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Rugby y fútbol: un vano ejercicio de ética comparada

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Scrum in Rugby

Todos lo hemos oído alguna vez. Ya sea apoyados en la barra de un bar, mientras vemos un partido de fútbol y nuestras ideas, ya bastante sedadas por el tedio del neojuego, derivan hacia la relación que se da entre la decadencia de Occidente y el incesante deterioro de la calidad de las tapas que acompañan a una caña; ya sea repantigados en el sofá del salón de algún amigo forofo —de un amigo de verdad— que sin embargo ha invitado también a su pareja habitual de partidos de pádel (1). Este sujeto, que se suele esconder en el rincón más oscuro de la estancia aprovechando sombras que nadie más sabe detectar, y que además siempre pregunta por la añada del vino que le sirven (2), será quien suelte la conocida frase. Una sentencia que, cómo no, también escucharemos encogidos de frío o ahogados de calor en nuestra localidad de abono, cuando estamos concentrados en abuchear al jugador del equipo que sea; al camillero, al presidente, al fotógrafo, al abad de San Francisco de Silos. Abuchead, hombre, esto es fútbol. No falla; en cuanto un jugador se retuerce de dolor sobre el césped, alguien considerará oportuno resaltar los valores de hombría y caballerosidad que se dan en el rugby. Y lo rematará con la famosa definición que si no se debe a Ayn Rand o a Carlos Marx, no será porque no lo merezca: «El fútbol es un deporte de caballeros jugado por truhanes; el rugby es un deporte de truhanes jugado por caballeros».

Billy Boston (Foto: Cordon Press)

Entonces las cabezas se vuelven hacia quien haya señalado semejante agudeza. Se sueltan risas que intentan denotar reconocimiento a su ingenio, ganar tiempo mientras se lucha por deshilvanar el sentido de la frase o, en aquellos casos más afectados por la escucha continuada de música indie española, desentrañar el significado de la palabra truhanes. Si se tiene mala suerte, habrá algún exjugador de rugby lo suficientemente cerca como para que no sea posible evitar una charla eterna sobre nobles principios, sentimientos de honor y alguna que otra cursilada que nadie, salvo aquellos que hayan alcanzado un estado de liberación muy cercano al nirvana, sería capaz de soportar sin desarrollar una adicción patológica a las drogas duras. Y aunque algo de eso hay, resulta absurda esa manía de comparar los comportamientos que se dan en ambos deportes. Porque, además, en aquellas ocasiones durante un partido de fútbol en las que se observan algunos de los códigos que suelen regir en uno de rugby, los aficionados, la prensa y hasta los espíritus más neutrales estallan de indignación. Se podrían escribir varios tratados teorizando sobre el tema (3). El origen social del juego, el principio de autoridad y la sumisión inducida, la melé como metáfora de la lucha de clases. Esas cosas. Pero lo mejor será partir de un ejemplo.

Poco antes del descanso del partido final de la liga inglesa de rugby correspondiente a la temporada 2012-13, el árbitro expulsó al talonador y capitán de uno de los dos equipos (Northampton Saints) por llamarle «puto tramposo» (4) después de ser sancionado su equipo con una falta en contra que probablemente les iba a costar tres puntos.

Las circunstancias de la expulsión son complejas para los profanos en el juego y no resultan sencillas de explicar. Aun así, lo intentaremos. Cada una de las dos partes de un partido de rugby finaliza cuando después de cumplidos los 40 minutos reglamentarios, el juego se interrumpe por cualquier motivo. El balón sale fuera, se marca un ensayo o un penal, se produce una de esas aglomeraciones de kilos de carne y sudor que se conocen como rucks o mauls, de los que, además del árbitro, cualquiera con dos dedos de frente sabe que el balón no va a salir jamás, etcétera. Lo normal es que si te encuentras en una posición defensiva (al llegar al descanso), o vas ganando el partido (al final del mismo) mandes el balón fuera de una patada y no sigas jugando; de este modo evitas darle al contrario la oportunidad de recuperar el balón y marcar puntos. Balón fuera y todos a la caseta a pensar en el segundo tiempo, o a celebrar la victoria siguiendo esos rituales —cada equipo tiene uno— en los que algunos ven un homenaje al canibalismo y otros un mero retorno a la infancia. En este caso el equipo vestido de un azul claro nada viril, de un tono de azul nada propicio para la práctica del rugby, debía poner en juego el balón desde su campo con los primeros 40 minutos ya cumplidos; sin embargo el árbitro les advierte con claridad que no les permite lanzarlo directamente fuera. Un árbitro de rugby, aparte de juzgar los lances más dudosos del juego, que son casi todos, es una especie de preceptor o de au pair.

Como la capacidad de raciocinio del jugador medio de rugby está tradicionalmente limitada al mínimo imprescindible, e incluso muchas veces esa limitación es aplaudida como una virtud impagable en la primera línea de la melé, se da por supuesto que ni siquiera el 1% de los jugadores conocen el 10% del reglamento. Esto es así en Orcasitas y en Nueva Zelanda. Un árbitro aconseja permanentemente a los jugadores sobre circunstancias del juego; desde corregir posiciones de offside hasta advertir sobre comportamientos que incluso en un juego de truhanes podríamos considerar mezquinos. Es un padre severo, no siempre justo y muchas veces destila una superioridad que sin duda procede de los tiempos en los que para arbitrar un partido de rugby se debía certificar algún grado de parentesco con la reina Victoria. En el caso que nos ocupa, ya sea por una capacidad auditiva limitada o por alguna otra traba cognitiva que desconocemos, el jugador encargado de reanudar el partido hizo caso omiso de la advertencia del árbitro y lanzó el balón fuera con la esperanza de poner fin a una disputada primera parte. La consecuencia de esta desobediencia intolerable, aparte de una reprimenda por parte del árbitro (5), es una melé a favor del equipo contrario: una oportunidad realmente buena de añadir puntos al marcador.

Portia Woodman (Foto: Cordon Press)

Una melé es un infierno en miniatura. Desde fuera no lo parece; aparentemente consiste en una disputada lucha entre los ocho jugadores más pesados de cada equipo (6), que empujan hasta quedarse literalmente sin aliento con el objetivo de lograr una salida clara del balón (el equipo que ataca) o de desestabilizar al equipo en posesión del mismo para que no pueda desarrollar su juego con tranquilidad y, si es posible, recuperar el balón (esta es la misión del equipo que defiende). Pero dentro de una melé pasan muchas más cosas, no todas justificables, ni siquiera aludiendo al lícito objetivo de desgastar a la delantera rival. Se introducen dedos en ojo ajeno (la práctica conocida como eye gouging, una de las más deleznables que se puedan ver sobre un terreno de juego de cualquier deporte). Se muerde cualquier trozo de carne que esté a la vista, sin importar mucho que pertenezca a un jugador rival o a un compañero. Se arrancan pelos de los sobacos en suficiente cantidad como para montar una industria de brochas de afeitar que cualquier analista de mercados consideraría muy próspera. Se dan patadas, se pellizcan pezones (7).

Aquello es un pozo de vicio y perversión en el que el árbitro, la verdad, puede pitar lo que le venga en gana. En este caso, un golpe de castigo en contra de Northampton. Esta es la decisión que dio pie a que Dylan Hartley murmurara las dos palabras que le costaron la tarjeta roja, una suspensión de 11 semanas que además le excluye de la gira de los British Lions por Australia, y el partido y la liga para su equipo. Pues si la inferioridad numérica en cualquier deporte es determinante, en rugby es decisiva. Dos palabras. Dos palabras pronunciadas en un lance del juego de máxima tensión y todo el esfuerzo de un año, los 22 partidos de la temporada regular y la posterior semifinal, se va por la alcantarilla de Twickenham. No hay protestas desmesuradas. Los jugadores no rodean al árbitro con aspavientos grotescos. Los entrenadores no gesticulan como plañideras. El público, a pesar de presentar unos asombrosos niveles de alcohol en sangre —en los estadios de rugby se sirve cerveza de varias clases, en vasos de pinta y botellas de medio litro— no se exalta en exceso. A la calle, ya mismo, fuera. Por maleducado.

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Minutos antes, Toby Flood, jugador internacional inglés y la estrella del otro equipo, Leicester Tigers, se tuvo que retirar del partido después de ser brutalmente placado por el jugador rival Courtney Lawes, un angelito de 2,01 metros de altura y 118 kilos de peso. El placaje, aunque es legal en su ejecución, es tardío. Toby Flood es el medio de apertura de Leicester y de la selección inglesa. Esta posición, fácilmente distinguible pues los jugadores que la ocupan lleva el número 10 en la camiseta, es el puesto clave de un equipo. Cuando le llega el balón, debe decidir la jugada a realizar: básicamente correr él mismo agarrando la pelota como si no hubiera un mañana (8), patear el balón o pasarla a sus compañeros de la línea, que a su vez correrán como liebres lo que les permita la defensa rival y su capacidad pulmonar. Una táctica bastante primitiva para luchar contra un medio de apertura competente consiste en meterle miedo, y este es un caso de libro. Flood quedó inconsciente sobre el césped y cuando recuperó el sentido tuvo que ser sustituido. El árbitro señaló un golpe de castigo y advirtió de palabra al placador, sin más («Just a penalty, but be very careful from now on», le dice el árbitro a Lawes con una parsimonia típicamente británica).

Cualquier espectador, sea aficionado al rugby o simple observador ocasional, admirará la calma con la que los jugadores acatan las decisiones más polémicas; unas decisiones que no solamente influyen en los resultados deportivos, sino muchas veces en su futuro profesional. Todos mostrarán envidia sana y desearán que semejante muestras de respeto sean el pan de cada día de nuestros campos de fútbol. Hagamos, sin embargo, un ejercicio que aunque resulte vano puede ser revelador. Supongamos que durante el partido decisivo de la liga española, un jugador del Real Madrid hace una durísima entrada a Lewandowski, mientras disputan un balón. Una entrada dura, aunque noble (9), que lesiona al jugador polaco mediada la primera parte y que al jugador madridista ni siquiera le cuesta una tarjeta amarilla. Y supongamos también que al cumplirse el tiempo reglamentario de la primera parte, el árbitro expulsa a, digamos, Vinicius (10) por espetarle «puto tramposo» en medio de una trifulca después de pitarles una falta dudosa en contra. No habría medio que no cargara tintas contra el árbitro. Y con razón.

El ejercicio es vano porque son deportes muy distintos. El fútbol es un espectáculo; no paramos de escucharlo. Ganar y dar espectáculo. El árbitro se ha cargado el espectáculo. Queremos ver un buen espectáculo. Y el rugby sigue siendo un deporte. Un espectador que va a ver un partido de fútbol de máximo nivel quiere ver ese espectáculo, que ya resulta ser casi una función. Cada vez admiramos más la sutileza, el toque, que corra el balón y no el jugador. Los pases a la red. Un espectador de un partido de rugby sigue disfrutando al ver a 30 hombres haciendo deporte y disputando un juego (11); luchando, pegándose, mordiendo si hace falta, pero respetando las reglas y a quien las administra. Son dos cosas mucho más distintas de lo que parecen, incluso cuando ya se han borrado los distintos orígenes sociales de ambos juegos. Cada uno con sus virtudes y sus defectos. Y aunque el rugby está tomando una deriva peligrosa, una deriva que podemos adivinar hacia dónde se dirige con solo darnos cuenta de lo ridículos que resultan todos esos disfraces representando estrafalarias mascotas, esas celebraciones extemporáneas de los ensayos, las posturas absurdas a la hora de ejecutar golpes de castigo, las bicicletas estáticas en la banda, incluso la ya desmesurada haka neozelandesa; a pesar de estos signos que nos hacen temer lo peor, todavía mantiene unos valores en los que los más obsesionados con la política verán una metáfora del feudalismo, pero que simplemente representa un amor sincero al juego, al honor, al valor, a la solidaridad. A todas esas cosas de las que yo mismo hacía burdas chanzas hace unos párrafos, y que sin embargo no puedo dejar de echar de menos en cualquier otro escenario de la vida.

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1 Las parejas de pádel alcanzan un nivel de compenetración y fidelidad solo comparable al que se observa entre compañeros de celda que cumplen condenas cuya duración se debe medir al menos en décadas. Por supuesto, se puede apreciar aquí una pulsión sexual que nos impediría volver a agarrar el mango de una raqueta sin estremecernos, así que de momento la obviaremos.

2 Hay gente esencialmente rara que bebe vino mientras ve fútbol. Por otro lado, la primera vez que alguien que haya tenido una infancia normal escucha la palabra «añada», salta algún mecanismo defensivo dentro de su psique. Sin embargo, los jugadores de pádel suelen carecer de estas barreras y no pocos terminan siendo auténticos ejemplares vivientes de la Guía Peñín.

3 Alguno hay. Lean, por ejemplo A Social History of English Rugby Union; Collins, T; Routledge, 2009. Échenle valor, pues es un libro que hace gala de un estilo literario claramente deudor de los escritos legales redactados por los notarios más aplicados.

4 Fucking cheat. Algún filólogo tenderá a traducir la expresión como «jodido tramposo», pero no le hagan caso.

5 Escuchen el «I just told you you couldn’t…» a los 0:34s y comprenderán la analogía entre un árbitro y una niñera.

6 En principio, pesados en un sentido fisiológico; finalmente suelen ser los jugadores más aficionados a rememorar durante los terceros tiempos golpes y otros lances del juego, y resultan además ser los más pesados en sentido figurado. Esos ocho jugadores están numerados del 1 al 8 y constituyen la delantera de un equipo de rugby. Hay estudios que demuestran que el volumen cerebral del más simple de los dinosaurios conocidos supera al de un delantero de rugby en varios hectómetros cúbicos.

7 Unos pellizcos nada eróticos, ni siquiera para los amantes del cuero y las chinchetas. Se lo digo yo.

8 A veces no lo hay, como estamos viendo en este caso.

9 Muchos ven una contradicción entre la nobleza y el madridista; una contradicción similar a la que se daría, por ejemplo, entre la sobriedad y el dublinés o entre la elegancia y Miami. Pero no es mi caso.

10 Dylan Hartley es el capitán y mejor jugador de Northampton.

11 Sí, puede sonar muy gay. Y qué.

4 Comentarios

  1. La frase más gloriosa que le he escuchado a un árbitro de rugby (español): un jugador con tendencia a marranear en los rucks se le queja de que le están pisando la mano. «No ponga usted su mano debajo de los pies del contrario» XDDDDD

  2. Felicitaciones por este excelente artículo, hacía tiempo que no disfrutaba leyendo un texto tan inteligente y desternillante.
    Enhorabuena.

  3. Fantástico artículo. Te delata decir que Lewandosky es argentino.

  4. Pingback: El fútbol gaélico, o ese juego tan raro de los irlandeses

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