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Corriendo por la Ruta friki de Napoleón Bonaparte hacia Madrid

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Placa en recuerdo de los que cayeron en la lucha contra Napoleón Bonaparte en España
En memoria de los españoles y polacos que dieron su vida en la Batalla de Somosierra 1808 – 1998 (Foto: Luis Arribas)

Napoleón Bonaparte entra en Buitrago un 30 de noviembre de 1808 a tiros y cuchilladas. Acaba de derrotar a las tropas leales al rey español en la batalla de Somosierra. En ese momento, la localidad serrana quedará convertida en una especie de zona franca para las tropas francesas. El Emperador venía de acampar el día de antes en Boceguillas. Recordemos que Buitrago pilla en mitad del camino por el que discurren las idas y vueltas de las fases sucesivas de la Guerra de la Independencia. Es una puerta de entrada a Madrid desde el norte del país.

Napoleón escribe su carta diaria a su hermano José Bonaparte, que espera acontecimientos para ser instaurado como monarca español. Le dice que soluciona lo suyo en nada, que ha mandado a la caballería ligera polaca al galope pero que él hace noche pegado al Lozoya. Y Buitrago es un lugar ideal para dejar el coche.

¿Ha llegado Napoleón en un monovolumen? No. Me refiero a que ahí podemos dejar el transporte privado o público para iniciar una de las grandes rutas de aire libre de la zona centro. También de las zonas menos aprovechadas para hartarnos de hacer deporte de larga duración.

Lo que nos importa es que todos los desplazamientos de dos años de guerra, saqueo y revancha entre soldados del imperio francés y defensores de la corona de Fernando VII se producen a lo largo del llamado camino de Francia, luego nacional N-I y hoy día Autovía del Norte y escapatoria de madrileños hacia la España verde. Y os ofrecemos aquí un rutón frikazo a los aficionados de la resistencia y las largas distancias.

Nacional N-I, hoy Autovía del Norte y salida de los madrileños en busca de oxígeno (Foto: Luis Arribas)

Buitrago luce hoy un casco histórico recuperado, una bonita muralla, una represa donde el río se convierte en un espejo de fondo negro por el dominio del granito, mesones, cajeros automáticos y un museo de obras de Picasso que, por sí solo tiene un artículo aparte. También fue un pueblo frío y lóbrego.

Las tropas francesas destrozarían parte del casco antiguo cuando, en retirada meses después, deseaban construir un segundo perímetro amurallado. Yo creo que es un excelente punto de partida para iniciar una de las grandes rutas transiberianas posibles desde o hacia la capital. La denomino así porque mola hacerla en invierno ya que la batalla de Somosierra cogió en época de frío, y porque, con calor, uno se puede tostar si nos ponemos burros con el tamaño de la ruta.

Sí: soy de los descerebrados que sugieren que la completemos corriendo. Otra opción es apuntarse a hacerlo en bicicleta. Que también tiene su valor dado que, dependiendo de dónde terminemos, la cosa podría medir entre sesenta y ochenta kilómetros.

Saliendo del mismo Buitrago hacia la capital se puede disfrutar de preciosidades históricas tales como un tramo de el camino de Francia original. Sin asfaltar. Es una anchísima plataforma de pradera que conserva las dimensiones de las cañadas reales (recordemos, noventa varas castellanas, setenta y tantos metros).

Se separa, como todo con el tiempo, de la actual autovía, y nos transporta a lugares de completo silencio. Sobre todo sirve para entender las dimensiones de las grandes vías de comunicación y, en este caso, de salir por piernas tras un saqueo. No hay que despistarse después, porque habrá que cruzar Lozoyuela para seguir el tramo más recto posible por la preciosa y vertical sierrecita del pico de la Miel y la vieja portilla de La Cabrera, puesto de cobro de impuestos durante siglos.

La Cabrera, donde las razzias e incendios fueron constantes en la época napoleónica. es un extendido lugar donde podemos hacer la primera parada seria. La vieja ruta de Francia es ahora una recta enorme, urbana. Flanqueada por todo tipo de casas serranas, conserva ciertos aires de posada en una cafetería pastelería muy fácil de localizar. Saldremos de ella por la vía de servicio de la autovía y daremos que hablar a esos conductores aburridos de la excursión rodada.

(Foto: Luis Arribas)

El día 1 de diciembre Napoleón duerme en San Agustín de Guadalix mientras el general Montbrun y la prestigiosa caballería polaca llegan al cuartel general que está establecido al norte de la ciudad de Madrid. Todos conocemos cómo termina todo. El día 3, la capital, técnicamente, ha caído. En los Episodios Nacionales, Galdós escribe que el pánico en Madrid «era inmenso, y se creía segura la pronta presentación del corso en las inmediaciones de la capital. ¿Qué podía oponérsele» (Napoleón en Chamartín, 1873).

Mientras Bonaparte se peina por las mañanas y Madrid se apresta a montar barricadas y mucho barullo popular ―hay cosas que cambian muy poco―, se viven entre tanto escaramuzas pero también celebraciones, batallas y toda esa rara convivencia entre los mundos civil y militar. Se viven los sueños de emboscada que albergaban los personajes de Galdós: «figúrate si será bonito ver a lo mejor que cuando tranquilamente avanzan los franceses creyéndose seguros, aparecen como llovidas por el flanco derecho las tropas españolas y me los cogen ahí sin disparar un tiro entre Alcobendas y San Agustín».

Varios kilómetros más arriba todavía estaremos descendiendo por decenas de pistas de tierra, por los cerros que descienden desde La Cabrera hacia la llanura del Jarama medio. Corriendo por cómodos tramos del viejo camino francés, entre mojones de otro siglo y curvas rediseñadas por los ingenieros del siglo XX, llegaremos a Cabanillas de la Sierra donde había una venta de importancia que sufrió tal incendio por las tropas francesas que obligó a evacuar a toda la población.

Similar destino sufrió Venturada, donde estaremos apenas veinte minutos más tarde, cuyo alcalde escribía en agosto de 1809 detallando al Diario de Madrid las barbaridades cometidas por las tropas francesas que huían hacia el norte.

Cuando trotemos por esos núcleos urbanos no solamente debemos intuir rencor, fuego, casas derruidas y ganado muerto a tiros, sino también ciudadanos de esos sitios que por salvar el pellejo se dispusieron a agasajar a Napoleón. Tirando de los fieles y mandatarios locales, en aquel frío diciembre se ordenó que se saliese a esas esquinas hoy anónimas para echar vítores y vivas al glorioso emperador.

Aparentemente, no fue el único pasacalle bonapartista: en 1809 se instauró la fiesta de San Napoleón en el popular día 15 de agosto que duró lo que duró. Menos duramos nosotros deteniéndonos en algunos de ellos, antaño muy mencionados pero que han disipado sus años pasados.

Con el nuevo perfil de Madrid siempre cercano en el horizonte, atravesar Pedrezuela y El Molar es una buena oportunidad para entrecerrar los ojos y comprender que ambas, localidades de paso, maldijeron en algún momento aquella perra suerte geográfica suya. El tiempo se detiene en estas localidades y le cuesta arrancar. El Molar, cuya rara jerarquía urbana hiela la sangre mientras la cruzamos al trote, no hacía ni cien años que había sido arrasado por tropas inglesas en la Guerra de Sucesión.

En 1823, de nuevo, a las gentes de El Molar les tocó ser cuartel de avanzada Constitucionalista frente a los Cien Mil Hijos de San Luis. ¿Qué uniformidad urbana podemos exigir? ¿Qué estética rural pedirle a un pueblo que ha sido objetivo de las bombas?. Como sentido homenaje y dependiendo de la hora que sea, no es mal detalle detenerse en su irregular plazuela y bajar los nervios con unos botellines o un trago de lo que pida el cuerpo porque aún queda trecho.

(Foto: Luis Arribas)

Perseguidores (con el Duque de Istria a la cabeza) y perseguidos (restos de las tropas del general Benito de San Juan) entran a Madrid, o salen de él, envueltos por el polvo y frío reinantes, el calor tórrido o lo que toque en las diversas fases de la Guerra de la Independencia. Dejan a un lado, en una esquina, la taberna de Casa Pedro. Es un edificio discreto que hoy aún sigue ahí, a pleno funcionamiento, en un esquinazo de la villa vieja de Fuencarral.

El registro escrito de la propiedad de dicha taberna desapareció, como todo a lo que se le acercan las llamas. Pero hay trazas de su existencia desde antes de la escaramuza napoleónica; de hecho se hace referencia a ella en el Catastro del Marqués de la Ensenada, iniciado en 1751.

Depende si queremos parar a echar un vino o si nos mueve una visita historicista, una estructura de casona castellana nos sitúa en una venta que daba de comer a todo el que bajaba desde las villas de Alcobendas y San Agustín de Guadalix hacia Madrid. La población de Fuencarral, hoy deglutida por el crecimiento de la ciudad, era una de las más importantes despensas de la ciudad.

Sus vides e higueras eran de una fama regional y la entrada por la taberna que aún hoy tenemos en un esquinazo de Nuestra Señora de Valverde ―dejémonos de pamplinas, el Camino de Francia de toda la vida― reunía los viajeros que regresaban del Real Sitio del Pardo y de las tierras castellanas. Soldadesca incluída.

¿El tramo es feo, imposible y no tiene ni rastro del paisaje del siglo XIX? Es cierto. Además ya caerá la tarde y la falta de luz desanima bastante. Mi recomendación es, tras atravesar los desvaídos cascos urbanos de San Sebastián de los Reyes y Alcobendas por la traza de la vieja ruta francesa (donde quedan dos añejas plazas en un estado de reforma calamitoso), buscar una avenida cómoda que discurre detrás del polígono industrial y con la que desembocaremos en la zona de Las Tablas y Fuencarral.

(Foto: Cordon Press)

No hace falta que nos vengamos arriba, si es que pedaleamos por toda la ruta propuesta, ni que empalmemos con la simbólica calle de Fuencarral, a la que llegaríamos con más de setenta kilómetros encima. El simbolismo de esta calle viene dado únicamente por haber formado parte de la vía de comunicación por la que se salía de la ciudad amurallada hacia Francia. Y por ser una centralísima zona de bares.

Cierto es que el día 3 de diciembre de 1808 lucía plagado de barricadas y de defensores de la ciudad. Durante décadas hubo una puerta de entrada en el camino francés, la Puerta de los Pozos de Nieve, más sencilla que las existentes en las calles de Alcalá y Toledo, de un solo arco y unida a la cerca de Felipe IV y que ocupaba la actual glorieta de Bilbao.

Pero, en el trote que hoy nos ocupa, el otro punto culminante de la Historia en la zona norte de Madrid está unos cientos de metros a la derecha de la estación de Chamartín. Ahí terminará nuestro fastuoso día en el campo.

Todas las crónicas hablan de los cerros del olivar de Chamartín (llamado Saint-Martin en el diario oficial del bando napoleónico, el bulletin de l’armée d’Espagne), que estaban entre la Corte y el pequeño municipio de Chamartín de la Rosa.

Ahí se estableció el campamento militar de la Grande Armée, la fuerza militar más poderosa del mundo. Sus 45.000 hombres y bestias ocuparían todo el norte de la ciudad mientras el Emperador se alojaba, pasados un par de días de tienda de campaña y ardor guerrero cerca del portillo de la muralla en Quevedo, en la actual plaza del Duque de Pastrana.

Ahí se situaba la quinta de recreo de los duques homónimos, que había sido requisada por el ejército bonaparte y que constaba de dos palacios. Ambos pueden rastrearse, así como parte del bosquecillo de la quinta, en los colegios del Sagrado Corazón y del Recuerdo.

(Foto: Luis Arribas)

Podemos terminar la epopeya deportiva leyendo una placa que reza «aquí estuvo El Recuerdo Quinta de los Duques de Pastrana donde Napoleón Bonaparte se alojó en diciembre de 1808». Imaginemos el escenario, manga por hombro, de unas afueras bajo la niebla, en un día de invierno, según rodeamos las nobles manzanas de la calle Mateo Inurria.

Sobre unas zapatillas o dos ruedas, nadie debe perderse la sensación novelesca de aquel pobre soldado de Galdós, al que detienen a punta de pistola en las afueras de Madrid y se explica, a punta de pistola: «Tuve que disfrazarme en Robregordo para evitar que me cogieran, y a pie he llegado hasta aquí. Pero si quieren que les diga más, denme algo que me sustente, pues con dos días de no probar bocado, estoy cayéndome muerto por instantes».

Es cierto que mi sugerencia se sale de madre pero que no se diga que no le ofrecemos una excusa para echar el día consumiendo suelas (o ruedas). Entre la documentación previa y la imaginación que le ponga, tendrá ocupadas dos semanas y una tercera contando a sus amistades su pequeña hazaña deportiva.

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