Opinión

La «champions» de Romario

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Romario (Foto: Cordon Press)

Cualquier descripción de Romario estará siempre intoxicada por aquel «es un jugador de dibujos animados» que escribió Jorge Valdano cuando aún era entrenador del Tenerife. Es muy complicado ahora salirse de ese esquema, quizá lo más inteligente sea redundar en él o al menos explicarlo: en efecto, Romario era un jugador imprevisible y genial, que aparecía de la nada, aceleraba, frenaba, definía a la perfección y que, como el Correcaminos, cuando el central de turno quería aplastarle con una apisonadora marca ACME, él ya había desaparecido del sitio.

Su fichaje por el Barcelona no sólo no fue fácil sino que además resultó tardío. Después de años ganándose la vida en el PSV post-Hiddink y haciendo méritos para fichar por un grande, las negociaciones entre el club holandés y el catalán no llegaron a buen puerto hasta el verano de 1993 por un precio, estratosférico, de 10 millones de dólares. Por entonces, el equipo de Johan Cruyff ya había ganado tres ligas consecutivas por primera vez en su historia y había roto su maleficio en la Copa de Europa con el gol de Koeman en Wembley ante la Sampdoria.

Así las cosas, llegaba Romario al Barcelona con la idea de ponerle la guinda al pastel: un delantero centro, aquello de lo que Cruyff renegó durante años, colocando ahí a Laudrup o a Alexanko, según fuera el partido. El único que se había hecho un lugar en esa posición de manera más o menos estable y como suplente más que como titular había sido Julio Salinas, probablemente más por su relación con el juego de espaldas y su capacidad para ejercer de pivote en ataque, que por su relación con el gol, siempre tan delicada.

Romario era lo contrario de Salinas: un cuerpo enjuto, incluso regordete, muy pocas ganas de chocar contra ningún defensor, escasísima participación en el juego y una habilidad para marcar goles fuera de lo normal. La llegada del brasileño supuso en la práctica el principio del fin del «Dream Team» y las razones fueron más allá de lo futbolístico: hablamos de la época en la que los equipos podían tener cuatro extranjeros en plantilla y como mucho tres a la vez sobre el terreno de juego. Con Koeman y Stoichkov como referentes inalterables, el gran perjudicado fue Michael Laudrup, la clase de jugador que uno no admira del todo hasta que no se va al máximo rival y te gana una liga.

Aquella temporada del Barcelona fue muy extraña, mucho más de lo que dicta la literatura al respecto. Sí, ganó la cuarta liga, pero hizo falta que González  le parara a Djukic un penalti en el último suspiro, recibió la friolera de 42 goles y combinó grandísimas actuaciones con otras pésimas. Todos recordamos la cola de vaca con la que Romario deleitó a Alkorta antes de marcar uno de los 30 goles que le convertirían en Pichichi o la genial vaselina del brasileño en una de sus pocas combinaciones con Laudrup, en el campo del Osasuna, pero no todo fue maravilloso aquel año: la derrota en el Calderón después de irse 0-3 al descanso, la pifia en casa contra el recién ascendido Lleida (0-1) … el resumen del año podría reducirse a las jornadas 23 y 24: después de perder 6-3 contra el Zaragoza, el Barça le ganó 8-1 al Osasuna.

Así era aquel Barcelona del tardo-cruyffismo: un equipo genial pero deslavazado, capaz de lo mejor y de lo peor y abonado a los goles de su delantero centro para seguir adelante. La memoria lo pinta todo de un color maravilloso pero la organización defensiva de aquel equipo, especialmente en el Camp Nou, era un desastre, como se empeñaba en demostrar Heynckes cada vez que pisaba el campo con su Athletic de Bilbao.

En fin, paralela a su azarosa andadura en la Liga, el Barça siguió una trayectoria bastante sólida en la Copa de Europa, aquellos tiempos donde solo el campeón de cada país tenía derecho a jugar la competición del año siguiente. Después del susto inicial contra el Dinamo de Kiev, nueva muestra del Dr. Jekyll y Mr. Hyde en el que se había convertido el equipo, los de Cruyff se manejaron muy bien en una competición extraña: la única fase de grupos la saldó con cuatro victorias y dos empates y se clasificó para las semifinales de manera automática.

Eran unas semifinales raras, a único partido, y en el campo del mejor clasificado. En este caso, el rival fue el Oporto de Vitor Baía, CoutoSecretario y compañía. No hubo margen para la sorpresa: 3-0 con dos goles de Stoichkov y uno de Koeman y a la final de Atenas ante el todopoderoso Milan, las dos grandes escuelas de los 90 frente a frente: el juego ofensivo e impredecible de Cruyff contra el método, el rigor y la fortaleza defensiva de Capello.

Todo recordaba a 1992: la victoria de liga apenas unos días después, invitaba a un nuevo doblete, la contundencia de aquel tramo final de temporada y la llegada de Romario suponían una pequeña ventaja ante un equipo que, desde 1990, había acumulado extrañas derrotas y sanciones, sin por ello perder el dominio de la liga italiana. La transición de los GullitVan Basten y Rijkaard a los DesaillyBoban y Savicevic había sido rápida y suave, con el pequeño fracaso de Papin como asignatura pendiente.

Formando la guardia pretoriana seguían los de siempre: RossiTassottiMaldiniDonadoniAlbertini y compañía.

Aquel duelo de transatlánticos, aquella Champions League que llevaba el nombre del rutilante Romario, acabó mucho antes de lo esperado: el Milan se limitó a hurgar en las carencias defensivas del Barcelona, agobiar la salida del balón, crear superioridades en todas partes del campo y encauzar el título al descanso con dos goles de un invitado sorpresa, Massaro, rematados al poco de empezar la segunda parte con un tercer gol, un golazo, obra de Savicevic.

El 4-0 de Desailly en el minuto 59 anunciaba un marcador histórico, una goleada humillante, como la de La Romareda, pero el Milan se conformó con lo que tenía, lección dada y recibida, y contemporizó. De Romario nada se supo. Stoichkov al menos se ganó una nueva tarjeta amarilla.

Aquel partido no solo fue el final de una larga época de dominio blaugrana sino el final del breve periplo de Romario en la ciudad condal. El hecho de que 18 años después aún le recordemos como uno de los mejores delanteros de la historia basándonos prácticamente en la memoria de aquel año mágico lo dice todo de su intensidad. Después de perder la final, el brasileño se fue con su selección, ganó el Mundial de Estados Unidos en los penaltis a una selección italiana en la que jugaba medio Milan, tomó rumbo a la playa y aseguró que de ahí no le sacaba ni Núñez, ni Cruyff ni el arzobispo de Barcelona.

Romario plantó los pies en la arena y se dio un homenaje tras otro durante el mes de julio y el de agosto, saltándose todas las exigencias de su club, ganando kilos, coleccionando novias y mostrando su habilidad para el futvolley. Cuando volvió, Cruyff no quería saber nada de él. Le puso en algún partido intrascendente para un equipo que ya estaba en caída libre y, después de la humillante derrota por 5-0 en el Bernabéu, venganza de la manita del año anterior, Núñez consiguió despacharlo de vuelta a Brasil. Fue al Flamengo, donde marcó 168 goles en 189 partidos, registros de Messi o de Cristiano Ronaldo en una época donde Maradona ya no era referente y ni Zidane ni Ronaldo habían cogido el testigo.

A España volvió un par de veces, las dos con el Valencia. Luis Aragonés le miró a los ojitos y le aguantó sus fiestas cinco partidos, exactamente los mismos que jugó para Jorge Valdano, el forjador de la narrativa, antes de volverse en ambos casos a Río de Janeiro, hincharse a marcar goles,  ganarse amigos y enemigos, perderse el que probablemente hubiera sido su segundo Mundial consecutivo y acabar haciendo una próspera carrera como político, porque Brasil es un país que tiene claro que, puestos a robarte, mejor que en vez de en una gasolinera sea en un sambódromo y mejor un follador de primera que un triste ministro de aire apagado.

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