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Dos segundos para la historia del boxeo: Chávez vs. Meldrick vs. Steele

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Chávez vs. Taylor: Showtime Championship Boxin 30th Anniversary. Imagen: Showtime Sports.

Son tantas las peleas de la década y del siglo, es tanta la generosidad con la que a una pelea se le adjudican diez o cien años de reinado que, a su lado, dos segundos resultan incluso insolentes. Al fin y al cabo, qué son dos segundos comparados con la eternidad. Qué relevancia puede tener tan brevísimo lapso de tiempo cuando se está combatiendo por la gloria durante cientos y cientos de golpes. Cómo tomarse en serio dos miserables divisiones del cronómetro. Cuéntenlas. Una. Dos. Y ya está.

Sin embargo, a veces dos segundos es el tiempo al que se reduce un combate entero. Dos segundos raquíticos y huidizos en los que un derechazo espléndido envía a la lona a uno de los contrincantes. O incluso dos segundos durante los que, como en el caso que nos ocupa, ni siquiera se peleó. Un instante minúsculo que desapareció del ring y, en silencio, sin puñetazos ni juego de pies, se llevó consigo una victoria hasta ese momento inamovible. Apenas un abrir y cerrar de ojos perdido en el tiempo sobre el que todavía se sigue discutiendo hoy, casi tres décadas después, pasando a convertirse en uno de los sucesos más controvertidos de la historia del boxeo.

En los noventa, a la de Julio César Chávez contra Meldrick Taylor se la denominó la pelea de la década. Los diez últimos años del siglo rendidos a un solo combate. Hoy se cita entre las cinco mejores de siempre. Taylor era entonces un estadounidense de veinticuatro años recién incorporado al boxeo profesional. Antes de cumplir la mayoría de edad, conquistó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984 en la categoría de peso pluma y poseía un impresionante récord como amateur de noventa y nueve victorias frente a cuatro derrotas.

Entre 1988 y 1990, a pesar de su juventud, ostentó el título de campeón en la categoría de peso superligero de la Federación Internacional de Boxeo. Considerado por algunos como el sucesor del célebre Sugar Ray Leonard —nunca llegaría tan alto—, llegaba a la pelea de la década en su mejor momento.

Taylor era el típico boxeador estilista. Rápido, de técnica depurada, buena defensa y buen contragolpe. Le gustaba moverse y pelear de lejos, entrando y saliendo, manteniendo siempre la distancia con su jab. Su contrincante, Julio César Chávez, quizá el mejor boxeador mexicano de la historia y uno de los mejores de todos los tiempos, era todo lo contrario.

Su técnica y su defensa no cojeaban, pero le gustaba pelear en corto, sin espacio, como quien se pega el lote con otro en un portal. Por fortuna, tenía la mandíbula de hormigón y su puño era implacable. Resistía sin tambalearse todos los ataques de su rival y los devolvía resumidos en uno solo. Era capaz de conectar golpes terribles que le llevaron a lograr ciento siete victorias a lo largo de toda su carrera —ciento quince combates en total—, de las cuales ochenta y seis fueron por KO. Chávez era, en resumidas cuentas, una perfecta máquina de pegar.

La pelea tuvo lugar en el hotel Hilton de Las Vegas la noche del 17 de marzo de 1990 y atrajo la atención de todo el planeta. El campeón del mundo de peso superligero del Consejo Mundial de Boxeo y el campeón del mundo de peso superligero de la Federación Internacional de Boxeo enfrentándose en la pelea que unificaría el título. Ambos llegaban invictos.

Julio César Chávez (Foto: Cordon Press)
Julio César Chávez (Foto: Cordon Press)

El mexicano lo hacía con un récord de sesenta y ocho victorias seguidas (cincuenta y cinco por KO) y el estadounidense con veinticuatro victorias (catorce por KO) y un empate en veintinco peleas. Los medios anunciaban el choque del trueno contra el relámpago. La contundencia de Chávez contra la velocidad de Taylor. Potencia contra agilidad. Ambos contendientes estaban listos para escribir una nueva página en la historia del boxeo. Era el combate perfecto.

En el Hilton se respiraba el ambiente de las grandes noches. No había un solo asiento libre en todo el recinto. Las gradas hervían alrededor del cuadrilátero. La jet set ocupaba su lugar en la primera fila. Don King se pavoneaba sobre el ring poseyéndolo todo y a todos. Un enjambre de cámaras de televisión revoloteaba alrededor del ring. En la esquina roja, desde Culiacán, México, Julio César Chávez. En la esquina azul, desde Filadelfia, Pensilvania, Meldrick Taylor. Arbitraba el combate el señor Richard Steele.

Los boxeadores se colocaron frente a frente y ambos se juraron venganza con la mirada. Por lo que pudiera pasar. Taylor estaba dispuesto a esquivar, esperar y golpear en el momento oportuno. El plan de Chávez consistía en salir a masacrar. En golpear a Taylor con todo su palmarés. Con todo el peso de la tradición pugilística mexicana en cada guante. Sin embargo, las cosas no salieron según lo previsto.

En cuanto sonó la campana, Taylor se fue a por Chávez. Recibía los impactos letales del mexicano pero aguantaba y le pegaba con toda el alma. Chávez no daba crédito. Esperaba a un rival peleando a la contra y se encontró con un Taylor que combatía de tú a tú y no evitaba el cuerpo a cuerpo.

Y lo que es peor, le estaba destrozando. Se había metido en su terreno y se lo estaba robando. Chávez hacía su combate y castigaba al estadounidense con golpes definitivos, pero Taylor resistía y le pegaba con tanta fuerza como él, solo que más veces, más rápido y mejor. Los dos atacaban y los dos sufrían. Se estaban partiendo la cara el uno al otro sin piedad, pero con una significativa diferencia: habían pasado ocho asaltos y Taylor, aunque tenía el rostro hinchado y ensangrentado, iba ganando.

Al final del combate, las estadísticas revelarían que Chávez soltó setecientos un golpes, de los que conectó doscientos cincuenta y ocho. Taylor soltó mil siento setenta y seis y conectó cuatrocientos cincuenta y siete. A esas alturas de la pelea, a solo cuatro asaltos del final, la única opción de Chávez era materializar un derechazo imposible que mandase a dormir a su rival, pero ese milagro no llegaba. El acero de los guantes del mexicano estaba destrozando a Taylor, pero este aguantaba en pie y llegaba en muchas más ocasiones que su contrincante. A ese paso terminaría en el hospital, pero habiendo resultado ganador.

«Julio, esto se nos ha puesto feo, pero vamos a ponerle los cojones ahí. ¡Tírele lo que tenga, por el amor de Dios, tírele lo que tenga!». Desde la esquina, las palabras del preparador de Chávez resonaban en lo más hondo de su orgullo. Al final del noveno asalto, el locutor comentaba que si Chávez era el campeón y Taylor era quien lo desafiaba, Chávez había perdido el título.

En los dos rounds siguientes Chávez echó el resto, pero no era suficiente. El combate se le escapaba y no podía hacer nada. «¡Hágalo por su familia, Julio, por su familia!», le gritaba su preparador a falta de un solo asalto para que Taylor se proclamase vencedor. «¿Quieres ser campeón del mundo? Pues aguanta este round en pie». Las instrucciones del preparador de Taylor estaban claras. El de Filadelfia se levantó de su asiento en la esquina y levantó los brazos en señal de victoria, presumiendo ante el mundo entero de que estaba a tres minutos de pasar a la historia.

Comienza el último asalto.

Chávez está tocado pero sabe que todavía tiene un KO en sus puños. A Taylor le basta con bailar y esquivar. La tensión y los nervios, sin embargo, no están de su parte, y en una combinación de golpes al aire, cae al suelo. Las Vegas entera pega entonces un grito de pánico, como si en alguna parte del ring hubiese aparecido de repente Jason de Viernes 13, pero Taylor se levanta y vuelve a pelear.

No piensa rendirse. Quiere llevarse el título a lo grande, sin dar ni un solo paso atrás. Se lanza a por Chávez y descuida su guardia, error que el mexicano aprovecha para armar un directo de derecha que recorre cientos de kilómetros desde alguna parte de Culiacán y aterriza directamente en la mandíbula de Taylor, enviándolo a la lona. Quedan quince segundos para el final del combate. Si Taylor se levanta, será campeón del mundo.

Y se levanta. Le tiemblan las piernas, pero se levanta. Ni siquiera ha sido necesario llegar al final de la cuenta atrás. Taylor está en pie en una esquina del ring con los párpados inflados, la cara rota, el cuerpo magullado y su fe en sí mismo desaparecida, pero está en pie. La bola de demolición de Chávez no ha conseguido dejarlo inconsciente.

Ni siquiera da tiempo para que el mexicano se acerque y le vuelva a pegar. Está a punto de salir victorioso de la pelea de la década, de derrotar a Mr. Nocaut, pero es en ese momento, efímero pero infinito, cuando Richard Steele se acerca a él, le mira a los ojos y, con la expresión propia de quien sabe que está acabando con la carrera de un hombre, detiene el combate y da la señal de que Taylor no puede continuar. Faltaban dos segundos para que terminase la pelea. Uno y dos. Y ya está.

El revuelo que se generó en el ring, en las cabinas de comentaristas, en las gradas y en la calle no es difícil de imaginar. Si Steele hubiese dejado correr el cronómetro, ya que Taylor estaba en pie, este se habría proclamado campeón. Si el propio Taylor hubiese tardado dos segundo más en levantarse, en lugar de hacerlo antes para demostrar que estaba bien, se habría proclamado campeón.

Si Steele hubiese contado dos segundos más en la cuenta atrás o hubiese tardado dos segundos más en acercarse a la esquina en la que estaba Taylor, este se habría proclamado campeón. Dos miserables segundos. Sin embargo, Steele consideró que se trataba de un KO técnico, se giró hacia la esquina contraria y nombró a Chávez vencedor.

El debate todavía continúa a día de hoy. Es cierto que Steele comprobó que Taylor no reaccionaba a sus preguntas, pero también lo es que Taylor, en ese mismo instante, estaba atendiendo a Lou Duva, su mánager, que le gritaba desde detrás de Steele, dando así la impresión de que no escuchaba al árbitro porque estaba aturdido.

Algunos defienden que, de encontrarse Taylor en ese estado en cualquier otro momento del combate, el árbitro debería detener la pelea, por lo que es justo que lo hiciese cuando lo hizo, faltase el tiempo que faltase. Otros se preguntan cómo es posible que un boxeador que habría ganado el combate de haber aguantado un poco más en el suelo, lo perdiese por levantarse al principio de la cuenta atrás. Cuando solo faltaban dos segundos para que sonase la campana.

Aquella noche, Julio César Chávez agrandó aún más su leyenda y Meldrick Taylor se hundió para siempre en el abismo. A día de hoy es un hombre ausente, al que le cuesta vocalizar y que se expresa con lentitud. Su mente parece caminar unos metros por detrás de él. Tal vez, de no haber sido Chávez, hubiese sido otro el que colocase en la pendiente. O tal vez permanezca encasquillado desde entonces en aquellos dos segundos que lo cambiaron todo. Sobre todo a él.

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