Los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 84 fueron todo un escaparate propagandístico para mostrar la superioridad estadounidense sobre su gran rival político, los países comunistas. Sin embargo, ceremonias de apertura aparte, prácticas oscuras propias de los países del Este como las autotransfusiones en el deporte estuvieron a la orden del día.
Don Miller, director ejecutivo del Comité Olímpico de Estados Unidos manifestó un año después que se oponía a las transfusiones, pero es cierto que todavía no las habían prohibido. Aquellas comparecencias fueron un jarro de agua fría para la reputación estadounidense. Tan solo un año antes habían asombrado al mundo al romper una sequía de medallas en ciclismo que se había prolongado desde 1912.
Con un total de nueve medallas, cuatro de ellas de oro, el equipo ciclista estadounidense, liderado por Eddie Borysewicz, entrenador de origen polaco, parecía next big thing en el mundo del ciclismo. Se habían empleado bicicletas de última generación, ruedas aerodinámicas y se había probado llenarlas con helio. Técnicas fascinantes, tecnología punta, pero lo decisivo fue el combustible.
La técnica de las autotransfusiones ya llevaba tiempo siendo discutida; tampoco era ninguna novedad en la medicina deportiva. Uno de los nombres destacados en esta discusión fue Melvin Williams, un fisiólogo estadounidense que calificó esta práctica como «zona gris» dentro de los recursos que la ciencia podía aportar al deporte.
Según Williams, que se hacía eco de lo que se hablaba en aquellos años, las transfusiones no encajaban con exactitud en lo que se suponía que era el dopaje, normalmente detectado por sustancias farmacológicas. Esto simplemente se trataba de un procedimiento médico para aumentar la cantidad de glóbulos rojos en el organismo, lo que mejoraba la capacidad de transporte de oxígeno y, por ende, la resistencia física de los atletas. Este método, aunque técnicamente legal por la falta de regulación específica del Comité Olímpico Internacional, a lo sumo, suscitaba dilemas éticos.
Williams señalaba que la práctica, aunque científicamente viable, planteaba interrogantes sobre la equidad deportiva y la seguridad de los atletas. Los riesgos médicos, como infecciones o complicaciones relacionadas con las transfusiones, coexistían con preocupaciones sobre la «desnaturalización» del deporte, en el que el rendimiento podría depender más de intervenciones tecnológicas que de habilidades humanas innatas. Un debate que ya ha sido superado por nauseabundas prácticas dentro del pelotón que han puesto de manifiesto los peores presagios que se hicieron en los 80.
No obstante, el académico de fisiología y responsable del programa para el deporte de elite de Estados Unidos, Ed Burke, inspirado por las investigaciones que había publicado Norman Gledhill en la revista The Physician and Sports Medicine en 1983, compartió con Borysewicz el hallazgo. Inicialmente, el entrenador polaco mostró algunas reservas con el nuevo método.
Por sí mismo, con entrenamientos tradicionales, ya había conseguido que el equipo subiera muy por encima de la media, al menos, mucho mejor que años anteriores. Por eso, decidió apartarse y dejó la decisión en manos de Burke y de los deportistas. Que decidieran ellos. Y decidieron.
Burke se cubrió las espaldas y consultó con el Comité Olímpico de Estados Unidos y el COI. Se le advirtió de lo mencionado, riesgos médicos y éticos, pero no había ninguna prohibición explícita. Tampoco había pruebas para detectarlo. El camino estaba expedito. En un comunicado enviado en septiembre de 1983 al equipo técnico y a los directivos del ciclismo estadounidense, Burke explicó su postura al detalle:
«Uno de los temas más significativos y controvertidos en la mejora del rendimiento es el uso de transfusiones de sangre. ¿Es dopaje o ilegal? Mi opinión personal y su interpretación es que no. Esto es un área más en la que nuestros ciclistas quedarán rezagados respecto al mundo si no mantenemos el ritmo de la investigación en medicina deportiva».
Pero la última palabra la tuvieron los ciclistas. Algunos miembros del equipo aceptaron someterse a transfusiones bajo la supervisión de Burke, mientras que otros optaron por no participar. Borysewicz, por su parte, hizo como que no veía nada, pero no se involucró directamente en el vampirismo. Un cardiólogo de la Universidad de Iowa, Herman Falsetti, supervisó el proceso. Las transfusiones se llevaron a cabo en un ambiente clandestino, organizado por Ed Burke en una habitación de motel en Los Ángeles.
Cayeron nueve medallas, pero la alegría duró poco. En un año se descubrió el pastel. La noticia de las autotransfusiones fue publicada inicialmente por Sports Illustrated, pero su alcance se vio amplificado por un corrosivo artículo en Rolling Stone que contaba toda la trama como si fuera un thriller con todos los ingredientes que hoy son ya rutinarios: reuniones clandestinas, decisiones secretas y violación de todo código moral. Como suele ser habitual en estos casos, el equipo pasó de héroe a villano ante la opinión pública en cuestión de horas.
Daniel Morelon, entrenador francés y ex campeón mundial, comentó al diario deportivo L’Équipe que el tratamiento médico de los estadounidenses era «extremadamente elaborado». Sin acusar directamente de dopaje, señaló con ironía: «Nosotros y muchos otros todavía estábamos en la etapa de probar nuestras pequeñas vitaminas».
El COI respondió a la controversia con una condena pública. Calificó la práctica como contraria a la ética del deporte, pero al no estar prohibida no tenía herramientas para imponer sanciones. De tal forma que los ciclistas pringados conservaron sus medallas, pero se llevaron un deterioro de su imagen absoluto, las críticas fueron generalizadas.
El presidente de la Comisión Médica del COI, el príncipe Alexandre de Merode, admitió que la falta de un método para detectar las transfusiones complicaba cualquier acción disciplinaria, y señaló que el organismo no podía actuar retroactivamente en ausencia de regulación previa.
El escándalo tuvo tintes que lo hacían aún más desagradable, porque en 1985 el mundo estaba conmocionado por la aparición del VIH/SIDA. En aquel momento, la transmisión de la enfermedad, precisamente, por transfusiones de sangre era lo que más preocupaba a la población. Aunque los ciclistas olímpicos aseguraron que habían utilizado transfusiones autólogas, con su propia sangre almacenada previamente, en los medios quedó claro que este tipo de prácticas iba a acabar fomentando el uso de sangre de donantes externos, lo que incrementaba riesgo de transmisión de enfermedades.
De hecho, no está claro que en el 84 no lo hicieran así. Pocos meses después de que estallara el escándalo, el COI incluyó las transfusiones de sangre en su lista de prácticas prohibidas, aunque no supiera cómo detectarlas todavía.
Eddie Borysewicz y Ed Burke fueron sancionados con un mes de salario. Por su parte, Mike Fraysse, quien había sido instrumental en la contratación de Borysewicz como entrenador nacional, fue degradado de primer a tercer vicepresidente de la federación. Este directivo no se anduvo con rodeos. Dijo que la culpa era de la Guerra Fría, las decisiones estaban orientadas a no quedarse atrás frente a las potencias deportivas del bloque soviético. Manifestó: «Llevamos años investigando estas cosas. No íbamos a quedarnos atrás de los rusos o los alemanes orientales nunca más». Sin embargo, en esos juegos no estaban los comunistas, solo Yugoslavia y Rumanía. Y China, claro.
Al final, Borysewicz dejó su cargo como entrenador del equipo nacional en 1987. Alegó disparidad de pareceres con el resto de integrantes. Lo cierto es que había transformado el ciclismo de Estados Unidos, pero todavía le quedaba un servicio más a la patria de adopción. Decidió formar un equipo amateur.
Primero, logró el patrocinio de Sunkyong, una empresa coreana de electrónica, lo que le permitió lanzar el equipo el primer año. Luego con Montgomery Securities, consiguió más estabilidad y pudo reclutar un equipo de quince ciclistas, entre ellos estaba un chaval que estaba llamado a escribir páginas primero brillantes y luego negras, como aquel equipo olímpico del 84. Su nombre era Lance Armstrong.
Ese equipo fue el germen de lo que más tarde se convertiría US Postal Service y, posteriormente, el Discovery Channel. Durante muchos años, Borysewicz se atribuyó el mérito de haber descubierto y formado a Armstrong. Es más, llegó a pelearse por ese galardón con Chris Carmichael, otro entrenador que tuvo Armstrong en aquellos tiempos. En una ocasión, Carmichael dijo que quería tener «cinco Lances» en su equipo y Borysewicz respondió de forma agresiva: «¿Por qué no produce Lances? Ese es su trabajo. Y, de todas formas, Lance no es su producto. Lance es mi producto».
No nos cabe duda.