Historia del tenis

Michael Chang, Ivan Lendl y el saque de cuchara: historia de un milagro adolescente

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Michael Chang en la final de Roland Garros de 1989. Foto: Cordon Press.
Michael Chang en la final de Roland Garros de 1989. Foto: Cordon Press.

En el principio fue Aaron Krickstein. La cinta en el pelo y la melena rockera, salida de alguna película ochentera de Martin Scorsese o de algún concierto de los Scorpions. Krickstein, campeón en Tel-Aviv dos meses después de cumplir los dieciséis años y en octavos de final del US Open 1983 antes de los diecisiete. En 1984, un paso adelante: el Top Ten, los honores compartidos con los grandes ídolos americanos: Jimmy Connors, John McEnroe… Multitud de ofertas publicitarias y la sensación de que todo había quedado viejo al paso de este adolescente.

Krickstein dio el pistoletazo de salida pero se quedó estancado a los pocos metros. Con veinte años, aún en 1987, su progresión se detuvo y los nuevos bólidos, los nuevos clones, empezaron a adelantarlo por la derecha: el primero, por supuesto, Andre Agassi, el chico de Las Vegas apadrinado por Nick Bolletieri y su academia de tenis, la fábrica de talentos donde Agassi competía con Jim Courier, con su odiado Jim Courier, talento frente a fuerza bruta, arte frente a una mentalidad de hierro.

Agassi asomó la patita con diecisiete años y se consagró con dieciocho: en 1988 no solo acabó como número cinco del mundo sino que ganó seis torneos ATP y jugó las semifinales de Roland Garros y del US Open. Era el producto perfecto, el eslabón entre una estética aún ochentera de melena con laca y el gamberrismo noventero, grunge, que se iba fraguando en los garajes de Estados Unidos. El hombre que todo publicista querría tener en su anuncio y que Nike no iba a dejar que pasara de largo.

En los famosos cuartos de final de 1989 contra Jimmy Connors en pleno Flushing Meadows, un espectador lo dejó claro a gritos: «Vamos, Jimmy, él es un punk, tú eres una leyenda».

Y es que a Agassi no le costaba nada ganar partidos pero le costaba más ganarse el respeto del aficionado. No era visceral como McEnroe, no era calculador como Lendl o Wilander, y no era preciosista como Edberg. Ni siquiera tenía la contundencia ni la arrogancia de Becker.

Después del éxito de 1988, Andre preparó a fondo la siguiente edición de Roland Garros. Si había algún estadounidense que pudiera ganar el torneo después de treinta y cuatro años era él. El recuerdo de Tony Trabert en 1955 quedaba demasiado lejano. Ashe fracasó, Connors fracasó y McEnroe se topó con Lendl. Nada que hacer.

Michael Chang (Foto: Cordon Press)

Con todo, no era ni mucho menos el favorito en una edición que se presentaba sorprendentemente abierta: Lendl empezaba algo parecido al declive, Becker y Edberg no tenían un juego que se adaptara bien a la tierra batida, Muster estaba aún un poco verde y en los torneos preparatorios la gran sorpresa había sido el argentino Alberto Mancini, vencedor en Montecarlo y Roma, en este último, precisamente, ante Andre Agassi. Otros nombres que sonaban eran los de Horst Skoff, finalista en Hamburgo, y el eterno ecuatoriano Andrés Gómez.

Mancini llegaría a los cuartos de final, confirmando su buen momento de forma. Los otros tres no pasaron de tercera ronda. La derrota más dolorosa con diferencia fue la de Agassi ante Courier. Bolletieri eligió ese día el palco equivocado y Jim no se lo perdonó. Consciente de su inmenso potencial pese a no tener ni veinte años, decidió irse con José Higueras, exjugador español que fuera semifinalista un par de veces en Roland Garros y uno de los entrenadores clave para entender la década de los noventa en el tenis mundial.

Antes de eso, Higueras tenía sus propios problemas de los que ocuparse y el principal era convencer a su pupilo, Michael Chang, de que no era peor que Agassi, Courier o Krickstein. Después de trabajar duro con él en la primavera de 1989, le lanzó un reto: «Si sigues así, puedes llegar a ganar Roland Garros el año que viene». «¿El año que viene?», contestó Chang, «¿y por qué no este año?». Higueras sonrió entre satisfecho y sorprendido.

«No hay ninguna manera de que puedas hacerme daño»

Michael Chang no hacía anuncios. Ni siquiera para la inmensa comunidad asiática de Estados Unidos, que podría verlo como un ejemplo de integración y superación. Chang no era Agassi en lo publicitario, no pretendía parecerse a Axl Rose y apenas sonreía en la cancha. Hijo de taiwaneses exiliados, valga la redundancia, Michael ni siquiera se sentía del todo americano. Nunca le habían tratado como a uno más: pequeño, flaco, con cara de niño, su desarrollo personal y profesional había sido una carrera de obstáculos que había conseguido librar a base de perseverancia y empeño.

Y, sin embargo, pese a la ausencia de titulares o portadas de Sports Illustrated, la carrera de Michael Chang era algo más que notable: con quince años, no solo se había conseguido meter en el cuadro de individuales del US Open sino que había ganado su primer partido, el jugador más joven en lograrlo. Justo después de los dieciséis, como hiciera Krickstein, se alzó con el torneo de San Francisco contra el temible Kriek. Ahora, con diecisiete y unos pocos meses, afrontaba Roland Garros entre los veinte mejores jugadores del mundo y como cabeza de serie número quince.

El problema era el de siempre: nadie le tomaba en serio. Le veían en la cancha, tan frágil, tan vulnerable, tan niño, que parecía imposible que llegara a algo. En primera ronda ya cedió un set, ante el belga Masso, pero en segunda pasó por encima de otro adolescente americano, un chico llamado a hacerse a sí mismo fuera de los Bolletieri y los Higueras: Pete Sampras. Sampras, también con diecisiete años para dieciocho, tenía muchas cosas en común con Chang: nadie creía tampoco en su talento.

Sacaba bien, tenía una buena derecha, pero su movilidad en el campo y su conocimiento del juego dejaban mucho que desear. Los dos hijos de inmigrantes —como Agassi, por cierto—, se habían hecho amigos en las concentraciones nacionales y a menudo jugaron juntos en dobles en categoría juvenil.

Aquel día, sin embargo, no hubo concesiones: uno era el 19 del mundo y el otro luchaba por aguantar entre los cien primeros. El resultado fue elocuente: 6-1, 6-1 y 6-1 para Chang, un marcador que, obviamente, no se volvería a repetir.

Ivan Lendl (Foto: Cordon Press)

En tercera ronda, Francisco Roig no fue tampoco rival para el estadounidense, que se coló así en la segunda semana del torneo cual cordero a punto de ser degollado, esperando el choque que le aguardaba el lunes 5 de junio de 1989 contra Ivan Lendl, el gran dominador de la tierra batida y sempiterno número uno de la ATP. Apenas un año atrás, ambos se habían enfrentado en una exhibición disputada en Des Moines, Iowa. Chang, como hemos dicho, era entonces ya un jugador pujante y Lendl había dejado momentáneamente su trono en manos de Mats Wilander. Aun así, el partido fue un paseo: 6-1 y 6-2 para el checo.

Aunque Lendl no era el tipo más simpático del vestuario, tuvo el gesto de acercarse a Chang después del partido, cuando aún estaba con su familia. «¿Quieres saber por qué has perdido hoy?», le preguntó. «Para empezar, no tienes saque. Y desde luego no tienes un segundo servicio decente. No hay ninguna manera de que puedas hacerme daño. Puedes correr mucho, pero más te vale desarrollar un arma que te permita sobrevivir en la pista cuando juegues conmigo. Si no, seguiré haciendo contigo lo que me dé la gana».

Chang escuchó pacientemente, asintió y aprendió. Al año siguiente se presentaría con muchas más armas de las que Lendl podría imaginar.

Bolas altas, calambres y un checo fuera de sus casillas

Cuando se recuerda la victoria de Michael Chang en Roland Garros, la gente suele mencionar la final contra Lendl… solo que no fue una final, simplemente un partido de octavos. Probablemente, eso sí, el mejor partido de octavos de la historia. Durante dos sets, Lendl cumplió su profecía e hizo lo que quiso con el estadounidense. Llegó a ponerse break arriba en el tercero y solo la imagen televisiva de los dos ya lo decía todo: uno, cabizbajo, con esos aires desgarbados de niño recién salido del colegio, y el otro, imperial, altivo, musculoso, con la mirada perdida en el objetivo que le acompañaría toda su carrera.

Solo que de repente algo cambió: Chang se convirtió en el muro que sería durante los siguientes catorce años. Obligando a jugar siempre una bola más a Lendl y variando las direcciones de los golpes, Michael consiguió remontar el tercer set y forzar un cuarto. Habían pasado ya dos horas y media y el partido en realidad empezaba: a Chang le gusta decir en las entrevistas que fue todo culpa de Dios y de la motivación tras ver los tanques en Tiananmén justo el día anterior, pero Dios, si juega, juega para todos y la motivación en un Grand Slam va de suyo.

Pasó algo más: Lendl se volvió loco. Lo insólito de la situación es que Lendl nunca se volvía loco, como mucho volvía locos a los demás. Tras perder su primer set en todo el torneo, el checo empezó con su tic de arrancarse pestañas y a discutir con todo el mundo: los jueces de línea, el de silla, los espectadores… No es que el servicio de Chang hubiera mejorado mucho en un año, pero las bolas de break pasaban y no era capaz de aprovechar ninguna.

Quedaba el físico, por supuesto. La superioridad evidente del checo y los calambres que empezaban a cebarse con las piernas del estadounidense. Con 5-3 y saque para cerrar el cuarto set, Chang se dio cuenta de que no podía más y empezó a tirar bolas altas al campo contrario. Nunca se había visto algo así y probablemente nunca se verá: Lendl golpeaba con todas sus fuerzas y el otro se limitaba a tirar un globo tras otro para poder recuperar el aliento en medio. Globos precisos, altos pero largos, que hacían que Lendl tuviera que golpear casi desde la publicidad del BNP.

El público empezó a silbar pero Chang no entendía de silbidos sino de supervivencia: con ese juego desesperante ganó el cuarto set y se puso 2-0 arriba en el quinto. Una de las mayores sorpresas de la historia del tenis estaba a un paso de producirse cuando los calambres subieron un grado, el dolor se hizo insoportable y Chang, directamente, dejó de correr.

Lendl ganó su servicio y se acercó 2-1. En el siguiente juego, rompió para poner el 2-2 en el marcador. Un abatido y dolorido Chang se acercó al juez de silla con la intención de dar el partido por acabado. En mitad del camino lo pensó mejor y se dio la vuelta. «Tengo diecisiete años, si la primera vez que me encuentro en una situación así, me retiro, ¿qué haré la cuarta o la quinta? Retirarme también».

Contra todo pronóstico, Chang rompió el saque de Lendl para el 3-2 y, aunque cediera su siguiente saque, consiguió un tercer break en el set para situarse con 4-3. Nos acercamos al juego que quedará para la historia.

El saque de cuchara que no se volvió a repetir

Después de perder su servicio dos veces seguidas, Chang tenía que hacer algo para romper la dinámica. Por juego y por condición física, Lendl era superior, pero el marcador estaba de su lado y la ansiedad seguía consumiendo al checo, completamente desquiciado. Con 15-30 para Lendl, Chang decide recurrir a un truco que Agassi utilizaba mucho cuando era cadete. Un truco de aficionado, de partido de urbanización de vecinos: inicia la rutina del saque, hace el gesto de levantar la bola y la raqueta, pero de repente detiene el movimiento y saca de abajo arriba. Una cuchara, como se llama en el argot.

La bola bota en el cuadro de saque contrario y Lendl se ve obligado a correr para alcanzar lo que acaba siendo una dejada. Queda expuesto en la red y Chang le pasa con una derecha maravillosa. Nadie se lo cree: la gente se lleva las manos a la cabeza mientras ríe y aplaude y Lendl mira al juez de silla con cara de «haz algo, por favor, lo que sea pero haz algo» mientras Chang, por fin, cierra los puños y se anima a sí mismo en el centro de la pista ante el jolgorio general.

No quedaría ahí la cosa: Chang ganó su servicio y consiguió dos bolas de partido contra el servicio de Lendl. Desde tiempo atrás venía adelantándose mucho para restar, algo parecido a lo que hace Federer ahora, de manera que, si se hace bien, el resto le pilla al rival completamente descolocado. Cuando el checo falló su primer servicio, Chang directamente se colocó a un metro del cuadro de saque. Aquello era inaudito y suicida. El público empezó a silbar lo que consideraba directamente una insolencia y Lendl volvió a protestar, no tanto por la posición de Chang, allá se las componga, sino por el griterío que estaba provocando y que le impedía concentrarse en el saque.

Por supuesto, la historia acabó en una doble falta. No podía ser de otra manera.

El resto, ya lo saben: Chang ganó en cuartos a Agenor y en semifinales a Chesnokov, en ambos casos remontando un set en contra. Cuando jugó la final contra Stefan Edberg, tiró de nuevo de épica: con dos sets a uno abajo, salvó hasta once bolas de break en la cuarta manga para acabar llevándosela en la primera que tuvo a favor.

No solo eso: Edberg empezó el quinto set con un 2-0 a favor que parecía que iba a poner las cosas en su sitio pero no ganó ni un juego más. A los diecisiete años y tres meses, Michael Chang se proclamaba campeón de Roland Garros justo el día después de que otra adolescente, Arantxa Sánchez-Vicario, se llevara por delante a Steffi Graf.

Los tiempos estaban cambiando y no se sabía hasta qué punto. Tan horrorizado quedó McEnroe cuando vio las tácticas de Chang que dijo: «Como haga lo mismo en Wimbledon y gane, prometo quitarme los calzoncillos en plena pista central». El recibimiento de Ivan Lendl fue mucho más parco: «Buen torneo, Michael. Enhorabuena».

La historia de estos adolescentes americanos siguió, pero Chang rara vez fue un elemento protagonista: al año siguiente, 1990, como campeón, cayó en cuartos de final ante Andre Agassi, que iba rumbo a la primera de sus finales perdidas en París después de derrotar por fin a Courier, el mismo que ganaría Roland Garros dos veces y el Open de Australia otras dos antes de verse superado por la tormenta Pete Sampras, sus catorce torneos del Grand Slam y el récord por entonces de semanas en el número uno.

Michael Chang (Foto: Cordon Press)

¿Qué fue de Michael? Luchó, que es lo que sabía hacer. Se mantuvo entre los diez primeros del ranking varios años y volvió a jugar tres finales de Grand Slam pero las perdió las tres, una de ellas otra vez en Roland Garros ante el intratable Thomas Muster. Higueras se fue con Courier, montó una academia que superó a la de Bolletieri e incluso Federer recurrió a él en 2008, cuando veía que la lucha contra Nadal se hacía cada vez más imposible. Duraron juntos pocos meses.

Aquel partido contra Lendl quedará para siempre. Dice Chang que con el tiempo se han hecho amigos, que pescan juntos y hablan de muchas cosas, pero que nunca ha sacado el tema de aquel saque de cuchara ni aquel resto suicida al filo del reglamento. Lendl, por su parte, cumple su papel de cascarrabias: «Fue un partido más, no le veo nada especial. Muchas veces perdí contra rivales inferiores que luego no sabían dar continuidad a su éxito. La diferencia es que esta vez Michael sí supo».

No es poca diferencia, desde luego. Ojalá, podría pensar Krickstein, hubiera tenido él una oportunidad así y la hubiera aprovechado de la misma manera. El asunto, después de todo, no era llegar antes, sino llegar a tiempo.

2 Comentarios

  1. «Vamos, Jimmy, él es un punk, tú eres una leyenda». Nivel de inglés del autor: Alto.

  2. Jose Fernández Barahona

    Maravillosa narración. La historia de como Chang le dio la vuelta al partido con Lendl a fuerza de creer en si mismo y de utilizar tácticas que cualquiera hubiera calificado como descabelladas, le hicieron adueñarse del curso del partido y conseguir la victoria no solo en un partido sino también en los siguientes hasta conseguir la victoria nada mas y nada menos que Roland Garros.
    “Creer es Poder”

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