Copa América

Piendibene, inventor del falso 9 antes de que cualquier molécula de Pep Guardiola flotara en este mundo

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Piendibene
José Antonio Piendibene

El ambiente estaba cargado como hasta hoy, más de 100 años después, se cargan los partidos donde se juega uno la vida. Para un uruguayo, son todos. Parecía el anticipo a una tormenta, a una lluvia radioactiva, a un cataclismo telúrico. La hinchada vestía traje, bastón, sombrero o boina, no la camiseta como hoy, pero la garra se asentaba en el pecho con venas que tenían brazos y arterias con fuerza propia como para lanzar golpes al aire ante jugadas emocionantes o reclamos impostergables.

Se acababa el mundo o comenzaba. Se derretían los aficionados o cobraban vida. Se inundaba la cancha, el alma, el aire, con rostros expectantes, con sus sudores, sus alientos cargados de fe y ansiedad. Tal vez el arte futbolístico de entonces no tuviera la elaboración táctica o habilidosa que hoy consideramos eficiente, pero no por eso el remezón planetario se acallaba. Cuando vuela la pelota atravesando el cielo, se agitan los pañuelos, las gargantas y los hombres.

La tarde bonaerense caía sobre las tribunas la tarde del 2 de julio de 1916, incendiando los colores, encendiendo la cancha, endureciendo los rasgos de los tres mil rostros presentes, otorgándoles sombras y contornos más propios de un cuadro de Munch que de una foto de hinchas, y lo hacía en reacciones diversas, en alborotos confusos, en vítores propios de otra era. Solo la tensión de los presentes ayudaba a combatir la gélida atmósfera del invierno argentino.

Era el minuto 44 del partido y la historia goleadora de la Copa América -entonces aún llamada Campeonato Sudamericano de Selecciones- se iniciaba con la anotación de un hombre conocido como «El maestro» por la hinchada de Peñarol; un jugador que llevaba esa camiseta amarilla y negra tatuada como una segunda piel bajo la celeste uruguaya: José Antonio Piendibene, dominador del campo como un profesor ante las pizarras. Sus piernas eran misiles hechos de tiza, dibujantes de potencia y de gol en cielos nuevos, genios que resolvían la matemática del aire, la química de la pasión, la física del gol. ¡Orientales, la Patria o la tumba! ¡Libertad, o con gloria morir!

José Antonio Piendibene

Poco más de 8 años antes de aquella escena, el 26 de mayo de 1908, un joven de 17 años anotaba dos goles en su debut y para los presentes fue como un viaje al futuro. Jugaba como si ya supiera cómo podría practicarse el fútbol alguna vez. Se dice de él que «inventó» el falso 9 antes que cualquier molécula de Pep Guardiola flotara en este mundo.

Su talento y sus quiebres merecieron atención, aplauso y convocatoria a la selección uruguaya desde sus años iniciales defendiendo la camiseta del Central Uruguay Railway Cricket Club, CURCC, equipo que luego daría origen al Peñarol. La fama de su juego traspasaba las fronteras de su barrio de Pocitos, invadía Montevideo y cruzaba el Río de la Plata como un balón supersónico: el 29 de octubre de 1911, tras una actuación brillante en un partido entre Uruguay y Argentina, un notable zaguero albiceleste de la época, Jorge Brown –que fue capitán de la selección argentina entre 1908 y 1914- verbalizó lo que ya pensaban todos, llamándolo «maestro» por primera vez. «Eres un maestro, muchacho», es la frase exacta escrita en piedra en la leyenda.

El joven –ahora de 20 años- era José Piendibene y, aunque había anotado dos goles esa tarde, su jugada más recordada sería aquel apodo que se volvería eterno.

Su intensa historia con Peñarol incluyó varios campeonatos uruguayos entre 1916 y 1928, y se coronó internacionalmente con la seda de su selección hace 2656 goles, 837 partidos, 48 ediciones y 108 años -vistos desde las estadísticas de la Copa América- en el Estadio G.E.B.A. (El estadio Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, donde cientos de lunas después de la Era Piendibene tocarían Aerosmith, Peter Gabriel, Rod Stewart y hasta Ozzy Osbourne) ante 3 mil espectadores, que fueron testigos de excepción del momento en que «El Maestro» metía esa dura y pesada pelotita en el arco chileno –defendido por el debutante Manuel Guerrero Uribe, curiosamente también conocido como «El Maestro» en su país, años más tarde- en el primer partido de la historia del campeonato más antiguo de selecciones del mundo, que su país ganaría por 4 a 0 con dos goles suyos. Los otros dos los anotaría Isabelino Gradín, otra leyenda, que merecería un poema del peruano José Parra del Riego, el célebre «Polirritmo dinámico a Gradín, jugador de football»: «Y te vi, Gradín, /bronce vivo de la múltiple actitud, / zigzagueante espadachín/ del goalkeaper cazador/ de ese pájaro violento/ que le silba la pelota por el viento».

Aquel primer torneo tuvo solo 4 participantes: Argentina, Chile, Brasil y Uruguay que, a la postre, obtendría el título, enésima señal de su predominio en el mundo del fútbol premundialista. Los equipos jugaban todos contra todos y no se disputaba copa alguna: el trofeo se puso en juego recién desde 1917. De todos modos, antes del primer Campeonato Mundial de Fútbol que organizarían y ganarían ellos mismos en 1930, Uruguay vencería en el continente en aquel 1916, y también en 1917, 1920, 1923, 1924 y 1926. Ganaría la Copa América 9 veces más entre 1935 y el 2011. Además, obtendrían medallas de oro en los Juegos Olímpicos de 1924 y 1928. Por eso es que la camiseta uruguaya lleva cuatro estrellas: le suman esas a los títulos obtenidos en 1930 y 1950, tras el famoso Maracanazo.

A pesar de ser considerado el más brillante jugador charrúa de la década del 20 –Ha sido llamado «El más grande jugador uruguayo de la Era Amateur», Piendibene no pudo formar parte del equipo olímpico del 24 por divergencias entre Peñarol y la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) y, ya que su retiro fue en 1928, no alcanzó los siguientes Juegos Olímpicos ni a la generación del 30. En los 40 partidos que vistió la Celeste, anotó 21 goles. Hoy, un descendiente suyo, Agustín Rodríguez Piendibene, hace goles en los juveniles de Peñarol para mantener su nombre vivo.

¿Qué otras lecciones dio ese «Maestro»? Piendibene, además de obtener los títulos del 16, el 17 y el 20, sería nombrado ese año Mejor jugador del torneo. Es considerado el máximo goleador en clásicos uruguayos (los enfrentamientos entre Nacional y Peñarol) de la era amateur, con 21 anotaciones, y el mayor goleador de los clásicos del Río de la Plata (su selección contra la argentina), con 17. Llegó a ser aclamado en su tiempo de un modo que no se aclamaba a nadie. Antes de José Nasazzi, Obdulio Varela, Alcides Ghiggia, Juan Alberto Schiaffino, Luis Cubilla, Ladislao Mazurkiewicz, Enzo Francescoli, Diego Forlán o Luis Suárez, hubo un crack que fundó el Uruguay futbolero. Ese crack fue José Antonio Piendibene.

Más allá de ser el autor del primer gol del torneo que luego sería conocido como «Copa América», fue un mito que mereció la siguiente descripción de su compatriota Diego Lucero (el único periodista deportivo que cubrió todos los mundiales de fútbol desde 1930 hasta 1994): «Salve Divino Maestro, Señor de la Cortada, Rey del Pase, Monarca del Cabezazo, Emperador de la Gambeta, Sultán del Dribbling, Soberano del Taquito». Otro enorme colega suyo, Borocotó, escribió sobre lo que entonces representaba el buen «Piendi»: «La evolución del football, el pase corto a ras del suelo, el juego combinado y espectacular, el arte en el deporte. La elegancia, la Inteligencia criolla, la imaginación latina, la viveza intuitiva, el alma del pueblo, el muchacho de la calle que, al nacer, nació shoteando».

Cuenta el mismo Borocotó que su último gran gol fue en un encuentro entre Peñarol y el Espanyol de Barcelona –se dice que con Carlos Gardel en la tribuna-, un 18 de julio de 1926. La gira latinoamericana del equipo español se inició en Montevideo. José Piendibene bailó su último tango anotando el gol del triunfo ante el mítico Ricardo «Divino» Zamora. «Adiós muchachos, compañeros de mi vida»…

El 12 de noviembre de 1969, a los 79 años, «El maestro» se despediría de todos, rumbo a canchas ya no de la celeste, pero sí celestiales, seguro con dos arcos e interminables balones para él solo.

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