Feliz 2001. España iba bien, la corrupción no importaba y hasta en el fútbol, con el dinero de la televisión de por medio, parecía que el bipartidismo estaba roto y la clase media podía aspirar a la aristocracia. Nadie aprovechó mejor este contexto que Valencia y Deportivo, dos equipos que ganaron ligas y acecharon la Champions.
Así estábamos cuando Florentino Pérez, tras la llegada de Zidane al Bernabéu por once mil quinientos millones, fue a por Manuel Pablo. Y Lendoiro, que en esos momentos se sentía en igualdad de condiciones con el Madrid, rechazó la oferta de seis mil millones de pesetas —en la que se incluía el traspaso de Molina y la cesión en contrapartida de Casillas por dos años— comparando a su lateral con el Balón de Oro francés, por lo que exigía los quince mil millones de cláusula para cerrar el trato. A pagar en cómodos plazos, eso sí. Las negociaciones se rompieron sin remedio y finalmente el jugador canario se quedó en A Coruña. Dos meses después, el que esos momentos era seguramente el mejor lateral diestro de Europa se rompía la tibia y el peroné en un choque accidental con Giovanella, mediocentro del Celta.
Retrocedamos ahora tres años más atrás, a un viernes de agosto de 1998 en Riazor. Final del Teresa Herrera entre el nuevo Deportivo de Irureta y la Lazio de Nevded, De la Peña y Salas. Tras un partido serio y goles de Djalminha y Flavio, los de casa se hacen con la victoria ante los italianos, que decepcionaron tras la buena imagen mostrada ante el Madrid de Hiddink en las semifinales.
En este partido debutó en A Coruña Manuel Pablo con veintidós años, ante una afición para la que era un completo desconocido. Aterrizaba junto al Turu Flores procedentes ambos de Las Palmas, y mientras que el delantero argentino formaría con Pauleta la eficaz pero efímera delantera «Turuleta», el canario, invisible, apuntaba a suplente del por entonces dueño del carril diestro, Armando.
Así, arranca su andadura de blanquiazul en el banquillo, en una primera parte de la 1998/99 en la que no cuenta casi nada para Jabo, que estaba formando los mimbres de un equipo que quería retomar lo iniciado por el Superdépor. Poco a poco la maquinaria arranca, y con ella Manuel Pablo, que va entrando en el once para sumarse a los Mauro Silva, Fran o Naybet. Para cuando concluyen sextos la competición doméstica, él ya es indiscutible.
De ese estatus no lo moverá nadie. Ese tipo normal, con apariencia de futbolista de otro tiempo, esconde un lateral muy bueno. De perfil ofensivo, conoce el oficio, es solidario y cuenta una excelente punta de velocidad para corregir o doblar al interior y apurar el centro. Con estas credenciales, y aun compartiendo vestuario con ídolos como Mauro Silva, Fran o Makaay, el defensa diestro acaba ocupando portadas en unos años irrepetibles. Tenía un hueco entre los cracks y, mejor aún, un título de liga, un subcampeonato, plaza en la selección de Camacho y a su presidente rechazando ofertas del Madrid o Inter por él.
Hasta Giovanella
En el fútbol español se recuerdan pocos momentos tan dolorosos como este, que sirve como recordatorio de lo cabrón que puede llegar a ser el deporte. Un tío que acaba de llegar a la cima y que en un encontronazo se destroza la tibia y peroné derechos, y en consecuencia, su carrera. Adiós a las portadas, a la selección, a las ofertas multimillonarias. Manuel Pablo se encuentra ahora con dos años y medio en duermevela, con jugar poco e intentar recuperar sensaciones perdidas, con el anonimato.
Mientras, su puesto lo recogen a medias Scaloni y Héctor, y el Deportivo prosigue el ritmo machacón. Era un equipo muy complicado de doblegar, un bloque muy serio atrás y con la sociedad Valerón-Makaay funcionando a pleno rendimiento. El ya Eurodépor encadena grandes actuaciones continentales —Old Trafford, Olímpico de Munich, Highbury…— con otro subcampeonato y un tercer puesto liguero, e incluso hay tiempo para el «Centenariazo». Días de gloria.
Al fin, en la 2003/04 Manuel Pablo comienza a salir del túnel. No es el mismo de antes (nunca lo volverá a ser), le falta velocidad y ese punto competitivo/diferencial que se pierde en este tipo de lesiones. Pero al menos, y como si intercediera la justicia poética, el canario que se ha perdido tantas cosas de su equipo podrá vivir en el césped los últimos coletazos del gran Deportivo. Así, contribuye al tercer puesto liguero del equipo y es titular tanto en el 4-0 al Milan como en esa fatídica semifinal ante el Oporto de Mourinho. Fue el canto del cisne de aquel proyecto, y él merecía vivirlo.
A partir de ahí llega la decadencia a Riazor. En la siguiente campaña el equipo se empieza a derrumbar y tras una espantosa actuación en la fase de grupos de la Champions (un punto y cero goles a favor), terminan la Liga octavos, fuera de los puestos europeos por primera vez en seis años. El ciclo se ha terminado. Irureta se marcha, Fran y Mauro Silva cuelgan las botas y llega Caparrós para cambiar la mentalidad del club. Era lo que Lendoiro bautizó como Tercera Lección, que se acabó resumiendo en la necesidad de bajar al barro y practicar la supervivencia a coste cero.
Inmersos en las vacas flacas, el jugador se ve en un nuevo escenario. Tras la marcha de otros veteranos tiene que asumir galones. Como capitán y titular pero sin alzar la voz, se convierte en la referencia ética de un vestuario al que llega algún meritorio —Verdú, Lopo, Filipe Luís, Aranzubia— y bastantes futbolistas que no darán el nivel. Poco a poco, y pese a los desvelos de una afición muy por encima de su directiva, el Deportivo se instala en la mediocridad y finalmente, ya en bancarrota, descenderá a los infiernos.
Al final de su carrera ya no era titular. Poco importaba. Tras dieciocho temporadas en Primera y más de cuatrocientos partidos en los que vivió todo lo que se puede sentir en el césped, el futbolista canario se quedó, tras la marcha de su amigo Valerón, como única referencia de la belle époque del Dépor. Esos días, observarlo a él transmitía esa melancolía que solo puede proceder del recuerdo de la adolescencia.
Porque a estas generaciones de deportivistas que crecieron entre éxitos en el fondo les dará igual si un día su capitán fue más rentable que Zidane. Lo importante para ellos es que inmersos en este presente tan jodido, Manuel Pablo, como último héroe blanquiazul, era mucho más valioso.
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