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El otro fútbol

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Fotografía: Cordon Press.

¿Qué es el fútbol? El fútbol es un sábado de febrero a las tres de la tarde, con las luces ya encendidas porque en el descanso es noche cerrada, en un partido de rivalidad de tercera división, después de hacer la visita de rigor al pub y meterse entre pecho y espalda un par de pintas de cerveza para calentarse, en una grada de pie, de cemento gris con olor a patatas fritas y hamburguesas, ondeando las bufandas a un viento gélido del Atlántico que hiela la respiración, la pelota apenas visible en medio de la niebla, un césped encharcado por la lluvia o congelado por el frío, la hinchada cantando a pleno pulmón, un árbitro malo, un cielo tenebroso, pelotazos arriba y abajo sin ton ni son, y un gol en el último minuto. Ni tiquitaca ni tonterías. Eso es el fútbol.

Por mucho que el hooliganismo haya desaparecido casi por completo del fútbol británico, y que los tiempos en que los hinchas destrozaban los trenes especiales (football only) que los devolvían a casa después de los partidos sean parte del recuerdo y las películas en blanco y negro, todo buen aficionado vibra con la rivalidad entre el Arsenal y el Tottenham en Londres, el City y el United en Manchester, el Liverpool y el Everton, el Celtic y el Rangers, o el Newcastle y el Sunderland en el norte de Inglaterra. Pero mucho menos conocidas —aunque no necesariamente menos apasionadas— son las de los dos equipos de Dundee, Sheffield y Bristol, la del Inverness y el Ross County en las Tierras Altas de Escocia, la del Portsmouth y el Southampton, o la del Stoke y el Port Vale.

Aficionados de los Estados Unidos, Escandinavia, Bélgica, Holanda y Alemania visitan todos los fines de semana Stamford Bridge, Old Trafford, Craven Cottage, Anfield, los Emiratos, White Hart Lane y otros estadios míticos de estas islas dentro de un «turismo del fútbol» cada vez más extendido, pero sus incursiones no llegan hasta Prenton Park (Tranmere Rovers), Firhill (Partick Thistle), Gayfield Park (Arbroath, metido prácticamente en el mar del Norte), o Victoria Park (del Ross County, el más septentrional de cualquier equipo de liga del Reino Unido).

Sin embargo, hay argumentos para decir que este, el de los equipos pequeños, es el auténtico fútbol. El de los partidos que no se televisan, y a donde los carruseles deportivos de las emisoras de radio no envían ningún cronista. Donde si el árbitro anula mal un gol o se come un penalti, ni trasciende ni se monta la marimorena.

El de campos donde no se ven los flashes de las cámaras, ni a nadie se le ocurre sacar fotos con los teléfonos móviles, y el capitán del equipo de casa saluda a familiares, amigos y vecinos cuando salta al césped. El de aficionados de verdad. Tan de verdad, que no siguen a su equipo desde el butacón de casa, ni tan siquiera desde el pub, sino que hacen una religión de viajar con él los fines de semana, en autocar, allí donde vaya.

Como los del Plymouth Argyle, que si juegan en Newcastle o alrededores un sábado han de recorrer más de quinientos kilómetros (siete u ocho horas por carretera), igual que los del Carlisle United si les toca desplazarse a Exeter. Y si se trata de un encuentro de copa un martes o miércoles por la noche, tienen que tomarse además el día libre y regresar al trabajo después de toda una noche viajando, y posiblemente después de haber perdido. A eso se le llama tener más moral que el Alcoyano.

Más que un duelo entre dos grandes, el fútbol británico en estado puro es un derbi de Edimburgo entre el Hearts y el Hibernians, un duelo en el este de Londres con acento cockney entre el West Ham y el Millwall (con su contingente de ultras y neonazis), un choque de máxima rivalidad en Lancashire entre el Blackburn y el Burnley, en Sheffield entre el Wednesday y el United, o en las Midlands entre el Aston Villa y el Birmingham, o el West Bromwich Albion y el Wolverhampton Wanderers.

Es ahí donde el fútbol todavía no se ha aburguesado, y las entradas cuestan veinte euros en vez de cien como en el campo del Arsenal. Y aunque muy raramente haya incidentes violentos —o tengan que intervenir los policías a caballo—, saltan las chispas y hay tanta bilis como si fuera un River-Boca, un Fluminense-Flamingo o un Palmeiras-Corinthians.

El Barça de Messi, el Santos de Pelé, el Milan de Van Basten, el Ajax de Cruyff o el Madrid de Di Stefano son las excepciones. Para la inmensa mayoría de hinchas, el fútbol no es arte, ni deleite, ni un placer para los ojos, ni una técnica depurada. Es obsesión y sufrimiento. Sangre, sudor y lágrimas. Viajes interminables, derrotas dolorosas, frío, una lluvia que cala hasta los huesos, descensos de categoría… Pero algo que aún así forma parte de la vida, por lealtad a la tribu, porque por encima de todo es un fenómeno tribal, de pertenencia a un grupo, de identidad.

Los turistas nórdicos y los oligarcas rusos se hacen fotos en Stamford Bridge, pero no llegan a Gayfield Park, la casa del Arbroath y el campo más próximo al mar de toda Europa (las olas golpean los muros que rodean el terreno de juego y han llegado a salpicar a los jugadores). Con capacidad para seis mil espectadores, solo tiene una tribuna cubierta de asiento En invierno, cuando hay fuertes tormentas, muchos partidos se tienen que suspender por la inclemencia del tiempo.

Pero si no es así, el viento hace imposible el control del balón, hasta el punto de que los saques de pie del portero se convierten en córners. Es por ello que no solo los equipos sino también los hinchas cambian deportivamente de lado en el descanso, para que la lluvia —con frecuencia horizontal y helada— castigue a ambos bandos por igual.

El Arbroath no es un equipo de Champions, pero el club (fundado en 1878, actualmente en la tercera división escocesa) puede presumir de la mayor goleada en la historia del fútbol mundial, un palizón de 36-0 en partido de copa que le endosó al Bon Accord de Aberdeen. Su delantero Jockie Petrie metió trece de ellos, un récord que desde entonces nadie ha roto en el balompié británico. El suceso ocurrió el 12 de septiembre de 1885, y ese día los astros debían estar alineados de una manera muy especial, porque el Dundee Harp ganó por 35-0 al Aberdeen Rovers. O eso, o las defensas eran muy malas.

Pero para pillar un buen catarro a pesar de llevar varias capas de abrigo no hace falta una visita al pintoresco Gayfield Park. Uno, en plan masoquista, puede conseguirlo también en Victoria Park, el campo más septentrional del país, en las Tierras Altas de Escocia, hogar del Ross County, a una veintena de kilómetros de Inverness (lo cual hace del Caledonian Thistle su principal enemigo). Es el equipo de la región más remota de Escocia, con más capacidad en sus gradas que habitantes tiene la ciudad de Dingwall.

Un Barça-Madrid o un derbi lombardo entre el Milan y el Inter atrae a aficionados de todo el mundo, pero no muchos han oído hablar del de Dundee, que tiene la peculiaridad de que los estadios de ambos equipos —Dens Park y Tannadyce— están situados a tan solo trescientos metros (la menor distancia entre dos rivales en cualquier lugar del mundo). Es Escocia, pero no tiene nada que ver con los partidos de la Old Firm entre el Celtic y el Rangers, que obligan a sellar las ventanas de las casas y de los pubs de Glasgow con planchas metálicas, se juegan a las doce del mediodía para que los hooligans no lleguen ya borrachos, y aun así muchas veces concluyen en batallas campales y quedan manchados de sangre (ha habido muertos).

El sectarismo y la división entre católicos y protestantes, unionistas y nacionalistas, no oscurece sin embargo el derbi amistoso entre el Dundee y el Dundee United, como se le conoce, porque los hinchas se toman juntos las cervezas antes y después del partido. Y aunque haya una feroz rivalidad, y el deseo ferviente de ganar, no hay la inquina de Glasgow.

Se trata de una ciudad pequeña, de ciento cuarenta mil habitantes, donde los seguidores de unos y otros trabajan en las mismas oficinas y viven en los mismos barrios, y pase lo que pase no se pueden evitar al día siguiente del partido. Así que se lo toman con humor y un considerable nivel de civilización, qué remedio. Incluso apoyan al rival local cuando juega contra un equipo grande como el Celtic, el Rangers o al Aberdeen.

Ambos clubs viven tiempos de vacas gordas, en la Premier League escocesa, pero su historia está llena de altibajos. El Dundee es el más antiguo, fundado en 1893, y ya tenía una liga y una copa en sus vitrinas antes de que naciera en 1909 el que sería su eterno rival, una creación de los inmigrantes de origen irlandés (igual que el Celtic). Aunque carezcan del pedigrí de un Bayern o la Juventus, los dos han jugado semifinales de la Copa de Europa, siendo eliminados por el Milan y el Roma.

No así el Partick Thistle, el tercer equipo de Glasgow, alérgico a las diferencias religiosas de sus rivales Glasgow y Celtic, con un cierto aire intelectual, cuyo cántico más irreverente y más célebre tiene un estribillo que insulta de una tacada al papa y a la reina.  Es un club singular, académico y burgués, cuya afición está compuesta por comerciantes de la elegante Great Western Road, profesores y estudiantes de la cercana universidad, abogados y ejecutivos del lujoso barrio de Kelvingrove. «Hello hello, how do you do, we hate the boys in royal blue, we hate the boys in emerald green, we are the Partick Thistle, so fuck the Pope and fuck the Queen», cantan a grito pelado los seguidores en las tribunas de Firhill, toda una declaración de rebeldía en una ciudad donde unos veneran a la monarquía y otros al Vaticano.

La historia (futbolística y no futbolística) de Glasgow quedó marcada por la llegada en masa de inmigrantes irlandeses en el siglo XIX —la mayoría católicos pero también algunos protestantes—, que fundaron en el East End el Celtic. No fueron bien recibidos, porque los trabajadores ya asentados les acusaron de abaratar la mano de obra y competir con sus familias numerosas por los beneficios sociales y los pisos de subvención oficial (lo mismo que ocurre ahora con los europeos del Este).

Como reacción, los empleados de los astilleros de Govan fundaron el Rangers con una identidad completamente diferente, unionista y leal a la Union Jack. El fútbol se convirtió a la vez en catalizador, correa transmisora y detonante de las tensiones económicas y diferencias políticas y culturales.

Seguir una final del Mundial o de la Champions en televisión está muy bien. Las tribunas con calefacción del Bernabéu o Stamford Bridge son todo un lujo. Los asientos del Allianz Arena de Munich o el Estadio de los Emiratos son más anchos, cómodos y mullidos que los de muchos aviones. Y las bebidas y canapés de la Llotja d’Honor del Camp Nou están a la altura de los mejores hoteles. Pero para fútbol de verdad, el de un día de invierno en Gayfield Park, con temperaturas bajo cero y olas que salpican a los valientes que se atreven a sacar un córner.

One Comment

  1. Celestino

    En uno de esos campos hasta arriba de barro como el de las fotos, me dejé yo mi rodilla y mi carrera futbolística allá por febrero de 1996, Bueno, yo y muchísimos otros. No glorifiquemos el futbol cutre.

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