Juegos Olímpicos de París

Acaba París, vuelven las preocupaciones por el cierre de velódromos, la cancelación de becas…

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Jael Bestue corre los 200 m. en los JJ.OO, de París (Foto: Cordon Press)

Desde el arranque de los Juegos de la XXXIII Olimpiada temí que me llegase un WhatsApp del tipo: «Oye, estaría bien una reflexión sobre si se han ganado muchas o pocas medallas». Estamos a lunes 12 de agosto y todavía no me ha llegado nada. Independientemente de la fecha en que esté usted leyendo esto sepa que hoy no se escribe de otra cosa. No es preciso aclararles que hablo de lo de las medallas, no de Jot Down.

¿Por dónde comienzo con este cierre y despedida, empero?

Ayer me acordaba, viendo unas jornadas de atletismo en diferido ¿Sabían que World Athletics, la IAAF para los más antiguos, empezó en los Campeonatos del Mundo de Budapest 2023 a dar también medalla a los entrenadores de los atletas premiados? ¿Quién mejor que esas personas para decidir si el medallero ha sido justo o si ha sido un fracaso? Sabios y pacientes como nadie, podrán asumir que París fue más competido que nunca, si cada vez las marcas y resultados son más increíbles (y sobre esto se escribirá mucho, me temo, camino de unos próximos Juegos de Los Ángeles 2028 que prometen ser estratosféricos y agotadores).

He visto entrenadores llorar de emoción como lloró Jose Antonio Carrillo cuando los marchadores españoles triunfaron, agotados tras un ciclo de meses, y luego cómo rompía un sombrero de paja en un gesto que homenajea esa escena de la película Carros de Fuego. Entrenadores volcán como Iván Pedroso que primero maldice cien veces y luego arranca a llorar por la victoria de Jordán Díaz en el triple salto. O un Miki Oca al que los nervios le pueden porque ya sabe cuánto cuesta, quizá pocos como él lo sepan, ser campeón olímpico con waterpolistas que malviven en una de las ligas europeas con menos licencias deportivas.

Pero también pacientes moldeadores de deportistas a los que se puede ver repartidos por la parte baja de las gradas, en la curva, justo pegados a la calle ocho, para que sus discóbolos o saltadores de altura acudan un segundo a analizar en la tableta el salto grabado, el ángulo que hay que mejorar, la entrada al salto, todo. En los vallados de los circuitos de fondo del atletismo se apiñan sabios como Antonio Serrano o Juan Manuel del Campo.

Otros entrenadores tienen que tragar quina y explicar a esos tribunales populares que son los micrófonos, como Sergio Scariolo, que es extremadamente complicado conseguir que una generación de talento infinito no coincida con otra similar. Que eso ocurre una vez de cada tanto o, si hay suerte y se trabaja bien, varias veces a las que nos acostumbramos fácil. Pero claro, ha de callarse, salvo que seas Svetislav Pešić, y que explotes con que las políticas de los árbitros no permitirán que determinadas medallas se escapen a determinados actores del show business. Esto Scariolo nunca lo admitirá, pero se asume como normal en mi grupo de acérrimos de la grada de cierto pabellón de baloncesto que desde 1948 viene viendo cómo los poderosos siempre ganan.

Entonces, ¿qué? ¿Medallas en canotaje o bádminton que se cayeron por la mala suerte (trade mark patrio)? Pero más allá del fenómeno de Carolina Marín, ¿cuántas licencias y cuántos clubes compiten cada fin de semana en este deporte? ¿Han leído ustedes las desventuras de un Pablo Abián que ha tenido que recorrer medio mundo pagando de su bolsillo la acumulación de puntos del ránking mundial de bádminton? ¿Se lo preguntamos a su entrenador? Que sea Javier, su hermano, quien nos explique la posición de este deporte que acapara minutos de televisión, pero, tras cuyo «fenómeno Carolina», nos mostrará una debilidad estructural que lastra mucho para competir en el contexto mundial.

Porque a los Juegos Olímpicos acuden los seleccionados entre los mejores del mundo.

¿Medallas? ¿Saben que más allá de que París acogiese los mejores de cada país del planeta, en muchos países han quedado muchísimos que también superan en los rankings respectivos a nuestros deportistas? Sea usted, lector, de donde sea, por favor, entre a cualquier listado a conocer la realidad planetaria. A corroborar cuán desorbitado será exigir a sus deportistas locales que no fracasen.

En 200 metros femeninos, Estados Unidos dejó en casa a siete atletas que figuran por encima de la mejor de nuestras sprinters, Jael Bestué. Cuatro lanzadoras de peso, aparte de las que el gigante norteamericano presentó, no acudieron a los juegos y posibilitaron que Belén Toimil se clasificara por ránking. Para que el halterófilo Nolan Gallart progrese a sus diecisiete años desde la posición 61 mundial de su categoría tendrán que darse muchas condiciones. Y así todo.

Pregunten a sus entrenadores cuáles son las preocupaciones que han tenido durante todo este ciclo entre Tokio 2020 y París 2024. Que no se cierren velódromos o que las becas no se congelen o que una pelea interna en una federación no dé al traste con el trabajo de años. O un escándalo judicial a nivel mundial, como lo del fútbol de aquí. O aquella barbaridad de las concesiones de los menús del centro de tecnificación de remo de Sevilla que destapó un programa de televisión. O que haya jóvenes deportistas que piensen si merece la pena amotinarse contra un sistema injusto que los deja exhaustos, como las normas de excelencia que impuso la federación española de atletismo.

Vayan a decir a Jose Luis Álvarez, entrenador de la esgrimista Lucía Martín-Portugués, que qué ocurrió, que no hubo una medalla con la que se contaba. Lo mismo les explica el sistema de clasificación de locos por el que se rige su deporte. O que tuvo que adiestrar a su discípula hasta en detalles como que ahora, a la simpática española que un día se impuso en una prueba de Gran Prix del circuito mundial, la iban a estudiar, a analizar. Desde ese preciso momento, Lucía dejaría de ser simpática a ojos de las demás. Había una medalla a la que otro país tampoco iba a renunciar.

Y seguirán creciendo los sistemas deportivos de países emergentes. Se lograrán tecnificar lo suficiente para que de repente haya etíopes como Misgana Wakuma, sexto en los 20 kilómetros marcha. O lanzadores de jabalina como Julius Yego, el keniano que aprendió a lanzar viendo YouTube, o Arshad Nadeem y Neeraj Chopra, los dos primeros del duelo olímpico, pertenecientes al aletargado subcontinente indio-pakistaní. El mundo arrea adelante y empieza a emplear a quien sea necesario. Chopra ha estado entrenando ni más ni menos a las órdenes del legendario Uwe Hohn, el único lanzador que pasó de 104 metros.

Las universidades americanas, depositarias de millones de dólares en patrocinio para ser el Olimpo del deporte del siglo XXI, están pescando en los caladeros de todo el planeta y no es raro ver progresar como cohetes a velocistas de Zimbabwe, Liberia, Kenia o Irlanda.

Giremos la vista de nuevo a la jabalina para terminar de entender lo de París: en la prueba hubo finalistas de países como Granada, Trinidad y Tobago, Finlandia, Brasil y Moldavia. Por mucho que Manu Quijera suelte un latigazo cósmico de más de 81 metros en mayo y esté entre los cuarenta mejores del mundo, ¿qué derecho tiene nadie a llamar fracaso que no haya podido participar del festival olímpico de París? ¿A qué discurso estamos atendiendo?. Por delante de Quijera en el ránking, sin ir más lejos, hay otros cuatro lanzadores de jabalina hindúes.

La maldición de la que hablan los periodistas de medios que gritan en sus carruseles es que Chopra sea el atleta con más followers del mundo y ha popularizado la especialidad en un país de mil cuatrocientos millones de habitantes. Compárelo con la población de su país. Quizá así entendamos qué significan unos Juegos Olímpicos como punto culminante de un planeta de seis mil millones de personas.

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