Esta Copa del Mundo disputada en Catar, pionera en muchas cosas —no necesariamente positivas—, también será la última en un aspecto fundamental: salvo futura recogida de cable, nunca más serán treinta y dos las selecciones que se peleen por el título. Para la próxima edición, a celebrar en 2026 con sede en los tres países norteamericanos, la FIFA ya ha aprobado que el número de participantes ascienda a cuarenta y ocho. Con esta medida, por ejemplo, África y Asia dispondrán de más plazas que Conmebol, una confederación tradicionalmente sobrerrepresentada gracias al peso histórico de los conjuntos sudamericanos, pero a la que africanos y asiáticos cuadruplican y quintuplican en número de miembros.
Ese ánimo expansionista puede continuar casi tanto como se lo propongan, ya que si algo no falta en el mundo son países, y todos cuentan con sus respectivos equipos nacionales. Incluso, si sufren un repentino arranque de exotismo, pueden recurrir a una reserva semidesconocida: ese buen puñado de selecciones repartidas por el mundo de las que FIFA no quiere saber nada.
El máximo organismo futbolístico internacional reconoce doscientas once selecciones, que son las que participan en sus torneos, o al menos en las fases clasificatorias. Cómo es posible que existan todavía más, puede preguntarse el aficionado medio que habitualmente solo oye hablar, con suerte, de un 15% del total. Pues existen. Si el fútbol es el deporte más seguido del planeta es porque lo practica absolutamente todo el mundo. Basta mencionar algunas de esas selecciones no oficiales para entrever por dónde van los tiros: Chipre del Norte, Tíbet, Osetia del Sur, Somalilandia, Sáhara Occidental o Kurdistán.
En total suman cincuenta y cuatro, y que la FIFA no las reconozca no significa que jueguen cada una a su aire: participan en las competiciones de CONIFA, la Confederación de Asociaciones Independientes de Fútbol. Su objetivo es «tender puentes entre personas, naciones, minorías y regiones aisladas de todo el mundo a través de la amistad, la cultura y la alegría de jugar al fútbol». Además, la confederación asegura que trabaja «por el desarrollo de los estados miembros afiliados y está comprometida con el juego limpio y la erradicación del racismo».
Hasta la fecha se han disputado tres mundiales CONIFA —antes se celebraron otros, aunque bajo el nombre de VIVA—. El primero fue en 2014 en Laponia; el segundo, dos años después en Abjasia, una autodenominada república en una zona reclamada por Georgia; y el último Mundial, en 2018, lo organizó la Asociación de Fútbol de Barawe, cuya selección representa a la diáspora somalí en Inglaterra, por lo que los partidos se jugaron en Londres. En los dos primeros torneos el número de participantes era de doce, mientras que en la tercera edición ascendió a dieciséis.
Solo dos selecciones han logrado clasificarse para todas las citas: Abjasia y Padania —norte de Italia—. En el palmarés de campeones aparece de nuevo Abjasia junto a Niza y Rutenia Subcarpática, que representa a la minoría húngara en esa región. Echar un vistazo a los enfrentamientos celebrados en dichos campeonatos supone encontrar partidos tan inimaginables como un Armenia Occidental ante coreanos en Japón, Pueblo Arameo contra Occitania, o un Matabelelandia —parte occidental de Zimbabue— frente a Ellan Vannin —representantes de la Isla de Man—.
Los futboleros amantes de la geopolítica y la historia tienen ante sí un ejercicio verdaderamente adictivo imaginando partidos entre estas selecciones. Otros miembros llamativos de CONIFA son los representantes de las actuales provincias italianas que en su día formaron el Reino de las Dos Sicilias, o la Comunidad Armenia Argentina, o un grupo étnico de mayoría musulmana radicado en Myanmar —Pueblo Rohinyá—, o jugadores de los estados de Washington, Oregón y la provincia canadiense de Columbia Británica —Cascadia—, o la selección del Pueblo Gitano, que logró clasificarse para un Mundial pero no pudieron participar porque algunos futbolistas tuvieron problemas para obtener sus documentos de viaje.
La cuarta Copa del Mundo iba a jugarse en 2020 en Macedonia del Norte, pero tuvo que suspenderse por la pandemia. Dos años después aún no se ha retomado el torneo, ya que la organización ha optado por potenciar los campeonatos continentales, habiéndose celebrado el de selecciones europeas, sudamericanas y africanas. El próximo Mundial se ha anunciado para 2024, y el lugar elegido será México. Los partidos de todas estas competiciones pueden seguirse a través de la web de CONIFA.
Durante este período también han buscado potenciar el fútbol femenino, y en 2020 organizaron su primer Mundial con Tíbet como sede. En principio iban a participar cuatro equipos, pero dos tuvieron que retirarse por problemas para viajar y terminó reduciéndose a un doble partido entre las jugadoras locales y las representantes de Laponia, que vencieron sin piedad: 13-1 y 9-0.
El organigrama de CONIFA cuenta con una división específica para el femenino, que se suma a las varias masculinas, repartidas según los continentes. Todas se encuentran bajo la dirección de Per-Anders Blind, un antiguo árbitro sueco muy reivindicativo con su origen lapón y cuyo actual sustento son dos trabajos a media jornada en la universidad, ya que todo el mundo en CONIFA, desde el presidente hasta el puesto más bajo del escalafón, dedican sus esfuerzos sin percibir retribución económica alguna. «Nos financiamos al 100% mediante el patrocinio, el apoyo del público, las donaciones, las cuotas de los socios y, por último, los ingresos procedentes de los torneos», aseguran.
Hoy, ante la exacerbada mercantilización del fútbol mayoritario y el profundo hedor de sus cloacas, a muchos aficionados nos sobreviene el arrebato de mandarlo todo al carajo y dedicarnos a animar al equipo del pueblo o del barrio. Es una bravata recurrente: huir de la profesionalización y de lo mediático, lo que sería el equivalente futbolero a abandonar la vida comunitaria y mudarse a una cabaña en Islandia. Un aplauso para quien lo consiga, pero a mí me suena utópico. La realidad es que siempre terminamos comulgando con ruedas de molino —con mundiales en el desierto— y aquí seguimos, no demasiado orgullosos, pero fieles, aguantando lo que nos echen.
Pero ahí dejo la idea: si algún valiente pretende de verdad hacer borrón y cuenta nueva, aún tiene dos años por delante para aficionarse a este otro fútbol —que en realidad es el mismo, once contra once y una pelota en medio— antes de la cita en México. Porque nada hay más amateurista o underground que el mundial que organiza CONIFA, es decir, el mundial de los no reconocidos, las minorías y los apátridas.
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