La cara de aquella maestra que en su día me enseñó a leer estas palabras que ahora escribo se me pierde entre la neblina feliz y lejana de mis recuerdos infantiles. Para mí era una especie de superheroína incapaz de equivocarse en las sumas y restas —¡hasta de dos dígitos!—, que escribía letras con una caligrafía monótona e intachable —¡a bolígrafo!— y que lo hacía incluso en renglones derechos, sin necesidad de poner debajo del papel la trampa permitida de la pauta.
Creo que siempre la vi vestida con el mismo vaquero y jerseys de tonos otoñales, y que tenía un brillo especial por los codos y la parte trasera. Ahora comprendo que aquel brillo le había salido a la tela a fuerza de uso y de frotar con cepillo para quitarle el polvo blanco de la tiza que caía como un aguacero al borrar la pizarra. Yo admiraba a aquella maestra (Doña Vicentina, porque si han conseguido llegar hasta aquí pueden ya ponerle nombre), porque lo sabía todo; sabía cuándo mentíamos al decir que el perro se comió los deberes, o si era verdad que nos habíamos dejado la libreta en casa; sabía cuándo se nos atascaba una lección porque era difícil o porque no habíamos prestado atención; cuándo pedíamos salir al baño porque no aguantábamos más o porque queríamos perder el tiempo por el pasillo; era capaz de responder a todo lo que le preguntábamos como si fuera una inteligencia artificial de las que vemos hoy en día, ya fuera la tabla del tres, los cabos de España o las preposiciones. Cuando la que preguntaba era ella, y nosotros respondíamos bien, la felicidad le brillaba en la cara más que los codos o las traseras del pantalón, se le escapaba la sonrisa y nos miraba con los ojos tan dulces que parecía que iba a echarse a llorar.
En aquellos años, yo quería ser maestra, como la mayoría de niñas de mi clase. Y lo quería ser por Doña Vicentina. Supongo que lo mismo le pasó a ella cuando se sentaba en el pupitre y no en aquella mesa enorme llena de folios y lapiceros, que en alguna otra maestra se fijó para llegar a ser lo que fue para nosotros. Sin embargo, lo poco que he hecho en mi vida medianamente relacionado con la docencia fueron unas clases de inglés extraescolares y aquella temporada que entrené a un benjamín del Arenal con el que conseguimos un meritorio tercer puesto en la liga gijonesa. Meritorio, porque no es fácil eso de entrenar a niños llenos de energía después de ocho horas de clase. Y es que si en su día admiré a Doña Vicentina por saber sumar, restar, multiplicar y dividir, a la vez que se sabía el Micho de memoria para enseñarnos a leer, hoy envidio a quienes son capaces de dibujar en una pizarra un sistema táctico que invalide al que está dibujando su homólogo en el vestuario de al lado, que sea capaz de pensar una estrategia a balón parado que las de corto copien y salga bien, o que sepa meter los cambios en el minuto exacto para llevarse el partido.
Para llamarte entrenador basta un curso rápido en Las Rozas. Para serlo hace falta mucho más. Y esa confusión de términos ha llevado a que en el fútbol femenino, siempre la hermana pequeña que hereda todo lo de los demás, arrastrásemos durante décadas a una legión de entrenadores mediocres incapaces de formar a las jugadoras como es debido. El primo del utillero del juvenil del club, que se hacía cargo del equipo femenino porque alguien tenía que hacerlo y es buen chaval, ese hombre servicial a disposición de la federación de turno al que hay que darle un puesto, pero no nos vamos a flipar dándole uno importante. O aquel exjugador al que debemos un sueldo por sus servicios prestados, pero tampoco nos vengamos arriba. No se contrataban a entrenadores por méritos, y mucho menos se contrataba a entrenadoras por experiencia. Ese era el lastre antes de romper el techo de césped. Lo sigue siendo en muchos casos, pero se ve cada vez menos.
Lo del techo de césped es un término que acuñó la FIFA en 2015 cuando se plantearon hacer reformas dentro de su estructura para dar paso a mujeres a puestos de decisión. En aquel momento, solo el 8% del total de miembros ejecutivos eran mujeres. Solo había 3 mujeres en el Comité ejecutivo. No había mujeres en las comisiones permanentes. Solo había 2 Presidentas en las 209 asociaciones miembro, y solo el 7% de los entrenadores federados eran mujeres. Ahí nace el término, y la asunción de que daban igual las titulaciones y los éxitos deportivos, a la hora de contratar siempre pesaría más ser hombre. Porque los hombres saben más de fútbol, o porque los hombres están más cómodos contratando a otros hombres antes de darle la oportunidad a una mujer.
Lo que hacía a Doña Vicentina ser una maestra ejemplar, es que sabía de todo lo que nos explicaba. Claro, éramos alumnos de infantil, ahora se ve con otra perspectiva que aquella señora tuviera conocimientos suficientes para hacer operaciones básicas o saberse de memoria lecciones que repetía año tras año, pero en aquel momento, la magia estaba en pensar que era una superheroína. Doña Vicentina sabía de todo porque había estudiado, porque se había formado para ser profesora, y porque día tras día seguía actualizándose para aprender todo lo que necesitaba cada curso nuevo. Y no era aquello lo que la había especial, porque también estaba Don Horacio o el Hermano Epifanio (sí, estudié en La Salle). Lo que hacía especial a Doña Vicentina es que nos entendía. Que sabía llevarnos. Que se metía en aquella clase de chillidos agudos y niños correteando y sabía qué hacer para que nos sentáramos en silencio, para que nuestras cabezas de alcornoque absorbieran que la eme y la a es ma, y que cinco más cinco eran diez sin contarlo con los dedos.
Cuando veo una rueda de prensa de Iraia Iturregi, de Natalia Arroyo, de Irene Ferreras, de Sara Monforte o de cualquier otra entrenadora de la Liga F o de Primera RFEF, la sensación que tengo es la misma que tenía cuando veía a Doña Vicentina con la tiza en mano apuntando en la pizarra los ríos de España. No tengo ni idea de por qué son importantes, pero si me está hablando de ellos es que lo son. No sé cómo los voy a memorizar, pero sé que si no lo hago no veré la cara de felicidad que viene después de recitarlos. Pero voy más allá: cuando las veo de pie en el banquillo dando órdenes, llamando a una jugadora a la banda para explicarle algún concepto, o las veces que me he asomado a la verja en un entrenamiento para ver cómo dibujan con sus manos en el aire algo que tienen en la cabeza, y en dos minutos sale bien, veo en las jugadoras las mismas caras que teníamos nosotros. No dudan, porque saben que quien les manda estuvo antes donde están ellas y sabe leer el partido con otros ojos, los de la experiencia.
Entrenar a un equipo de fútbol femenino no es lo mismo, ni lo será nunca, que entrenar a un equipo de fútbol masculino. Somos mundos distintos, porque a nosotras no se nos ha permitido crecer en igualdad de condiciones. Porque este deporte estuvo prohibido hasta muy entrada la década de los 70 mientras ellos experimentaban con sistemas de juego. Porque heredamos lo que nos dejaron heredar durante casi toda nuestra existencia. Y porque quienes estaban encargados de ponernos al mismo nivel, no tenían la formación, los recursos o el interés necesario para hacerlo. Esta nueva hornada de exjugadoras que se atreven a sentarse en un banquillo, son la justicia impuesta. Entienden, porque se sintieron incomprendidas, todas las diferencias de juego que hay de un lado al otro. Saben manejar, porque no les explicaron, todas las situaciones que se dan en un vestuario y que son distintas en ambos mundos. Comparten, porque nadie compartió con ellas, una ambición por mejorar con sus jugadoras, por adaptarse a un entorno cambiante como el nuestro, por saltar los obstáculos o bordearlos de la mejor manera. Están preparadas para liderar un cambio, aunque les agote ser la punta de lanza del mismo. Que en todas las entrevistas les pregunten cómo es entrenar a un equipo de primer nivel, si se sintieron acogidas, si les costó mucho llegar. Abren el camino a codazos para que cualquier niña que se asome a la barandilla de un estadio a verlas de pie en el banquillo sepa que el día de mañana también puede estar ahí, no solo en el césped, no solo en la grada.
Doña Vicentina tenía altas expectativas en mí. Quería que fuera Ministra, con eso se lo digo todo. Ni siquiera me imagino el reto de ponerme delante de una clase de prepúberes o de once jugadoras para dirigirlas sin decepcionarlas, imagínense de la Cartera de un país.