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Cuando el suplente del suplente del Barcelona nos dio el Mundial de baloncesto

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Marc Gasol en el España - Grecia de 2006 (Foto: Cordon Press)
Marc Gasol en el España – Grecia de 2006 (Foto: Cordon Press)

Cuando llevas desde los diecinueve años pidiéndole al mundo que te espere, lo normal es que a los veintiséis el mundo se haya cansado un poco de ti. No importa que juegues en la NBA, que hayas ganado una plata y un bronce en sendos europeos o que hagas mil anuncios… a la generación del 80, la generación de oro, se le pedía exactamente eso, el puesto más alto del pódium y sin excusas, como si nada.

Corría julio de 2006 y el aficionado español venía de la habitual decepción futbolera en Alemania. La Sexta ni siquiera mandó al Koala a cantar «Opá, vamoaganálmundiá» sino que rescató a Andrés Montes de Canal Plus y le acompañó de un montón de caras nuevas que chocaban con las veteranas de Iturriaga y De la Cruz. Sorprendentemente, la combinación funcionó.

Después de todo, los equipos son eso: piezas que encajan. No cualquier pieza porque no da igual una dama que un peón, pero siempre dentro de un sentido, un orden, una planificación… o, a veces, lo contrario, dentro de un caos, una serie de imprevistos que hacen que las cosas finalmente cuadren sin saber muy bien por qué.

Pepu Hernández recibió de Mario Pesquera un equipo ya hecho en lo esencial pero con algunos traumas competitivos como grupo: en 2005, una canasta de Nowitzki les había dejado fuera de la final del Eurobasket y en el partido por el bronce, Francia dio una exhibición de las que duelen.

En el pasado quedaba un juego exquisito en Atenas 2004, con derrota en el partido clave, lo mismo que en Suecia 2003 y algo parecido a lo que sucedió en Indianápolis 2002, aunque aquel equipo estaba en pañales y tenía excusa.

Juan Carlos Navarro (Foto: Cordon Press)

Lo dicho: a estos chicos se les esperaba pero no llegaban. Para aquel verano, Pepu convocó a José Manuel Calderón, Carlos Cabezas, Sergio Rodríguez, Juan Carlos Navarro, Berni Rodríguez, Álex Mumbrú, Rudy Fernández, Carlos Jiménez, Felipe Reyes, Fran Vázquez, Jorge Garbajosa y Pau Gasol. Aunque el exentrenador del Estudiantes no podía presumir de títulos en su currículum —solo una Copa del Rey, en 2000, con Jiménez y Reyes en el equipo— sí tenía fama de formar jugadores y grupos.

Su equipo había sido finalista de la ACB dos años antes, llegando a un quinto partido ante un Barcelona que le triplicaba en presupuesto y cargándose al Madrid y al Baskonia en rondas anteriores.

Pepu era un motivador con aires de hombre sencillo. O eso parecía. En realidad, de sencillo tenía poco, a veces podía ser incluso obsesivo, y su trabajo no se lo tomaba nunca a la ligera, mucho menos desde el plano táctico.

La selección de doce no sorprendió a nadie. Eran los doce mejores jugadores del baloncesto español puesto por puesto. Para completar la concentración y tener margen en caso de lesiones, Hernández convocó a Jordi Trías y Eduardo Hernández-Sonseca, que venía de su mejor temporada desde que volviera al Real Madrid, club donde se había formado.

Trías y Sonseca coincidían en ser jugadores grandes, con talento y a la vez capacidad de trabajo, y su presencia mejoraría los entrenamientos. Todo estaba en orden hasta que los problemas de lumbalgia de Fran Vázquez empeoraron y al chaval no le quedó otra que marcharse a casa.

Sergio Rodríguez (Foto: Cordon Press)

No es disparatado decir que esa lesión cambió la historia del baloncesto español: Vázquez tenía por entonces veintitrés años, era un portento físico lleno de talento ofensivo y el verano anterior había rechazado irse a la NBA —los Orlando Magic le habían elegido con el número once en el draft— para fichar por el multimillonario Akasvayu Girona, donde había jugado una temporada excelsa.

Con Felipe en eterna sospecha por su supuesto limitado repertorio técnico y Garbajosa más acostumbrado al tiro exterior, la presencia de Vázquez por dentro ayudando a Gasol parecía clave. Su ausencia, demoledora.

La selección ya tenía dos invitados listos para sustituir cualquier baja. Los dos, además, pívots puros. Sin embargo, el comité técnico de la FEB tomó una decisión insólita y que se entendió con dificultad: llamar a Marc Gasol, un chico de veintiún años que había destacado moderadamente en las selecciones inferiores, se había criado en institutos de Memphis, a rebufo de su hermano mayor… y había fracasado sin paliativos en su andadura por la liga ACB, marginadísimo por Dusko Ivanovic en el Barcelona en beneficio de Kakiouzis, Marconato, Fucka… y el propio Trías, con quien tenía que jugarse ahora un puesto para el Mundial de Japón.

Marc siempre había tenido que superar dos estigmas: el primero, por supuesto, era su apellido, la eterna comparación con el espigado hermano que triunfaba en América. El segundo era la lucha contra el sobrepeso, lo que provocaba burlas y cánticos insultantes en muchas canchas.

Nadie podía imaginar que un chico que había jugado doscientos diez minutos en toda la temporada anterior mereciera un puesto en una selección que aspiraba a todo. Sin embargo, llegaron los entrenamientos, los primeros amistosos, y Pepu pareció enamorarse del chaval.

Era enorme, de acuerdo, pero eso no tenía por qué ser malo. España ya había tenido jugadores enormes en Romay o Dueñas, pero no con esa movilidad, no con ese tiro de cuatro metros. Trías fue el primero en abandonar la concentración. Quedaban dos hombres para un puesto y Marc estaba dispuesto a matar por conseguirlo.

Obviamente, lo consiguió.

Cuando las cosas empiezan a tener sentido

España empezó la preparación ganando muchos partidos en casa. Eso está bien. Ganar siempre es bueno y la gente te ve y te anima y tiene la oportunidad de compartir momentos con su selección… pero esos partidos amistosos con viento de cola no tienen un verdadero valor competitivo.

Garbajosa en el partido contra Argentina del Mundial 2006 (Foto: Cordon Press)

Los que seguíamos el baloncesto desde tiempo atrás nos dimos cuenta de que aquel equipo iba en serio en el Torneo de Singapur, lo más parecido a lo que se iba a encontrar en el Mundial: mismo huso horario, parecidas costumbres, gradas semivacías…

Los rivales fueron Serbia, Eslovenia y Argentina. Derrotó a los tres. Serbia estaba en un momento pésimo, pero Argentina era la vigente campeona olímpica y subcampeona del mundo, además de la gran referencia para nuestro baloncesto pues la mayoría de sus estrellas —Scola, Oberto, Nocioni, Hermann, Prigioni, Sánchez se habían formado en la liga ACB.

España no solo ganaba sino que jugaba bien al baloncesto. Muy bien, en ocasiones. La base eran los dos capitanes: Carlos Jiménez y Jorge Garbajosa. Dos de los mejores defensores de Europa y de una fiabilidad espectacular, que sostenían al equipo y hacían hueco para que brillara el talento de los Calderón, Navarro o Pau Gasol.

Desde el banquillo, Cabezas y Rodríguez hacían su habitual labor de zapa, moscas cojoneras e incansables, Rudy se establecía como algo más que un saltarín y Felipe Reyes despejaba cualquier duda mientras Mumbrú aportaba tiro exterior, el eterno punto débil de la selección desde que se retirara Alberto Herreros.

En un segundo plano, aprendiendo, intentando no desentonar, quedaban Sergio Rodríguez, quien a sus veinte años había decidido abandonar Estudiantes y saltar a la NBA, y Marc Gasol, un año mayor, aprovechando los minutos que sus «mayores» le dejaban.

Sergio iba camino de ser una estrella mundial después de su exhibición en el Europeo Sub-20 de 2004, pero los dos años en Estudiantes le habían sabido a poco. Él quería ir rápido, muy rápido. Vivir como jugaba. Hacer de cada pase un vídeo de YouTube. Marc, en cambio, era paciente y cabezota, concienzudo, trabajador. Polos opuestos.

El Campeonato del Mundo empezó el 19 de agosto y España no era la favorita. Por delante, estaba Grecia, campeona de Europa el año anterior, la citada Argentina, y por encima de todos, como siempre, Estados Unidos.

Pau Gasol (Foto: Cordon Press)

Los americanos habían cedido la corona olímpica en 2004, pero el equipo que mandaron a Japón era una barbaridad: LeBron James, Carmelo Anthony, Dwayne Wade, Dwight Howard, Chris Paul, Chris Bosh, Joe Johnson… Cierto es que era un equipo demasiado joven, pero miren de nuevo los nombres y piensen si había razón alguna para pensar que no se llevarían el oro.

A eso añadan la mística. Aunque las medallas se cuenten igual y queden muy bonitas en casa, en baloncesto siempre ha habido una gradación muy clara en cuanto a la importancia de los torneos internacionales: uno mira el palmarés del Eurobasket y, lógicamente, dominan la URSS y Yugoslavia, pero ahí encontramos a Letonia, Lituania, Checoslovaquia, Hungría, Italia, Alemania, Grecia… y en años recientes, España y Francia.

Los Mundiales son otra cosa y sorpresas hay las justas: desde 1967, la URSS, Yugoslavia y Estados Unidos, pese a su tradición de no mandar a sus mejores universitarios, habían copado todos los títulos. Antes, dos para Brasil y uno para Argentina.

España ni siquiera había sido jamás finalista. Llegó a semifinales, sí, en Cali, aquel año en que los de Díaz Miguel se impusieron a los Estados Unidos de John Pinone pero luego cayeron ante yugoslavos y soviéticos y acabaron cuartos. Si algún momento parecía el propicio para esa ansiada medalla de plata, era este.

El principio del sueño

Aún tendría que enfrentarse España a otro problema: Singapur había demostrado que aquel equipo iba en serio pero se había cobrado una víctima en la espalda de Felipe Reyes, dolorida tras un choque contra Luis Scola. Dado lo acelerado del calendario, con cinco partidos en seis días, se decidió que descansara toda la primera ronda.

En el primer partido, ante Nueva Zelanda, su ausencia apenas se notó: Pau Gasol y Garbajosa dominaron el partido con la ayuda de Navarro… y Marc Gasol jugó sus primeros minutos en un torneo oficial: doce, para ser exactos. Anotó ocho puntos. No desentonó en ningún momento.

Pasaron los partidos y las satisfacciones: 101-57 a la Panamá de Rubén Garcés, 92-71 a la temible Alemania de Dirk Nowitzki, 104-55 a los anfitriones japoneses, y el único apuro, entre comillas, un ajustado 93-83 contra Angola, la tradicional bestia negra española desde el desastre de Barcelona 1992.

Esos no eran resultados propios de nuestro equipo, sino de la Yugoslavia de los noventa, de la URSS de los ochenta, esas selecciones que no ganaban sino que se paseaban por los torneos. Con todo, había una duda: algo parecido habíamos visto en Atenas dos años antes y toda la fiesta acabó cuando llegó Stephon Marbury en cuartos de final y se puso a rapear y a bajar las luces.

¿Servía ganar todo en la primera ronda si luego no se llegaba fresco a los cruces? En 2004, con Mario Pesquera en el banquillo, hubo quizá una utilización excesiva del cinco inicial. En 2006, respetando las jerarquías, la cosa había cambiado un poco. Pau ya no estaba exhausto y la facilidad con la que se resolvían los encuentros desde el principio permitía unas rotaciones más amplias.

En cualquier caso, íbamos a salir de dudas muy rápido. Aquel Mundial, por primera vez, incluyó octavos de final, como el de fútbol. El rival no iba a ser precisamente sencillo: Serbia. Aunque desde su propia hecatombe en el Europeo de Belgrado de 2005 y la consiguiente marcha de Zeljko Obradovic, Serbia no era ni mucho menos lo que había sido, solo su nombre ya imponía.

Nadie ha ganado más mundiales en la historia que Yugoslavia con sus distintas denominaciones. Ni la URSS de Belov, Tkachenko, Sabonis o Marciulionis ni los Estados Unidos de sus numerosos proyectos de estrella. El juego yugoslavo siempre se había basado en la anarquía dentro del orden, el talento al servicio de un grupo bien coordinado. Eso se había perdido y había pasado a un talento desbocado y egoísta, representado por su estrella, Igor Rakocevic, un jugador excelente siempre que no tuviera que compartir equipo con otros cuatro compañeros.

Rudy Fernández y Carlos Jiménez (Foto: Cordon Press)

Pepu lo vio claro y diseñó una defensa de ayudas y presión cada vez que recibiera Rakocevic que provocó hasta seis pérdidas de balón del escolta serbio. En el primer cuarto, Serbia llevaba diez puntos.

Mucho se ha hablado del talento ofensivo de España a lo largo de estos años, pero ver defender a Jiménez, a Garbajosa, a Cabezas, al propio Calderón… la sincronía de los cambios, las ayudas, el repliegue, el ataque al rebote… todo eso era tan brillante o más que lo anterior. Baloncesto total. Con Pau Gasol liderando las operaciones: diecinueve puntos, quince rebotes y tres tapones en solo veinticinco minutos de juego, España ganó sin demasiados apuros, 87-75.

Además, los chavales estuvieron a la altura: Rudy Fernández se marcó dieciocho puntos y Marc Gasol, aprovechando la ausencia de Felipe Reyes, aún convaleciente de sus molestias, se fue a los nueve puntos y cuatro rebotes en catorce minutos. Algo más que un complemento testimonial. De quien aún no había noticias era de Sergio Rodríguez. Para eso habría que esperar aún un poco.

El triple de Nocioni

Tras Serbia llegó Lituania, otro equipo algo venido a menos pero peligroso. Lituania ya no tenía a sus estrellas de los noventa pero había sido la responsable de la mayor decepción de esa generación hasta la fecha: la final del Eurobasket de Suecia 2003.

Aquel campeonato fue una exhibición española hasta que llegaron Jasikevicius y Macijauskas a la final y mandaron parar. Si una palabra viene a la mente para definir aquel partido es «impotencia». Hiciera lo que hiciera la España de Moncho López, los lituanos respondían con un nuevo acierto.

Tres años después, había llegado la hora de la venganza. Jasikevicius no estaba en el equipo pero Macijauskas sí. «Mache» había asombrado en Vitoria con unos años maravillosos, pero tenía problemas en la concepción del juego parecidos a los de Rakocevic: mala lectura del ataque, tendencia a meterse en líos, un manejo de balón mejorable…

La táctica de Pepu fue casi idéntica y el resultado aún mejor: Macijauskas acabó el partido con cero puntos, solo dos tiros y cinco pérdidas de balón, como si perder el balón ante aquella España hiperactiva fuera una buena idea. Lituania perdió el primer cuarto por 28-11 y a mediados del tercero ya iba treinta puntos abajo. Aquello excedía cualquier expectativa. De nuevo, Gasol y Navarro fueron los mejores, combinándose para cuarenta y siete puntos y once rebotes en cuarenta y nueve minutos de juego.

España igualaba la hazaña de Cali y su rival era Argentina. El mismo rival al que habían ganado en Madrid y en Singapur. Cualquiera en su sano juicio sabía que ganar tres veces seguidas al campeón olímpico no iba a ser algo precisamente fácil.

Pepu Fernández (Foto: Cordon Press)

La semifinal se jugó un 1 de septiembre de 2006 en Saitama, ante un pabellón aún en shock por lo que acababan de ver: la derrota de Estados Unidos ante Grecia, una sorpresa mayúscula precisamente por la facilidad con la que los griegos destrozaron la defensa americana.

Para que la Grecia especulativa de Papaloukas, Diamantidis y compañía te meta ciento un puntos, muy mal tienes que defender y desde luego Estados Unidos no se enteró de nada. Bloqueo y continuación. Bloqueo y continuación… y así hasta el final.

Cosa seria lo de los griegos, que aspiraban a ser campeones del mundo tras ser campeones de Europa en años consecutivos y sin tener ninguna enorme estrella, tipo Nikos Gallis, en el equipo, solo doce jugadores excelentes y de una inteligencia fuera de lo común.

Algo parecido pasaba con Argentina solo que Argentina aparte de inteligencia sí tenía estrellas: una, por encima de todas, Manu Ginobili. Otra, en ciernes, Luis Scola. A su alrededor, Oberto, Sánchez, Prigioni, Delfino, Nocioni, Wolkowisky, Walter Herrmann…

El problema de Argentina es que no tenía puntos débiles. No había un tipo que decidiera ganar el partido él solo y para ello se empeñara en un uno contra cinco como sucedía con Serbia o Lituania. No, ni siquiera Ginobili era así. Argentina era una roca, un muro, y en los dos equipos se insinuaba el vértigo de saber que una victoria te llevaba a la final contra Grecia mientras que una derrota no solo te condenaba a luchar contra el bronce sino que muy seguramente lo perdieras contra los cabreados estadounidenses.

El partido empieza y el miedo se puede palpar en cada ataque, especialmente el miedo español, porque, para qué engañarnos, se juega más en el envite: Argentina ya ha estado ahí, ya tiene sus oros y sus platas. España, no.

España está en un «ahora o nunca» y además parte como favorita. Ha ganado todos sus partidos y todos por diez puntos de diferencia o más. La presión se convierte en angustia cuando a los dos minutos el equipo pierde 0-7. Justo cuando España acostumbra a ganar ventaja, esta vez la está cediendo.

A los cuatro minutos, la cosa no mejora: 4-13 y festival de rebotes ofensivos para Argentina. La defensa española no existe, ni el concepto de unidad ni el de equipo ni nada. La palabra es «pánico» y en el pánico se manejan mejor los kamikazes, los que no tienen nada que perder. Pepu mira al banquillo y saca a Sergio Rodríguez. Se ha pasado dos meses esperando este momento pero por fin ha llegado.

Cuando el Chacho sale a la pista el marcador está en 10-18 tras un triple de Garbajosa que ha dado algo de aire a la selección. Junto a él sale Rudy Fernández. La que montarán los dos será espectacular, sobre todo el canario. Su primer balón es un triple, el segundo, un alley-hoop perfecto que a Rudy se le escapa de las manos…

España se lanza a un parcial de 8-0 y cuando Rodríguez vuelve al banquillo, al filo del descanso, el resultado es de 36-33. Acabará el partido con catorce puntos y dos asistencias en quince minutos, aunque en el imaginario colectivo lo que se recuerde de ese partido no sean sus triples sino los dramáticos cien segundos finales.

Jose Manuel Calderón (Foto: Cordon Press)

Repasemos la historia: España va ganando 71-67 y tiene el balón. Son los últimos segundos de posesión y la pelota le llega a Pau Gasol en el poste bajo. Está defendido por Oberto, que le ha dado hasta las gracias durante el partido sin que los árbitros se hayan inmutado demasiado. Hace un reverso hacia la línea de fondo y se lleva otro recado; desequilibrado, pisa mal, cae y se lleva inmediatamente la mano al pie izquierdo.

Su primer gesto, al banquillo, es de miedo; después, tirando de adrenalina, se levanta, camina como puede hacia la línea de tiros libres y anota los dos. En ese momento, pide el cambio y todos nos damos cuenta de que ahí hay algo grave, algo que le tendrá meses fuera de la competición aunque a nosotros nos gustaría que fueran horas.

Su sustituto no es ni Felipe ni Marc, sino Carlos Jiménez, el chico para todo.

Con 73-67, y poco más de minuto y medio para el final, el partido parece ganado, pero si algo no ha cambiado en la selección a lo largo de los años son sus problemas para cerrar los encuentros. En el siguiente ataque, Pepe Sánchez se saca un triple brutal de la nada y vuelve a poner el marcador en tres puntos.

Iturriaga se acuerda de su madre —de la de Pepe Sánchez—, Calderón anota uno de dos tiros libres, Ginobili mete una penetración de las suyas por el lado contrario para un zurdo, Rudy falla un triple completamente solo… pero Sánchez hace lo propio en el otro aro. El problema es que los árbitros pitan una extraña falta en el rebote y Scola tiene dos tiros libres para empatar el partido. Los mete.

Quedan 21,9 segundos y el marcador está en 74-74. Desde la marcha de Pau Gasol el parcial es de 1-7 en un visto y no visto. Los argentinos pueden optar por defender y confiar en que el partido vaya a la prórroga, una prórroga en la que no estará la estrella contraria… o hacer falta, conceder tiros libres, pero quedarse con la última posesión.

Eligen lo segundo. Calderón va a la línea y piensa lo mismo que pensamos todos: que ya no es solo la diferencia entre jugarte un oro contra Grecia o un bronce contra Estados Unidos, es que además, una u otra cosa te la vas a jugar sin Pau Gasol. Todo el torneo, toda la preparación, todo el recuerdo de estas dos semanas mágicas se dirimen en un acierto o un fallo. Calderón, un seguro en los tiros libres, falla el primero. El segundo lo anota y deja el marcador en 75-74.

La siguiente jugada marca la historia de una generación: el balón lo sube Ginobili. Frente a él está Navarro. En un prodigioso cambio de ritmo a falta de nueve segundos consigue dejar atrás a su defensor y avanzar con la mano derecha hacia el centro de la zona. Garbajosa y Rudy Fernández lo ven: el de Torrejón se planta recto ante la canasta y recibe lo que parece una falta en ataque.

Los árbitros no pitan nada y Ginobili, desequilibrado, encuentra a Nocioni en la esquina, solo ante la indecisión de Rudy. Quedan seis segundos y el argentino se levanta desde su lugar favorito. Rudy se acerca, pensando en la que le puede caer después, pero ya no hay tiempo.

El todo o nada llega hasta el último tiro: para Nocioni, competidor nato que tuvo un papel secundario en 2002 y en menor medida en 2004, la situación es la misma que para Calderón. La misma que para todos, el vértigo del oro contra Grecia, el bronce contra Estados Unidos.

El balón vuela pero se queda corto y sale despedido. Quedan aún cuatro segundos y puede haber una segunda opción. Jiménez, Garbajosa y Calderón se lanzan desesperados y casi se lo quitan unos a otros, pero al final se lo queda Rudy, que se escapa botando hasta que el tiempo se acaba.

España está en la final del Mundial. La primera vez que eso sucede en la historia.

El hombre con el que nadie contaba: Marc Gasol

La euforia duró lo que era justo que durara, luego llegó el típico fatalismo español tras la confirmación de la grave lesión de Pau. Los minutos jugados sin él ante Argentina, esos dos tiros libres como única respuesta ofensiva mientras el jugador de los Grizzlies se desesperaba en el banquillo, no invitaban al optimismo.

Aparte, el bajo estado de forma de los demás interiores, o su falta de experiencia, les ponía bajo sospecha: Garbajosa llevaba un 4/25 en tiros de campo en las eliminatorias y tres de esas cuatro canastas habían sido triples. Felipe, aún renqueante, solo había podido jugar veinticuatro minutos en todo el torneo también con una sola canasta como bagaje. El cuarto pívot en discordia, Marc Gasol, el novato, el hombre que ni siquiera debería estar ahí, no había jugado ni un solo segundo en las semifinales.

Ni un solo segundo.

Esa era una parte del problema; la otra era que Grecia destacaba precisamente por su juego interior, el aprovechamiento constante que Papaloukas hacía de las continuaciones hacia canasta de Papadopoulos y, sobre todo, Schortsianitis.

Lo del llamado «Baby Shaq» ya desde su adolescencia contra Estados Unidos había sido un espectáculo más allá de los catorce puntos anotados. Muy limitado por su tremendo físico, el pívot griego había parecido imparable por momentos ante los mismísimos Chris Bosh y Dwight Howard. ¿Quién iba a parar a ese hombre?, ¿quién iba a parar a Papadopoulos en el poste bajo, cuando empezara a recular buscando su ganchito de derechas hacia el medio de la zona?

Por cuerpo, solo había un hombre en la selección que podría hacer algo así: Marc Gasol. Con más de cien kilos y 2,15 de estatura, Marc era un Schortsianitis ágil. El suplente del suplente del Barcelona estaba llamado a salvar al país el día en el que su hermano aparecía con unas muletas y todos sus compañeros salían a la cancha con una camiseta en que se leía: «Hoy juega Pau».

Grecia era favorita, una favorita casi abrumadora, con esos jugadores que parecía que llevaran toda la vida jugando y decidiendo: aparte de Papaloukas, Diamantidis de escolta, Spanoulis de alero, Fotsis, Dikoudis y Kakiouzis para el tiro exterior…

Papadopoulos ante Felipe Reyes (Foto: Cordon Press)

Cuando Pepu recibió la noticia de que su padre había muerto en Madrid, una noticia que no quiso compartir con ningún jugador, ya había tomado la decisión más «diplomática»: Garbajosa, pese a las críticas, se mantenía como «cuatro», el puesto de «cinco» quedaba para Felipe Reyes. Marc Gasol esperaría desde el banquillo.

Es difícil explicar que Marc Gasol fue el hombre decisivo en ese partido. Es difícil porque las estadísticas no están de mi lado y las estadísticas es lo que queda, ninguno de ustedes se va a poner a ver el partido entero ocho años después por mucho que yo les ponga el vídeo ahí arriba.

Es difícil negarle esa condición a Garbajosa, que se desquitó con veinte puntos, diez rebotes, seis triples y cuatro asistencias; o a Juan Carlos Navarro, con otros veinte puntos y otros cuatro triples. Sería injusto dejar a un lado los once rebotes defensivos de Carlos Jiménez, probablemente el jugador más infravalorado de la historia de la selección española.

Si aquel equipo ganó la final a Grecia, si consiguió dejar en 45 puntos al mismo equipo que le había metido 101 a Estados Unidos dos días antes, fue por su trabajo de conjunto, ese trabajo que ya destacaba en la preparación. La conciencia de la oportunidad que hay que aprovechar.

No fue un día para Sergios y Rudys sino para Cabezas y Bernis, sensacionales en su defensa a los exteriores griegos… pero la importancia de Marc fue colosal. Hay que recordar que ese hombre alternaba dos años antes la ACB con la EBA, que le cantaban «La vaca lechera» allá donde iba, que Ivanovic había dejado claro que no servía para el Barcelona y que el propio Pepu no le había incluido ni en la primera lista de catorce jugadores.

Marc, para muchos, era el enchufado, el niño bonito, el «hermano de», y si había una ocasión para demostrar lo contrario era esa.

Por si el destino no le había sido suficientemente benévolo, a los seis minutos, Felipe Reyes comete su segunda falta. España gana 10-9, un partido de anotación relativamente alta, con el propio Reyes como máximo anotador con seis puntos. En la silla de cambios espera ya Marc, visiblemente más afilado que durante la temporada, pelo en media melena, cara de niño.

La defensa de España se convierte en un ventilador, un molino de viento de mil aspas que toca o incomoda cada balón. Un ballet. Eso lo habíamos visto con Pepu en el Estudiantes. Pepu, el simpático. Pepu, el carismático. Sí. Pero Pepu, también, el técnico de primera en sus mejores años.

Ayudas constantes: Marc Gasol cerrando el centro a Papadopoulos y con él a todo el equipo griego; Garbajosa y Jiménez, encargados de rebañar cualquier balón suelto, de plantarse una décima de segundo antes en medio de cualquier penetración…

Después de dos triples —Calderón y Navarro— Giannakis saca a Papaloukas y Schortsianitis. El temido Sofoklis. El Shaquille O´Neal que nunca llegó a ser. Marc le espera en la zona y rebota contra su cuerpo, ninguno de los dos se mueve. Si no puedes ganar, empata. Si no puedes atacar, defiende.

Grecia no ha anotado ni un punto desde que el «pequeño de los Gasol» —la etiqueta que le acompañará hasta el día de hoy— saliera a la cancha. No anotará muchos más. Al final del partido, exactamente 45, el récord negativo en una final de este tipo. En un encuentro ganado desde la defensa, Marc Gasol apareció cuando nadie le esperaba, cuando su carrera parecía marcada por el fracaso y la expectativa no cumplida.

Los hermanos Gasol (Foto: Cordon Press)

Aquel día, el día que su hermano recibió entre lágrimas el título de MVP del torneo y, por error, levantó el trofeo de campeón; el mismo día que Pepu se llevaba la mano al corazón cuando sonaba el himno en recuerdo de su padre y se echaba por fin a llorar; aquel día, digo, Marc Gasol acabó con un lanzamiento a canasta y solo dos puntos. No es para volverse loco. Ahora vean el partido, en serio. Vean las anticipaciones, la lectura de las ayudas, los siete rebotes, los tiros rectificados…

Ya campeón del mundo, Marc fichó por el Akasvayu Girona, en un traspaso que llevó precisamente a Fran Vázquez al Barcelona. Sus dos años allí fueron impresionantes, al nivel de los mejores pívots de la ACB en mucho tiempo. ¿En qué demonios había estado pensando Ivanovic cuando lo relegaba a quinto pívot en sus rotaciones?

¿Qué bombilla se le encendió a Pepu y a sus ayudantes para rescatarlo de la nada? El resto lo saben: su marcha a la NBA, los dos europeos, las dos platas olímpicas, la final de conferencia, el premio a mejor defensor de la liga, etc, etc… Mejor defensor, sí. Desde los veintiún años. Desde su primera final. El decimoquinto hombre convertido en el primero. Los focos se los llevaron otros, el futuro se lo acabó quedando él.

8 Comentarios

  1. Genial artículo! Lo cuentas tan bien que afloran los recuerdos en todos los que lo vivimos.

  2. Humildemente creo que los cuartos de Indianápolis y las semis en Belgrado fueron mayor decepción que perder la final del 2003. En 2002 hicieron que Demirel pareciese Isiah Thomas y en Belgrado se tuvo el último tiro (y Calderón lo tiró bien), pero la impresión fue que ese partido se jugó con miedo. España no llegó a los 75 puntos. Esa selección maduró tarde y personalmente creo que Pesquera fue un error como lo sería Orenga años más tarde.
    Ivanović y Gasol… Pues lo «normal». No hay un solo entrenador «yugoslavo» que confíe en jóvenes una vez fuera de su país. Es más, no hay ninguno que consiga nada con equipos baratos. Como firmo con pseudónimo suelto la piedra: algún día se sabrá las bonitas comisiones que Ivanović u Obradović cobran por fichajes vía Raznatović entre otros. A Ivanović, Gasol, no le aportaba «emolumentos».

  3. Gran artículo, muchas gracias.

  4. Roberto Otín

    Me he emocionado leyéndolo. Voy a revivir viendo el partido. Muchas gracias

  5. Final de conferencia? Campeón NBA con los Raptors!

    • Por lo que dice en el artículo de «…nadie va a volver a ver el partido 8 años después» tengo la impresión de que este artículo puede estar escrito en 2013 o así. Por eso no dice lo de campeón

  6. Leer esto es devolverme todo lo que pensaba y veía ese campeonato, en cada partido… No me hacen falta los comentarios, lo recuerdo como si fuese hoy… Y, sobre todo, y por eso he leído todo el artículo, por la importancia de Marc. Recordad cuando, en un rebote, casi le arranca el brazo a Schorsanitis (jod…, casi lo escribo…) Es mi mejor recuerdo de la final, ahí ya vi que era nuestro. Gracias Jot down, qué gusto da leer esto..

  7. carlozamue

    Siempre que refresco ese mundial es con el partido de Argentina. Voy a verme la final hoy

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