Ciclismo

Letras a pedales o «cuéntame otra vez esa salida tan chula»

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Annie Londonderry

Qué tendrá la bici, que le brotan palabritas con cada curva. Qué tendrá esta máquina puñetera, inclemente y genial, esta que nos obliga (oh, sí, nos obliga) a poner por escrito cada salida, cada paseuco, cada finde largo subiendo y bajando senderos llenos de grava. Qué será, será… Esté usted tranquilo, lector, si se reconoce en tal afección. No es raro, no es un extravagante. Qué va, si se hace desde siempre. Desde siempre. Y con resultados magníficos, añado. Así que eso… póngase los coulottes (qué mal caen unos coulottes, de verdad), el maillot (qué justo me queda el maillot, de verdad) y ajuste el pulsómetro para recorrer todas estas etapas en formato libro. Y despreocúpese de la velocidad media, coño, que aquí hemos venido a disfrutar… Pioneros de las letras a pedales.

Desde casi el principio de las bicis existió deseo en contar cosas. Sobre las ruedas, sobre los sitios, sobre esa subida tan cuca, sobre ese descenso tan complicao. Lo que hoy son exageraciones en redes sociales (Tourmalet en una hora justa, hastag #yotodolopuedo, hastag #cuarentoncalvo, hastag #divorciadocanallita) antes eran historias elaboradas de exploración, descubrimiento y, sí, mentiras. Porque va en la naturaleza humana, supongo… Miren, si no, a Annie Londonderry. Que se llamaba Annie Cohen pero cambió apellido por el de su patrocinador, una marca de agua mineral (ojo ahí a
la visión, ríanse ustedes de los gurús que ponen nombres de compañías a estadios futboleros). Que se apostó 5000 dólares con dos paisanos en un club social de Boston. ¿El reto? Dar la vuelta al mundo. En bicicleta, sí, en bicicleta. Es el año 1894, y Annie sale del Massachusetts State House con un vestido que le llega hasta casi los pies y una bici Columbia, veinte kilos en báscula. Imposible. Pronto cambia a otra Sterling, pronto se pone pantaloncitos tintinescos, pronto empieza a disfrutar. Sus crónicas, enviadas desde cualquier lugar del orbe, constituyen celebración del buen humor, el optimismo y, sí, la fantasía. Porque Annie… en fin, tenía una relación curiosa con nuestra realidad. Distante, por decirlo suavemente. Igual que pilló barcos, trenes y carretas para ayudarse en la Vuelta al Mundo (que fue en bici, pero no tan en bici, ejem) a veces su historietas parecen sacadas de un Stevenson o un Salgari.

No diré yo que la señora Londonderry mintiera, pero… Que si viajó al frente en el conflicto chino-japonés. Que si le pegaron un tiro y se arrojó a un río helado para huir, y casi se muere. Que si la rescatan los nipones, la mandan a prisión, un alto mando se enamora de ella, amenaza con el suicidio si no le corresponden, finalmente la deja marchar. Que si en la India caza tigres de Bengala con miembros de la realeza germánica. Que si en cierto pueblo la confunden con fantasma y sale esprintando, piedra va, piedra viene, para no escalabrarse el cráneo. En fin, algo tan divertido como variao. Ah, Londonderry ganó su apuesta y continuó publicando reportajes en el periódico New York World. A su columna le pusieron The New Woman. Dos años más tarde tres amigos ingleses (muy snobs, mostachos finísimos, pinta de ir siempre mirando el culo de las palomas) salen de Londres montados sobre sus bicis. Se llaman John Foster Fraser, Samuel Edward Lunn y Francis Herbert Lowe, y quieren, también ellos, dar la vuelta al mundo.

Su odisea (en la que sufren por el dolor de piernas, sí, pero también cuando esos absurdos salvajes de cualquier rincón no saben servirles correctamente el té, habrase visto) la recoge después John en otro libro divertidísimo, titulado Round the world on a Wheel. Allí cuentan, por ejemplo, cuando estuvieron cinco meses sin bañarse. Pero claro, eran british, ellos olían a gloria… Ya es 1931 cuando Kzimierz Nowak se lanza a una aventura casi imposible: atravesar África sobre su velocípedo, de norte a sur.

Digamos que los caminos son tan… en fin, tan no-caminos que titulará el libro subsiguiente (de forma totalmente realista) como A pie y en bicicleta por el continente negro (Ediciones del Viento, 2022). Aquí hay menos cinismo y muchas más ganas de aprender, de charlar con el otro, de escuchar sus leyendas. Nowak hace periodismo literario del bueno… aunque sea jadeando por pedales… Pedalear sobre hombros de gigantes Tim Moore es un señor inglés al que le pagan por andar en bici. A ver, no es tan raro. Hay muchos ingleses que andan en bici, y algunos hasta han ganado el Tour de Francia con un estilo… en fin, peculiar. Distinto. No demasiado estético. Pero esa es otra historia. Lo extraño en Tim Moore es que el tío pedalea, sí, pero pedalea súper despacio, y tiene unas piernas fofillas que no son la envidia de nadie, y, sobre todo, cobra por andar en bici, ok, pero especialmente por escribir más tarde. Y cobrar por escribir sí que es un locurón, amigos. Digamos que la idea de Moore es original. El tío pilla los mapas más cañeros, más imposibles, más legendarios y dolorosos de las pruebas más legendarias y dolorosas… y los reproduce. Los reproduce sobre su máquina, que, más o menos, tiene idénticas características a las de aquellos paisanucos. A ver, no es todo exacto… la ropa es mejor, las carreteras son mejores, ya no hay casi osos, ni bandoleros en lo alto de un collao, ni revoluciones, pero… bueno, da el pego. Una delicia. Lo ha hecho con el Giro de 1914, que es la Grande más jodida de siempre…

O con la Vuelta de 1941 (Vuelta Skelter, Random House, 2021), esa donde nadie aplaudió a los ciclistas porque las cunetas eran solo recuerdos, crímenes y viudas vestidas de luto. También ha hecho algo parecido con la Carrera de la Paz y hasta tiene un libro de viajes por Inglaterra con el título más revelador que conozco: You are awful (but i like you). Es lo que todo escritor desea escuchar alguna vez… (Ah, Tim Moore escribió igualmente una crónica descacharrante sobre su viaje por España acompañado de… un burro. En fin, la cosa no puede ser más tópica y ofensiva en origen, pero tiene gracia de cojones, para qué engañarnos. Ese experimento se llama Spanish Steps. Travels with my donkey. Y no, el donkey en cuestión no es suave como Platero, y tampoco parece muy por la labor de andar buscando experiencias. Vamos, que gasta malísima hostia).

Louis Nucera en 1998

No es idea original suya, ojo. Uno de los libros míticos dentro delcicl(otur)ismo francés es Mes rayons du soleil, escrito por Louis Nucéra. ¿En pocas palabras? Pues un romancier que recorre en bici el recorrido del Tour 49,ese primero que ganó Coppi, el de Saint-Malo, y La Rochelle, y Aosta, y Bartali pidiendo ganar etapa, y Coppi triunfando en París, ganando Giro y Grande Boucle el mismo año, el 49 del uomo solo, el 49 de la gran leyenda. Son 4813 kilómetros, de París a París, y un montón de referencias culturales (algunas clásicas, otras más pop) que convierten la lectura en intensidad parecida a subir Col d´Èze, ese que asoma a la Niza donde nació Louis. Seguramente sea Nucérauno de los grandes “viajeros-ciclistas”. Miren, si no, la portada de Louis Nucéra. Le homme-passion, biografía escrita por André Asséo, y donde el novelista sale… andando en bici, maillot mítico de Renault, rostro vuelto, sonrisa feliz.Toda una serpiente de asfalto esperándolo… Hoy también hay misterio en las carreteras Ander Izagirre es un peri-pedal-patético moderno. Vamos, que piensa mejor cuando está ahí, encima de la bici, vestido con lycras y un casco apretándole testa.

Y de esa forma, como esos filósofos que le daban al magín mientras paseaban (seguramente con las manos en los riñones, porque pasear con las manos en los riñones es lo que se hace para razonar), utiliza el tiempo entre jadeo y jadeo para cadenciarse mejor los párrafos. Así se ha ido cruzando algunos realmente pintorescos, como las carreteras que hizo construir el Conducator en Rumanía, o los puertos en Apeninos (de donde se fue aquella pobre mujer emigrando hasta Argentina, según contaron primero Edmundo de Amicis y luego esos dibujos japoneses tan lacrimógenos), o hasta la cordillera pirenaica de mar a mar, que es cosa para ubir muchos puertos, porque otra cosa no, pero los Pirineos cols… a patadas. Aquello lo recogió en un libro titulado Pirenaica: Catorce crónicas de la cordillera (GeoPlaneta, 2018), y allí hay osos, y Bahamontes, y Steinès, y también carlistas, porque los carlistas tú rascas y aparecen por todos laos. Hace poco Izagirre sacó Vuelta al país de Elkano (Libros del K.O.,2022), que es como una Itzulia pero más despacito (y con más referencias culturales, porque las entrevistas a los pros pues tampoco son cosa como para ponerle a los niños en el colegio). Un darle la vuelta al País Vasco, vaya, que con todo lo chiquituco que es tiene historietas de sobra. En bici se ven más despacito.Y mejor.

Oiga, ¿y la ficción? Pues mira, también. Lo de subirte al sillín y crear historias de viajes y bicis. Viajes y bicis, ojo, que con bicis a secas tenemos historietas a puñaos, sobre todo en el recorrido corto. Si hasta sacaron hace añucos un recopilatorio titulado muy originalmente Cuentos de Ciclismo (Edaf, 2000), con aportaciones apreciables de gente como Bernardo Atxaga o Manuel Rivas, y con la pieza estrella situada justo al principio, en el mismísimo prólogo. Nada menos que Mariano Rajoy, colegas, que tiraba frases, metáforas e ideas a velocidad endiablada, sin caer nunca en el lugar común, la expresión vacua o la inanidad literaria. Ejem… Pero dejando al margen esa joya… pues más ejemplos. Aquí y hasta enlos Estados Unidos, que, mira tú, no tienen mucho de ciclistas los Estados Unidos (salvo el experimento glorioso llamado Tour de Trump), pero escriben tanto que… Allí se publicó Una historia en bicicleta, de Ron McLarty (Alfaguara, 2006), un cuento lacrimógeno, una road movie casi burtoniana, un “qué cojonudos somos pero, mira, estamos bastante solitos”, una revisión de aquella imagen lynchiana con un tío sobre el tractor. Aproximadamente.

McLarty publicó este asunto originalmente como audiolibro, y tuvo la inmensa suerte de que lo escuchó el mismo Stephen King (Stephen King consume DEMASIADA cultura, háganme caso… y que le dure), y habló muy bien de ello, y, claro, bum, explosión de ventas, porque allí que te recomiende Stephen Kinges como si aquí saliera hablando de tu libro Tamara Falcó (en el supuesto de que Tamará Falcó hable de libros o lea libros). Y, oye, historia entrañable, con un tipo gordo y calvo al que se le muere la mami y empieza a pedalear como Forrest, así, sin pensárselo, y acaba adelgazando a montones (el pelo no le crece, porque tampoco hacemos milagros), y hasta folla, y encuentra el sentido de la vida, y mete reflexiones súper potentes de rollitos zen, y sube puertos muy grandes en Colorado, y está flacucho, pero sigue calvo, lo que, sin duda, provocará una segunda parte, porque una semilla de crisis sigue ahí, raleando.

Supongo. En España tenemos un clasicazo en esto de los viajes en bici… solo que viene escondido, porque El Alpe d´Huez (Plaza&Janés, 1994) es, sobre todo, una epopeya competitiva, una que nos habla del Tour, de los hombres, de las entrañas de uno y otros. Pero todo eso soslaya el elemento principal (el elemento principal de cualquier etapa, no olviden ustedes), que es ir del punto “A” al punto “B”, y ver, contar, vivir todo lo que hay por el camino. Aquí le pasa a Jabato, que es escalador, y trasunto apenas disimulado de Perico, y siempre prefirió tres subidas, porque dos eran pocas y cuatro se le hacían demasiadas. Ahora querría ver yo, al Jabato, con estos Tour de hoy, y sus fondos de chichinabo. Y eso, que no solamente hay un viaje por Francia, sino también, y quizá sobre todo, un recorrido por la geografía de Cantabria, que es cosa digna de verse (se lo digo yo). ¿Quieren un final a la altura? Jabato, el personaje de ficción, nació en Molledo.

Allí, en mitad del Valle de Iguña, veraneaba un jovencito de Valladolid, un chico fuerte al que le volvía loco la bicicleta y se había echado novia lejos, muy lejos. Por Sedano, oigan. Así que todos los días, cuentan, cogía el mozo (que se llamaba Miguel) su máquina y tiraba para allá, un pedal y otro. Son los años cuarenta, y las Hoces de Bárcena resultan tenebrosas, y el Pantano acaba de nacer, y los cantos en Carrales silban cuando entra viento sur. Son los años cuarenta y nuestro enamorado (que se apellidaba Delibes) para a mitad de camino para comerse dos huevos fritos con chorizo. Cien kilómetros a la ida, cien a la vuelta (pero la vuelta es, casi toda, cuesta abajo, pero la vuelta siempre es más dulce, siempre es más alegre, porque vienes de ver a la mujer amada). Eso hacía, sí, el joven Miguel Delibes desde el pueblo del Jabato (desde el pueblo del Mochuelo, desde el pueblo del Tiñoso, desde el su pueblo) hasta los Páramos. Era tímido, Delibes, y tardó mucho, mucho tiempo en recordar esta historia. Jamás la puso por escrito. Perdimos el más hermoso de sus relatos. Uno que iba sobre dos ruedas

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