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El final del «Más lento, más bajo, más débil»… Cómo España rompió su maldición en atletismo

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Josep Marín (Foto: atletismorfea.es)

España, un país en el que el deporte rey hace 40 años no estaba demasiado bien tratado, encaraba el Mundial de Atletismo (el primero que la historia) con el deseo de volver a casa con alguna que otra medalla. Opciones había. Además, los precedentes invitaban ciertamente al optimismo a los componentes de la delegación española desplazada a Helsinki (24 hombres y 3 mujeres fueron los elegidos por Carlos Gil, el director técnico de la RFEA en los primeros años de la década de los 80 del siglo pasado. Una cifra muy distinta a la de la convocatoria para Budapest, una cita a la que España va con más mujeres que hombres por primera vez en este tipo de grandes competiciones).

En Moscú 80, Jordi Llopart fue plata en la prueba de los 50 kilómetros marcha, mientras que Domingo Ramón, Paco Sánchez Vargas (ambos en los 3000 metros obstáculos) y Josep Marín lograron unos merecidos diplomas olímpicos. En Roma 82, cinco fueron las medallas que los nuestros alcanzaron en el Europeo: José Manuel Abascal fue bronce en los 1500, la misma medalla que ganó Domingo Ramón en los 3000 metros obstáculos, Antonio Corgos fue plata en longitud, mientras que Josep Marín fue oro y plata en los 20 y 50 kilómetros marcha). A nadie se le escapaba que la marcha y la media distancia (pese al dominio británico y la presencia de Said Aouita) eran las principales opciones patrias en un evento que, entre olimpiadas y sin boicots, reuniría a los mejores atletas del momento. Un bonito duelo entre Estados Unidos y Europa, un continente en el que los países del Este tenían mucho que decir (la URSS, la DDR y Checoslovaquia, principalmente).

Otros tampoco descartaban medallas del corte de la lograda por Javier García Chico en Barcelona 92. Presea únicamente posible si se daban una serie de circunstancias tan extrañas como posibles. Por eso los Javier Moracho, Antonio Prieto o Antonio Corgos eran los tapados en sus respectivas pruebas. El segundo, un diminuto atleta segoviano tan honesto como mal tratado por las competiciones internacionales, sabía que igual en Finlandia el atletismo era justo con un deportista que perfectamente hubiera merecido retirarse con alguna que otra medalla en pista o en campo a través (el cross no se le daba mal, todo hay que decirlo).

Además, el optimismo crecía porque 1983 estaba siendo un año muy fructífero para el deporte español. La selección española de baloncesto había sido plata en el Europeo de Nantes, mientras que Ángel Arroyo y Perico Delgado se habían convertido en las revelaciones de un Tour de Francia que volvía a pronunciar apellidos en castellano tras muchas ediciones en la que los ciclistas españoles eran meros comparsas. Evidentemente, algunos soñaban con una primera quincena de agosto en la que España se reivindicara en un deporte que apenas había dado un puñado de atletas de primer nivel. El recordado Mariano Haro, sin ir más lejos. No era cuestión de olvidar que Los Ángeles 84 estaba a la vuelta de la esquina y que muchos atletas querían en la lejana Finlandia ganarse un hueco entre los expedicionarios a California. A un año visto, un buen rendimiento en un Mundial era lo mejor para ganarse el derecho a estar en unos JJOO.

Antonio Corgos (Foto: Cordon Press)

 

Llegados a este punto, la pregunta es lógica. ¿Un estreno mundialista en 1983? ¿No tenía derecho el deporte rey de presumir de un Mundial, una competición a la altura de la organizada por otras disciplinas? Desde el principio del siglo XX, la IAAF había pensado organizar un Campeonato del Mundo propio, pero hasta ese momento se había entendido implícito dentro de los JJOO y no fue hasta los años setenta cuando la vieja idea cristalizó, animados además por una de las etapas más convulsas e inciertas del olimpismo moderno, donde, tras las críticas por la altitud y la lucha por los derechos raciales que se desató en México 1968, Múnich 1972 se vio golpeado por el ataque terrorista en la villa olímpica, y los boicots de Monreal 1976 y, sobre todo, Moscú 1980 y Los Ángeles 1984 terminaron trasladando la incertidumbre política de la Guerra Fría al mundo del deporte. Tomada la decisión, el primer Campeonato del Mundo de Atletismo se albergaría bajo la sombra de la famosa torre del Estadio Olímpico de Helsinki entre el 7 y el 14 de agosto de 1983. Un pequeño oasis donde, después de tanto tiempo, el deporte conseguía mantenerse al margen por unos días de la difícil situación política mundial con todo un éxito de participación que reunió a casi 2000 atletas de más de 150 países de todo el mundo.

Explicadas las causas de la tardanza del primer mundial y antes de analizar detenidamente la participación de los españoles, toca glosar qué atletas brillaron, positivamente, en Helsinki. En la capital de Finlandia destacaron Carl Lewis (posiblemente, uno de los más completos de todos los tiempos), Calvin Smith, Steve Cram, Alberto Cova, Greg Foster, Edwin Moses, Roberto de Castella, Serguei Bubka, Daley Thompson, Marita Kock, Jarmila, Kratochvilova, Mary Decker, Tamara Bikova, Heike Drechsler… La extinta DDR sumó más oros que nadie (una decena). Más que USA (ocho) y la URSS (seis). África solamente ganó tres medallas, con una plata para Etiopía, un bronce para Marruecos y otro para Nigeria. Toca recordar que en categoría femenina aún faltaban unos cuantos años para igualar su programa con el de la masculina.

«El mes de agosto suponía un difícil reto para el atletismo español. Reto que por cierto ha sido resuelto con enorme brillantez. En rápido resumen, hay que recordar la medalla de José Marín en Helsinki, donde también fueron finalistas Antonio Corgos y José Manuel Abascal. En definitiva, el examen de agosto ha sido superado con excelente nota, dentro del fantástico suma y sigue que desde hace unos años está realizando el deporte español», valoraba la RFEA en la publicación Atletismo Español (editada por el propio órgano federativo) tras lo sucedido en Helsinki. En el mismo escaparate, el propio seleccionador analizaba uno por uno a los 27 elegidos. Detengámonos en el único que subió al podio. «Fue sin duda el atleta número uno del equipo español. Su actuación, tanto en los 20 como en los 50 kilómetros marcha, fue fabulosa. Demostrando ser el marchador más completo del panorama actual. Los detalles técnicos de su actuación quedan reflejados en el comentario de estas dos pruebas», rubricaba Carlos Gil sobre Josep Marín. El catalán, a sus 34 años, salvaba el pabellón patrio con una presea que situaba a nuestro país en el puesto número quince del medallero.

Echando la vista atrás, España estuvo a la altura de las circunstancias. Los que tenían que luchar por medalla, lo hicieron (Antonio Corgos y José Manuel Abascal). Eso sí, fallaron José Luis González (algo habitual cada vez que le tocaba enfrentarse a una gran competición). Y, extrañamente, Jordi Llopart (medalla en Moscú 80). El catalán, ni en los 20 ni en los 50 kilómetros marcha, estuvo a la altura de las expectativas (acabó el 28 en la primera y abandonó en la segunda). Resultados inesperados para el marchador fallecido hace unos años. ¿El resto de la legión patria? Apenas el décimo puesto en la final de los 3000 metros obstáculos de Domingo Ramón, las semifinales alcanzadas por los Javier Moracho, el granadino Paco Sánchez Vargas, José Alonso Valero… ¿Las chicas? El séptimo puesto en los cuartos de final de los 100 metros vallas de María José Martínez Patiño fue lo mejor con diferencia.

Lo dicho, Josep Marín volvía a casa con la satisfacción del deber cumplido. Con una plata que premiaba su mundial y su temporada (en las vísperas firmaba en Valencia el récord mundial de la distancia). Un 3:40:46 que lo situaba entre los aspirantes al podio. Junto a su compañero de esfuerzos diarios (Jordi Llopart, un amigo muy íntimo del que se distanciaría hasta dejarse de hablar). Marín tenía como entrenador a Moisés, el padre de Jordi.

Nacido el 21 de enero de 1950 en El Prat de Llobregat, Marín participó en cuatro JJOO: Moscú 1980 (20 y 50 km marcha) en Los Ángeles 1984 (20 km marcha) y Seúl 1988 (20 y 50 km marcha) consiguiendo diploma olímpico (ocho primeros clasificados) en todas las pruebas que disputó, además de un noveno puesto en Barcelona 92. Además del Subcampeonato del Mundo en Helsinki 83, fue oro y plata en el Europeo de Roma 82 (en 20 y 50 kilómetros marcha), oro en la Copa del Mundo de 1982 (en los 20 kilómetros) y bronce en el Campeonato de Mundo de Roma 87 (también en los 20 kilómetros). Palabras mayores, sin duda.

Y pese a que una medalla de estas características siempre es una medalla, le tuvo que saber a poco no conseguirla en los 20 kilómetros. Un logro que tenía en el bolsillo a menos de 1000 metros para cruzar la línea de meta. Cuando el bronce parecía seguro, tras una gran carrera desde la salida, fue superado en los últimos metros por el soviético Yevgueni Yevsiukov. Un cuarto puesto que tocaría poner en valor, viendo que por delante habían entrado el mexicano Ernesto Canto y el checo Josef Privilinec. En su momento, algunos aseguraban que haber competido en la jornada inaugural no benefició demasiado el marchar de un atleta en el mejor momento de su carrera.

Y si correr el primer día de competición, según los expertos, restaba más que sumaba… qué decir de la lluvia que caía durante la celebración de los 50 kilómetros. Un escenario inesperado, tras varios días en los que el termómetro no bajaba de los 25 grados (12 hacía el 12 de agosto de 1983 en la capital finlandesa).

Una prueba tan larga requeriría de saber medir muy bien los esfuerzos y de no ponerse nervioso si alguno de los favoritos apostaba por una carrera dura desde el principio. Es lo que hizo Marín, que veía desde la distancia a los primeros ya superado el kilómetro 10 (Bermúdez, González, Evoniuk…). González se veía con fuerzas y tiraba para que cada vez fueran menos lo que tuvieran opciones de medallas. Una posibilidad que a Marín se le escapaba por momentos por culpa de unos dolores intestinales sin solución aparente.

Sin embargo, ese eterno saber estar del catalán le permitía ser octavo, a 30 segundos del primero, a la mitad de la prueba. Evidentemente, hubo algo que acabaría allanando el camino del español: La descalificación del mexicano Bermúdez cuando iba primero. También que esas molestias fueran desapareciendo según se iban consumiendo kilómetros. Ya sin dolores, Marín se situó tercero, por detrás de González y Weigel. Una posición que superaría tras el hundimiento del mexicano (acabaría quinto). Una plata de ley, a lo máximo que se podía aspirar tras 3 horas y 46 minutos de carrera y los más de 180 segundos que le sacó Weigel en meta.

Javier Moracho (Foto: Cordon Press)

«A mitad de carrera bajó mi velocidad, e incluso tuve que detenerme un minuto debido a problemas estomacales (en la crónica de la prueba se hablaba de dolores intestinales). Después de eso me sentí mejor y comencé a acercarme a los líderes. La caminata fue extraña debido a la lluvia, pero muy dura. Considero que si hubiera hecho una temperatura calurosa, similar a la de estos últimos días, hubiera sido ventajoso para mí», comentaba Josep Marín en línea de meta. Visiblemente cansado, pero plenamente consciente de haber tirado de manual cuando muchos hubieran arrojado la toalla. Su capacidad para superar una situación tan contraria le reportó una presea que pasaría a la historia del atletismo español. Una medalla que dentro de unos días cumple cuatro décadas.

Seguro que la disputa del Mundial de Budapest en unos días sirve para que muchos se acuerden de nuestro primer medallista. Un marchador que tras colgar las zapatillas ejerció, entre otros, de entrenador de Valentín Massana y que no hace mucho fue noticia por su nuevo pasatiempo ya superado los 70: Las carreras de dificultad extrema, los Ironman. «Había que ocupar el tiempo. Esto no tiene nada que ver con la marcha. Aquello era mi profesión. Vivía de sacar becas. Entrenaba mañana, tarde y noche. Marchar, marchar y marchar. Ahora lo que me gusta es entrenar. El hecho de poder entrenar. Aunque claro, siempre necesitas un objetivo. Pero compito porque entreno, no al revés», contaba un medallista mundial (que alargó su carrera hasta los 38 años) que apostó por lo extremo tras el adiós de su compañera de toda la vida (Pepi Ginesta con la que incluso llegó a competir en baile de salón). «Pasé mucho tiempo cuidando a mi mujer y, aparte del deporte, tenía pocos recursos más para salir adelante anímicamente. Tenía que hacer algo. No había montado en bici en mi vida. Con la de carretera ni me atrevía. Empecé como hobby pero cada vez le metía más kilómetros», recalcaba nuestro particular héroe de Helsinki 83…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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