El 17 de mayo de 2023, a falta de pocos metros para coronar su decimotercer ochomil, el alpinista español Carlos Soria (Ávila, 1939) sufrió un accidente provocado por la caída de un sherpa y se hizo una fractura abierta de tibia y peroné.
Eran las 5:00 de la mañana y se encontraba a una altitud de 7.700 metros. Ante la imposibilidad de que un helicóptero le rescatara en esa zona, se inició entonces una complicada operación de descenso liderada por su gran amigo y compañero de expedición, el geólogo Sito Carcavilla, que duraría diecisiete horas y en la que participarían varios sherpas y hasta un par de alpinistas polacos que estaban tranquilamente desayunando en Katmandú cuando se enteraron del accidente, a punto de volver a sus casas.
Por primera vez en su vida, Carlos Soria era rescatado, con ochenta y cuatro años, en el Dhaulagiri, la séptima cima más alta del planeta, después de setenta años de experiencia en la montaña.
Visto desde ahora, parece increíble que pueda seguir vivo después de lo sucedido, pero está entero y en forma. Entrena a diario y piensa continuar. Se imagina de nuevo en el Dhaulagiri, llegando a la cumbre y diciendo, quizás, algo parecido a lo que dijo cuando coronó el K2 a los 65 años, en plena flor de la vida: «Es increíble. Es un mundo de montañas a mi alrededor».
Lo visito en su casa de la sierra madrileña y me sorprende ver cómo su mujer, Cristina, y una de sus hijas se preocupan de que Carlos no coja frío por salir unos minutos afuera para que le hagan unas fotos en el patio, a él, que ha participado en más de ochenta expediciones y que ha resistido temperaturas extremas sin haber sufrido jamás una mínima congelación. Es como si hablaran de otra persona. «A ver si va a coger frío», me dice Cristina antes de acercarle un anorak.
Nos acomodamos en una estancia llena de libros y de recuerdos y me señala orgulloso un ejemplar del Quijote que encuadernó él mismo cuando apenas era un niño, en el primer empleo que tuvo, un trabajo de encuadernador que consiguió gracias a la suegra de la escritora Carmen Martín Gaite.
Carlos se ríe con ganas cuando le digo que, después de toda la odisea que vivieron en el Dhaulagiri para conseguir bajarle hasta el campo dos, casi le espachurra el helicóptero que le iba a evacuar, y se pone muy serio cuando le pregunto si cree que volverá a Nepal a intentar de nuevo esa cima que se le resiste, su penúltimo ochomil, y es que solo le faltan dos para completar el proyecto de ser la persona de más edad en alcanzar la cumbre de las catorce montañas más altas del planeta, prótesis de rodilla incluida.
Te han rescatado por primera vez en tu vida a los ochenta y cuatro años, cuando estabas a punto de coronar tu penúltimo ochomil, el Dhaulagiri. ¿Qué pasó?
El Dhaulagiri ha sido una desgracia, una desgracia maravillosa y terrible. Es una injusticia, hemos perseguido mucho tiempo esa montaña y, sin embargo, esta última vez nos ha hecho polvo absolutamente. Pudimos perder la vida allí, pero estamos aquí.
Y también ha sido una bonita lección de solidaridad de la gente, de los amigos, de los médicos al llegar a España, de los médicos que me conocían, de los traumatólogos españoles que querían ir a operarme allí mismo, en Katmandú…
Han pasado casi nueve meses y ya estoy empezando a recuperarme. Físicamente estoy prácticamente recuperado, pero quiero recuperarme deportivamente también, y poco a poco lo voy intentando y logrando.
El otro día, cuando celebraste tu 85 cumpleaños en la librería Desnivel, dijiste que aún tenías una herida en la pierna cuya costra no terminaba de caer. Estaba a punto de hacerlo, pero seguía ahí, recordándote a diario lo que te pasó en el Dhaulagiri. ¿Se te ha caído ya?
¡Se ha caído hoy! Mira (se levanta y vuelve con una gasa sobre la que hay una pequeña costra). La tengo guardada. ¿Le quieres hacer una foto? Ha dado mucha guerra un agujero que he tenido ahí y por fin esta mañana, después de entrenar, al irme a duchar, estaba pegada a esta gasita.
Esto, psicológicamente, es un triunfo para ti, ¿verdad?
Sí, lo es. Yo estoy encantado. No le deseo a nadie lo que ha ocurrido, pero verdaderamente estoy encantado de haber vivido esta experiencia tan bestial, de haber salido de ella y de haber visto la solidaridad de mucha gente, de mis amigos, de gente que no me conocía casi… Ha sido muy gratificante haber sido capaces de salir de allí.
Tu compañero de expedición, Sito Carcavilla, ha dicho tras el accidente que le parece increíble tu capacidad de resistencia al dolor y al frío. No te congelaste en diecisiete horas de rescate.
Tuve suerte.
Suerte y resistencia.
No me congelé, no me desangré, no me dio algo por el camino, una embolia o lo que fuera, porque estaba la pierna superhinchada por arriba… En fin, ha sido muy complicado, pero muy gratificante también.
¿Cómo es posible que no pudiera rescatarte un helicóptero en el lugar donde te rompiste la pierna, a 7.700 metros de altitud?
Bueno, eso es muy normal, no todos los helicópteros pueden subir siquiera a seis mil y pico metros. Tienen que tener un permiso especial y tienen que ser helicópteros con unas características especiales.
Existe un helicóptero que logró posarse en la cumbre del Everest, y eso fue un récord. Yo he visto sacar a gente del campo tres, que está a 7.300 metros, pero esta vez, cuando me rompí la pierna, no estaba ni el piloto ni el helicóptero que podía subir hasta donde estábamos.
Pero tú estabas convencido de que sí podrían evacuarte en helicóptero.
Creía que me iban a sacar, como muy tarde, en el campo tres, a 7.300 metros, pero a Sito le dijeron enseguida que tendríamos que bajar más, hasta el campo dos.
Sito siempre lleva en su mochila una cuerda de treinta metros.
Sí, normalmente es una cuerda de treinta metros por si hay un problema durante la subida en una grieta o cualquier otra cosa y hay que utilizarla. Normalmente, se llevan también otras cuerdas, pero en muchos sitios vamos sin cuerda, en sitios donde no hace falta. Hace ya muchos años que él siempre lleva una cuerda de treinta metros, además de sus cosas, y eso que llevamos sherpas con nosotros, pero él quiere llevar una cuerda.
¿Te salvó esa cuerda?
Bueno, me salvaron muchas cosas, y esa cuerda, por supuesto. Fue con la que primero empezaron a descenderme.
¿En algún momento pensaste que tus compañeros tenían que abandonarte y dejarte allí? ¿Pensaste que estaban arriesgando demasiado sus vidas por salvar la tuya?
Sí. Lo que pensaba era que sería terrible si me tuviesen que dejar allí y Sito se quedase conmigo. Yo pensaba: «Pues me suelto de la cuerda o la corto y me tiro para que Sito se baje», porque me parece una locura y ha ocurrido muchas veces que…
Bueno, conozco a gente que en el Everest, por ejemplo, en la parte final, a la bajada… Conocí a dos personas que han hecho eso. Una iba con su pareja y se quedó allí con ella y murieron los dos. Y otro era un guía americano que se había equivocado, iban dos expediciones, hubo un problema muy grande con el tiempo, murió bastante gente y él se quedó con uno de los clientes y también murió allí, hablando con su familia por un teléfono de satélite.
¿Realmente pensaste en hacer algo así?
Pensé que sería terrible que por acompañar a una persona que está prácticamente muerta, se muriera otra. Me parecía horrible, pero enseguida, cuando nos pusimos en marcha, dejé de pensar que me iba a quedar allí.
Una vez que pasamos la parte de las travesías más duras, que aquello fue terrible, con unos dolores fatales, yo creía que, bueno, que íbamos a bajar al campo tres, que allí a lo mejor descansaríamos un poco, que al día siguiente bajaríamos… No sé lo que pensaba. Pensaba muchas cosas, porque fueron muchas horas.
Te tuvieron que atar de las piernas para poder sacarte de allí.
Fue muy complicado. Para sacarme de ahí los dolores fueron… Nadie se lo puede imaginar. Se bajaban las piernas, tiraban de ellas, yo chillaba como un loco, pero era lo que había.
¿Han sido los peores días de tu vida?
Sí, aunque solo fue un día y medio, pero lo de después fue horrible también: el hospital, el viaje, volver… Hubo problemas para volver. Teníamos que esperar allí más tiempo y eso para la operación era terrible, me querían operar allí, que podía ser, porque el médico era bueno, pero el hospital no era tan bueno.
Quería que me operasen Manuel Leyes y María González. Ellos me habían puesto la prótesis en esta rodilla y además son muy amigos míos y sabía que iban a hacer lo que estuviera en sus manos para dejarme lo mejor posible, como todos los médicos, pero me conocían muy bien. Estaban con las maletas hechas para irse a operarme Katmandú. Y el médico de allí quería operarme él, pero yo le decía: «Hombre, no, tal…», y me decía: «Si no te puedes ir de aquí a mañana o pasado…».
Y arreglamos para poder irme, en lugar de hacerlo en un avión medicalizado, sacamos un par de billetes de primera y otro de turista. Sito fue de turista y el otro compañero vino conmigo en primera para que yo pudiera llevar la pierna muy estirada. Pedimos una silla, dijimos que tenía en la pierna dos esguinces muy fuertes y que necesitábamos una silla.
Hay mucha gente a la que llevan en silla al avión, porque es muy mayor. Yo, además de ser mayor, pues tenía un problema, lo que pasa es que lo de ser mayor se me notaba menos que lo de la pierna.
He visto un video de hace 20 años, de cuando llegaste a la cumbre del K2. Era el año 2004 y tenías sesenta y cinco años.
Mi jubilación, sí.
Dijiste entonces: «Parecía que iba a ser imposible, pero estoy aquí». Hoy, después de ese agónico rescate en el Dhaulagiri, puedes decir exactamente lo mismo.
Hombre, ahora puedo decir eso con mucho más motivo. Cuando lo del K2 era más fácil estar aquí. La bajada fue dura, la del K2, porque nos cogió mal tiempo al poco de empezar a bajar de la cumbre. Empezó a nevar un poco. Entonces iba solo, no tenía expedición, iba con un sherpa y bajamos estupendamente.
No paramos en el último campo, porque si seguía el mal tiempo iba a ser muy complicado, y si llegábamos al campo tres, de allí sabíamos que bajábamos, porque ya había cuerdas fijas. Se nos dio muy bien, muy bien, muy bien. Solo, sin una expedición. Había gente allí con expediciones muy importantes, porque era el 50 aniversario de los italianos. También estaba la expedición de Al filo de lo imposible y, sin embargo, ellos tuvieron problemas gordos de congelación.
En esa cumbre del K2 dijiste: «Esto es increíble, es un mundo de montañas».
Sí, hablaba por el walkie con mi compañero, un cámara que estaba abajo.
«Estoy en la cumbre», dijiste. «Esto es increíble, es un mundo de montañas».
A mi alrededor.
Sí, eso dijiste exactamente. «Un mundo de montañas a mi alrededor». Qué frase.
Es que el K2 es una montaña increíble, preciosa. Me encantan las montañas puntiagudas, como el K2 y como otras que hay en los Alpes y en los Pirineos… Y en cualquier sitio. Me encantan las montañas desde que tengo unos de razón casi.
Sí, sueles contar que eres alpinista desde los catorce años. ¿Cómo era tu vida antes de eso?
Nací en el año 39, dos meses antes de que acabara la guerra. Nací en Ávila y luego se vinieron mis padres, porque ya vivían en Madrid. Teníamos una casa miserable, sin agua corriente, con una cocina, un comedor y un dormitorio. Éramos cuatro personas: mi hermana, mi madre, mi padre, y yo.
Era una época sin dinero y con poco trabajo. Mis padres trabajaban los dos. Tengo el recuerdo, fíjate, de que tenía una misión ya desde muy pequeñito, cuando tenía siete u ocho años. Mi madre se iba a trabajar y dejaba el puchero con la comida que fuese en una cocina con carbón de encina encendido, pero lo tapaba con ceniza.
Ella salía una hora después que yo. Yo salía a las doce y tenía la misión de llegar a casa y remover para que saliese el calor bien y le añadía un poco de carbón hasta que venía mi madre. A los once años empecé a trabajar de encuadernador.
¿Por qué de encuadernador?
Pues por una casualidad. Fue por un cliente de mi padre, al que le hacíamos algunas chapuzas, Rafael Sánchez Mazas, el padre de Rafael Sánchez Ferlosio, el escritor. Una vez, en su casa, haciendo unas chapuzas, dijo su mujer: «Pues yo conozco una encuadernación a la que voy a aprender, que a lo mejor allí le admiten de aprendiz». Y me admitieron. A los once años yo salía del barrio de Ventas, subía hasta la plaza de toros, cogía el metro o el tranvía…
¿Tú solo?
Yo solo, con un taleguito con la comida del día, y me iba a la calle de la Palma. De los once a los catorce años.
¿Qué recuerdos tienes de esa época de encuadernador?
Bueno, pues fue mi primer trabajo. Tengo ahí El Quijote encuadernado con… Ese rojo que se ve ahí está encuadernado por mí a esa edad. Tenía un solo jefe, éramos el jefe y yo. Él salía mucho. Yo también. Llevaba libros a algunas librerías, porque nos los habían llevado para encuadernar; empezaba a limpiar los libros para encuadernarlos de nuevo cuando estaban en cartoné para hacerlos en holandesa, con puntas, con piel o como fuera.
Anda, te acuerdas muy bien de todo aquello.
Sí, de muchas cosas. Ahora me presentan a un amigo y a la media hora se me ha olvidado cómo se llamaba. Pero eso no se me ha olvidado, no.
¿Y qué hacías con el dinero que te daban?
Puf, me pagaba el hombre cuando podía. Pues entregárselo a mi madre, ¿qué podía hacer? Yo cogía el tranvía o el metro por la mañana con un billete de ida y vuelta y a mediodía me llevaba el taleguito de comida. Tenía dos horas para comer. En la época de verano, y cuando me parecía, pues cogía el talego y me iba andando hasta el río Manzanares. No está muy lejos andando, pero bueno, era un paseíto. Pero era un niño.
Eras un niño y te ibas al río a comer allí tú solo. ¿Qué pensabas?
No sé, que aquello me gustaba, que era naturaleza. Me atraía la naturaleza desde muy niño. No sé por qué. Con mis padres alguna vez habíamos ido algún domingo con la comida en tranvía desde Ventas a Canillejas, y había allí unos pinos. A mí me gustaba la naturaleza, esa es la realidad.
¿Qué te habría gustado estudiar, si hubieras podido?
A mí lo que más me pesa es no saber inglés.
Ah, claro. El inglés para un campo base va muy bien.
(Risas). Una de las cosas que me pesa es no saber inglés y algún idioma más. He viajado solo muchísimas veces con problemas durante el viaje.
Bueno, después de tanto viaje, seguro que algo de inglés sabrás, ¿no?
Para los que no saben hablar inglés, sí, sé alguna palabra. Con los sherpas puedo hablar un poquito. Con los sherpas que no saben muy bien. Los hay que saben estupendamente hablar inglés. Y, bueno, pues a mí me habría gustado estudiar Medicina.
¿Sí?
Sí, algo así. Me parece que habría sido interesante. Pero en aquella época ni se me pasaba por la cabeza. Tuve una vida muy dura de trabajo. Empecé de tapicero a los catorce años. He cargado con muebles a la espalda desde niño.
¿Cómo te definirías?
Un hombre feliz, absolutamente feliz y encantado de la vida que he tenido, de mi vida miserable, de la que tengo ahora y de la que he pasado, del mundo que he conocido, de cómo he visto cambiar nuestro país, nuestra España. No sabes lo que era aquello en lo años cuarenta. No lo sabes. Era muy miserable y duro. Era otro mundo distinto.
¿Sentías que tu destino estaba escrito?
No, no. En aquella época yo no sentía nada de mi destino. Me busqué la vida muy bien buscaba. Fui tapicero. Mi padre era tapicero. Mi padre era una buenísima persona, un buen trabajador y tal, pero no era muy listo. Mi madre era fantástica. Mi madre valía para todo, era trabajadora.
Iba a trabajar, mantenía la casa… Ahora dicen que las mujeres habéis cambiado mucho. No creas. Toda la vida, y más en esas épocas difíciles, la mujer era la que gobernaba la casa más que nadie.
¿Por qué dices que tu padre no era muy listo?
Hombre, pues porque no lo era. Mi madre lo dominaba totalmente, pero bien, sin problema.
Empiezas a trabajar de tapicero con catorce años. A esa edad, coges y te vas de vacaciones dos semanas a la Pedriza con tu amigo Antonio Riaño. Y ahí la vida cambia: te vas tapicero y vuelves alpinista.
Me fui con una lona que nos habían dejado en el trabajo de tapicero. Con una lona y dos palos. Y los cosí. Y había gente veraneando con tiendas de campaña buenas y a nosotros nos daba vergüenza poner aquella lona entre las tiendas. Estábamos allí, detrás de unas piedras, en la Pedriza, en El Tranco.
Enseguida nos hicimos amigos de alguna gente, al principio de un pastor adventista que nos llevó a un sitio que se llamaba El mirador y nos pareció fantástico. Luego, antes de finalizar las vacaciones, conocimos a un alpinista que pasaba por allí e iba a dormir al refugio de Peñalara, que ha sido luego mi club. Y nos llevó a dormir y llegamos de noche.
Ese sitio es espectacular, donde está el refugio. Lo que se ve. Cuando nos levantamos por la mañana y vimos lo que había alrededor, yo dije: «Esto en mi mundo». Porque allí, en El Tranco, estábamos en el río y el adventista nos había subido hasta El mirador, pero con este alpinista entramos dentro de la Pedriza, en el meollo de la Pedriza, y verdaderamente fue un amanecer fantástico, un mundo increíble. Y veía a la gente que andaba por allí con cuerdas, mochilas. Me entusiasmó. A partir de ahí, pues, fíjate, he subido montañas en todo el mundo. Soy un privilegiado.
Quién le iba a decir a aquel niño que iba a conocer la Antártida, Alaska, el Himalaya en Pakistán y en Nepal, casi todos los Andes, la isla de Papúa para hacer las siete cumbres más altas de los siete continentes, quién le iba a decir que iba a escalar en Canadá, en los Alpes, en Estados Unidos, en hielo… En muchos sitios. Ese niño no se podía esperar que iba a hacer todo eso. Mi vida ha sido maravillosa y lo sigue siendo.
Y luego, mi profesión, que estábamos hablando de ella, enseguida me fui del taller y mi padre también. Hacíamos algunas unas chapuzas en casa y le convencí para meternos en comprar un local, a base de letras y tal, pero ya teníamos clientes de los domingos. Muchos domingos me los pasaba ayudando a mi padre. Mi vida ha sido dura.
¿Eres cascarrabias?
No, no soy cascarrabias, no. No me gusta la gente que no me tiene que gustar, nada más, pero cascarrabias no soy. Tengo genio, eso sí. Un genio, como todo el mundo, normal. Soy una persona feliz. Cristina y yo hemos creado una familia fantástica. Tengo unas hijas… Fíjate que cuando nos vinimos a vivir aquí, en mi jubilación, dos de las hijas vendieron su casa y se vivieron a vivir aquí. Hemos ido a la montaña con ellas desde muy niñas y ahora ellas hacen esquí, hacen escaladas, hacen de todo.
Habrá sido duro cuando eran muy pequeñitas.
Sí, era duro. Hemos ido a los Galayos con dos o tres niñas en autobús. Bueno, la primera vez que fuimos, fue en tren con la pequeña, que tenía cuatro meses. Yo era director de la escuela de montaña de Madrid e iba a hacer un cursillo, y mi mujer, Cristina, se quedó con otra amiga en un pueblo con la pequeña, en Torla.
En el tren la llevábamos en una especie de redecilla que nos había hecho mi suegra. Y luego, ya mayorcitas, cuando todavía no teníamos coche, pues íbamos a Gredos en autobús. Nos llevábamos una cuna. Había una casa en el pueblo de Guisando, donde ellas se quedaban a dormir, yo subía a escalar, bajaba… Y hay gente que dice: «No, ahora con la niña necesitamos un coche con aire acondicionado…». Pero es la vida, la vida cambia.
¿Cuál es el secreto?
Hacer las cosas con pasión, hacer lo que verdaderamente te gusta. Hacer aquello que no lo haces por nada más, solo porque te gusta. También me gustaba mi trabajo, ¿eh? Tenía un taller artesanal. He hecho trabajos para gente importante y, además, maravillosa. Todavía hay clientes que se acuerdan de mí. Cuando me iba a jubilar, los que trabajaban conmigo, sobre todo uno, me decía: «Bueno, te vas a jubilar, pero seguirás aquí taller».
Ya, pero jubilarse es jubilarse, ¿no?
(Se ríe). Tres meses o cuatro antes de jubilarme, ya tenía esta casa y vivía aquí.
Estaba todo planeado.
Claro, claro.
Oye, ¿y eres competitivo?
¿Que si soy competitivo? Sí.
¿Muy competitivo? ¿Ultra competitivo?
Sí, soy muy competitivo. Me gusta la competición, ¿por qué no? Y en buen plan, siempre he sido competitivo. He hecho mucha competición. Corrí los primeros maratones de Madrid, los tres primeros maratones de Madrid. El cuarto no lo corrí, porque el día anterior asesinaron a mi compañero, un compañero de escalada, Antonio Durán. Tenía una sastrería en la avenida San Diego y dos drogadictos entraron a robarle. Él se resistió un poco y le pegaron un tiro. Salió detrás de ellos y cayó en la puerta el día antes del maratón de Madrid.
Luego he competido en esquí de fondo, en carreras por montañas, las primeras carreras por montañas, en esquí de montaña en los Alpes, también he hecho competiciones… Sí, me gusta la competición. Además, en la montaña, hay mucho camelo. Se miente mucho.
¿Qué quieres decir?
Se miente mucho. Cada vez más, con esto de las redes sociales y tal, pero en la competición no se puede mentir. Ahí no hay tu tía, ¿sabes? Puedes decir que has tenido mala suerte, que te has torcido… Yo no es que lo haga por eso, porque a mí me ha gustado entrenar siempre, y para competir tienes que entrenar.
Para sentirme en forma, competía en esquí de fondo, pero sobre todo lo hacía para estar en forma para subir montañas, más que por la propia competición. Eso me mantenía en buena forma, que era lo yo que quería.
Antes éramos pocos y había menos tontos.
Claro.
Esto es una frase tuya, ¿no?
Sí.
Es que ahora hay muchos tontos.
Ahora hay muchos tontos. Llamemos tontos a la gente que va los sitios donde no sabe estar ni se merece estar allí. Hay gente así, pero la mayoría de la gente es maravillosa. La mayoría de la gente que va a la montaña es maravillosa. Hay mucho capullo, como yo digo, que está allí y no sabe comportarse ni con los sherpas ni con la gente, ni disfrutar de todo, que lo que quiere es subir a la cumbre, pero además de subir a la cumbre, hay que vivir aquello con intensidad, desde el pueblo donde están aquellas personas, sus familias…
Son muchos años y, claro, tienes un conocimiento distinto al que hace un deporte solo porque quiere subir una montaña alta y se acabó. Lo mío ha sido una pasión por la montaña, desde las montañas más pequeñas a las montañas más grandes, y claro, he vivido muchas cosas. Me conocen en muchos sitios de Nepal.
Es muy agradable cuando llegas a un sitio y te dan un abrazo y saben quién eres, en lugar de que se den la vuelta o te miren de mala cara y digan: «Ya está este imbécil aquí». Pues todo lo contrario. Eso te da idea de que has ido dejando una buena huella en tu camino, y eso es muy agradable, como me ha pasado ahora con mi accidente. He dejado buena huella con los sherpas, con los alpinistas, con todo el mundo.
Incluso al sherpa que se cayó, el que provocó (involuntariamente, por supuesto) el accidente que tuviste en el Dhaulagiri, se le dio la máxima propina al finalizar.
Sí, se llevó su propina, la que se tenía que a llevar, y no hubo ningún problema. El chaval estuvo ayudando allí lo que podía. Los sherpas que venían estaban destrozados, supercansados, porque habían hecho mucho trabajo antes. Y luego hicieron esa bajada tan dura sin comer, sin dormir, con frío…
Gracias a eso, de mi buena huella y de que siempre me he portado muy bien con todo el mundo, pues todo el mundo se ha portado muy bien, como es lo lógico, pero he visto a algunas personas tratar muy mal a los sherpas, como siervos. Para nosotros los sherpas eran compañeros: entraban al comedor, se sentaban con nosotros a tomar café… Era una amistad de años con algunos de ellos.
La mayoría de los sherpas que hay por allí me conocen, porque si no han estado conmigo, han estado en alguna expedición al lado y nos conocen y saben quiénes somos y cómo somos.
En las primeras expediciones, en el Cáucaso y en el McKinley, en Alaska, íbamos como olímpicos, llevábamos la chaqueta azul y tal… Pues yo siempre he sentido que representaba a mi país, no por lo deportivo, sino por el comportamiento. Siempre he querido que se lleven un buen recuerdo de los españoles y de mí mismo. Eso siempre me ha importado.
¿Hay racismo entonces con los sherpas?
Poco, en general, poco. Además, los sherpas han evolucionado mucho en la técnica y en su manera de vivir. Antes todos vivían en los pueblos y cuando los contrataban para alguna expedición iban a Katmandú. Luego, cuando esto se ha hecho un poco más masivo, pues se han ido a vivir a Katmandú y eso a algunos sherpas no les ha sentado bien, porque beben y tal, y ha habido momentos… Pero los que son listos sí saben estar.
Entonces, lo de los sherpas que bebían mucho, ¿es un mito o es verdad?
Sí, han tenido una época que bebían mucho. Ahora la mayoría son muy inteligentes y muy emprendedores. Y luego, pues hay de todo, pero sí que bebían, sí.
Eres memoria viva del alpinismo español.
Bueno, soy conocido.
¿Cómo ha evolucionado el alpinismo español?
Como el resto del deporte. El resto del deporte también ha evolucionado. Ahora mismo hay unos deportistas… Las mujeres, por ejemplo. ¿Qué es lo que no ha evolucionado? Todo ha evolucionado, y el deporte ha evolucionado muchísimo en España.
La primera vez que fuimos a los Alpes, pues te sentías allí un pobrecito. Habías ido en tren y tal… Estaban los guías de Chamonix, los grandes alpinistas, y España estaba en mantillas. Quizá en el País Vasco había más alpinismo que en el resto de España. En Madrid, también, pero muy poco.
Ahora mismo hay unos excepcionales profesionales españoles del alpinismo que antes ni soñábamos que podría haber, y trabajan en los Alpes y trabajan aquí y son unos grandes deportistas y unos grandes emprendedores también.
¿Cuáles han sido tus referentes en el alpinismo?
Ha sido un referente muy grande, Ricardo Cassin. He coincidido con él en algunos sitios, ya muy mayor él. Incluso vino aquí a España una vez que le invitamos a una reunión de escaladores veteranos, y recuerdo que yo le presenté. Estábamos comiendo en el club en Navacerrada y como le quería tanto y le admiraba tanto, me salió un discurso sobre él impresionante, y todos me dijeron «¿Cómo no hemos grabado esto?».
Luego he coincidido con él en su tierra, en Lecco, corriendo el rally de Lecco, que era una especie de carrera de montaña, en aquellas montañas suyas. Otra cosa que también me gustó mucho de él es que era una persona con familia y con trabajo.
Como tú.
Hay alpinistas profesionales muy duros y tal, pero que no tienen ni familia ni trabajo. Esa es la realidad. Y está bien, pero a mí eso me gusta, que haya gente que sepa combinar las dos cosas.
Y luego Messner me parece lo mejor que ha habido en el alpinismo, con mucho. Ha revolucionado todo, absolutamente. Un tío fantástico, inteligente, buen deportista. Ha demostrado todo lo que había que demostrar. En la escalada, él fue el primero que empezó a hablar de más dificultad, del séptimo grado.
Le conocí el año que el hombre pisó la luna, en el 69. Coincidí con él en la Escuela Nacional de Esquí de Montaña. Estábamos algunos alpinistas de varios países y estaba Messner. Y Messner era la figura ya. Un fuera de serie, totalmente. Ha escrito cantidad de libros, ha creado unos museos sobre la montaña… Es un genio.
El único que ha subido solo a una montaña de ocho mil metros sin ninguna ayuda fue él, en el año 80. Al Everest subió solo, además en monzón, estando en el campo base una novia que tenía, el oficial de enlace y no sé si un cocinero. Solo. Y eso sí es real.
Ahora que mencionas a Messner, ¿estás de acuerdo con las afirmaciones que ha hecho sobre la turistificación del alpinismo? ¿Consideras, como él, que subir un ochomil, como el Everest, actualmente es turismo?
No es él quien más lo dice. Él lo puede decir. Verdaderamente, hay un alpinismo de paseo. Bueno, el Everest nunca es de paseo, porque a nadie le suben a caballo, pero a mí lo que me parece que es muy feo y muy peligroso son esas colas que se montan en el Everest. Son feas y peligrosas, pero no van a acabar con las montañas ni van a afectar al cambio climático.
Si todos los problemas que tenemos de clima y de suciedad fueran lo que ocurre en el Everest una vez al año, podríamos estar felices. Lo que ocurre en el mar todos los días verdaderamente es espantoso. Todo va al mar, toda nuestra porquería va al mar; un día nos va a dar un susto.
Yo no defiendo eso, pero porque en una cadena de montañas de 2.400 kilómetros de largo por 400 de ancho, con cientos de montañas, catorce de ellas de ocho mil metros, pero muchas de siete mil, de seis mil, que suba mucha gente un día o que estén un mes al año allí, eso no cambia el clima.
Lo que cambia el clima es nuestro cubo de la basura, nuestra manera de vivir, el salir en coche, que yo procuro no ir a Madrid ni a tiros, vamos, no me apetece nada. Y todo lo que estamos haciendo, pero sobre todo el mar, a mí el mar me da miedo. El mar tiene que ver mucho con toda nuestra vida y lo estamos tratando muy mal. Rodríguez de la Fuente ya lo decía hace años, que debería haber depuradoras en todas las entradas al mar, pero no las hay.
Entonces, ¿tú pondrías límites a la cantidad de personas que pueden subir al Everest en esos días determinados? ¿Qué se puede hacer? Porque, efectivamente, cualquier día podría ocurrir una tragedia, con tanta gente al mismo tiempo allí.
Ya, pero eso lo eligen ellos. Ahora hay muy buenas informaciones meteorológicas, pero un cambio brusco de tiempo en esas circunstancias puede organizar una masacre. Pero no lo digo porque toda esa gente se pueda morir: que cada uno se muera como quiera. Si uno no es tonto, sabe a lo que se está exponiendo, y no creo que sean tontos todos.
A mí me parece una barbaridad, pero Nepal no puede quitarse el turismo de montaña de encima, porque es de lo que come muchísima gente allí, muchísima. Hombre, lo podría regular un poco más. Nosotros también tendríamos que haber tenido un poquito de cuidado con nuestras costas y no lo hemos tenido nunca. Y lo hemos hecho para que viniesen aquí los ingleses. Hemos destrozado cantidad de costas. Se nos ha olvidado, pero lo hacíamos por el turismo.
Y lo seguimos haciendo.
Y a Nepal… Claro, es muy fácil decir: «Esto no lo pueden permitir». Lo que no pueden permitir es que haya una cola tan grande y que haya suciedad, y eso es bien fácil de arreglar, pero son corruptos. Los gobernantes, casi todos, son corruptos. Que me perdonen, no todos, pero digamos que muchos son corruptos.
Allí, en las primeras expediciones, solo permitían una expedición por ruta. Hoy día eso sería poco dinero para ellos. Y era duro. Además, llevábamos un oficial de enlace, que era un militar o un miembro del Ministerio de Turismo, y era el que acompañaba a la expedición y decía: «De aquí no se mueve nadie hasta que esto no se quede limpio».
Pues se podría hacer lo mismo. Y ahora más, porque ahora la gente se gasta muchísimo dinero: los que van al Everest pagan lo que les pidan. Les piden un poco más de dinero y tienen un equipo allí enorme para recoger, ya que ellos no lo recogen, y se les podría obligar con un oficial de enlace que fuera allí.
Ahora le pagamos al oficial de enlace el equipo, el sueldo y todo, pero no va. Pues eso, tener aquello limpio se solucionaría muy fácilmente. Y ya te digo, esa masa que va… Todos nos gastamos mucho dinero en el Himalaya, pero esa masa mucho más. Si a cada uno de esos que se van al Everest le pides diez mil euros más, lo pagan sin problemas. Y con diez mil euros se puede hacer una limpieza que no te puedes imaginar, entre sherpas, ayudantes y demás.
Además, se podría decir que cada día, en lugar de subir… Claro, es que luego hay muy pocos días para subir, pero, por ejemplo, que solo puedan subir cien personas o cincuenta, no sé, algo se podría hacer.
¿Cómo es la vida en el campo base? He leído en algún sitio que puede llegar a ser aburrida.
No. Creo que no, porque normalmente hablas con mucha gente. No sé inglés. A mí viene mucha gente a visitarme y tengo que hablar a través de un compañero. Es horrible. Luego te entrenas, tienes la vida con los sherpas, con los cocineros… Sabes a lo que vas.
Luego hay gente que dice: «Ay, yo quiero subir un ochomil», y va y no tiene ni puta idea. O hay personas que tenían mucha ilusión y llegan a un campo base, empiezan a pasar días de mal tiempo y empiezan a mirar para todas partes y a decir que la comida es una mierda, que hace muy mal tiempo… No saben dónde van.
Pero si no, pues entrenas. Cuando no puedo subir a la montaña, pues entreno o me voy a buscar piedras con mi amigo Sito, que es geólogo y va, por ejemplo, a medir la temperatura de algunas piedras a distintas alturas para ver cómo funciona el glaciar.
He tenido también la suerte de salir con los mejores geólogos, con él, con Jerónimo López, con los mejores geográficos, con Pedro Nicolás, con Eduardo Martínez de Pisón y con el mejor botánico, Salvador Rivas. He hecho muchísima montaña con él. Y aquel niño que solo sabía subirse a las piedras, pues ha aprendido muchas cosas con ellos.
No quiero irme todavía del campo base, Carlos. Dijo Messner en una entrevista que el 90% de los que suben al Everest están dopados. Dijo que si un médico fuera al campo base y pudiera hacer pruebas, comprobaría que el 90% están dopados. No hablamos del uso de oxígeno, claro.
No lo sé. A mí me daría mucho miedo hacer eso.
Pero… ¿Esto que dice Messner es verdad?
Yo creo que no. En mi expedición y con la gente que tengo alrededor, no. Los demás no lo sé, no los he examinado.
¿Nunca has visto nada? Es que me chocó tanto cuando lo leí… El 90 %.
Te contaré una cosa. A mí un médico aquí, en España, me dijo que la viagra era buenísima para la altitud. Dije: «Joer, pues me voy a llevar yo unas pastillas», y me las llevé, creo que fue al Makalu, pero no me atreví a tomármelas. Primero, porque no lo necesitaba, no me encontraba mal…
(Risas) ¿Cómo va a ser bueno tomarte unas viagras mientras escalas un ochomil?
No, pues por la sangre, por no sé qué. Puede que tenga que ver algo con la altitud. No tengo ni idea, pero me lo dijo un médico deportivo. Me dio miedo, me pareció que me podría pasar algo.
Tú no bebes ni fumas.
No.
Llevas una vida absolutamente saludable.
Sí, procuro vivir lo más sano posible. Como muy sano, hago unos desayunos… Me cuido con el ejercicio y con la comida. Hago unos desayunos que te puedes morir.
Y entrenas todos los días.
Siempre entreno. Hombre, hay días en los que, por cualquier cosa, no puedes entrenar y entonces hago un poquito de rodillo en bicicleta o lo que sea, pero entreno todos los días. Ahora estoy entrenando cada vez un poquito más, conforme a cómo me va esto, pero me está costando, porque tengo ochenta y cinco años, y eso, pues la verdad es que tiene su peso también. Este accidente me ha pasado a los ochenta y cuatro años. Que no me ha pasado a los cuarenta, vamos.
Estamos acostumbrados a asociar expresiones como «estar en la flor de la vida» con la juventud, con los veinte, con los treinta años… ¿Qué significa para ti esa expresión? ¿A dónde te lleva «la flor de la vida»?
Pues mira, mi mejor ochomil, del que me siento como alpinista más contento, es el Makalu. Lo subí a los sesenta y nueve años sin oxígeno.
Y sin viagras.
Y como una bala, con un solo sherpa, con Dawa, uno de los dueños de Seven Summit Treks, que estaba en el campo base cuando ha ocurrido mi accidente. Él y yo solos, pasando a gente que iban con oxígeno, amigos míos de otros países.
Durmió con nosotros un alpinista muy famoso, que no quiero decir el nombre, en el último campamento. Él también iba sin oxígeno, pero se nos quedó atrás. Y yo tenía sesenta y nueve años. Hicimos la cumbre, bajamos… ¿La mejor época? ¿La flor de la vida? Pues yo creo que los cincuenta y tantos años o así. A esa edad hice ese recorrido en bicicleta, cruzar de Pakistán a China.
Madre mía.
Subí al pico de 7.500 metros y bajé al campo base. Ahí tenía cincuenta y tres años.
Un chaval.
Y no sabía idiomas (se ríe). Por China, con una carta que me dio el oficial de enlace. Me dejaron dormir en una fábrica de cemento cuando iba hacia Kasgar por la Ruta de la Seda. Dormí en la fábrica de cemento unas horas, seguí con la bicicleta…
Y esto, Carlos, siendo de origen humilde, ¿cómo lo has podido hacer? ¿El taller lo dejabas y te ibas de aventura?
Eso fue durante unas vacaciones, pero vamos, al principio, la mayoría de los ochomiles los he hecho después de los sesenta años. Al principio, donde iba era a Pakistán, porque en Pakistán se escala en verano y podía hacerlo coincidir más o menos con las vacaciones. Y se quedaba Cristina en el taller. Por entonces mi padre vivía y también me echaba allí una mano, como es lógico.
Yo, por ejemplo, entraba al taller las ocho de la mañana. Sabía que había nieve en la sierra cuando hacia esquí de fondo y a las doce de la mañana cogía un bocadillo, un yogur y los esquís. Me subía al Puerto de Navacerrada, hacía veinte kilómetros y a las cuatro de la tarde estaba de vuelta en el taller y me quedaba allí hasta las ocho o hasta las diez o hasta la hora que fuera.
Bueno, lo típico. Dejas la oficina un momento para esquiar veinte kilómetros y vuelves como nuevo. Es que es tremendo.
Si quieres, puedes, ¿comprendes? Hay que querer y te tiene que gustar lo que haces.
Lo que pasa es que tienes que tener una pasión descomunal por algo, y eso no siempre se tiene, no siempre se tiene una pasión tan grande por algo. Eso es una suerte.
Claro, pero es que a mí la montaña y el alpinismo me han dado mucho. No he tenido una educación, porque dejé el colegio. Mi educación ha sido la vida, mi trabajo y el contacto con la gente. La montaña y el alpinismo me lo han dado todo. He querido sentirme a gusto, hacer cosas que me gustaban mucho y hacerlas bien.
¿Cómo es la noche colgado en la ladera de un ochomil?
¿La noche?
Sí, la noche allí arriba, tan alto ¿Cómo le explicas eso a alguien que nunca ha tenido esa experiencia?
Ahora hay unas linternas fantásticas (risas). La noche es oscura. A mí lo que me atrae son los primeros momentos de los amaneceres. Los amaneceres, estando en altura. Cuando se empieza a ver una raya en el horizonte, cuando las cumbres más bajas empiezan a tener un poco de sol y el fondo está oscuro. Eso me parece fantástico. El amanecer.
Siempre me preguntan sobre el llegar a la cumbre. Pues sí, cuando llego a la cumbre, lo que quiero es largarme de allí antes posible. Es una gran satisfacción, unas fotos y para abajo, porque queda mucho, lo más duro y lo más complicado.
¿No has sentido miedo de estar solo, del aislamiento o de la completa oscuridad?
No, totalmente solo no he hecho cosas. Siempre me he ido con compañeros al Himalaya. Con algún sherpa o con compañeros. No, no he sentido miedo de la oscuridad ni nada de eso. De niño sí tenía miedo a la oscuridad.
Recuerdo que había un patio para llegar a mi casa y que desde la puerta llamaba a mi madre, porque tenía que pasar por un sitio que estaba oscuro. Era muy pequeño, pero luego fue al revés. Luego, cuando empecé a escalar, ya venía y a ellos no les gustaba que… A mi madre yo creo que sí que le gustaba que escalara, lo que pasa es que no me podía decir que le gustaba, pero seguro que le gustaba.
¿Tus padres vivieron para ver cómo coronabas alguna gran montaña?
Sí, sí.
¿Y qué te decían?
Mi padre murió estando yo en un ochomil.
¿En serio?
Sí. Mientras yo estaba de expedición murió mi padre. Tenía un poco de alzhéimer y tuvo un bajón enorme. Yo estaba en Pakistán cuando murió mi padre.
¿Y te pudieron avisar?
Sí, claro. Como me podían avisar, pero vamos, estaba muy lejos. Con mi madre no, mi madre, como te he dicho, era una mujer muy fuerte. Mi madre tenía noventa años y yo iba a todas las mañanas a verla. Ella vivía sola cuando murió mi padre, pero estaba muy cerca de mi taller. Por las mañanas iba a desayunar a casa de mi madre con el perro. Y esa era la mayor alegría que podía tener mi madre en el día.
Me preparaba unos bollos que hacía con harina integral y con nueces y con cosas. Su pasión, toda la vida, era que comiéramos. Habíamos pasado mucha hambre. Que comiéramos. Le duró hasta cuando tenía noventa años: «Estás muy delgado, tienes que comer, tienes que comer». Eso lo tenía metido en la cabeza. Ella vivía en un tercer piso sin ascensor. Y a los noventa años, si yo me descuidaba, ella misma se iba a por carbón para su cocina, que era de carbón.
Vaya, pues eso de tener noventa años y vivir en un tercero sin ascensor e irte a por carbón sin ninguna pereza… Eso también es hacer un ochomil, ¿no? A menos, el espíritu del ochomil está ahí, sin duda.
Ella iba a la compra, subía… Íbamos muchos días a comer a mediodía, incluso las hijas también alguna vez, que venían del colegio. Para ella eso era su única vida: vernos comer.
Bueno, pues un día llegué, llamé al timbre y no me contestó. Llamé a una vecina, me abrió, subí y vi que la puerta estaba entreabierta. Mi madre se había caído, se había roto la cadera y se había arrastrado por el suelo hasta llegar a la bombona de butano para desenchufarla. Y luego se arrastró hasta la puerta y la abrió un poco, como pudo, para que yo pudiera entrar. Me la encontré en el suelo. Se podía haber muerto aquella noche, pero no se murió.
Bueno, pues está claro de dónde has sacado tú esa fuerza y esa capacidad de resistencia.
De mi madre. Tengo mucho de ella.
Háblame de esos sueños raros con montañas que estás teniendo.
Sueño con montañas, sí, con sitios en los que estoy… No intentando escalar, sino intentando llegar a un sitio. Como no me despierte en el momento y recuerde un poco, no me acuerdo bien, pero no son sueños muy agradables. Cada vez menos.
¿Son pesadillas?
Yo creo que no. Son cosas con las que estoy ahí luchando, con algo que no puedo conseguir.
Es que lo que te ha pasado en el Dhaulagiri ha sido una experiencia brutal. ¿Tú has ido alguna vez al psicólogo?
No, nunca. ¿Crees que debería ir?
Qué va, yo no lo sé. A veces vivimos situaciones traumáticas… Hay quien lo necesita y hay quien no lo necesita.
Creo que no. Yo me siento orgulloso ahora de lo que me ha pasado, de haber vivido eso. Es verdad, es real. No quiero borrarlo, no creo que aquello haya sido un horror, no. Ha sido magnífico. Salir de allí, ver la solidaridad de la gente, conseguirlo, llegar al hospital, llegar a España, llegar al aeropuerto… Han sido unas experiencias salvajes, como nunca.
Bueno, salvaje lo del helicóptero que finalmente te sacó de allí, que casi te espachurra. Lo que costó aparcarlo, ¿no?
(Se ríe a carcajadas) Simone Moro, el piloto, es un tío majete. Buen alpinista también. Allí donde paramos a descansar unas horas en el campo dos alto, nos había dicho: «No, de allí yo saco a Carlos». Llegó allí y tararí. Me iba a sacar con una cuerda, pero hacía falta un permiso. Él no lo había hecho nunca y no se atrevió, y dijo: «Para sacarle tenéis que desmontar la tienda, llevar a Carlos a otro lado y aterrizar en ese trocito que hay». Y bajamos trescientos metros más para que me recogiera, pero bueno, no pasó nada.
¿Tú qué llevas en la mochila siempre?
Últimamente lo menos posible, pero lo absolutamente necesario. Guantes siempre llevo cantidad, porque se pueden perder. Tengo todos los dedos, he hecho más de ochenta expediciones entre el Himalaya y los Andes y otros sitios y no he tenido una congelación, llevo medias y cosas de repuesto y lo que es necesario.
Sito dijo el otro día en la librería Desnivel que, después de lo que os ha pasado, al Dhaulagiri no volvéis, pero tú lo dejas ahí en el aire, ¿no?
Sí, yo lo dejo ahí. Yo sí iría al Dhaulagiri o a otra montaña, pero, en primer lugar, solamente si estoy en perfectas condiciones y, en segundo lugar, si encontramos un buen patrocinador al que le interese este proyecto mío. Yo quiero estar en condiciones, aunque no vaya al Dhaulagiri, pero puedo ir a otra montaña.
¿Cuál es la otra montaña que te queda para completar tu reto de los catorce ochomiles, además del Dhaulagiri?
El Shisha Pangma, pero esa me da igual. Esa tiene dos cumbres y ya he hecho una. La que he hecho no es la que computa para los catorce ochomiles, pero a mí eso me da igual. Tiene dos cumbres y hay una diferencia entre una y otra de veinte metros. La cumbre que no he hecho es un poco más peligrosa, un poco más larga, pero no me importa tanto. En el Dhaulagiri he estado más alto que en el Shisha Pangma y quiero subir a la cumbre.
A base de mucha preparación, ¿no?
Preparación, hombre, y que tiene que responder mi organismo, que tengo ochenta y cinco años, no lo olvido. Este año estaba verdaderamente fuerte. No era lógico cómo estaba de fuerte, que fuéramos delante de todo el mundo, que había un chaval pakistaní de 26 ó 27 años que estaba haciendo los catorce ochomiles y que quería ir con nosotros y no podía.
¿Tú has visto al Yeti?
(Muy serio) Yo no.
¿Sabes que Messner lo estuvo buscando?
Yo creo que eso es un mono grande que ha habido en algún tiempo y nada más.
Un mono grande o algo así.
Algunos de nuestros hermanos monos.
¿A qué suena la cima, Carlos?
La cima suena a éxito. A cumplir un objetivo. Es muy bonito cumplir un objetivo cuando lo tienes. La mayoría de las veces no me pasa lo que me pasó en el Makalu, que es mi cima más alta sin oxígeno y era la primera vez que iba.
Al Anapurna, que es más bajo, he tenido que ir tres veces, lo he pasado mal… Para mí, el Himalaya (y todo el deporte) no solamente es conseguir la cima. Si solo fuese una cima sin todo lo que la rodea, sin la cantidad de cosas que hemos hecho, ayudar a un colegio, o al lama al que le regalamos una radio.
¿Le regalaste una radio a un lama?
Y otra vez que estuve le regalé mis placas solares y se las montamos en un sitio donde él hacía sus meditaciones.
Las cimas están muy bien y, está claro, yo voy a subir a la cima, y verdaderamente es una gran alegría, sobre todo cuando has bajado. Mientras tanto, tengo la tensión de estar alerta, porque estás más cansado y puede haber un accidente y hay que tener cuidado. El Kanchenjunga, una montaña a la que fui dos veces.
La primera vez murieron cinco personas. La subimos todo el grupo nuestro. Fue una gran alegría subir a la cumbre. La subimos con muy buen día. El Anapurna fue una montaña dura y peligrosa. Es tan peligrosa, fíjate, que sabes que tienes que pasar por un sitio en el que pueden caer avalanchas.
Además, las avalanchas de nieve reciente, pues bueno, pero estas son de serac, que están más altos y que van cayendo poco a poco, porque los glaciares son ríos que se mueven, van descendiendo y alguna vez, pues cae algo.
Cuando estás viviendo en el campo base y hay noticias sobre que va a haber una época buena, cuatro, cinco o seis día seguidos de buen tiempo, te entra al nervio y empieza a haber ahí una cosa en el estómago… En el Anapurna me pasó una cosa que hacía mucho tiempo que no me pasaba, que tuve síndrome de Ménière.
¿Y ese síndrome?
Me daban unos mareos terribles al perder parte del oído. Luego el médico me dijo que no sabía cómo se me había pasado, pero se me pasó, quizá porque perdí buena parte del oído izquierdo y un poco de… Bueno, ahora ya casi no oigo. Dos noches antes de irnos hacia la cumbre del Anapurna, me dieron unos mareos.
El médico que me trató lo del síndrome me decía: «Cuando te pones nervioso…». Me dijo: «Yo tengo un paciente que es camionero y tiene letras todavía pendientes y cada vez que le viene una letra le vuelve el síndrome». No se me olvida eso (se ríe). Creo que esa tensión que hay cuando ya vas a ir a la cumbre, sobre todo una cumbre como la del Anapurna, que tiene la fama de que te puede caer una avalancha, que a mí me han caído, desde luego, y a compañeros, pues influyó.
Entonces, antes de decirle nada a los compañeros, me fui a andar, me subí cerca del campo base a una arista por allí para ver cómo estaba y vi que me encontraba bien. En aquella época teníamos de patrocinador al BBVA y se lo dije al médico. Teníamos médico con la expedición. Se lo dije y me dio alguna pastilla.
¿Y bien? ¿Se te pasó?
Sí, sí. Me dio lo que me daban cuando se me estaba quitando el síndrome de Ménière. Aquello fue una cosa aisladísima que hacía mucho que no me pasaba.
Esto es delicado, pero te lo quería preguntar. Eso que dicen que en la ruta normal del Everest hay cadáveres, ¿es verdad?
Sí, había un cadáver al que llaman el de las botas verdes que ha estado mucho tiempo ahí. Yo también, subiendo al Everest, vi a la chica… Cuando esa tragedia que te he contado en la que murió uno de los guías por quedarse con el cliente, pues también una chica murió en el campo.
Alguno murió en el campo base y se quedó allí, y vi un par de cadáveres aquella vez, cuando subí al Everest, en el último campamento, pero tampoco se notaba mucho. Lo de la chica, había ido yo a buscar un sitio para hacer pis y vi su cadáver por casualidad, detrás de una piedra, pero no, no he visto muchos cadáveres, solo en esos casos.
Sé que ha muerto gente estando yo allí. El año anterior a nosotros, un amigo se murió bajando el Dhaulagiri. Un cabezón que no era fuerte, además, y que obligó al sherpa a ir. Se murió, pero no le vimos. No sé si lo bajaron en helicóptero, creo que sí.
Parece que hay personas que pierden la cabeza por hacer la cumbre.
Sí, hay personas que se les va la cabeza. Había un filósofo que decía cosas como «el final está en la cumbre», pero yo decía «esto para la montaña no vale, macho». En la montaña, el final no está en la cumbre, el final está en tu casa, y a ser posible entero.
Y después de la muerte, ¿qué?
¿Después de la muerte?
¿Qué hay?
Se acabó todo, yo creo.
¿Huesos?
Huesos, sí. Desapareces de este mundo. No sabemos lo que hay después de la muerte. Yo creo que no hay nada. Yo no soy muy creyente. Alguien el otro día, en la presentación de la librería Desnivel, me preguntó si había visto a Dios en la montaña y le dije «pues no, no lo he visto». ¿Estabas tú en Desnivel, verdad? Lo dije bien, sin ofender a nadie, ¿no?
Claro. Fuiste muy respetuoso. Si no has visto a Dios, pues no has visto a Dios. Ni a Dios ni al Yeti. Me pareció una pregunta interesante y fuiste muy respetuoso en tu respuesta.
Le dije: «Hombre, lo de Dios, si está en todas partes… Si estuviera en algunos sitios, no podría permitir lo que está pasando en el mundo». Eso le dije. Y, sin embargo, luego en un comentario dije algo así como «gracias a Dios».
Risas. Cosas del lenguaje.
¿Ves? Es como costumbre. No soy creyente. Ahora mismo, con los conocimientos que hay, creer en Adán y Eva y en que Dios hizo el universo en siete días y tal… Es que es verdaderamente ridículo. Parece mentira la fuerza que puede tener la religión. Si está clarísimo desde cuándo existe el Homo sapiens. Si hay alguna religión un poco más normal, yo creo que es la budista, que es un poco esotérica, pero no quiere riquezas ni cosas parecidas.
Hablando de riquezas, ¿qué es el dinero para ti?
Hombre, el dinero es una cosa necesaria para vivir, pero te lo tienes que ganar decentemente, y eso es lo que he hecho toda mi vida, ganarme el dinero. Primero muy poquito y luego nunca mucho, nunca mucho, pero bueno, he tenido suerte en la vida, no cabe duda.
¿Qué le dirías hoy a aquel Carlos de catorce años que se fue a escalar a la Pedriza?
Que siguiese con su vida, pero que procurase formarse un poco más. Hombre, he intentado… Hice unos cursos de decoración por mi profesión y he intentado hacer lo posible, pero eso, pues lo noto. Y luego, la universidad de la vida y del mundo me ha enseñado muchísimo, eso es cierto, pero me da mucha pena no haber sido capaz de aprender inglés, por lo que me he perdido.
Eso puedes hacerlo ahora.
Sí, tengo yo ahora la cabeza para aprender inglés (se ríe). Y, además, tengo muchas entrevistas, no tengo tiempo.
Entonces, recopilando, has cumplido ochenta y cinco años y estás prácticamente recuperado del accidente. ¿Te estás preparando entonces para continuar con tu reto?
Sí (tajante). Yo me estoy preparando para continuar, seguro.
¿Seguimos con el reto?
Es lo que quiero, vamos. No quiero quedarme ahí en plan: «Bueno, ahora ya es lógico, se ha acabado…» No, yo quiero seguir viviendo lo mejor posible, y para mí lo mejor posible es estar un poco en forma. De cabeza y de cuerpo. Y lo voy a intentar. Lo estoy intentando con toda la ganas del mundo.
Te imaginas entonces en Nepal otra vez.
Sí, sí, sí. Casi seguro que voy a ir a Nepal. Casi seguro. Porque hay dos cosas: hace cincuenta años que se hizo el primer ochomil y quieren que vaya. Igual voy. A mí me interesa más irme al Dhaulagiri si estoy en buenas condiciones.
Es muy fácil que vuelva a Nepal o a Pakistán a subir una un poco más baja… Ya veremos, porque si tampoco se niega totalmente Sito… Luis, el cámara, no se niega, ese está loco por volver. Ahora bien, solo si tenemos un buen patrocinador.
Para terminar, ¿algún mensaje que quieras dar?
Que tengamos sentido común, que es muy importante. Que solamente pensemos un poco lo que es lógico hacer y lo que no es lógico hacer. Que dejemos una buena huella de nuestra vida, porque merece la pena sentirse muy bien de cómo has vivido y cómo te has comportado con el resto de la gente.
No hacer putadas a nadie, no engañar a nadie y vivir, pues como se debe vivir, dentro de unos límites lógicos. No hace falta amontonar dinero, y si amontonas dinero y tienes una gran empresa, pon unos sueldos como Dios manda. No oprimas a la gente para tener más. Sé buena gente. Si puedes, ten una familia, que es muy bonito.
Si no puedes, pues te divorcias y haces lo que sea, pero si puedes, ten una familia, porque es una maravilla. Y, aunque te divorcies, sigue teniendo tu familia. La familia y los buenos amigos son importantes. Y no seas egoísta nunca. Podríamos decir muchas más cosas.
Carlos, eres un referente y un ejemplo. No pares que aún te queda mucha «cuerda»
Eres admirable por ser como eres y no solo por tus logros, que también.
Nos conocimos de jóvenes en Picos de Europa, aunque yo soy del 49 coincidimos en el monte, también en el rescate de Lastra y Arrabal. Yo también era de la ENAM.
Una gran lección y un ejemplo de Humanidad, Profesionalidad y Capacidad de Superación. Chapó Carlos
Fantástico hombre y persona, además de un gran alpinista. Todo mi respeto y consideración. De otro montañero y alpinista…!!
Es muy fácil definir a Carlos. UNICO.
Es muy fácil definir a Carlos. «UNICO»
Una gran entrevista de Maria Sirvent.
Magnífica entrevista, Carlos es un ejemplo de vida digna , se puede aprender tanto de él, me emocionan estás personas,
Si quieren alpinismo de verdad entrevisten a Jordi Pons. Sin comparación eso sí poco mediatico.
Esta entrevista me parece un retrato magistral de un personaje fascinante. Maria nos regala un retrato casi anatómico del espíritu indomable de Carlos. Respeto y máxima admiración por este aventurero.
Einfach ein phantastischer Mensch!