Vale, a ver… seis lanchas a motor. Botes, hovercrafts, si quieren. Seis colores con sus números, siempre iguales. El uno va de blanco; el dos, de negro; el tres es rojo; el cuatro, azul; el cinco lleva el amarillo, y el seis, el verde. Banderas, atavíos en carenado y vestimenta de los paisanos. Para que se vean bien desde lejos, para que puedas distinguirlos desde las gradas o a ras de agua. Porque van rápidos, muy rápidos. Abran bien los ojos, hablamos del kyōtei.
Velocidad, agua y estadios
Digamos que la mecánica es muy simple (y quizá aquí esté la clave del asunto). Los participantes van al agua sobre sus lanchas, que parecen motos acuáticas con chapa y morro mucho más estilizado. Aerodeslizadores si somos estrictos, porque en el kyōtei no te deslizas sobre el agua, sino que «flotas» encima de ella, lo que te permite ir a toda leche.
Hay, primero, una carrera de prácticas, luego cronómetros de ciento cincuenta metros. Calentar, sí, ir testando motores y demás, que los apostantes vean qué tal va este y cómo se ha levantado aquel. Lo gordo, lo realmente importante, viene ahora. Digamos que el circuito es óvalo ficticio con sendas boyas en cada esquina. Trescientos metros entre ambas, si quieren precisión.
Hay que dar tres vueltas, y gana quien primero pase la meta. Hasta aquí… fácil. Las cosas se encabritan cuando hablamos del comienzo. Que es en marcha. Vamos, que los competidores deben pasar la línea de salida en un tiempo determinado (normalmente ronda el segundo). Aceleras, aceleras, aceleras y pisas ese espacio en el instante preciso. Si te adelantas (furaingu sutāto), quedas expulsado (henkan ketsujō) y te cascan una sanción de treinta días sin competir; si te retrasas (deokure), ídem. Cosa importante, eh.
Así que hemos empezado, y llegan las curvas. Estas lanchas pueden pillar, para que se hagan ustedes una idea, los ochenta kilómetros por hora, que puede no parecer mucho, pero, para hacerse sobre agua, pues… Así que peligro, tensión. Seis barcos que bogan en paella, todos muy cerquita. Seis veces. El ruido de los motores, la adrenalina instantánea. Es algo intenso, excitante. También dura poco, como casi todas las cosas intensas y excitantes.
Hasta aquí es como una carrera normal y corriente. Con sus particularidades, sí, pero tampoco para volvernos loquísimos. Pero es que hablamos de un deporte japonés, así que hay más. Tradición y disciplina, por ejemplo. La primera prueba de kyōtei tuvo lugar en abril de 1952, allá por Ōmura (en el Boat Race Stadium de Ōmura, prefectura de Nagasaki; si lo dices seguido, impresiona mogollón).
Desde entonces, diseño y barcos apenas cambian. Más aún… los botes son propiedad de cada estadio y se asignan por sorteo a los participantes, que solo pueden cambiar una única pieza: la bujía (hasta hace una década también podían llevar su propia hélice). Después de recibir la lancha, los pilotos cuentan con un tiempo determinado para ponerla a punto, para que la truquen, oigan, para que le saquen el mejor rendimiento y hagan que retruene.
Mecánico y deportista, hombres del Renacimiento. Únicamente se fabrican mil seiscientos barcos de kyōtei al año, y cada uno tiene su propio motor, que dura doce meses y no puede cambiarse durante ese tiempo.
En un día de kyōtei podemos tener hasta doce carreras. Botes, agua, velocidad, resultados, algunos se ciscan en Amaterasu, otros celebran (es un decir, los japoneses son muy discretos), otra vez botes, otra vez inicio, el ciclo del sol.
Las temporadas cubren un año natural y terminan en diciembre, con los premios más importantes (y lucrativos), donde solo acuden los dieciocho mejores de los once meses anteriores. Todo un máster, si quieren analogía. Más de mil quinientas personas se dedican a esto en Japón. Son pilotos de kyōtei, sí. De ellos solo trescientos están en la clase superior, la A1.
El diez por ciento, grosso modo, chicas. Chicas que compiten contra hombres, porque este es deporte mixto. El número de féminas, además, se incrementa paulatinamente porque cuentan con la ventaja del peso. Dado que las embarcaciones son, en esencia, iguales, los competidores hacen la del jockey clásico… cuanto más pequeño y delgado, mejor.
Como la cosa se había puesto bastante loca y nos encontrábamos a gente con más hambre que una top de los noventa, las autoridades decidieron poner límites: cincuenta kilos para los hombres y cuarenta y siete para las muchachas (si no se llega a este límite, se lastra el barco, así que mejor comerse unos torreznos, creo yo). Dicen que una estrella de kyōtei puede ingresar alrededor de cien millones de yenes anuales. Al cambio, unos seiscientos mil euros. Está bastante bien, ¿no?
Así que adrenalina, pasta y viajar recorriendo todo el país… ¿suena bien? Ok, veamos si tiene usted madera para esto del kyōtei.
Vamos al cole.
Escuelas, escuelas
Todo esto está mirado, eh, muy mirado. Academia de kyōtei Yamato, en Yanagawa. Allí… pues prepárese para echar sudores, porque la fama cuesta. Y la fama kyōtei cuesta y hace pasar hambre, ejem.
Digamos que la selección es cañera. Hay un requisito corporal básico (los mozos no pueden superar los cincuenta y siete kilos, ellas deben estar por debajo de los cincuenta y dos), hay que hacer un psicotécnico de la vista (pero riguroso, no como los psicotécnicos de la vista), pruebas de mates, de geografía, de ciencias, un par de entrevistas y más controles, por si acaso. Todas las temporadas, Yamato admite a unos sesenta alumnos, de entre quince y veintinueve años. Hay más de dos mil solicitudes.
Después… a sufrir. Disciplina castrense, entrenamiento casi militar, seamos serios, seamos ídolos de excelencia. Se trata de crear no solo competidores, sino también personas leales e íntegras. Porque uno debe ser leal e íntegro si se mete en un tinglado que mueve tantísima pasta y tiene tantísimas apuestas. Seguro que saben por dónde voy.
El lema de Yamato es «Rigor en la formación, alegría en la vida», pero a veces se olvidan de lo segundo. Todos los actos están regulados desde las seis de la mañana (despertar) hasta las diez de la noche (dormir). La propia Academia publica su rutina, por aquello de fardar sobre lo durísimos que somos.
Así, por ejemplo, de seis y media a siete, el alumno debe limpiar la habitación (dormitorios compartidos) y asearse (uniforme de rigor), luego desayuna, luego se iza la bandera, luego hay cuatro horas de entrenamiento (teórico, práctica, adquirir habilidades de ingeniería, saber arreglar cualquier motor), después come, después otras cuatro horas de trabajo, después cena (a las cinco de la tarde, porque no toman aperitivo y no hay desregulación del horario comercial), y luego tiene tres horitas libres antes de recoger y apagar las luces.
También le enseñan a cuadrarse ante los superiores, a ser respetuoso, a no contradecir. Ah, cero teléfonos móviles, están prohibidos… tiene derecho a una llamada semanal, y los findes puede salir a dar una vuelta. Vamos, que duro, muy duro. Te tiene que gustar… y tener clarísimo que ese es tu porvenir. La Federación cubre la mayor parte de los costes, pero, aun con todo, aproximadamente un tercio de alumnos abandona durante el primer año.
Ah, en Yamato, también se aprenden tácticas. Hay cuatro maneras de ganar en kyōtei, y el buen piloto sabe controlarlas todas. Nige, makuri, sashi o makurisashi. Básicamente, derrapes, aprovechar cuerda, cruces y cerrar a los adversarios, pero con nombres guais.
Díganme si no da para un anime…
(Videojuegos hay muchos).
Ese toque nipón que tanto nos gusta
Y luego está lo otro. Lo otro. El punto de locura nipona, el frikismo exacerbado en ese país que redibujó lo friki. ¿Kyōtei? Oh, claro, pero con nuestra estética y nuestro… aire.
Veamos, por ejemplo, los estadios. Porque son auténticos estadios, no vayan a pensarse. Miles y miles de personas apretujadas en la tribuna principal (la entrada para todo el día cuesta unos cien yenes, en torno a sesenta céntimos), más unos cuantos centenares de asientos en palcos vip. El circuito de kyōtei puede construirse en un río, en una bahía, mirando al mar de Japón e, incluso, en lagos artificiales. Hay veinticuatro repartidos por las islas (Hokkaidō, Okinawa y Tohoku libran), e incluso levantaron, en 2002, el Misari Motorboat Racing Park de Hanam, en Corea del Sur, pionero en estos asuntos fuera de Japón.
La mayoría están frente a la costa, como fácilmente comprenderán, pero desde el campo de Kiryu hasta la playa más cercana hay unos ciento cincuenta kilómetros. Elementos comunes: una pantalla enormísima para que se vea todo bien desde cualquier sitio (muy tecnológico-japonés); unos boxes pintados con el color del bote correspondiente; un reloj gigante (pero gigante-gigante, gigante de narices, gigante de tres metros… la mitad del Big Ben) que anuncia horarios, competiciones y cierre de apuestas.
Tendremos locales de comida rápida, tienda de recuerdos, salas con maquinitas… Vamos, un centro comercial, solo que con botes a toda leche. Cada uno de los estadios tiene, claro, su propia página web. Y aquí empieza el «qué fantasía es esta».
Primero, con mascotas y similares, que tienen esa imagen en la que usted piensa, a mitad de camino entre kawaii, una peli de Miyazaki y los muñecos que salen siempre en decorados malrollistas. Delirio. Hay ranas y draculines, hay tritones, peces, exploradores del espacio con ojos desbordados, hay tortugas, siluros y delfines, hay incluso vikingos, sí, hay tantos colores como en un «pantonario de Ágatha Ruiz de la Prada».
Pero no terminan ahí las maravillas, porque usted entra en las webs de estos recintos y…, en fin, no se lo recomiendo si sufre epilepsia. Es como si estuviésemos aún en 1998, con Reiziger en el Barça y José Mari hablando idiomas en la intimidad. Yo no sé qué tienen los japos, pero sus webs son: a) caóticas, b) absolutamente ajenas a todo lo intuitivo, y c) un delirio ético y estético, con colorines, guiños, cosas que se mueven, vídeos de fondo y sensación continua de haberte tomado tres cafés.
Allí te informan sobre las carreras, los horarios, cómo de lleno está el parking, trenes y transporte público… Cualquier cosa que usted desee en lo administrativo. También hay fotografías y animaciones con los (y las) pilotos más populares, que gastan siempre esa imagen a mitad de camino entre el j-pop y un malo del Mortal Kombat. Ah, y también información sobre las apuestas.
Porque he aquí el meollo del asunto, amigos. Apostar. A los japoneses les encantan estas cosas, pero el asunto está bastante restringido. Vamos, que solo permiten apuestas en cuatro deportes, los llamados kōei kyōgi… nuestro kyōtei, el keirin (bicicletas en velódromos), las keiba o carreras de caballos y las de motociclismo (ōto rēsu). El resto… vetado. Digamos que los ocupantes americanos decidieron abrir un poco la prohibición absoluta a finales de los cuarenta, por aquello de recaudar pasta con impuestos, y la cosa quedó tan reducida que los fervores por estas disciplinas son grandes.
Porque, además, las apuestas son cosa seria, obsesiva, precisión infinitesimal. Hay hojas enormes como sábanas donde aparece todo (todo es absolutamente todo), sobre los competidores, sobre el campo de regatas, sobre predicción y posibles. Para que se hagan idea… once variables, desde lo más básico hasta cuántas veces ganó el bote rojo en ese estadio cogiendo la curva por dentro. Ya ven, la risión. Y ahí se juega. Que si este será primero. Que si combino primero y segundo. Que si pódium, que si puedo fallar en algo.
Mogollón de posibilidades, mogollón de carreras en un día. Ventanas y ventanas (a veces con sonrientes niponas, otras veces con un vídeo pregrabado) donde meter pasta y depositar alientos. A los boletitos de la suerte les dicen funaken, y alrededor de donde se compran hay «especialistas» que pueden hacernos recomendaciones, orientarnos o ayudarnos a perder hasta la camisa. Se puede apostar en el mismo estadio, en alguno de los más de cuarenta establecimientos que hay repartidos con este fin por todo Japón, e, incluso, a través del teléfono móvil (con inscripción previa en un servicio especial). Delirio.
Igual no tanto, ojo. Digamos que el kyōtei no está muy bien visto por la sociedad nipona. Pasta, juegos… cosa de desesperación y yakuza. Apenas se ven mujeres en los estadios de agua, pese a que cada vez hay más chicas compitiendo. Tampoco niños. Clase media trabajadora, hombres de edad avanzada. Los protas de una peli de Takeshi, a medida que Takeshi fue envejeciendo. Ese aire.
Y, sin embargo, ahí sigue. El kyōtei, digo. Cuentan que es entretenimiento popular, que trae ambiente más sano, mayor cercanía que otros entretenimientos nacionales. Que es recuerdo de otras décadas. Espacio para recordar y, si hay suerte, trincarse un dinerillo. Y, al fondo, bólidos que devoran aguas, relojes gigantes y mucha pasión.
No se lo pierdan.