No es usual si eres futbolista español. Dos apellidos que terminan con la letra «i» que serigrafiar encima del dorsal. Además lucen encima del marcial número 11, lo que supone sumar otras dos «íes» que, en mágico caligrama, te convierten instantáneamente en extremo izquierdo. Y zurdo. La diestra ahí, por simetría biológica. «Con el 11, ¡¡¡P-i-r-r-i M-o-r-i!!!», anuncia el speaker del Vicente Calderón para inflamar a la grada.
Onomástica con ritmo, aliteración. Candidez infantil en apelativo travieso a la que sumar la rotundidad de un barbarismo que parece una italianización. Pero algo chirría. Hay en los apellidos talentosa calle y orígenes silvestres; falta excelencia, un punto de temple. Es una idiotez irracional —lo mismo que Maradona diría que Maldini era demasiado bello como para ser futbolista— pero la conjunción de apellidos carece de musicalidad como para perpetuar a su titular como una gran figura del balompié.
Y encima el hipocorístico remite a míticos ecos merengues, un malicia si se quiere transitar por el enloquecido Atlético de Madrid de la 93-94. A ese toro mecánico aterriza el carbayón Pirri en plan promesa-incógnita, con veintidós añitos y con el cuerpo en tal ebullición que te da de sobra para entrenar sin dormir. Llegaba tras despuntar en el Vetusta y en el Oviedo grande gracias a su zigzag, a galopadas incontenibles y algún latigazo siniestro con resultado de gol. Por lo que acontecerá a su llegada a la capital, en el contexto de aquellos primeros meses lo más sensato hubiera sido llamar al del Libro Guinness. O a Ángel Cristo.
Procedente del Oviedo de Jabo Irureta, Marigil y Radomir Antic e hijo del histórico Armando Mori del Cánicas, al nuevo fichaje (Pirri a secas, lo de Mori se agregaría poco después) lo van a tratar de entrenar en su año de estreno —además de Jesús Gil— Jair Pereira (siete jornadas, fusilado tras un infausto partido contra el OFI Creta en UEFA), Cacho Heredia (cuatro encuentros, y eso que él fue el míster en la mítica remontada 4-3 al Barça de Cruyff, con 0-3 al descanso), Emilio Cruz (ocho, hasta una infame derrota contra el Rayo), José Luis Romero (seis, con descalabro 5-3 en el Camp Nou y con Koeman expulsado ¡desde el minuto 25!), Iselín Santos Ovejero (cuatro partidos, dinamitado tras un 0-4 contra el Zaragoza que un año después levantaría la Recopa) y, por último, el manso y verborreico Jorge D’Alessandro (nueve, para cerrar la temporada en el puesto 12).
Todos devorados por el cetáceo (imagen robada a Carmen Rigalt) presidente-alcalde-patrone, que también repartía estopa a la plantilla intramuros, siempre que su corpachón no se quedara encajado en la puerta del vestuario o su agenda laboral se lo permitiera: alimentar cocodrilos y guepardos en Burgo de Osma y deslomar equinos con los que debatir alineaciones. Como para que los futbolistas cogieran el tono o cierta regularidad. Barra libre de «indocumentados y facinerosos». A todos los niveles. Titular indiscutible, Pirri metió cuatro goles aquel año de debut y tuvo el privilegio de jugar junto a Moacir, Roman Kosecki o Mario de Oliveira Costa, alias Tilico.
Desde aquel tiempo nefasto e infausto para cualquier colchonero con vergüenza torera, Francisco José Mori Cuesta, alias Pirri Mori (Cangas de Onís, Asturias, 1970) se ha fijado en el disco duro de los aficionados con una santa trinidad hecha de guasa, ternura y pizcas de mito de barriada. Para los vecinos a orillas del Manzanares Pirri Mori simboliza al jugador español que apunta grandes maneras en club modesto (Pizo Gómez, Tato Abadía, Mami Quevedo, Pedro, Bustingorri, Torrecilla…), es fichado por arrebato en la espuma del momento, nunca explota, no es convocado jamás con la selección pese a atisbar la internacionalidad y juran que da lo mejor de sí en la oscuridad de la noche y sus etílicas leyendas urbanas (una conducta siempre dada a chascarrillos cuando no a insultos desde la grada).
Como si los forofos nunca hubieran pisado un bar y una escuadra de Primera División frecuentara la biblioteca de un convento. Por eso a la postre, y visto con la distancia de las dos décadas que ahora se cumplen de un hito insospechado, el indulgente atletista absuelve los presuntos pecados e impericias de Pirri Mori porque formó parte del elenco de una las mayores loterías de la historia del fútbol español: el doblete del año 96. Lo hizo como secundario. Pero ahí está. En banderines conmemorativos. En el póster que había en la garita del tipo de mono azul donde dejaba el coche tu padre o tu colega, ese que se compró un Kadett GT. En la orla, las caritas de Molina, Geli, Toni, Solozábal, Santi, Vizcaíno, Simeone, Caminero, Pantic, Kiko, Penev. Y Pirri Mori, con apenas mil minutos, veinticinco partidos y dos goles, uno de ellos en Copa contra el Mérida y el otro frente al Betis unos días después de haber ganado la Copa en Zaragoza gracias a la frente deforestada de Pantic en la prórroga.
Antes del histórico doblete, en el año 94-95 Pirri Mori tuvo otro trocito de gloria al mojar en el 1-4 a un pseudo-Barça de Cruyff (Angoy, Korneiev, Eskurza…) en Copa del Rey. Cómo definir el partido si el Tren Valencia marcó dos goles. Parece que YouTube hubiera suprimido el vídeo de aquel encuentro porque vulnera todas las leyes de la verosimilitud.
En esa liga, Pirri jugó veinticinco partidos (diecisiete como titular) y marcó cinco goles. En el último partido de aquella temporada horrorosa casi cae el Atleti a un playoff dantesco que disputaban antepenúltimo y decimosexto de Primera contra tercer y cuarto clasificados de Segunda. Una pelea de perros.
Hubo biscotto con el Sevilla en el colofón y el bueno de Pirri Mori contribuyó a tal película gore con una expulsión en el minuto 71. El Atleti iba ganando 1-2. Siete minutos después empataba su paisano Monchu. Con la UEFA asegurada, quiso Luis Aragonés no hacer sangre con su malhadado Atleti. Simeone aún sigue pidiendo calma y pases en horizontal a sus excompañeros del Sevilla. Que se besen.
No pasaron ni noventa días para que se empezara a obrar el prodigio, la carambola sideral. No del calibre del Leicester, pero sí que la sorpresa fue morrocotuda en la temporada 95-96. Aquella fue la primera en España en otorgar tres puntos por la victoria y también la pionera en que los jugadores lucieran el dorsal que les diera la gana —qué chachi, como en el Mundial—, y con el nombre coronando el número.
Así nacieron las tiendas oficiales de los clubes para vender camisetas con las que pasear en verano sintiéndose Roberto Baggio, David Platt o Pilipauskas. Al Atleti de junio del 95 llega el serbio Radomir Antic, que había dejado noveno al Oviedo de los talentosos Jankovic, Rivas, Mora, Prosinecki, Oli, Carlos y Jerkan, que además devoraban y se fumaban el postpartido en la discoteca El Antiguo de la ciudad donde casi nace Woody Allen.
Confiaban el décimo proyecto desde que llegó Jesús Gil a la presidencia —saldado con dos míseras Copas del Rey— a un serbio al que habían largado del Real Madrid cuando iba líder. Por jugar mal, justificó Ramón Mendoza. Como jugador pasó por el Zaragoza a finales de los setenta procedente del Fenerbahçe.
Dio el callo un par de temporadas con Boskov y Villanova, pero la memoria retiene mejor a coetáneos de más fulgor como Jorge Valdano, Barbas, incluso al paraguayo Amarilla. Con fama de dócil, parecía Antic contar con las tragaderas suficientes para capear las embestidas, arbitrariedades, insultos y caprichos del orondo Gil.
Pasando por alto su vínculo merengue, la afición nada le podía exigir al exyugoslavo, después de coquetear con el abismo y tras unos años entre el pitorreo y la desolación. Agarrar la UEFA, ganar un partidito al Real Madrid… Eso es todo, míster, y que dure usted tantas jornadas como pueda. Hete que el balón echa a rodar y el Madrid de Jorge Valdano no carbura.
El Barcelona, tres cuartos de lo mismo. Raro, raro, vía libre. Se da la circunstancia de que en verano Robert Prosinecki opta por jugar en el equipo azulgrana en vez de fichar por el Atleti (estaba casi hecho) con la coartada de «ganar títulos». Sonaba razonable. En el Atleti recala un volante serbio desconocido y barato que venía del potentísimo Panionios griego: Milinko Pantic. Visto lo conseguido por uno y otro, quedó en mal lugar la elección del croata, que se lesionaba viendo la tele.
Junto a Pantic se asomaron a la concentración en Los Ángeles de San Rafael otros chicos nuevos con la interrogante en el peto: Molina y Santi Denia recién descendidos, el españolista Roberto Fresnedoso, el veterano Penev, que había superado un tumor testicular, los exóticos Fortune y Biagini…
El Atleti se artillaba con muchos extraños cromos (otro verano más), aunque el bloque Solozábal, Vizcaíno, Caminero, Simeone y Kiko mantenía un traje tipo que no sonaba del todo mal. ¿Se deshilacharía con prontitud? Inesperadamente, desde la primera jornada los de Antic no pararon de exhibir un juego portentoso, a ráfagas primoroso. Tiren los antidepresivos al río. Esto va serio, regular.
Un fútbol total a oleadas. Repliegue y contraataque en hordas, con el portero de líbero. Destacaban todos, todos se ayudan. El equipo se compacta. Caminero, mejor que el mejor Kaká; Geli y Toni, puñales por la cal; Baresi se transfiguró en Solozábal; mientras, Kiko asistía aconsejado por Camarón, Simeone repartía arengas y patadas necesarias y el enclenque Pantic hacía magia con una camiseta tres tallas más grande.
Lubo Penev seguro que habló con Mefistófeles. Un rodillo rojiblanco al que no daban crédito ni continuidad los analistas. Ya caerá. No es alternativa. Pasan los domingos. Las jornadas caminan. Líder al acabar la primera vuelta. Físicamente como caballos. La distancia con el segundo se ensancha. El Rayo Vallecano da la patada a Valdano. El mejor del Barcelona es Meho Kodro; en la portería, el padre de Sergio Busquets se quema las manos con una plancha.
Al final, Cruyff se iría a falta de dos jornadas para echar el telón tras un empate a uno en Sarriá y el Madrid queda sexto. El Atleti gana al Salamanca agónicamente. Empata a uno en Tenerife con el exrojiblanco Aguilera echando el balón frente a una portería de cincuenta metros de ancho y sin cancerbero.
Solo falta doblegar al Albacete para consumar la proeza. Córner, gol de Simeone; sandía que cae del cielo, Kiko a la tronera. Campeones. Cabalgata, confeti. Hubo plaga de polillas aquel mayo del 96. Dicen que eran de todos los atletistas que desempolvaron banderas y bufandas… Se festejó con más intensidad que la Liga de Godín en el Nou Camp. De largo.
En tan opípara celebración se lo pasa de rechupete Pirri Mori, sentado en calesa. Antes lo estuvo en el banquillo todo el año. Wikipedia podría reseñar que pertenece al ínfimo porcentaje de jugadores que llegan a la élite en España, juegan en un equipo grande y pueden beber champán en la misma temporada dentro de dos copas encargadas por la LFP a una joyería. Un retruécano de cojones. Y viviendo los contrastes más brutales de un club bipolar.
El asturiano supone el eslabón entre una etapa espantosa (bastante antes de la caída al infierno en 2000) y un resurgimiento inesperado que se traduce en el único doblete en la historia del Atlético de Madrid. Caminó sobre el desfiladero para luego vivir un momento de cabalgata y opereta, con paquidermos y ponys en un inenarrable parade por el paseo del Prado, majorettes, éxtasis y calimocho.
Aquella Liga, ganada en el último partido al Albacete —y con el Valencia de Luis Aragonés, Mijatovic y Mazinho en el cogote— reivindicaba que el Atleti seguía vivo, que aún atesoraba esplendor tras sus mil calamidades y que regresaba por fin a la nobleza pese a la incompetencia supina de su directiva. Poco a poco el espejismo se hizo añicos. La piedra de Sísifo volvió a rodar paseo Imperial abajo.
De entrada, en la 96-97 y con los refuerzos de Bejbl y Esnáider, el Atleti vio como el Real Madrid celebraba el alirón en su cara (y en el Bernabéu) y cómo el Ajax le descabalgó de una Champions que mereció y a la que solo se clasificaban los campeones de Liga (Auxerre, Juventus, Oporto…). Doblegó al Borussia Dortmund aquí y allí con un juego primoroso y fue Van der Saar quien le privó de la Orejona guardando la cancela del Ajax.
Inmediatamente tras fallar el penalti y enajenado de frustración, Esnáider vio la tarjeta amarilla por lanzarle al portero holandés una patada con más saña que Cantona a aquel hooligan del Crystal Palace. No creo que se haya dado nunca en la historia del fútbol un doble suicidio tan idiota. Solo seiscientos setenta días después de aquel salto de kung-fu, la víspera de la lotería de Navidad la Guardia Civil copaba las escaleras que conducen a las oficinas del estadio.
Intervención judicial. Ordenadores en convoy. Cajas, papeles. Escándalo. Un tipo llamado Rubí Blanc llega para meter en vereda económica a un club que se desguaza, lleno de mentiras. Gil al calabozo. Rainieri (el del Leicester) se apea del barco. Nadie cobra. Ni Valerón, ni los torpes paraguayos de la defensa que no ven tarjetas, ni Solari, ni Hasselbaink, ni el virtuoso Venturin… Al hoyo.
Antic, triste paradoja, desciende a Segunda. Lo nunca visto. Encima frente a su Oviedo. Con un penalti que detiene Esteban, otro que luego denunciará impagos estando en el Atleti en la temporada 2002-2003 y que contagiaría una desidia generalizada que provoca que el equipo se quede a las puertas de clasificarse para la UEFA. De estos desastrosos vaivenes ya no es testigo Pirri Mori, que tras el doblete fichó por el Compostela, luego recalaría en el Mérida y abrocharía su carrera en el Burnley inglés sin siquiera pisar los treinta años.
Seguro que en estos años de entronización y salida en palio por Madrid Río del Cholo Simeone (las Champions perdidas también son dolorosísimos logros), a Pirri le preguntarán sus allegados cómo fue compartir vestuario y gloria con el argentino, que vivió un Atleti tan claroscuro como Caravaggio y que, ya convertido en entrenador rojiblanco desde diciembre de 2011, ha trazado un camino, deportivo y empresarial («si se cree y se trabaja, se puede»), que ha sentado las bases del futuro de un club para los próximos cincuenta años. Un turning point de coraje y corazón, del mismo modo que antes hicieron Cruyff en el Barça o Sacchi en el Milan. Todo el que venga tendrá que acarrear sobre los hombros ese legado de compromiso y juego feo competitivo.
Cuando recuerdas ese doble apellido con apelativo cariñoso en cualquier antología de bar, los veteranos de grada coinciden en aglutinar su figura en apenas tres chispazos. «Jajaja Pirri Mori, ¡qué grande! Buena zurda. Dicen que le gustaba la juerga». Y a quién no. Una Liga. Una Copa. Con el número once, Pirr1 Mor1.
Un poco fantasma el autor sí que es, el partido contra el Ajax fue cuartos de final, con la Juve acechando en semis. Si se basa en la premisa que ganó al Borussia y que a la postre fue el campeón pues es sin duda una paja mental en toda regla.
Gracias Javier por hacerme recordar una época atlética que guardo con mucho agrado.