Baloncesto femenino

WNBA: las Aces de A’Ja Wilson y Becky Hammon inauguran la primera dinastía made in Vegas

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A’Ja Wilson, en el centro (Foto: Cordon Press)

Las dinastías se levantan a base de victorias, pero se apuntalan con aspectos más difíciles de cuantificar. El pasado miércoles 18 de octubre, Las Vegas Aces saltaron a por su segundo anillo consecutivo de campeonas de la WNBA buscando eso otro. La foto, el cómo, el relato. Había obstáculos de sobra en el camino: era el cuarto partido de las finales, fuera de casa, con dos titulares de baja —una de ellas Chelsey Gray, MVP de las finales 2022— y venían de caer por 14 puntos ante las New York Liberty en el tercero. ¿Lo esperable? Una derrota, un regreso a Las Vegas para el quinto y un jugarse todo en el último partido. ¿Qué pasó? Lo contrario.

Las Aces pasaron por encima de todos los baches. Ganaron—70-69, en el mejor y más apretado partido de la final—, colocaron el 3-1, se enfundaron su segundo anillo consecutivo y permitieron que los 16.851 espectadores del Barclays Center de Brooklyn presenciasen, en vivo y riguroso silencio, el nacimiento, ahí sí, de su dinastía. Tenían el cuánto y el cuándo —anillos de 2022 y 2023—, pero también lo otro. El cómo.

El bocinazo que proclamó su back-to-back silenció, ay, de nuevo, las eternas esperanzas neoyorquinas de ganar en el deporte que tanto ama la ciudad. Y, a su vez, anunció un sinfín de nuevas tendencias en el deporte norteamericano, tanto dentro como fuera de la WNBA. Porque estas finales 2023 de la WNBA quedarán como el comienzo de una rivalidad entre dos superequipos, Las Vegas Aces y New York Liberty, que seguirá aupando la competición. Fueron la confirmación del aumento de audiencias y asistencia a pabellones en esta liga. El encumbramiento de Becky Hammon y A’Ja Wilson, entrenadora y jugadora franquicia de las Aces, como mujeres de moda en el baloncesto. Y, sobre todo, supusieron una señal, otra más, de que la geopolítica del deporte norteamericano vira en torno a un nuevo eje. De que hay un nuevo sheriff en el pueblo, y de que ejerce su jurisdicción desde el desierto de Nevada.

Kelsey Plum (Foto: Cordon Press)

Porque allí, burning lights in the desert como cantaba Joe Strummer, las franquicias de Las Vegas empiezan a deslumbrar al resto del país como hasta ahora solo hacían los neones de sus casinos. Y, quizás, esta historia de cómo Las Vegas Aces se ha convertido en una dinastía solo sea el prólogo de las que están por venir.

La gestación de Las Vegas Aces

El cuento de cómo las Aces se han convertido en la primera franquicia que repite anillo de la WNBA desde Los Ángeles Sparks de Lisa Leslie —2001, 2002—, comienza en otro desierto un poco menos desierto, allá por 2017. El nombre de esta franquicia todavía era el de San Antonio Stars y, tras una temporada terrible, acababan de ser agraciadas con el número 1 del draft. Con él, escogieron a Kelsey Plum, escolta de las huskies de Washington que venía de quedarse a 270 puntos de igualar el récord de puntos de Pete Maravich en la NCAA. Anotadora irredenta, excelsa tiradora, jugona total, la entrada de Plum en la liga fue, sin embargo, grisácea. 8,5 puntos, sensaciones anticlimáticas. Y las San Antonio Stars, que venían del pozo, se quedaron en él: 8-26, peor récord de la WNBA.

Efecto o no de este bajón, el grupo empresarial propietario de los San Antonio Spurs de la NBA decidió poner su franquicia WNBA en venta. Era 2018, y la WNBA no había cogido el vuelo que sí agarraría a partir de 2020. Nada apuntaba, todavía, a lo que apunta hoy. Y se produjo un movimiento insólito: el gigante de casinos MGM apareció para comprar la franquicia, llevársela a la ciudad del pecado y renombrarla como Las Vegas Aces.

El movimiento semejaba extraño por antinatural. Hasta 2017, lo más similar al deporte profesional que había en Las Vegas habían sido los bailes de Elvis Presley sudando la gota gorda con Suspicious Minds. La fundación de esta ciudad en medio del desierto de Nevada (1905) es posterior a la invención del baloncesto (1891); su conversión en una ciudad del juego y la perdición se produce en la misma década de los 50 en la que en Nueva York ya se jugaba el torneo de Rucker Park y los New York Knicks cometían sus primeros fracasos; la gran hazaña deportiva de Sin City no llegó hasta 1990, con aquellos míticos runnin’ rebels de la Universidad de Nevada-Las Vegas que arrasaron la NCAA de la mano de Larry Johnson.

El deporte, para Las Vegas del siglo XX, siempre fue algo ajeno, foráneo, un asterisco a la perdición y al complejo armamentístico-militar que han sido pan del día a día. Esta siempre fue una ciudad de militares, mafiosos, pepinos explotando en el horizonte, gente perdiendo pasta, cantantes viviendo su crepúsculo y gente deslomándose para todos ellos. Así que, ¿a quién carajo le iba a importar el deporte?

Sin embargo, algo hizo clic. Los bolsillos pensantes vieron que las estrellas de la pelotita podrían ocupar el lugar que abandonaron hace años Elvis, el Rat Pack, o Tom Jones, y fueron a por ello. En 2017, la NHL ya había abierto sus puertas a una nueva franquicia: Vegas Golden Knights, propiedad de Bill Foley y los Maloof. Y, para 2018, aterrizaron en el strip unas Las Vegas Aces que, mira tú que suerte, volvieron a verse agraciadas con el número 1 del draft de la WNBA. Con él, porque no podían escoger a nadie más, escogieron a A’ja Wilson.

La etiqueta de the next big thing llevaba años colgando de los hombros de A’Ja. Una pívot poderosa, potente, buena defensora. Imparable en sus cuatro años con la Universidad de South Carolina, a la que llevó a su primer título de baloncesto. Wilson lo ganó todo a nivel individual con esa universidad que su abuela ni siquiera podía pisar y, de ahí, se marchó a Las Vegas para estrenar franquicia. También llegó en ese año un nuevo entrenador, Bill Laimbeer, que quizás les suene de repartir estopa en los 80 con los Detroit Pistons o ganar tres anillos como entrenador en la WNBA con las Detroit Shock. Debía llegar la mejoría, y llegó, solo que no lo suficiente: en su primer año de existencia, Las Vegas Aces de A’Ja Wilson y Kelsey Plumse quedaron, de nuevo, fuera de playoff.

Jackie Young (Foto: Cordon Press)

Pero entonces la ruleta volvió a favorecer a Las Vegas, las casualidades de la vida, y llegó otro número 1 del draft. Las Aces seleccionaron a Jackie Young, escolta de Notre Dame fina como la seda, que oscilaba como muchas y muchos entre el exceso de clase y de frialdad. Y, ya en 2019, las Aces dieron el salto para caer ante las campeonas, Washington Mystics, en las Finales de Conferencia (1-3). Y en 2020, MVP de la liga regular para A’Ja Wilson mediante, repitieron para caer un paso más cerca de la gloria: 0-3 en las Finales de la WNBA ante las Seattle Storm de Sue Bird y Breanna Stewart. Y en 2021 dieron un pequeño paso atrás: 2-3 en las Finales de Conferencia de la WNBA ante las Phoenix Suns de una Diana Taurasi portentosa.

Faltaba el último pasito y llegaron Mark Davis y Becky Hammon para darlo.

El éxito

Multimillonario, californiano y dueño de un equipo de la NFL, Mark Davis es todo lo que se le supone a un multimillonario, californiano y dueño de un equipo de la NFL. Es excéntrico —véase el hecho de que se mueve por ahí en su Dodge Caravan de 1997 o, sobre todo, véase su horroroso peinado. Es menos conservador que el grupo de zulús que rigen el resto de franquicias NFL —fue de los pocos, sino el único, que no combatió frontalmente las protestas a raíz del caso Kaepernick. Y, con todo, es terriblemente ambicioso. Quiere ganar, pasta, títulos, reconocimiento, todo a la vez, aunque sea a su manera. Y su manera, ahora, es hacerlo en Las Vegas.

En 2011, tras el fallecimiento de su padre, Davis heredó la propiedad de los Oakland Raiders de la NFL y, para 2020, decidió mudar a la franquicia. De la ciudad más negra de la Costa Oeste se la llevó a Las Vegas. Ya que había encendido una nueva luz en el desierto, debió pensar, por qué no adquirir otra más. En 2021, le compró la franquicia de Las Vegas Aces a su anterior dueño, MGM, e inició una nueva era en el baloncesto femenino.

El nuevo dueño entró cual elefante en cacharrería, como es la norma, y comenzaron los cambios. Las Aces se convirtieron en la primera franquicia de la WNBA con una instalación de entrenamiento propio. Nikki Fargas, exentrenadora de LSU, cogió el timón como presidenta. Bill Laimbeer puso camino al retiro. Y Becky Hammon—exestrella de la franquicia en sus épocas en San Antonio, pupila de Gregg Popovich en los Spurs, eterna candidata nunca agraciada a ser la primera mujer entrenadora de una franquicia NBA— pasó a ocupar el lugar del viejo bad boy en el banquillo.

Mark Davis le puso a Hammon el mejor contrato de una entrenadora WNBA —1 millón de dólares al año, mejor que el de ninguna jugadora—, pero le salió barato. La primera temporada de ambos fue 2022 y 2022 fue el comienzo del fin para el resto. Las Aces llevaron a cabo un cambio total en su juego, que pasó del estilo interior, lento y defensivo de Laimbeer a uno más abierto, rápido y moderno. Las tres números uno de los drafts de 2017, 2018 y 2019 eclosionaron. Plum tuvo su mejor año, disparó su media en más de cinco puntos y fue nombrada All-WNBA. Jackie Young tiró casi el doble de triples ese año que en sus tres primeros años de carrera, fue también All-WNBA y se llevó el premio de Jugadora Más Mejorada de la liga. A’Ja Wilson se lo llevó todo: MVP de la liga regular, Mejor Defensora, All-WNBA. Becky Hammon, casi que por inercia, fue nombrada Mejor Entrenadora. Y las Aces se llevaron su primer anillo sin contestación posible, con una columna construida desde el draft, e hicieron que cayese el primer título de una franquicia profesional de Las Vegas.

Para convertirse en dinastía faltaba otro anillo más. Y, sobre todo, faltaba relato. Faltaba un antagonista.

Becky Hammon (Foto: Cordon Press)

El rival

Por suerte para todos, ese rival se forjó en este invierno de 2023 en Nueva York. Joe Tsai, dueño de los Brooklyn Nets de la NBA y de las New York Liberty de la WNBA, quiere ser otro de los que suba el techo del baloncesto femenino norteamericano, y reunió para ello a un equipo histórico. Desde Seattle, llegó a Brooklyn Breanna Stewart, la única que hoy puede disputarle a A’JaWilson el trono de mejor jugadora del mundo. Se juntó allí con Sabrina Ionescu, probablemente el proyecto con más hype de la década. Se unió a ellas Jonquel Jones, MVP de la WNBA con Connecticut Sun en 2021. Y para tomar el puesto de base aterrizó Courtney Vandersloot, base generacional, campeona de la WNBA en 2021 con Chicago Sky y una de las tres mejores jugadoras del mundo en su puesto.

Así, como creado al milímetro en un laboratorio, desde el otro lado del país, tan alejado en lo físico y en lo cultural del desierto, desde una Nueva York que se cree la civilización y la tradición y mira con desdén al oeste y su salvajismo, desde la meca del básquet, donde el Madison Square Garden ya era una institución basquetbolista cuando la única pelota que conocían en Las Vegas era de polvo blanco, se forjó el contrapoder a Las Vegas Aces.

Ambas franquicias arrasaron en su camino a unas finales 2023 en las que, finalmente, las Aces acabaron por imponerse. Tras la resolución hubo pique, el punto justo de trash talk y la WNBA se frotó las manos. Porque si la liga quería jugar a grande en los próximos años, se ha dado cuenta de que tiene las mejores cartas en la mano. Solo tiene que saber jugarlas.

Estas finales WNBA han sido las más vistas en 20 años, y la temporada regular ha batido récords de asistencia y audiencia. Ambas franquicias parecen abocadas a repetir equipazo el año que viene, y todo el mundo sabe que una rivalidad de años es lo mejor para potenciar una liga.

El camino que la WNBA inició con la burbuja de 2020, donde llegó a los hogares estadounidenses, en la que marcó un perfil propio gracias al inequívoco posicionamiento político de sus jugadoras, está dando rédito. La liga afronta la negociación de un nuevo contrato televisivo para 2025 y, según Los Angeles Times, lleva las de ganar porque su público, precisamente, es lo que se busca. Con una notable presencia de mujeres, gran implantación en los hogares afroamericanos, crecimiento entre los jóvenes de 20 a 25 años, y también entre las familias acaudaladas con rentas de entre 150.000 y 200.000. La WNBA, otra vez, lleva la mano ganadora.

Lo que se viene

No es que todo sea oro ni modélico en esta liga, tampoco en la franquicia que la domina. Becky Hammon ha sido sancionada tras la denuncia de Dearica Hamby, exjugadora de las Aces, que acusa a la franquicia de haberla traspasado por quedarse embarazada. Una Hammon que ya no es la entrenadora mejor pagada de la WNBA porque lo es Nate Thibbetts, durante años ayudante en la NBA y que cogerá el mando de Phoenix Mercury en 2024. Esto, junto al hecho de que la gran estrella A’Ja Wilson no tenga su zapatilla personalizada, tal y como reclama LeBron, y sí la tengan otras que, oh, casualidades, son blancas —Elena Delle Donne, Breanan Stewart, Sabrina Ionescu—muestra que el patrón oro, incluso en la WNBA, sigue siendo el mismo: ser hombre y blanco.

Las audiencias de las finales y de la temporada fueron buenas, mejores, pero todavía no han llegado al nivel de la última Final Four de baloncesto femenino de la NCAA. Son épocas del año diferentes, con competencias diferentes —la NFL y el inicio de la NHL, para la WNBA— y cuentan con un formato diferente, pero aquel partido entre la LSU de Angel Reese y la Iowa de Caitlin Clark congregó a casi 10 millones de espectadores. El promedio de la final WNBA fue de unos 728.000.

Precisamente, 2024 puede ser el año del desembarco en el profesionalismo de esa generación de oro del baloncesto estadounidense, la que ahora brilla en la NCAA: Caitlin Clark, Angel Reese, Paige Buickers y Cameron Brink. Se sumarían así a Alliyah Boston, rookie del año en este 2023, una A’ja Wilson de bolsillo, también salida de la Universidad de South Carolina con un título bajo el brazo. Otra carta más en el flop para la mano que puede jugar la WNBA.

De hecho, por eso de que la liga necesita más espacio para abrazar una cantidad cada vez mayor de talento y negocio, 2023 también ha servido para anunciar una de las dos nuevas franquicias que ampliarán la competición en 2025, tras 15 años sin adiciones. El premio se lo ha llevado la estructura de los Golden State Warriors, en San Francisco, cuna del capitalismo tecnológico. Los Warriors le ganaron la partida a una asociación de deportistas afroamericanos que se la querían llevar a Oakland, al otro lado (el pobre) de la Bahía.

Elena Delle Donne (Foto: Cordon Press)

Una Oakland de la que, por cierto, ya han anunciado su marcha los históricos Athletics de la MLB de béisbol, aquellos que Brad Pitt dirigió en Moneyball. Para 2025 emigrarán,sorpresa, a Las Vegas.

Así pues, si la WNBA ya demostró que va a la vanguardia del deporte norteamericano en lo social, cuando sus jugadoras fueron las primeras en enarbolar el #BlackLivesMatter, lo mismo sucede con sus tendencias de fondo. La pasta pesa más que la tradición, y la ciudad rica donde el deporte es puro espectáculo le gana a la ciudad negra pobre donde supone algo más. Esa es la nueva geopolítica del deporte americano. Quizás, siempre lo ha sido.

Con todo, sonríe la WNBA tras 2023. También A’Ja Wilson y Becky Hammon y Mark Davis. Y, sobre todo, lo hace Las Vegas, ciudad huérfana de deporte allá por 2017, pero que cuenta ahora con la dinastía de las Aces, con unos Golden Knights que fueron campeones de la NHL en la 2022/23 y con unos Raiders que, bueno, no todo iba a ser perfecto. Una ciudad que el próximo 19 de noviembre alberga el Gran Premio de Fórmula 1, a la que en 2025 también llegarán los Athletics para empezar a pitchear desde allí y que albergará el nuevo torneo de mitad de temporada de la NBA, en este mes de noviembre. Una NBA que tiene en Las Vegas a su eterna candidata para albergar una franquicia de expansión.

Burning lights in the desert, cantaba Joe Strummer. En 2023, bien lo saben en Las Vegas Aces, las luces ya no solo salen de los casinos.

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