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Julius Erving, el primero en volar, en ser un icono publicitario y… un mito sexual (por el tamaño de sus dedos)

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Julius Erving (Foto: Cordon Press)

A menos que tengas la entrada para demostrarlo, probablemente nunca has visto a Julius Erving cuando cambió el deporte del baloncesto.

Ojalá existiera un Ministerio del tiempo para el baloncesto. Me encantaría formar parte de un equipo de agentes que viaja al pasado para que la historia del baloncesto se desarrolle tal y como la conocemos. Por ejemplo, evitar que Wilt Chamberlain tomara una copa más en su loca noche anterior a anotar 100 puntos, observar con impotencia a Len Bias metiéndose una raya tras otra en su última velada o evitar que Michael Jordan resbalara como Byron Russell en la penúltima jugada de la final del 98.

En definitiva, misiones para que los pilares sobre los que se construye el imaginario del baloncesto profesional se mantengan inalterables. Pero hay instantes que desencadenan consecuencias que no son fáciles de advertir y que indirectamente desembocaron en el citado tiro ganador de Jordan del 99 o en la propia existencia de Kobe Bryant o en LeBron James.

Como aquel verano de 1971, en las canchas de Rucker Park, donde el boca a boca sobre lo que allí se estaba viendo creó una expectación sin precedentes, con centenares de curiosos atraídos por los rumores que se subían a los árboles y se descolgaban por azoteas y cornisas para poder contemplar en persona las evoluciones de un fenómeno desconocido: hablamos de cuando irrumpió Julius Erving en el mundo del baloncesto.

Hoy, cuando mediante una simple consulta por internet podemos ver hasta vídeos de entrenamientos de nuestras estrellas favoritas cuando aún ni tenían pelos en las piernas, nos resulta difícil de comprender la conmoción que supuso para los espectadores de los partidos callejeros el despliegue físico y de fantasía de Erving. No estaban preparados para asimilarlo. Pero, ¿tan bueno era? Si por algo se distingue la NBA, a diferencia de otras ligas —y otros deportes—, es que ofrece el reconocimiento que merece a sus estrellas ya sea en los highlights o mediante documentales retrospectivos como el que nos ocupa: The Doctor (NBA Entertainment, 2013), que todo interesado en las figuras míticas del deporte, no solo del baloncesto, debería ver.

Con un enfoque más cercano a la hagiografía que al reportaje deportivo, intercalando fotografías, vídeos y entrevistas, The Doctor recorre la vida de Erving, una vida que parece dictada siguiendo el prototipo del sueño americano: criado con dramáticas dificultades económicas y familiares pudo llegar a las más altas cotas de reconocimiento profesional y popularidad (y ganar mucho dinero, también), y todo ello sin perder el optimismo y las ganas de vivir por las tremendas desgracias personales que ha tenido que padecer.

En definitiva, nos muestra la manida dimensión humana de las estrellas del deporte. Pero hay casos en los que la dimensión humana es sinónimo de dimensión trágica. ¿Se imaginan que al máximo goleador de la liga de fútbol española lo secuestraran en plena liga? Pues eso ocurrió.

¿O que en el caso de un jugador de baloncesto que ha sido MVP de la ACB, campeón olímpico e incluido en el mejor quinteto rookie en la NBA, su madre, su hermana y su novia fallecieran en un accidente de coche cuando iban a ver un partido suyo? Esto también sucedió.

¿Y que al mejor jugador de la historia de la NBA le asesinen a su padre a tiros y provoque su retirada en la cumbre de su carrera? Etc… Las tragedias también les tocan muy de cerca a las estrellas del deporte y Erving puede contarlo en primera persona.

Aún hoy, tantos años después, durante el documental conmueve comprobar cómo rompe a llorar cuando recuerda las últimas palabras que intercambió con su hermano menor, al que en ausencia de su padre (huérfanos desde que Erving tenía seis años: otro drama) había asumido el trabajo de protegerlo, y que murió a los dieciséis años solo tres meses después de que le diagnosticaran lupus.

Es uno de los momentos más intensos y emocionantes: Erving, con lágrimas en los ojos tras compartir esos dolorosos momentos, al ver la cámara de repente recuerda que lo están entrevistando. Y eso que la mayor parte de la charla se entabla en el escenario favorito en estos casos y poco acogedor y propicio para las confidencias: una incómoda silla en mitad de una cancha desierta.

Su infancia podría hacer palidecer a muchos personajes de Dickens: padres separados cuando era muy pequeño, huérfano a los seis años, la madre trabajando duro para sacar adelante primero a tres y tras la trágica muerte de su hermano, a dos… Así que cuando le llegó una oferta profesional, en la ABA, no fue una decisión difícil: su madre ganaba entre seis mil y ocho mil dólares al año y le ofrecieron ciento veinte mil por cuatro años.

Su oportunidad le llegó por casualidad: por aquel entonces, Erving cursaba su tercer año en una universidad discreta (donde había llegado también con mucha fortuna) aunque sus números no lo eran (27 puntos y 20 rebotes por partido). Pero donde realmente destacaba Erving era en un lance del juego prohibido por entonces en la NCAA: los mates. Así que sacó todo su repertorio en el mítico playground de Harlem.

Fue tan fabulosa su actuación y tan sonoros los ecos de los afortunados que pudieron ver aquel despliegue de juego inédito que los Virginia Squires de la ABA lo ficharon prácticamente a ciegas. Nada más llegar se convirtió en la estrella absoluta de esa liga, donde fue MVP en tres ocasiones y ganó el campeonato.

No nos engañemos: la NBA a principios de los setenta era un puto coñazo. Donde estaba la acción y la espectacularidad era en la ABA. Pero como en el caso del VHS y el Beta, no siempre triunfa lo que es mejor, sino lo que se vende mejor. La ABA tenía línea de tres, animadoras, balón tricolor y a Erving, con sus vuelos interminables y su formidable peinado afro. Durante años deslumbró al mundo… que lo pudo ver.

La ABA se desangraba sin contrato televisivo ni afluencia a las gradas. Es realmente triste que los mejores años del mejor jugador del mundo del momento pasaran prácticamente inadvertidos para el gran público. Las fotografías, los escasos vídeos y los testimonios que ilustran The Doctor solo permiten intuir la verdadera dimensión del espectáculo que era disfrutar del Dr J en cancha.

Finalmente, cuando la ABA se fusionó con la NBA, volvió a ser MVP y llegó a ganar el anillo, pero había perdido sus mejores años a nivel físico en una liga sin visibilidad. Y además, cuando estaba en condiciones de haber creado una dinastía en la NBA, se cruzaron en su camino los dos mejores jugadores de los ochenta, Larry Bird y Magic Johnson, al frente de los equipos que marcaron la pauta en esa década y coparon ocho de los diez anillos disputados.

No obstante, fue Erving y no Michael Jordan el primero en hacer mates increíbles, en volar, en convertirse en un icono publicitario —el primer icono publicitario afroamericano, además—, en ganar títulos colectivos e individuales siendo el más vistoso, y ser un icono sexual tal vez por el mito que siempre ha llevado aparejado tener unas manos gigantescas como las suyas.

Aún hoy, cuando en el documental comparan dos imágenes separadas más de un cuarto de siglo frente al pabellón de los Sixers, Erving sigue desprendiendo esa elegancia insolente que lo caracterizaba, pero a pesar de esa imagen arrogante, cuando jugaba no lo era en absoluto. Te podía hundir el balón en la puta cara, aunque sus gestos y modales casi te empujaban a decirle «gracias de corazón por posterizarme», estrecharle la mano y pedirle la camiseta.

The Doctor también está trufado de numerosas gestas deportivas y jugadas imposibles, pero donde más énfasis se hace es en transmitir la imagen de héroe vulnerable, que no es infalible (perdió varias finales tanto en la ABA como en la NBA), alguien con el que te puedes identificar. Y admirable incluso en la derrota: en su primera final en la NBA, su equipo se vino abajo tras ir ganando la serie por 2-0.

Resulta que tras una monumental tángana, los Blazers se fortalecieron mientras que los Sixers perdieron la concentración y, posteriormente, la final por 2-4. El vestuario de los Sixers nada más acabar el último partido era un polvorín, se hablaba de ir a darles una paliza a los Blazers, pero Erving hizo prevalecer su ascendiente sobre la plantilla y les dejó ir pero a felicitar a los campeones.

Otra anécdota que sirve para ver el tipo de persona que era: siendo ya una estrella de la NBA, le llamó un jugador universitario con gran proyección que no tenía claro si ingresar ya en la liga. Dr J, en lugar de despacharlo telefónicamente, le invitó a su casa para pasar un fin de semana y hablarlo con calma.

Tiempo después, aquel rookie, que se llamaba Magic Johnson, en el sexto partido de la final de 1980 entre el equipo de Erving, los Sixers, y los Lakers, culminaba una actuación antológica jugando en las cinco posiciones en pista, ganando el anillo y el MVP de la final. Aquel universitario tímido que acogió en su propia casa le hizo un hijo de madera. No obstante, dos partidos antes, Erving realizó una de las mejores jugadas de la historia de las finales de la NBA.

Imagen: NBA ENTERTAINMENT
Imagen: NBA ENTERTAINMENT

Las mismas lágrimas que no escatima cuando recuerda hechos dolorosísimos en su vida, las derramó cuando, en su última temporada, toda la NBA le rindió homenaje. Todos los campos le dedicaron regalos y palabras de sus hombres más destacados, rivales del Dr J que reconocían su increíble talento e incalculable legado. Basta ver la extraordinaria ovación que recibió la última vez que abandonó la cancha, con todo el estadio en pie, ¡y estaba jugando como visitante!

¿Tanto trascendió la figura del Dr J? como se ve en el documental, cuando Erving entra en una floristería de Long Island, una dependienta digamos, siendo amables, de mediana edad no le reconoce físicamente, pero cuando mencionan su nombre sabe quién es: «¿Eres de verdad ?». O si no, vean otra opinión recogida en The Doctor: «Cuando se retiró lo hizo con mucha clase y dignidad y con todo el respeto del público. Y eso es algo que incluso si nunca gano un campeonato de la NBA o un MVP o lo que sea es algo que me encantaría tener al dejar el deporte». Esto lo dijo en 1988, ojo, un tal Michael Jordan.

En fin, Erving fue un hombre increíblemente elegante tanto en su aspecto físico como en sus modales en la cancha, que no duda en llorar si lo necesita delante de una cámara o treinta mil espectadores. Y esto ya como opinión personal: un tipo que ha lucido satisfactoriamente un peinado imposible y ha partido la pana llevando abrigos rosas forrados con borreguito merece respeto reverencial.

Como decíamos al principio, si se hubiera roto la pierna en aquel playground, o hubiera llegado tarde o, en resumen, como dice LeBron: «Si no hubiera existido el Dr J, Michael Jordan no habría tenido a quién admirar y no le habríamos tenido a él, o a tipos como yo que admiramos a Jordan». Aquel verano, en Rucker Park, una de las canchas más famosas del basket callejero, se forjó el baloncesto contemporáneo. A falta de una puerta que nos transporte en el espacio-tiempo hasta allí, pueden revivirlo en The Doctor.

Un comentario

  1. DOC, A LOT OF CLASS

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