Fútbol argentino

Fútbol, paranoia y dolor: Argentina 1978

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Videla y parte de la Junta Militar en el Mundial de Argentina 78. Foto cortesía de AFP.         Videla y parte de la Junta Militar en el Mundial de Argentina 78.
                                         Foto cortesía de AFP.

Cada Mundial, cada gesta deportiva de universal trascendencia, deja en el imaginario colectivo una imagen, un fotograma que pervive, generación tras generación, y acaba por sustituir a nuestros propios recuerdos.

En el caso del Mundial de 1978, el de Argentina, la imagen que pervive en la historia del fútbol es la de Mario Alberto Kempes, «el matador», corriendo exultante con los brazos abiertos mientras, desde el suelo, lo contemplan, humillados y derrotados, los jugadores holandeses de «la naranja mecánica», huérfanos de Cruyff, bajo una lluvia albiceleste de confeti.

Con el paso del tiempo esa imagen se ha ido emborronando y oscureciendo, la vergüenza nacional y la llegada del dios del fútbol, Maradona, acabó por eclipsar la primera victoria mundial del combinado argentino que hoy, tras tantos años, suscita más sombras que nunca.

El 25 de junio de 1978 se celebró en el estadio Monumental de Buenos Aires, la cancha recién remodelada de River Plate, la esperada final del Mundial de Argentina 1978, entre las selecciones de Argentina y Holanda.

Los holandeses se enfrentaban al recuerdo de la derrota contra Alemania en la final de 1974 y los argentinos buscaban, tras tantas décadas, resarcirse del fracaso de 1930. En el minuto 37 el héroe, Kempes, remató casi desde el suelo un balón que superaría al veterano arquero holandés, Jan Jongbloed. El 1-0.

Durante el segundo tiempo los tulipanes empatarían a solo unos minutos del final, de la mano de Dick Naninga, que remataría un centro preciso desde la derecha de Van der Kerkhof. Las gradas enmudecieron.

Apenas a un minuto del final del tiempo reglamentario un disparo a la madera del holandés Rensenbrink hizo recordar a muchos el drama del Maracanazo, dejando a la selección holandesa a solo unos centímetros de la gloria.

La prórroga arrojó una titánica lucha física que acabó con un nuevo gol de Kempes y otro, ya con una Holanda derrotada, de Daniel Bertoni, sellando el definitivo 3-1 del final.

Daniel Alberto Passarella, capitán de la albiceleste, recogía la Copa del Mundo de la mano del presidente de la Junta Militar, el general Jorge Rafael Videla, mientras los gritos de la enfervorizada multitud tapaban los gritos de los torturados en la tristemente famosa Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), a solo diez cuadras del estadio, menos de un kilómetro. «Mientras se gritan los goles, se apagan los gritos de los torturados y de los asesinados», diría Estela de Carlotto, de las Abuelas de la Plaza de Mayo, en el documental La historia paralela.

Dos años antes una junta militar presidida por Videla, junto con el almirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti, había alcanzado el poder derrocando a la presidenta María Estela Martínez de Perón, iniciando un llamado «Proceso de Reorganización Nacional».

La misión de la junta era la de acabar «con el desgobierno, la corrupción y el flagelo subversivo», como recuerda Carlos Toro en La aventura de la historia. Esta misión se materializó en la organización de un terrorismo de Estado que se entregó a la eliminación sistemática de todo disidente, o cualquiera que pareciese que pudiese serlo en un futuro.

Miles de ciudadanos, incluyendo niños, fueron víctimas de asesinatos, torturas y secuestros, muchos de los cuales aún no han podido resolverse, ante la impávida mirada del resto del mundo y la complicidad de muchos países.

Una de las primeras medidas del régimen fue ratificar la organización del Mundial del 78, con el apoyo de la FIFA. «Argentina está ahora más apta que nunca para ser la sede del torneo», afirmó el presidente del organismo, Joao Havelange. Videla designaría al vicealmirante Carlos Lacoste, mano derecha del jefe de la Armada, Emilio Massera, como responsable del deporte argentino y como encargado de mostrar al exterior un país moderno, alejado de la represión y la violencia que denunciaban algunos medios internacionales.

Solo Amnistía Internacional llamó a boicotear el evento, que obtuvo la respuesta del Parlamento de Holanda, que conminó a sus jugadores a no participar en actos oficiales. Las figuras futbolísticas más destacadas ausentes del mundial fueron el holandés Johan Cruyff y el alemán Paul Breitner, pero también sorprendió una en la propia albiceleste. Jorge Carrascosa, capitán histórico de la selección de Menotti, abandonó el equipo por «cuestiones de conciencia».

Varios jugadores de la selección sueca apoyaron abiertamente a las víctimas y acompañaron en una marcha a las Madres de la Plaza de Mayo, como se reflejó en el diario francés Le Monde, pero el balón siguió rodando sin importarle a casi nadie las más de treinta mil víctimas de la dictadura.

Dentro de la misma selección nacional argentina también se desvió la mirada hacia otro lado. Osvaldo Ardiles comentaría treinta años después: «Duele saber que fuimos un elemento de distracción para el pueblo mientras se cometían atrocidades». Menotti declararía en varias entrevistas: «Fui usado. Lo del poder que se aprovecha del deporte es tan viejo como la humanidad».

Videla entrega el trofeo al capitán argentino. Foto cortesía de AFP.
 Videla entrega el trofeo al capitán argentino. Foto cortesía de AFP.

El caso del seleccionador argentino fue sin duda el más paradigmático del cinismo que mostraron muchos argentinos. Hombre de izquierdas reconocido, no quiso renunciar a la oportunidad de ganar un título que la calidad del combinado y los tejemanejes del régimen hacían probable.

Mientras apretaba la mano ejecutora de miles de compatriotas, la de Videla, Menotti arengaba a sus jugadores de la siguiente manera: «Cuando salgan al pasto, no miren al palco. Miren a la grada: ahí está el pueblo».

Menotti se convirtió, sin duda sin quererlo, en un aliado de la dictadura, que prohibió criticarle desde meses antes del comienzo del campeonato. El torneo estaba en la agenda del nuevo régimen desde su instauración: todo debía salir perfecto.

Para ello, además de contar con un equipo excelente, Videla se preocupó de que el evento lavara la imagen exterior de Argentina y, de puertas adentro, uniera y exacerbara el nacionalismo de la sociedad argentina. Para ello contrató a una empresa de comunicación y no dejó ningún detalle al azar, con un presupuesto de más de setecientos millones de dólares.

Momento especialmente sospechoso fue el tránsito de la albiceleste hacia la final del mundial. Tras pasar la primera fase, los argentinos vencieron a Polonia (2-0) y empataron con Brasil, en un partido de dureza extrema de los anfitriones que fue consentida por los árbitros.

Los encuentros Polonia-Brasil y Argentina-Perú, del grupo B, decidirían quién se enfrentaría en la final frente al primero del grupo A.

La diferencia de goles podría ser decisiva, así que la FIFA se puso del lado de los argentinos adelantando, por primera vez en el campeonato, el partido de los brasileños.

Brasil vencería a Polonia con un 3 a 1 y Argentina le endosaría nada más y nada menos que seis goles a un portero peruano, Quiroga, que, para más sospechas, era natural de Rosario (Argentina). Quiroga siempre defendería su inocencia, pero veinte años después señalaría a muchos de sus compañeros, acusándolos directamente de recibir sobornos. Por el vestuario argentino pasaría el mismísimo Videla, acompañado por Henry Kissinger, secretario de Estado norteamericano y cómplice de la represión en muchos países latinoamericanos, para arengar al combinado argentino.

Décadas después surgen nuevos datos que llevan a sospechar del resultado de este mundial, el único realizado bajo una dictadura junto al de Mussolini en 1934.

La vergüenza de todos, libro del periodista y abogado argentino Pablo Llonto o el documental antes mencionado, La historia paralela, apunta datos escalofriantes, como la presencia de detenidos llevados a la fuerza a festejar el triunfo albiceleste, periodistas obligados a hacer preguntas favorables a la situación del país en las ruedas de prensa o la del torturador Jorge «Tigre» Acosta, gritándole «¡Ganamos!» a los prisioneros de la Escuela de Mecánica de la Armada, desde dónde muchos partirían hacia los «vuelos de la muerte».

«Nos usaron para tapar las treinta mil desapariciones. Me siento engañado y asumo mi responsabilidad individual: yo era un boludo que no veía más allá de la pelota», declaró el jugador Ricardo Villa, resumiendo el sentir de muchos argentinos respecto al Mundial de 1978, una victoria que dejaría un sabor amargo en toda una generación de argentinos, la trágica paranoia de una nación que se asesinaba a sí misma mientras gritaba de júbilo.

Me parece que soy de la quinta que vio el Mundial del 78,
me tocó crecer viendo a mi alrededor paranoia y dolor.

Crímenes perfectos», de Andrés Calamaro)

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