Escribo cuando el AVE a Madrid acaba de arrancar. Intentar repasar qué ha pasado en casi cuatro horas de Maratón es como recordar una noche de farra después de unos cuantos Jagermeister: activas el piloto automático para llegar y todo lo que pasa a tu alrededor es ajeno, como envuelto en una neblina. Te ves desde arriba metido en una película de David Lynch.
Pero los 42 kilómetros de Barcelona, junto a esos grandes olvidados 195 metros, han sido la culminación a un fin de semana complicado. Tanto, que mi hija Irya comenzó el viernes por la noche una «lista de pegas y curiosidades de Barcelona» que casualmente me va a resultar de gran ayuda. Pero vayamos por partes, que no se pueden hacer los últimos diez kilómetros sin los treinta y dos anteriores.
Todo comenzó con una lasaña. La típica comida en casa, las risas, el lambrusco y un fatídico: «¿Bueno, nos apuntamos a la Maratón o qué?». Yo ya había corrido diez, lo que unido a los vapores de la sobremesa tan solo podía conducir a una respuesta. ¡En qué hora! Las veces que me habré acordado de aquella tarde. En esa situación, todos los caminos conducían a Barcelona.
Cuando voy a inscribirme en una carrera fuera de Madrid siempre miro si el Rayo juega en casa: en caso afirmativo, opción descartada. Sin excusas. Uno no sabe cuándo acabarán los buenos tiempos y volverán a Vallecas esos rivales con un juego que haría vomitar a una cabra y por los que dudas si merecen la pena los años de cárcel a los que quieren condenarnos por ver los partidos en plataformas oscuras.
– ¿Sevilla?.
– Imposible, Rayo – Madrid.
-¿Zaragoza? ¿y así probamos?
– Rayo – Getafe, que nos estaremos jugando la Europa League (¡qué iluso era hace cuatro meses!).
– ¿Barcelona?
– Bingo.
Fecha marcada: 10 de marzo. Excel de dieciséis semanas preparado para empezar la penúltima de noviembre. Cinco días a la semana, casi mil kilómetros y muchas horas dándole a la zapatilla. Admiro a la gente que afronta estos retos con disciplina y estoicismo, dietas, frases de Mr Wonderful en su Instagram y toda esa parafernalia. Yo puedo planificar, incluso bajar a correr aunque no me apetezca: pero no lo hago con alegría y muchos días se convierte en una obligación más. Además me veo incapaz de dejar los bocatas de gallinejas y los dobles de cerveza. Cuestión de prioridades.
Coordinar trabajo, hijos, pareja y entrenamiento se me hace difícil, así que prácticamente nunca podía quedar con Óscar para correr entre semana y nuestras citas para sudar en el parque (¿?) se quedaban para los fines de semana a primera hora.
Sin embargo, como la Maratón no sólo tiene aspectos negativos y te deja cosas con las que acompañar este dolor de piernas que no me deja moverme en el tren, esta de Barcelona me ha traído el descubrimiento de los audiolibros. Yo, talibán del papel, odiador profesional del Kindle porque «quita la magia a la lectura», ahí estaba con mis auriculares inalámbricos escuchando como me narraban algunos libros que tenía en la estantería y no había tenido tiempo de leer. De las cinco horas y media de la Adrenalina de Zlatan Ibrahimovic a las casi quince de la vida de Diego en Maradona El pibe, el rebelde, el dios por Guillem Balagué.
También me permitió disfrutar de Zuhaitz Gurrutxaga, un Subcampeón al que conocí una noche de cervezas cuando jugaba en el Rayo (bueno, cuando estaba en su plantilla), luego perdí completamente la pista, y con el que casualmente comparto muchas manías. La cara con la que me miraba la gente que me cruzaba cuando me veían llorando de la risa mientras daba mis quince vueltas alrededor de un terreno de un kilómetro y medio. Sí, sí, como un hámster en una rueda… pero con el Local Hero de Strava en el Triángulo de los Ladridos. ¡Chúpate esa Kipchoge!
Así, con la zapatilla derecha mucho más gastada que la izquierda de girar siempre en la misma dirección, y la intención de no hacer el ridículo más de lo estrictamente necesario, salimos en dirección a Barcelona. ¿Primer chasco? La previsión meteorológica. Viernes lluvia para recibirnos, sábado diluvio de los que el cuerpo te pide recoger una pareja de cada especie animal y domingo de tregua. Todo mal: te quedas sin hacer turismo o tomarte una cerveza con los amigos y, para rematar, no puedes justificar un tiempo mediocre por las condiciones climatológicas porque justo hace sol el día d a la hora h.
Ya había corrido la prueba en 2019 y mis recuerdos de hace un lustro mellevaron a ejercer de cicerone. Pero ese fue un nuevo fracaso. Debido a una confusión con el nombre me había equivocado reservando hotel y este se encontraba mucho más lejos no sólo de lo recomendable, sino de lo ético. Esto, unido a una espera de cuarenta minutos en el Rodalies al bajar del AVE, provocó que apenas viéramos nada abierto y cenáramos unas hamburguesas muy mejorables en un bar en el que Chicote podría hacer una temporada completa de Pesadilla en la Cocina necesidad de salir sin salir del local.
Un mal día lo tiene cualquiera, así que a descansar que mañana a primera hora hay que recoger los dorsales. Fuimos a la Fira en Uber, pero podríamos haberlo hecho en canoa… incluso comprando la canoa, porque el sablazo fue de nivel. Cuando llegamos, nos encontramos una cola más larga que si Fermín Cacho estuviera dando billetes de cien euros en la puerta y nos pasamos más de una hora bajo la lluvia. Si ya me decían a mí que la Maratón curte…
Una vez dentro, lo de siempre, pero en pequeño: geles, zapatillas, publicidad de otras maratones por si no has acabado hasta las narices y masajistas en acción. Haces la fila como un Lemming, recoges el dorsal, notas que la bolsa del corredor pesa poco, miras dentro… ¡y está vacía! Y cuando digo vacía, es completamente vacía. Lo más parecido a un caldo Aneto era un vale por unos calcetines verdes. Por suerte, sí que había imperdibles para colgar el dorsal. Eso, y un chip que tenías que ponerte en la zapatilla y debías tratar como si fuera oro bajo amenaza de cinco euros en caso de pérdida.
Las señales previas no estaban siendo las mejores, pero todavía quedaba la carrera. Soy un «corredor» del montón. De hecho, no me atrevo a definirme como «corredor» y sé que ninguna de mis gestas saldrá al día siguiente en DVD con el Marca. En la noche previa, entre Peroni y Peroni, hablaba con Óscar sobre el ritmo ideal para seguir el día siguiente. «Podríamos correr por sensaciones», me soltó. «¿Por sensaciones?». Mis sensaciones cuando bajo a correr me dicen que pase por una churrería, compre media docena de porras, un chocolate y vuelva a mi casa. No hay acuerdo: mañana, Dios dirá… o Filípides.
Madrugón (sí, recordad que reservé el hotel en Mordor), café, platanito y de camino. «Ya verás que pasada el ambientazo de la salida con el confeti mientras suena Freddie Mercury y Montserrat Caballé», vuelvo a pecar de listillo. Ja. La salida ha perdido mucho comparándola con la que yo recordaba de hace cinco años y me parece mucho más triste con el cambio de emplazamiento. Pero si eso es triste, no poder coger agua en los avituallamientos del 5, el 10 y el 15 ya roza la crueldad.
Todo el líquido elemento que nos caló el día anterior mientras esperábamos una cola infinita nos faltaba mientras corríamos. Bueno, correr es mucho decir, ya que en muchos momentos la vía era tan estrecha que se generaban tapones de gente y no podías adelantar ni con DRS debido a la falta de espacio. También estaba el peligro de los pivotes, pues había más que en un equipo dirigido por Fabio Capello.
Como decía antes, no suelo recordar muchos detalles de mis Maratones porque me centro en sobrevivir, desconectar el cerebro y esperar que pasen los kilómetros. Sin embargo, si que tengo muy nítido en mi memoria un cartel que me hirió especialmente: «Recuerda que has pagado por esto». Una auténtica puñalada en el corazón al nivel del grito de aquel tipo en el kilómetro 27 con una cerveza en una mano y un cigarro en la otra: «¡Vamos, qué no queda nada!». ¿Será posible? «¡Nada, nada, vete comprando otra birra para mí, que en media hora estoy aquí!», le respondí. Espero que no hiciera caso, porque tardé un rato más en acabar.
Decía Luis Aragonés que las Ligas se definen en las diez últimas jornadas. Le robo la frase al Sabio de Hortaleza para aplicarla ala Maratón. Llegué bastante entero al 32, pero mis diez últimos kilómetros fueron como los del Real Madrid de Carlos Queiroz en la 2003/2004 cuando perdió la final de la Copa del Rey, cayó eliminado en Champions con el Mónaco y dejó escapar la Liga en apenas un par de meses. Por eso, cuando Irya saltó para hacer el último kilómetro conmigo tampoco podía seguir su ritmo.
– «¡Vamos a adelantar a Lluís!», gritaba poseída mi pequeña Radcliffe de ocho años.
– «No hace falta, levanta los brazos y disfruta, que ahí está la meta», jadeaba yo con lo poco que me quedaba de voz.
Luego, medallas, botoncito de Strava, fotos para Instagram y mensajes de colegas contentos. Pero, realmente, no estás para muchas guasas. Por eso, cuando en una felicitación me dijeron: «Vaya animal», mi respuesta inmediata fue: «sí, porque he sufrido como un perro».
Mismas sensaciones en mi primera Maratón pero en mi caso jugaba en casa. La segunda prueba en Madrid.
Yo este 2024 tuve la brillante idea de comenzarlo corriendo la maratón de Dapeng, Shenzhen. Tercera en nueve meses, segunda en el plazo de un mes, y última con mi compi de fatigas y carreras en China, no me podía escaquear.
La diferencia horaria en invierno es de siete horas con casa, así que cuando me desperté a las 4:30AM del 1 de Enero para ir a correr 42KM, vosotros no estábais ni con los postres. Videollamada a casa a las 6:30AM, antes de las campanadas, y a las 7:30AM pistoletazo de salida, que al menos de esta manera nos ahorramos una hora de sol insufrible (lo normal es que a las 8:30-9:00 ya estemos a 25C, incluso en invierno).
Había pasado el 31-D once horas entre aviones y aeropuertos porque fui tan atrevido de acortar vacaciones para unirme a semejante tortura. Cuatro horas y veinte minutos arriba y abajo (porque no es una carrera llana, nooooo) y la promesa de que no pasaré por este suplicio otra vez, salvo que sea por correr en… Barcelona. Ahora me lo replanteo ^^.