Fantasmas al óleo
Aquellos que tengan el buen gusto de visitar el estadio de Twickenham en Londres —y cualquier ocasión es buena para ello, pues es una de esas pocas ocasiones en las que entrar en un recinto deportivo está más que justificado— aparte de contemplar maravillas como la Calcutta Cup [1], que desgraciadamente un año sí y otro también se exhibe en algún punto del estadio que los escoceses de adopción no debemos buscar jamás, es probable que sin mucho empeño terminen plantados delante del cuadro de William Barnes Wollen (1857-1936) titulado The Roses Match. Este lienzo, pintado en el año 1895, representa el partido de rugby que el 25 de noviembre de 1893 disputaron en Park Avenue, Bradford, Reino Unido, los equipos de Yorkshire y de Lancashire. Una rivalidad tan vieja como Inglaterra; antiguamente hacía rodar cabezas, pero en aquel entonces les bastaba con patear un balón de cuero. En algún punto de la historia del cuadro, después de colgar unos años de las paredes de la Royal Academy para de ahí pasar a Leeds, Bradford y otros lugares de esa parte de Inglaterra que según cualquier demonólogo bien formado solo está un par de peldaños por encima del infierno, se le perdió la pista para aparecer 60 años más tarde en una tienda de segunda mano de Grey Street, Newcastle, donde fue encontrado por miembros de la Yorkshire Rugby Football Union. Tras unas discusiones que se presumen apasionantes, tanto entre ellos como con el vendedor, lo compraron por 25 libras, se lo llevaron a la sede de su club de Otley y a finales de los años 60 lo cedieron galantemente a la Rugby Football Union para que hiciera con él lo que mejor le pareciera. Que en este caso fue exhibirlo en el West Stand del estadio de Twickenham, que es donde ahora mismo está colgado [2], contando su curiosa historia y la de la escisión del rugby a quien la quiera entender.
Cuando se restauró el cuadro a finales de los años 60, apareció una figura fantasmal justo a la derecha del árbitro, quien aparece en un segundo plano vestido como Dios manda, con terno y sombrero. No hace falta ser un experto en arte para darse cuenta de que en determinado momento un jugador del equipo de Yorkshire fue eliminado de la pintura. ¿Por qué? Hay quien dice que por motivos económicos. Supuestamente el jugador en cuestión se negó a abonar la cuota que le correspondía por aparecer en el cuadro. Es posible; pero también esta versión de la historia podría ser una oportunidad para subrayar el carácter avaro de sus vecinos que los habitantes de Lancashire no podían dejar pasar, y por eso probablemente sea la teoría favorita entre estos. Otros aseguran que la figura borrada originalmente ocultaba la del árbitro, que además estaba representado con los rasgos de Rowland Hill, entonces secretario de la RFU [3]. Si hubo presiones de las altas esferas o si el autor buscaba añadir algunos chelines a su remuneración, es algo sobre lo que solo podemos especular si le damos alguna credibilidad a esta teoría.
Y por último, no son pocos los que ven en esta estalinista manipulación la mano vengativa de la misma RFU, que pasados los años decidió borrar de la pintura a aquellos jugadores que poco más tarde abrazaron el profesionalismo, se unieron a la recién formada Northern Union, y dieron lugar a un nuevo deporte: el rugby league o rugby a trece. De estar en lo cierto, no se entiende por qué ese jugador en particular fue castigado, pues entre todos representados en el cuadro únicamente dos no cayeron en las garras de la avaricia y permanecieron fieles al amateurismo —y por tanto el cuadro sería algo más que una singularidad pictórica, entrando de lleno en los terrenos del ridículo— pero la fuerza de la teoría es poderosa, ha llegado sin mostrar síntomas de debilidad hasta hoy en día, y es creída como dogma de fe en todos los pubs del norte de Inglaterra, desde El Cerdo y el Silbato hasta El Ciervo y la Oreja, donde no aconsejamos llevar la contraria al respecto a cualquier miembro de la clientela o del servicio, independientemente de la confianza que la bonhomía de sus rasgos faciales y otras manifestaciones de alegría espontánea nos puedan inspirar.
Pero la pregunta que esta última hipótesis nos debe hacer formular es ¿por qué existen dos formas de rugby? ¿Cómo se llegó a escindir un deporte en dos ramas, que en apenas diez años desarrollarían cada una su propia personalidad, muy diferenciadas entre sí?
Mil hombres y un balón
Es difícil trazar los orígenes del football, y antes de nada se debe subrayar que solo a partir de la Primera Guerra Mundial se entiende exclusivamente por este término el juego que aquí en España la Real Academia Española nos hace transcribir como fútbol, para escándalo de los puristas y esos defensores de la lengua española que estudian el ibero en sus noches de insomnio. Hasta 1918, al hablar de football se hacía referencia a cualquier deporte en el que se hiciera uso de los pies para patear un balón o, más frecuentemente, las piernas del rival [4].
No se conoce a ciencia cierta el origen de los juegos con balón que más tarde derivaron en los deportes que hoy conocemos como fútbol y rugby. Los italianos, en su voraz apetito por adueñarse de todo rasgo cultural de Occidente, sacan a colación el asunto del calcio florentino, un juego que si bien es cierto que empleaba algo parecido a una pelota, dos equipos y una plaza de pueblo, en este caso Florencia, desapareció de la faz de la Tierra a mediados del siglo XVIII. En las Islas Británicas hay registros de partidos de folk football desde el siglo XVII. Estos partidos multitudinarios —en Derby participaban 1000 personas, en Sedgefield 400 por equipo— se disputaban frecuentemente para celebrar fiestas como la Semana Santa, la Navidad o, especialmente, el Martes de Carnaval. Esta costumbre de jugar partidos en fechas festivas ha sobrevivido hasta hoy mismo en Gran Bretaña. Trazar el origen de estos encuentros es más difícil. Probablemente dos vecinos de sendos pueblos de Cheshire, Surrey o Kent se encontraran en un camino perdido de la campiña, iniciaran una disputa por un queso Stilton de tamaño descomunal a la que se fue uniendo el resto de la población, y descubrieran que el asunto resultaba divertido.
Como es natural, las reglas variaban muchísimo de una zona a otra, pero en ninguna parte consta que en región alguna solamente se pudieran usar los pies para desplazar el balón. La violencia no solo era moneda corriente de cambio, sino que era esperada y ansiada por los participantes, que tenían una ocasión inmejorable para saldar viejas cuentas recurriendo a métodos que en cualquier otro contexto menos festivo serían merecedores de penas poco generosas hacia el acusado. Un tal Joseph Lawson ha dejado testimonio escrito de cómo eran los partidos en Pudsey a mediados de la década de 1820:
«Los vecinos de la ciudad alta jugaban contra los de la ciudad baja; con mal tiempo, a través de caminos intransitables y cruzando toda la ciudad. Ventanas rotas, viandantes golpeados, la pelota conducida a través de las casas y todos pateándose las espinillas aunque el balón estuviera a cien yardas de distancia. Por supuesto, muchos resultaban heridos de gravedad». [5]
No eran raras la muertes.
La alteración para la vida pública que causaban estos partidos era notable. En Ashbourne, por ejemplo, las porterías estaban situadas a tres millas de distancia una de otra. Había que cortar caminos, invadir propiedades ajenas, tomar medidas de seguridad que realmente no le preocupaban a nadie y otra serie de inconvenientes que las clases más estiradas de la sociedad británica no estaban dispuestas a tolerar sin tomar cartas en el asunto. Ya en 1835, la Highway Act prohibía el corte de caminos principales para la celebración de encuentros de football. Y la vida ordenada y cada vez más industrial de las ciudades, con sus horarios y cuotas de producción perfectamente medidos, así como las frecuentes reivindicaciones sociales que hacia 1848 desembocarían en incidentes un día sí y otro también, no casaban bien en las mentes aristocráticas con la idea de varios cientos de obreros y campesinos reunidos para practicar la violencia gratuita en diversos grados de embriaguez, ninguno de ellos beneficioso para la salud física o mental de los participantes.
El tráfico de sombreros de copa y levitas por los pasillos del palacio de Westminster se intensificó hasta alcanzar niveles solo comparables a los que se darían al cabo de 50 años, cuando estallara la guerra de los bóers. Los monóculos se agitaban en actitudes que un observador imparcial definiría como de histerismo colectivo, sus portadores esgrimiendo derechos adquiridos que se remontaban a los normandos invasores, y aún más allá. Lores y pares exponían casos intolerables de cercados violados y picnics frustrados por la intervención de un ejército de desarrapados atizándose unos a otros mientras perseguían un balón. Y finalmente, como en tantas otras ocasiones en que los plutócratas se ponen seriamente manos a la obra, el folk football terminó desapareciendo a mediados del siglo XIX para desconsuelo de un vecino de Derby, quien al enterarse de la prohibición de disputar el partido anual, declaraba:
«Es una faena. Nos dejan sin diversión y sin football. Esta es la manera en que siempre han tratado a los pobres». [6]
William Webb Ellis y una idea muy particular de la escuela pública
De alguna manera, una versión reducida del folk football fue adoptada por las public schools. Este término, public school, es prácticamente antagónico al que entendemos hoy día por su traducción literal al español. Las «escuelas públicas» de la Gran Bretaña del siglo XIX eran las encargadas de educar a las élites del país más elitista del globo; y no había cosa más lejana a su ideario fundacional que la educación universal y gratuita para todos los súbditos de la reina.
Al menos siete escuelas [7] (y no es que hubiera muchas más) practicaban un juego en el que participaban dos equipos, un balón y un terreno de juego rectangular dividido en dos mitades, en cuyos extremos más alejados se situaban las porterías. Esto era todo lo que tenían en común; después cada escuela tenía su versión particular de las reglas, y si organizaban partidos entre ellas, o entre antiguos alumnos de distintas escuelas, unas veces se jugaba solamente bajo las reglas comunes y otras se alternaba aplicando las divergentes en cada uno de los dos tiempos del partido. Una vez más, en ninguna versión se prohibía tocar el balón con los brazos —era común que si un jugador agarraba un balón en el aire se cantara un mark [8], se detuviera el juego y ese mismo jugador lo reanudara pegando una patada al balón— si bien solo en la de la escuela de Rugby estaba permitido correr con el balón agarrado entre las manos. Hay constancia de que en cierto partido, los chicos que habían aprendido el juego en Rugby corrían con el balón entre las manos mientras eran abucheados por aquellos que lo habían aprendido en Eton. Pero la historia que cuenta que hacia 1823 el reverendo William Webb Ellis fue el primero en romper las normas y salir disparado hacia la portería contraria con el balón bajo el brazo durante un partido disputado en la escuela de Rugby, es con toda probabilidad falsa.
La función del football dentro de las escuelas era principalmente formativa; se trataba de una actividad dirigida a fortalecer el carácter, fomentar el espíritu de compañerismo y al mismo tiempo evitar desviaciones en la hombría de los alumnos. Todo con vistas a la futura función como dominadores del mundo que deberían ejercer al licenciarse; unos en destinos tan lejanos como Calcuta o Kabul, y otros en lugares tan despiadados como la Cámara de los Comunes. La tan cacareada caballerosidad del football practicado en Rugby, de la que justificadamente podría dudar cualquiera que se haya metido dentro de una melé durante un partido de las divisiones inferiores de una liga regional, era algo que ya en los inicios del juego tenía una interpretación bastante singular. Harry Garnett, el entonces presidente de la RFU, recordaba cómo un jugador rival se presentó a un partido llevando espinilleras para protegerse las piernas, y por tanto el caballero no tuvo más remedio que advertirle:
«Si no te quitas eso, no pararé hasta comprobar si te las puedo arrancar a patadas». [9]
La historia sobre William Webb Ellis sirvió para fijar un origen aristocrático del juego. Fue adoptada como un postulado geométrico, pues de ese modo cortaba de raíz todo contacto que el nuevo deporte pudiera tener con el plebeyo folk football, y evitaba tener que admitir que los caballeros ingleses habían cambiado la caza del zorro y las cargas de caballería por un juego de campesinos.
Más que un club
Para poder seguir practicando el football una vez abandonada la escuela, los antiguos alumnos no dudaron en utilizar las instalaciones que tenía repartidas por toda Gran Bretaña el Rifle Volunteer, una especie de milicia formada en 1859 para prevenir una posible invasión francesa provocada por el affair Orsini [10]. Una vez pasada la amenaza, los caballeros siguieron organizando partidos en los campos de entrenamiento, y de ahí a dar salida a la famosa monomanía británica de formar un club, solo fue necesario dar un paso muy corto.
Los primeros clubs de football se formaron a mediados de los años 50; el primer partido registrado en el que se jugó según las normas de Rugby es un revelador Rugby vs Rest of the World celebrado en el Edge Hill Cricket Ground de Liverpool en diciembre de 1857. Estos clubes estaban formados exclusivamente por caballeros de clase media, antiguos alumnos de las public schools, para quienes cualquier insinuación de cobrar por practicar deporte les resultaba una idea muy cercana a la prostitución. Mediante unas cuotas de socio elevadas, controlaban que el juego quedara fuera del alcance de la clase trabajadora, que por aquel entonces, una vez privada del folk football, daba cuenta de sus escasas horas de ocio contemplando actividades más pacíficas, como por ejemplo las carreras de conejos. Un socio de un club de football de York describía, con ese odioso paternalismo que marcaría las futuras relaciones entre directivos y jugadores de la época, cómo a comienzos de los años 70
«…el único deporte en el que los obreros de York parecían interesados eran las carreras de conejos. Cientos de ellos se reunían en Knavesmire los sábados por la tarde, y cuando atisbaban a jugadores de football, se referían a ellos como ‘esos idiotas que dan patadas a un balón en el barro’». [11]
La idea de extender la práctica del football entre todos los estratos de la sociedad no figuraba en ninguno de los estatutos de cualquiera de estos clubes; más bien lo contrario. Los partidos se jugaban entre clubs según las particulares normas del equipo anfitrión, ya fueran estas basadas en las de Rugby [12] o las de la Football Association; o entre los mismos miembros del club. Solteros contra casados. Rubios contra morenos. El equipo del secretario contra el equipo del tesorero. Esas cosas.
Pero pronto el deporte empezó a llamar la atención de los trabajadores, sobre todo en las regiones de Yorkshire y Lancashire, donde la forma de football más popular, salvo en una pequeña bolsa centrada en Sheffield en la que primaba el fútbol, era la de Rugby [13]. Los equipos formados por las parroquias anglicanas o católicas, que sí acogían a jugadores de cualquier estrato social, y que creían que la práctica del rugby favorecía el desarrollo de las virtudes teologales y cardinales cristianas de un modo que muy pocos podían apreciar, hicieron mucho por la expansión de la práctica del juego, y la participación de miembros de la clase trabajadora en los clubs representativos de las ciudades hizo que pronto se desarrollara un sentido del orgullo local que ha llegado hasta nuestros días. Los jugadores empezaron a ganar popularidad. Jake Dyson, un jugador de Huddersfield, en un acto que da una idea de la escala de valores de la época, fue homenajeado mediante la entrega de una escultura hecha de mantequilla que lo representaba en plenitud de facultades atléticas. Las aficiones viajaban de una ciudad a otra para presenciar los partidos, con los consiguientes incidentes —las buenas relaciones que hoy en día se dan entre aficiones rivales son un adelanto moderno— y aquellos que no podían acudir al partido se congregaban a las puertas de tiendas o pubs, que mediante noticias recibidas por telégrafo iban dando cuenta cada diez minutos del resultado de los partidos. En 1884, la multitud congregada en el centro de Bradford que esperaba noticias de la final de la Yorkshire Cup que estaban disputando Manningham [14] y Batley, fue imprudentemente conminada a abrir paso a un desfile del Salvation Army que debía transcurrir por el centro de la ciudad, desatando el previsible brote de violencia, muy cercano a una batalla medieval, en el que como es natural la entidad benéfica se llevó la peor parte.
Profesionalismo y cisma
Este orgullo local causó que los clubs buscaran los servicios de los mejores jugadores, la mayoría de ellos de clase trabajadora. Diez de los quince jugadores de la selección inglesa que en 1892 derrotaron a Escocia, eran trabajadores manuales, por ejemplo. Las directivas de los clubs del norte de Inglaterra, que si bien seguían siendo coto exclusivo para ciudadanos de clase media no sentían reparos en ser representadas por jugadores de clase trabajadora, incluso provenientes de Gales, cada vez ideaban medios más retorcidos mediante los cuales esquivar las rígidas leyes que impedían el profesionalismo. En un principio estaba permitido abonar a los jugadores el importe de los gastos en los que habían incurrido al entrenar o jugar para su club, tanto los de desplazamiento y manutención como los de salarios perdidos. Evidentemente, esta medida no prohibía nada en la práctica, y a principios de la década de 1880 solo se permitió a los clubs abonar los gastos que «habían salido directamente del bolsillo» del jugador.
Se desató una persecución casi inquisitorial en busca de profesionalismo encubierto [15]. Eran comunes los pagos en especie. Un jugador de Batley que en 1885 había marcado dos ensayos, fue premiado con una pierna de carnero, dos botellas de oporto y dos chelines en huevos de gallina. Se investigaba si las profesiones que decían tener los jugadores eran verdaderas, pues no era raro que los dueños de los clubs les concedieran un empleo, casi siempre ficticio, en alguna de sus fábricas, o que les hicieran nominalmente dueños de un pub, donde además se lograba aumentar a clientela, atraída por la popularidad del jugador en cuestión. En una investigación que recuerda mucho a la que más de un siglo más tarde llevaría a cabo recurrentemente la SGAE, la federación de rugby de Yorkshire investigó los regalos de boda de los jugadores J.W. Moore y George Broadbent (no se casaron entre ellos, sino cada uno con su respectiva damisela). William Bromet, capitán de Tadcaster FC, suspendió a uno de sus jugadores, que en aquel momento estaba en paro, porque después de cantar en la sede del club una versión según todos los testigos más que brillante de la entonces popular Ta-ra-ra-boom-de-day, pasó el sombrero y recolectó 12 chelines. No se le permitió volver a jugar hasta que los hubiera devuelto.
La visión del rugby de la RFU, con sede en Londres, era «combatir la muy temida y detestada figura del jugador de football profesional; el hombre que juega no por amor al juego y por honor, sino por dinero». Consideraban que, al igual que con cualquier otro pasatiempo, quien no pudiera pagarse los gastos que le originaba el jugar al rugby, simplemente no debía jugar. En la asamblea de 1893, el reverendo Frank Marshall, el más activo enemigo del profesionalismo, preguntó a los representantes de los clubs del norte si «les gustaría ser profesionales, para así poder ser comprados y vendidos como ganado». Expuso abiertamente la idea de que el hombre de clase trabajadora había sido creado por la Providencia para trabajar, y el juego y el ocio estaba reservado a los caballeros. Por mucho que se nos haya intentado inculcar la idea de un deporte honorable que se mantuvo en el amateurismo contra viento y marea hasta 1995, este es el trasfondo que se ocultaba tras la manida idea de romanticismo y caballerosidad que el rugby a quince mantuvo durante los siguientes 100 años.
Era una actitud que los clubs del norte, una región en los que los trabajadores tenían una conciencia de clase mucho más desarrollada, no se podían permitir. El fútbol, un juego más abierto y que estaba evolucionando a pasos agigantados gracias al profesionalismo, era ya el código mayoritario en Liverpool y Manchester, hasta hace no mucho bastiones del rugby, y amenazaba con conquistar el resto de Lancashire y Yorkshire.
Así pues, finalmente, el jueves 29 de agosto de 1895, 22 clubes [16] de rugby se reunieron en The George Hotel de Huddersfield y fundaron la Northern Rugby Football Union, que en 1922 pasaría a llamarse simplemente Rugby Football League. Inicialmente solo permitían que los jugadores cobraran hasta seis chelines por día perdido de salario. En 1898 se aprobó el profesionalismo, pero todos los jugadores afiliados debían dar cuenta de su actividad profesional durante la semana, que debía ser de «buena fe». No se permitían encargados de salas de billar, camareros de pub ni trabajos relacionados con el club para el que jugaban. Cualquier ausencia del trabajo, fuera por el motivo que fuera (vacaciones, huelga, enfermedad, etc) debía ser comunicada a la NRFU [17], que decidiría si permitía la participación del jugador en los partidos del fin de semana. Swindon fue sancionado con dos puntos por alinear a Owen Badger, un jugador galés que había librado dos días entre semana para poder visitar a un hijo suyo que había caído enfermo. A los hermanos Willie y Sam Jones, no se les permitió abrir un estanco, y la NRFU les dio 15 días de plazo para encontrar otro trabajo. Aun así, esta política era mucho menos opresora que la practicada por la RFU londinense. Finalmente, tras una serie de huelgas, en 1905 la NRFU permitió el profesionalismo sin ningún tipo de traba.
Nuevas reglas para un nuevo deporte
Durante once años, hasta 1905, las reglas que regían los partidos que jugaban los nuevos equipos de profesionales eran las mismas que las de la RFU, que gobernaba el rugby amateur desde 1871. El juego en aquel entonces era muy cerrado. Hasta 1875 lo jugaban dos equipos de 20 jugadores, 16 delanteros y cuatro zagueros; estos se limitaban a patear el balón a campo contrario cuando salía de una melé (caso raro) o a intentar el drop goal (caso aún más raro). Los partidos consistían en una sucesión infinita de agrupamientos, que solo el público de mente más desordenada podía encontrar más atractivos que el cada vez más popular fútbol. Y aunque en 1875 se redujo el número de jugadores a 15 para intentar abrir un poco el juego, no fue suficiente. En un partido de la Yorshire Cup de 1891 entre Batley y Dewsbury, los medios de melé no abrieron un solo balón a la línea. Ese mismo año, en el Wakefield Trinity vs. Ovenden se pudieron contemplar, para deleite de los puristas, 79 agrupamientos y 54 saques de lateral.
Los avances en las tácticas del juego abierto eran muy lentos. El primer pase de un medio a la línea fue dado por el jugador de Lancashire J.H. Payne a Teddy Bartram durante el partido North vs South de 1881. Y no fue hasta 1886 que se pudo ver el primer pase de un centro a las alas. El honor de esta táctica que tantas horas de sueño ha hecho perder a los wingers de manos más blandas corresponde al jugador de Bradford Rawson Robwertson.
En resumen, los gastos se disparaban al tener que pagar los nuevos clubs profesionales las nóminas de sus jugadores, y por otro lado la afluencia de público, única fuente de ingresos, se había estancado, cuando no disminuido. Era necesario hacer algo para lograr un juego más ágil, más rápido, más atractivo. En 1905 se hicieron varias propuestas que terminaron de dar forma al deporte que hoy conocemos como rugby league o rugby a trece.
Las propuestas consistían en eliminar el saque de lateral; jugar con un balón esférico; reducir los equipos a trece jugadores [18]; obligar al medio de melé a situarse detrás de los agrupamientos, para así impedir los bloqueos, que eran una táctica muy popular hasta entonces; y, la más importante de todas, permitir a un jugador placado levantarse y jugar el balón con el pie, generalmente pasándoselo a un compañero situado tras él, en vez de luchar por la posesión del balón en el consabido ruck [19]. También se cambió la puntuación; un ensayo valdría tres puntos, y cualquier tipo de gol, ya fuera transformación o golpe de castigo, solo concedería dos puntos. En la RFU encontraban absurdo que los herejes del norte premiaran con más puntos un ensayo, que estaba al alcance de cualquier jugador (salvo quizás los pilares) y un gol, que solo los jugadores más dotados técnicamente podían lograr. No les faltaba razón, pero salvo el cambio de geometría del balón, que se consideró con buen criterio que dificultaría el pase —aunque asombrosamente también se argumentara que los drop goals serían mucho más difíciles de lograr—, todas las demás medidas fueron adoptadas por la NRFU y tuvieron gran éxito.
El rugby league es un juego más dinámico, más abierto y mucho más violento que el rugby union, aunque pueda parecer lo contrario (pues las melés apenas se disputan y los agrupamientos son muy raros). También es más monótono, pues carece de todos esos elementos que hacen disfrutar a los connoisseurs del juego tan proclives a comentar los partidos en voz alta, siempre con la intención de dar a entender al resto de la concurrencia del pub irlandés donde se esté emitiendo el partido que ellos sí saben qué está ocurriendo porque un día jugaron al rugby. No es raro que un espectador novel de un partido de rugby league eche de menos ciertas fases del juego como las melés, las touches, los mauls y los rucks, y termine aburriéndose de contemplar la casi infinita sucesión de placajes brutales que constituyen un partido. Pero si se tiene un mínimo de sensibilidad, un mínimo de sentido cívico nos atreveríamos a decir, uno no puede dejar de sentir más simpatía por aquellos mineros, albañiles, fontaneros, pintores (de brocha gorda), camareros y parados que un día decidieron que su tiempo valía más de seis chelines el día, y que tenían tanto derecho como las gentes con estudios y títulos nobiliarios a sentir el inigualable placer que supone recibir un balón y empezar a correr, a correr mucho, a correr más, a correr como alma que lleva el diablo y siempre hacia adelante, a veces con los ojos cerrados y otras no; a correr sin un solo pensamiento en la cabeza y con el único propósito de posar tras una línea de marca esa pelota que jamás se te podrá escapar de las manos.
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Notas:
1 La Calcutta Cup es el trofeo que desde 1879 se disputan anualmente los equipos nacionales de Inglaterra y Escocia de rugby, que ya disputaban partidos entre ellos desde 1871. La copa, con tres cobras a modo de asas y un pequeño elefante asiático coronándola, es el trofeo más bonito del mundo, y deja a la «orejona» y otras barbaridades modernas a la altura de un Dalí junto al Descendimiento de Van der Weyden. En 1988, tras la disputa del partido en Edimburgo, jugadores de ambos equipos en un estado de embriaguez que haría palidecer al marinero polaco menos temeroso de Dios, patearon la copa a lo largo de Princess Street en una suerte de partido de fútbol improvisado, con las previsibles consecuencias para la integridad física de un trofeo forjado hacía más de 100 años. No hay registro oficial del resultado de este partido de footcup. Inglaterra ha ganado el trofeo en 66 ocasiones, Escocia en 39 y en 14 el partido terminó en empate.
2 Se encuentra en la President’s Suite. Búsquenlo, porque preguntar… ya saben. Aunque sea en inglés.
3 Rugby Football Union; órgano de gobierno de este deporte desde 1871.
4 Contrariamente a lo que se suele creer, el término soccer no es una invención americana. En el norte de Inglaterra, donde hasta al menos 1890 el rugby era mucho más popular que el fútbol, al hablar de football se referían a la versión que se desarrolló en la escuela de Rugby, mientras que para referirse al fútbol usaban el término soccer, derivado de Football Association, órgano rector del fútbol en Inglaterra desde 1863.
5 Joseph Lawson, Letters to the Young on Progress in Pudsey During the Last Sixty Years, Stanningley, 1887, página 58.
6 Derby and Chesterfield Reporter, 7 de febrero de 1845.
7 Eton, Harrow, Charterhouse, Westminster, Winchester, Shrewsbury y Rugby.
8 A la manera en que los zagueros más cobardes lo siguen haciendo hoy día en los partidos de rugby. El fútbol aún conserva reminiscencias del uso de las manos en la reglas referentes al portero y el saque de banda.
9 Entrevista a H.W.T. Garnett, Yorkshire Evening Post, 12 de enero de 1901.
10 Un intento frustrado de asesinato del emperador francés Napoleón III. Según los franceses, las bombas con las que se pretendía matarlo fueron fabricadas en Birmingham.
11 Yorkshire Evening Post, 21 de febrero de 1903.
12 Una de las reglas más curiosas es la regla nº 20 del Hull FC, un club que seguía las normas de Rugby, según la cual se prohibía que un jugador se subiera al travesaño de la portería para así impedir que el equipo contrario marcara un tanto.
13 El primer partido de rugby entre Yorkshire y Lancashire se jugó en marzo de 1870; jugadores de Sheffield que practicaban el fútbol participaron el partido. Al parecer su aportación fue tan nefasta que fue la última vez de la que se tiene constancia en que se mezclaron jugadores de ambas formas de football. Lancashire ganó por un gol, dos ensayos y una marca en zona propia a cero.
14 El club de Manningham fue a finales del siglo XIX el más representativo del rugby de Bradford, pero en 1903 decidió pasarse al fútbol. Años más tarde cambió de nombre por el de Bradford City AFC, que actualmente compite en la League 2 inglesa y conserva en su camiseta las rayas horizontales grana y oro como reminiscencia de su pasado rugbístico.
15 Llamado despectivamente shamateurism.
16 Batley FC, Bradford FC, Brifhouse Rangers FC, Broughton Rangers FC, Halifax FC, Huddersfield FC, Hull FC, Hunslet FC, Leeds FC, Leigh FC, Liversedge FC, Manningham FC, Oldham FC, Rochdale Hornets FC, Runcorn, Stockport, St Helens FC, Tyldesley FC, Wakefield Trinity FC, Warrington FC, Widnes FC y Wigan FC.
17 Northern Rugby Football Union. Véase este mismo párrafo.
18 Los dos jugadores sacrificados fueron los flankers.
19 Un ruck, al contrario que una melé, es un agrupamiento espontáneo de jugadores en el que se anula todo sentimiento de compasión y humanidad, y que origina que los jugadores que se ven sumidos en él, algunos de ellos incluso lo hacen con gusto, desarrollen comportamientos que serían considerados deshonrosos incluso entre las manadas de hienas más rabiosas.
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