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‘Make America Fit’: La obsesión por el ejercicio en un país donde el 80% vive a más 1 km de un parque público

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«Estimado Dick», escribe un preocupado Eisenhower a su vicepresidente Richard Nixon, «tras lo oído hoy en la reunión de mediodía, creo que deberíamos mover ficha». Tremendo cumbión, ¿eh?. Pues este es el goloso material con el que ha contado la historiadora norteamericana Natalia Mehlman Petrzela para escribir Fit Nation (The University of Chicago Press, 2022), y que haría las delicias de cualquier guionista de cine. Lo que ocurre, precisamente, es que el país de lo extravagante ha dejado la promoción del ejercicio de sus ciudadanos en manos de personajes que uno se pensaría dos veces sacarles de la ficción.

El subtítulo es para imprimírserlo en unas camisetas: Gains and pains of America’s exercise obsession. Las ganancias y sufrimientos de la obsesión de Norteamérica por el ejercicio, por muchos momentos legendarios que hayan dado, por grandes movimientos y modas de alcance planetario que nos hayan metido en la cultura popular, son una crónica de la desigualdad y de la polarización. Conforman una industria del ejercicio que mueve 40.000 millones al año en un país donde un ochenta por ciento de los estadounidenses vive a más de media milla de un parque público.

La idea sobre la que pivota el libro es que ni el deporte, ni estar en forma o el mero hecho de pelear contra una plaga como el sedentarismo, como Petrzela desgrana en este contundente volumen, han terminado de atajarse como un esfuerzo cierto desde el Estado. Porque en Estados Unidos ese Estado no existe. El lector tiene que meterle el diente a este fabuloso repaso con una idea en la cabeza: no hay una inversión pública en la educación física tal y como la conocemos en Europa.

Pero no la ha habido en los tiempos de la recuperación en bloque tras las grandes guerras, ni la habrá en las décadas que vivimos. Al menos mientras el desmoronamiento de la estructura política norteamericana dependa, por ejemplo, de un memo que tuitea idioteces, de los lobbies del nuevo capitalismo o de mantener sojuzgados grupos enteros de la población a punta de pistola y sin servicios públicos esenciales. Si usted ya leyó sobre la escasa inversión en gastos sociales o en educación del país yanqui, qué esperar de algo como la promoción del ejercicio. Hay excepciones, que resuenan lejanas y asociadas a programas como los Civilian Conservation Corps, proyecto de la administración Roosevelt que puso a tres millones de hombres solteros a trabajar en proyectos de conservación de la tierra después de la Gran Depresión de 1929. No es una frikada exclusiva de Estados Unidos, no hay que asustarse: hubo proyectos similares por la vieja Europa. Pero tampoco se tenía muy en mente que construir canales o colocar ladrillos pondría mazaos a los varones de entreguerras.

Volvamos a Fit Nation. En consonancia con la manoseada épica empresarial del gigante americano, en el libro usted descubrirá que la industria de los gimnasios tiene sus orígenes en una colección de extravagantes personajes y de seres adelantados para su época. Porque Dios ha querido —bueno, y porque Estados Unidos ha sabido cómo endiñar a otros países las contradicciones de su capitalismo voraz—, la maquinaria del deporte y del ejercicio es una suma final de minúsculas historias de éxito. Leerá sobre los esfuerzos atomizados de sus pioneros y son para echarse a temblar: desde los forzudos del siglo XIX hasta damas como las legendarias propietarias de beauty salons Helena Rubinstein y Elizabeth Arden, que competían entre sí desde sus estudios de Nueva York, vendiendo las maravillas de unas máquinas que reducían las cinturas y las papadas de las señoras de postín.

Sepa de la existencia de un tal Jack LaLanne tirando del carro desde los pequeños primeros templos del culturismo que se establecen en la playa de Santa Monica y de cómo se gestó la etiqueta de Muscle Beach. Deje que Petrzela le cuente sobre millones de catálogos que se enviaban por correo a los hogares del país, convenciendo de cualquier ejercicio, aparato o compra que podría mejorar su físico en días, e incluso en minutos. Conozca la energía que desprendía Vic Tanny, otro charlatán de Muscle Beach, uno de aquellos que plantaron una semilla que dio lugar a la novela y posterior película Stay Hungry (1976), en la que da el salto al estrellato un culturista llamado Arnold Schwarzenegger, o de las andanzas de un menda llamado Samuel Kram, un tipo con el suficiente morro para timar a siete mil incautos, a los que vendió por catálogo una máquina que incrementaría su estatura en veinte semanas. Tal cual.

Una vez metido en harina, las 450 páginas repletas de historias de nombres conocidos se le van a hacer cortas. En un vertiginoso repaso de ciento y pico años, podrá ver a un enajenado Phil Knight, cofundador de Nike, en plena visión mesiánica tras comprobar el boom que había experimentado la participación de la mujer en las carreras populares. Hasta el punto que moviliza a la joven compañía en pleno para presionar al Comité Olímpico Internacional en favor de la extensión de las distancias de los JJOO de Los Angeles 84 (cuyo fruto fue la aparición del maratón femenino en el programa olímpico).

Los nombres hoy cotidianos y que llenan la pantalla de su móvil y el corcho de su cocina desfilan uno tras otro en este libro. Sabrá que la billonaria mención del método Pilates tiene su origen en un camillero alemán que, de chaval, había sido internado (por alemán) en un campo de concentración inglés de la Primera Guerra Mundial, que luego entrenó en su país a bailarinas profesionales y que importó su método en 1923 maleta en mano, a través de la emigración y de los controles de la isla de Ellis. Conocerá el controvertido anuncio de Peloton que se hizo viral en 2019, en el que un embrutecido marido blanco de clase media regala una bicicleta estática a su mujer, apisonada por el poder del rico patriarca. Ese en el que, según el afilado verbo de Petrzela, ella «con la mirada desorbitada de un rehén, procede a grabar durante un año su ‘viaje’ de tímida y solitaria deportista a intrépida guerrera virtual de la carretera que cabalga sin descanso, independientemente de cualquier obstáculo familiar o laboral que se interponga en su camino».

Ni el pensamiento científico se libra de esta opereta: por cada teórico que enarbola el ejercicio como salud existe su antagonista cerril. Esto es un axioma en el debate científico. Pues sepan que existió un prenda de Cornell, un cardiólogo llamado Harry Solomon, que tomó carrerilla y encontró sus medios de difusión (estamos hablando de Estados Unidos) para decir, convencido en pleno 1980, de que los hospitales se llenarían de miembros rotos y de zombies con infartos producidos por el jogging y las pesas. Nunca debemos subestimar el delirio de los movimientos en contra del deporte. Visto en perspectiva, la hipocondría y la exageración —probablemente en ambos bandos— son una constante. De manera que la reacción frente a la educación del ejercicio en Estados Unidos no defraudará al lector. Es como si en mitad de la Inglaterra Victoriana o en el Concilio de Trento, un grupo de satanistas hubieran presentado sus conclusiones sobre el papel del hombre frente a Dios vestidos con mallas de lycra, oliendo a marihuana y flanqueados por tragafuegos.

Y da para páginas sin fin, como no podríamos esperar de otra manera. Prepárense porque la galería de acciones y personajes con las que esa parte del país presenta batalla al ejercicio es igualmente jugosa. Tirando de florete, Natalia Petrzela atesora un ingente curro de hemeroteca con el que disfrutar capítulo a capítulo. Hay momentos tan sabrosos como el rechazo de intelectuales como Christopher Lasch o el mismísimo Tom Wolfe, emperrados en que las nuevas modas, el yoga, el jogging, el aeróbic, hijas del New Age setentero, estaban derivando hacia un egoísmo hedonista. Pegar brincos y trotar por los parques era un lamentable «desvanecimiento de los compromisos políticos y cívicos legítimos, suplantados por una cultura del narcisismo». Y aún no se conocían ni el CrossFit ni el wellness y ni siquiera se podía imaginar el salto que daría el culto a la imagen personal en la era de las redes sociales.

Con los políticos del presente y, salvo un idilio en forma y fondo en la era Obama, las cosas no han mejorado de manera sustancial. En mitad de un país que arroja a millones de habitantes a hacer ejercicio y cuidarse en pos de preservar su preciosa salud física y mental, subía al poder un Donald Trump al que Petrzela describe «retratándose como un gato gordo exuberante, que pedía raciones dobles de helado y se saltaba los entrenamientos que eran una actividad programada» sin seguir ninguna dieta o ejercicio en la campaña electoral. Trump, el clown anaranjado, se adscribía ufano a una teoría decimonónica que dice que los humanos nacen con una cantidad finita de energía, que se agota peligrosamente si se malgasta en el deporte.

Convengamos que Fit Nation está tan bien despiezado que se puede leer de manera absolutamente atemporal. La distribución minuciosa de la regleta del tiempo permite entrar en barrena sobre cualquiera de los periodos históricos que le apetezca a usted. Nos desgrana década a década las líneas de fuerza y parámetros sociales que desembocan en la sociedad que vive, neurótica, entre la esclavitud del culto al propio cuerpo y la represión de grupos raciales y de rentas bajas mediante el sedentarismo forzoso.

La chupa de chapa (born to kill)

En el libro encontramos una miríada de conexiones entre ciencia, negocio y política. Si usted piensa que el debate se ciñe sobre si una sociedad debe fomentar el deporte, usted se queda corto. Como todo en la vida, los hilos que hacen que un país mueva el culo dependen de más factores. Por ejemplo, poner a correr a los escolares diez minutos cada mañana no es un resultado de un proyecto racional sino que sólo será posible si la idea parte de personas asentadas en el poder, y de si sus intereses monolíticos no se ven interrumpidos. La historiadora nos explica la génesis de la primera gimnasia que vio suelo yanqui en el siglo XIX, a raíz de que unos emigrantes de origen alemán la introdujeron para dotar de gracilidad a las nuevas damas americanas. Los protestantes de la época abrazaron la idea, dado que aquellas tablas gimnásticas, tanto en las escuelas como en casa, podrían hacer que los ciudadanos combatieran la indolencia. Y cómo calaría la cosa que hacia final de siglo había ya una teoría que, agárrese, conectaba moralidad, masculinidad y tipos vigorosos: el cristianismo musculoso.

Siendo la sociedad dominante norteamericana un público blanco, viril y con tendencia a embarcarse en conflictos armados, no fue difícil que pronto se asociasen las capacidades físicas al potencial éxito de los ejércitos disponibles. O de la carne de cañón que los alimentaría. Petrzela cuenta cómo la escaladora Bonnie Prudden, espantada por el escaso nivel físico de los niños de su zona, y de la deriva que tomaba la mecanización total del american way of life y la suburbanización de la clase media blanca, se puso primero a dar clases de educación física (inexistente en las escuelas de la América de la Guerra Fría), y posteriormente presionó a Eisenhower en pos de un esfuerzo a nivel federal. Precisamente fue un estudio internacional, conducido por los educadores Hans Kraus y Sonja Weber, el que alertó en 1953 sobre las condiciones físicas y la evidente desventaja de los niños estadounidenses. Sobre seis sencillas pruebas de flexibilidad y fuerza de la espalda, un 57% de los kids evaluados suspendían al menos una, por un 8% de los tests conducidos en niños de Suiza y Austria. Tal era el escenario que Kraus y Prudden presentaron sus temores ante congresistas y políticos de primer nivel. ¿Estos eran los soldados que iban a luchar por América si la Guerra Fría se caldeaba?

Aquí entra Nixon en juego. «No somos una nación de blanditos», alentaría Nixon a un grupo mastodóntico de expertos reunidos en Annapolis, «pero podríamos convertirnos en una». Nervioso por las implicaciones de este futuro pavoroso de cara a las tropas estadounidenses, Eisenhower ofreció una rápida respuesta institucional: el Presidential Council on Youth Fitness. Tener al vicepresidente Nixon al mando del PCYF podría haber sido el mejor combustible que este libro puede darle a usted para entender las tensiones entre los poderes ejecutivos de EEUU y los poderes reales. Pero lograr que un país haga ejercicio no se consigue sólo con inyectar millones.

Como pueden imaginar, Nixon apenas pasó de darle el papel de catalizador a un consejo apenas sin fondos ni interés. En 1957 Nixon estaba en otros asuntos: la URSS había lanzado el primer Sputnik. La cascada de acontecimientos, en breve, fue la siguiente: Eisenhower dio un carácter eminentemente militar al impulso del ejercicio para convertir «niños en hombres, y hombres en marines». En 1962 J. F. Kennedy volvió a decir que «mientras los Americanos estaban más sanos que nunca —esto es, libres de enfermedades infecciosas— sus cuerpos estaban menos ágiles y fuertes». Corrieron las décadas en las que el deporte de alto nivel se comía los esfuerzos gubernamentales. Dominar los medalleros frente a los rusos fue la obsesión de la administración Nixon. Total que, treinta años después, como relata siguiendo su experiencia personal Natalia Petrzela, la juventud aborrece la educación física, existen instituciones que castigan a los alumnos díscolos sin la clase de educación física, y los jóvenes se ven abocados a un sistema deportivo piramidal enfocado a alimentar la élite de unas selecciones de Estados Unidos que dominarán el mundo.

Probablemente le hayan contado que los turistas yanquis blancos de clases medias reciben unas instrucciones básicas antes de iniciar su viaje a Europa. Estas instrucciones consisten en que deben empezar a acostumbrarse gradualmente a caminar porque es lo que se van a encontrar fuera de su entorno motorizado. Suena ajeno, contemporáneo y extremo. Pues esto no es exclusivo de hoy. Lean la génesis de un problema que podría ser también el suyo en unas décadas.

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