En su autobiografía My Story, Cyrille Regis data los cantos de mono en 1977, cuando jugó su primera temporada en West Bromwich Albion. Fue en un partido fuera de casa contra el Newcastle. Se lo hacían cada vez que tocaba el balón y se convirtió en algo habitual en las siguientes temporadas. Admite que podía soportarlo todo, menos la canción «negro, negro, lame mis botas», por las connotaciones de supremacía colonialista que destilaba.
Un año después, cuando el citado Batson se unió a su equipo, con Laurie Cunningham y él eran tres negros sobre el césped. Aquello llamó tanto la atención que propició más agresiones racistas, como lanzarles plátanos. Sucedía en cada estadio que visitaban sin que la policía hiciera absolutamente nada.
«Cuando estaba en Cambridge yendo a Bradford al comienzo de la temporada, y después de un partido, casualmente hubo una manifestación del Frente Nacional en Bradford, y sus autobuses nos adelantaron en el camino de regreso. Cuando me vieron, una de las cosas que hacían era escupirme. ¡Era ridículo, me escupían – y estaban dentro de un autobús – ¡no eran gente muy inteligente! Un año, cuando fuimos al Chelsea, había miembros del Frente Nacional esperando que parara el autobús, porque teníamos tres jugadores negros en ese momento. Reflexionando, te hace preguntarte por qué lo aguantaste sin hacer nada al respecto – ya sabes, con la actitud de ‘bueno, estamos aquí, no nos van a echar’»
El canto del mono siguió durante los 80. Para unos servía de motivación, para Mark Bright, en cambio, era una presión añadida, «cinco mil personas detrás de la portería cantando negro esto, negro lo otro, es difícil jugar así». En el aludido libro de Gardland y Rowe, un aficionado del Arsenal lo recuerda así:
«Era muy habitual. Cada vez que un jugador negro tocaba el balón, se le abucheaba. Aunque el Arsenal tenía jugadores negros, la afición del Arsenal abucheaba a los negros del equipo contrario cuando recibían el balón»
La moda pasó rápido a Francia y, en los 90, se vio con frecuencia en España, en pleno auge de los skinheads neonazis. Al final de la década fue remitiendo y tuvo una aparición estelar aquella noche de 2004 en el Bernabeu. Tras ese escándalo, volvieron a escucharse en muchos campos, también del Este de Europa y Australia. Aunque existan múltiples campañas contra el racismo, muchos jugadores negros se sienten traicionados por las instituciones.
No es el único. Un editorial en Africa News se preguntaba cómo podía sancionarse con 25.000 dólares a la Federación española por los cánticos racistas durante el España – Italia de la Eurocopa y con 100.000 a Nicklas Bendtner en el mismo torneo por enseñar publicidad de una casa de apuestas en los calzoncillos. Entretanto, los estudios demuestran con los datos en la mano que los locutores deportivos, de todas las disciplinas, año tras año mantienen sesgos racistas en sus comentarios, destacando la inteligencia y estrategia de los jugadores blancos y la fuerza y resistencia de los negros.