La historia del Cosmos de Nueva York y la liga de fútbol estadounidense de los años 70, la NASL, ha sido contada una y mil veces por el plantel de estrellas que implica, desde Pelé a Beckenbauer. Sin embargo, los jugadores estadounidenses han quedado en un segundo plano cuando algunos, como Shep Messing, fueron figuras carismáticas de primer orden.
Quizá su vivencia más recordada fuese la pena máxima que le hizo fallar a un jugador de El Salvador en la tanda de penaltis de un partido de desempate en la liguilla clasificatoria para los Juegos Olímpicos. El encuentro se disputó un 18 de septiembre de 1971 en Kingston, Jamaica, a 40 grados en un estadio conocido como The Office. Por tercera vez, empataron con goles de Al Trost para EEUU y Luis Zapata para los salvadoreños, el mismo que luego marcó el único gol de su selección en el Mundial de España’82 cuando Hungría les metió diez.
Fueron a penales, iban 3-3 y ahí sucedió lo inimaginable. Cuando Mario Tiorra Castro iba a tirar, Messing se quitó la camiseta y saltó hacia él gritando todas las obscenidades en inglés que se le pasaron por la cabeza, pero cuando llegó a su altura, le dio una palmadita en la espalda y le deseó suerte en el lanzamiento. Le sacaron tarjeta amarilla.
Castro no era un advenedizo, en enero de ese año había jugado contra el Santos de Pelé, sus hijos aún conservan la camiseta de O Rei, que se la intercambió con él. Pero aquella tarde, ante semejante show, se quedó tan paralizado del susto que disparó uno de los penaltis más lamentables de su vida. Unos veinte metros por encima del larguero. Así se coló Estados Unidos en los Juegos Olímpicos de 1972.
Ese éxito fue un verdadero fracaso. Especialmente, para Messing. Para el seleccionador nacional de Estados Unidos, Bob Guelker, su aspecto era impresentable. El técnico venía de Misuri y el portero era un hippy neoyorquino con su pelo a lo afro, generosos bigotes y largas patillas. Fue eso lo que no gustó a Guelker, le exigió que se las afeitara para disputar los Juegos Olímpicos y el portero se negó.
«Estás representando a tu país, tienes que cortarte las patillas», le dijo. Y Messing contestó: «Amigo, no me voy a cortar las patillas. Sabes que esto es lo que soy y encima he ayudado al equipo a llegar hasta aquí». La discusión acabó en ultimátum, o vas al peluquero o no juegas y, de entrada, no jugó.
Le sustituyó en los dos primeros partidos Mike Ivanow, estadounidense pero nacido en 1948 en Shanghai. En el primero empataron a cero ante Marruecos y, en el segundo, perdieron 3-0 contra Malasia. Quedaba el tercero, contra los anfitriones, en el Olympiastadion de Munich.
Guelker tenía sentido del humor, puso a Messing ese día. Esa titularidad era más una venganza, un choteo. Había setenta mil personas en las gradas, la RFA era prácticamente el Bayern de Munich, que un año después dominaría la Copa de Europa con tres títulos consecutivos. Nada más empezar el partido, Uli Hoieness tiró a puerta y el balón le dio a Messing en toda la cara.
Inicio en alto. Le partió nariz. Chorreando sangre, batió dos récords, el de mayor cantidad de paradas en un partido de fútbol de los Juegos Olímpicos, 23, y el de goles encajados, siete.
No obstante, aquella experiencia estuvo teñida por la actuación de Septiembre Negro, el grupo terrorista palestino que asesinó a once atletas y entrenadores israelíes. La habitación de Messing estaba justo enfrente de la de estos deportistas secuestrados. Cuando las fuerzas especiales de la policía fueron a por Messing para poner a buen recaudo a todos los atletas judíos, él se temió lo peor. Ver a soldados alemanes armados llamando histéricamente a una puerta era un miedo que tenía calado en los huesos por los testimonios históricos que estaba harto de oír, aunque aquel día el peligro venía por otro lado.
Fuera de los terrenos de juego, hubo muchas más historias. Para empezar, que le tenían miedo por tener animales exóticos, entre ellos serpientes, como una boa constrictor. Pero ninguna de ellas fue como los años de glamur del Cosmos de Pelé, del que él era el portero y cicerone nocturno de aquel plantel de estrellas. Decir noche en el Nueva York de los setenta no es decir una noche cualquiera, era la de Studio 54, donde toda la beautiful people de la ciudad se ponía de drogas de todo tipo, hasta gas de la risa, y tenía sexo por las esquinas y a la vista de todos, la verdad es que daba igual.
Aunque venía de una familia acomodada, sus inicios en el fútbol no presagiaban que fuese a acabar en el cielo en la tierra con las más grandes estrellas del momento, tanto de la música como del rock –ahí están sus fotos de jarana con Mick Jagger-, como del fútbol. Cuando empezó, en esa prueba inicial que tienen que pasar todos los futbolistas de todo el mundo, a él le citaron en Southern Illinois-Edwardsville.
No tenía dinero para llegar hasta allí, así que hizo autoestop desde Nueva York. Los pocos dólares que tenía los guardó para pagarse un avión de vuelta, pero lo que no tenía era donde dormir. Tuvo que hacer noche en la calle, en la puerta del aeropuerto, pero al coger el periódico ya dentro del avión vio que le habían fichado. Era un homeless feliz.
Esa generación de primeros futbolistas estadounidenses tuvo su mérito. Cuando jugaban contra selecciones de la CONCACAF eran todos países con ligas estables, algunas poderosas como la mexicana. Para los yanquis el mayor derbi conocido hasta entonces era un Harvard – Columbia. No tenía experiencia, ni preparación, pero tampoco ninguna presión, quizá esa fuese la clave.
Eran otros tiempos. La familia Messing eran unos judíos de centro izquierda. La madre era una maestra y educadora sexual, algo revolucionario en aquel entonces, y su padre un abogado laboralista. Orgullosos de los orígenes proletarios del abuelo, judío letón emigrado, pero que habían prosperado hasta encontrarse en un estatus de clase media alta y culta. Por tanto, como mandan tantas veces las leyes de la vida, el hijo salió un macarra.
Tuvo problemas de identidad desde que nació. Le iban a llamar Zelig, pero la Z se confundió con una S y se quedó el diminutivo americanizado de «Shep». Él mismo reconocía que le habían puesto un nombre de perro. Encima, la gente pensaba que se llamaba Shepherd, pastor. Apelativo que era cierto de algún modo, enamorado de los animales, pero de los exóticos, llegó a tener un oso hormiguero en la residencia universitaria.
En la Ivy League se corrió la voz de que tenía una boa constrictor, a los delanteros rivales les daba cosa llegar al área. Pero era cierto, de hecho, su profesión vocacional era herpetólogo, especialista en anfibios y reptiles. Aunque estaba más especializado en barras de bares. Entre los universitarios, era famoso por haber retado a un jugador de los New York Jets de la NFL a ver quién era capaz de comer más vasos. El efecto de mal rollo que transmitía el área que defendía Messing lo llamaron después, cuando lo recordaban, como una sensación «Darth Vaderish».
Luego había que verle. Fuera de los terrenos de juego iba vestido con un sombrero Borsalino de ala ancha, un traje de terciopelo con un pañuelo de seda asomando por el bolsillo y un bastón con pomo de plata.
En 1973, firmó por el Cosmos. En ese momento la liga tenía nueve equipos y una media de menos de seis mil espectadores por partido, aunque en Nueva York, al Hofstra Stadium, no iban más de mil. El año anterior, el campeonato ya había estado a punto de quebrar. Como en un torneo de barrio, era muy frecuente que los jugadores se presentaran borrachos a jugar los fines de semana, o que aprovecharan las salidas a otras ciudades para visitar los clubes de striptease.
Aparte del fútbol, los jugadores venían de trabajar en la construcción o eran camioneros. Las memorias del guardameta están llenas de hazañas de este tipo y de goles marcados por compañeros en estado de embriaguez.
Para los directivos del humilde club, la gota que colmó el vaso fue que Messing apareciera desnudo en Viva, una revista para adultos. En el libro aludido, The education of an amarican soccer player, dijo que hizo más por la liga con su desnudo que años de notas de prensa de la organización del torneo. Eso tendría que haberse visto después, porque en ese momento, por una cláusula de moralidad del contrato, quisieron pasaportarlo.
En 1975, recaló en los Boston Minutemen. Su entrenador sería el austriaco Hubert Vogelsinger, que había sido jugador de primera división en su país, pero como técnico hizo toda su carrera en Estados Unidos. En aquella plantilla se encontraba nada menos que el astro portugués Eusebio. En esas fechas, el dios del Benfica estaba más entregado a la buena vida.
En sus recuerdos, Messing dice que era famoso por su diestra y por la boquilla de plata con la que fumaba sus cigarrillos. Sin embargo, el día que se presentó ante ellos por primera vez estaba tan desmejorado a sus 33 años que se pensaban que era el enésimo fulano salido de quién sabe dónde que pedía que le hicieran una prueba. «Tryout, my ass», se responde a sí mismo Messing en la obra.
Eusebio fue la primera superestrella mundial que le dio lecciones a nuestro protagonista. Lecciones que se aprenden por fuerza, el portugués todavía podía tirar a puerta balonazos que salían a más de 160 kilómetros por hora. Por supuesto, a esas alturas no había nada que más odiase que entrenar, solían verle un día sí, cuatro no.
Y si asomaba por el campo de entrenamiento, solía ser para irse luego con «americanas de ojos saltones con minifalda, africanas esbeltas, irresistibles rubias platino suecas», que «siempre estaban esperándole, sobornando a camareras para colarse en su habitación, enviándole proposiciones indecentes en notas ocultas dentro de una tortilla española, acariciándole por detrás en barras de bares…».
Si no estaba con mujeres era porque Eusebio se estaba dedicando a su otra única afición: El póker. Dice Messing que las dos primeras palabras que aprendió en inglés fueron «i raise you», pero seguro que perdió menos con las cartas que con el contrato que le firmaron los directivos de Boston, donde le timaron de tal manera con la letra pequeña que a los dos años él les debía dinero a ellos.
Por aquel entonces, Pelé ya había recalado en el Cosmos y su enfrentamiento contra Eusebio se vendió como lo máximo: La Pantera Negra contra El Rey. Esos entrenamientos sí que se los tomó en serio el portugués, que se castigó sobre el césped y en la sauna. Los propios compañeros notaban como iba afinando el cañón y, cada día, tiraba más fuerte. Hasta el punto de que le metió un pelotazo en el plexo solar a Messing que lo dejó inconsciente.
Sin embargo, la jugada del partido la protagonizó el propio Messing, y no fue muy honrosa. En un corner, le bajó los pantalones a Pelé y atrapó sin problemas un balón que iba directo a su cabeza. El árbitro no lo vio, pero, evidentemente, Pelé sí, que en lugar de quejarse y balbucear sobre antifúbol lo que dijo fue «quiero a este tío en mi equipo», y por eso volvió Messing al Cosmos, esta vez a lo grande.
Ese Cosmos de Pelé, con Messing de portero, y bien engrasado con el dinero de Warner de los directivos, fue el que revolucionó la NASL y aumentó la media de asistencia a más de diez mil espectadores por partido, entre ellos Elton John y Rod Stewart. La otra gran estrella era Chinaglia, que después de cada partido organizaba fiestas en su mansión donde lo que corría era el Chivas.
Messing en una ocasión se encontró en una de estas con Henry Kissinger, que le dijo: «Tengo entendido que fuiste a Harvard. ¿Asististe a alguna de mis conferencias?». A lo que el portero contestó: «Sí, una o dos». «¿Y qué te parecieron?», siguió Kissinger. «No lo recuerdo, me quedé dormido», zanjó Messing.
La presencia de un estadounidense tan carismático en el equipo hizo que muchos niños quisieran ser porteros. Algo parecido a la fiebre que había desencadenado Olga Korbut entre las niñas que, tras verla en acción, triunfando pero sobre todo molando, muchas quisieron ser gimnastas de mayores. Si bien, en la trastienda, poco había para los niños. El ambiente en ese vestuario era tal que el propio Shep Messing escribió un artículo en el New York Times revelando que algunos jugadores se metían cocaína a la vista de los demás, antes de los partidos e incluso en el descanso.
Pero el dinero circulaba igualmente. Cuando iban a Japón, arrasaban vendiendo merchandising en cantidades industriales. Allí podían meter setenta mil personas en un estadio para jugar contra un all-star japonés, también fueron el primer equipo profesional estadounidense en pisar China. Ahora, cuando Pelé se marchó del torneo, la burbuja no tardó en estallar. En 1980 tenían una media de casi quince mil espectadores por partido, pero las deudas hicieron que el campeonato colapsara en 1985.
Messing acabó en el fútbol indoor, pero antes apuró el fútbol grande en 1978 en los Oakland Stompers y en 1979 en los Rochester Lancers. A Oakland le llevó Bill Graham, el famoso promotor de rock and roll –el que bajaba con la playmate en el helicóptero en Apocalypse Now– y dijo que había fichado al «Bob Dylan del fútbol».
De esos años data un artículo en Sports Illustrated en el que le describen todavía con su bigote a lo Emiliano Zapata y usando zapatos de plataformas. Iba siempre con una escupidera porque le había dado por el tabaco de mascar, Skoal, un rapé que además promocionaba. En el eslogan decía «me encanta el tabaco, pero no fumo». Una iniciativa como volver a poner el fútbol de moda en Estados Unidos: salió mal. En la misma revista, Messing decía, «no estoy casado con el fútbol, cuando deje de ser divertido, lo dejaré». También era mentira, estuvo peloteando hasta el 87 y ahora es locutor de la MLS para la cadena MSG. El que no le quiera, no tiene corazón.
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