Historia del tenis

La tarde que Sergi Bruguera eclipsó a Emilio Sánchez Vicario

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Sergi Bruguera. Foto: Cordon Press.
Sergi Bruguera. Foto: Cordon Press.

El pack completo incluía a Sergi Bruguera y Miguel Induráin. Domingos de junio, mediados de los noventa: uno batiéndose el cobre contra Jim Courier, espigado, vulnerable, a punto de romperse en cualquier momento y el otro aguantando ataques de rusos e italianos en montañas perdidas de la Toscana. Lo de Induráin se veía venir, antes incluso de su primer Tour, pero tenía ese punto heroico del español que decide triunfar donde ningún español ha triunfado antes. En ese sentido, Italia tenía un punto salvaje, inexplorado, lleno de emboscadas.

Otra cosa era París. Nadie había visto el Giro hasta que llegó Telecinco con su anuncio del compresor porque ninguna cadena se había molestado en comprar los derechos de una carrera donde solo se empeñaba en competir Marino Lejarreta, pero Roland Garros estaba ahí cada primavera, con su Lendl, su Agassi, su Chang, su Wilander… incluso su Andrés Gómez cuando el año salía luchador y extraño. Lo inusual, también en este caso, era ver a un español en la final.

Después llegaron los Moyá, Corretja, Ferrero, Albert Costa y Rafa Nadal… pero en 1993, cuando Sergi Bruguera llegó a su primera final de Roland Garros, había que remontarse dieciocho años atrás para encontrar a otro español en su situación: Manolo Orantes, en 1975, campeón del US Open el año que el US Open se jugó en tierra batida.

La irrupción de Bruguera cogió de sorpresa porque había cierto consenso en que la carrera de Bruguera estaba estancada. Con dieciocho años, Sergi ya estaba entre los cuarenta mejores del mundo y poco a poco había ido avanzando hasta el top ten, pero era llegar una gran cita y venirse abajo, fuera por problemas físicos o de concentración. Bruguera tenía siempre ese lenguaje corporal horrible, de hombros caídos y dientes hacia fuera a lo Ricardo Darín, mostrando un cansancio que a veces ni siquiera existía.

En la previa del torneo, Emilio Sánchez Vicario había escrito un artículo en El País dejando claro que era imposible que un español llegara siquiera a las semifinales, y quizá eso fue lo que espoleó al catalán para deshacerse primero de Pete Sampras en cuartos de final y después de Andrei Medvedev. La relación entre Emilio y Sergi no era buena entonces, pero había sido mucho peor apenas tres años antes.

Muestra de que los ochenta fueron años duros para el tenis español es el estatus de estrella que consiguió un buen jugador pero muy limitado como Sánchez Vicario. En tiempos de sequía, Emilio aportaba coraje, algún torneo menor en tierra batida, una presencia en el Masters que se saldó sin ganar un solo set, y sobre todo muchos puntos en la Copa Davis, cuando la Copa Davis obsesionaba al país, es decir, cuando no la habíamos ganado cinco veces.

Videojuego de Emilio Sánchez Vicario
Videojuego de Emilio Sánchez Vicario

La condición de «icono pop» de Emilio se demuestra en el hecho de que tuviera su propio juego de ordenador. Pocos lo habían conseguido: Butragueño en fútbol, Perico Delgado en ciclismo, Fernando Martín en baloncesto y Jorge Martínez Aspar en las motos. Todos ellos, grandes campeones.

Para el tenis, sin embargo, Dinamic se tuvo que conformar con lo que había: un guerrero que anunciaba la llegada de toda una saga, con su hermano Javier como número uno del mundo en categoría juvenil y su hermana Arantxa derrotando a Steffi Graf a base de bolas altas al revés, ese clásico del tenis español.

Aun siendo un jugador competitivo en individuales, Emilio era sobre todo un especialista en dobles, formando pareja con Sergio Casal. Juntos ganaron varios torneos del Grand Slam y destacaron en la Davis durante casi una década. Casal era un jugador atípico: hábil en la red, alto y espigado, con un juego bastante ofensivo, chocaba por completo con los parámetros del jugador de tierra batida que producía en serie nuestro país.

Todos ellos —Javier, Emilio, Sergio…— tenían algo en común y era el entrenador: William «Pato» Álvarez, un hombre además con conexión directa con la Federación. Todo parecía ir bien hasta que en febrero de 1990 alguien se coló en la fiesta sin entrada.

Los años de soledad, silencio y tensiones

Al margen de Pato Álvarez, en España solo había un entrenador que pudiera hacerle competencia, aunque fuera desde la distancia: Lluís Bruguera. Bruguera, exjugador profesional de corto recorrido, empezó a colar jugadores en las convocatorias de Orantes, capitán del equipo por la época, pero no alcanzó un verdadero estatus hasta que no puso su mejor carta sobre la mesa: su hijo Sergi.

Sergi, como hemos dicho, tenía aspecto de cualquier cosa menos de deportista de élite. Era demasiado delgado, demasiado frágil, siempre parecía enfadado consigo mismo, atormentado… Sin embargo, era bueno de narices: tenía una derecha prodigiosa y un revés a dos manos con el que ponía la bola donde le daba la gana.

Su servicio no estaba mal gracias a su altura, cercana al 1,90, y sus primeros triunfos llegaron muy pronto, tan pronto que antes de cumplir los diecinueve ahí estaba en la Davis, como número dos de Emilio Sánchez Vicario, preparado para enfrentarse a Austria en casa.

El problema no fue de Sergi y probablemente tampoco fuera de Emilio sino que venía de arriba: Lluis y Pato no podían verse ni en pintura y todo lo que hicieran Orantes o la Federación estaba llamado a ser un agravio. Cuando el capitán decidió que Bruguera jugara los individuales en vez de Javier, el clan se lo tomó como un insulto, sin importar que Sergi estuviera por delante en el ranking ni que viniera de conseguir unos resultados impresionantes para alguien de su edad.

Fueron días horribles: el chico llegó a la concentración y nadie le hablaba. Se suponía que eran sus compañeros pero en realidad eran sus rivales. Como bienvenida, Emilio Sánchez Vicario le había dedicado estas declaraciones a la prensa: «Yo solo sé que soy el número uno y que mi responsabilidad es ganar los dos puntos, de los demás jugadores no opino». Completamente descentrado, Bruguera perdió el primer punto contra Skoff con rosco incluido y el decisivo ante Thomas Muster, en un partido algo más batallado pero que también duró  tres sets, ni uno más.

Días después, ambos jugadores se enfrentarían en cuartos de final del Torneo Conde de Godó, con la grada tan dividida como el resto del tenis español. Ganaría Emilio por 5-7, 6-4, y 6-4. El saludo posterior en la red no ocultaba el odio soterrado entre ambos jugadores.

La de 1990 no fue una gran temporada para Bruguera, de modo que todo el mundo dio por supuesto que Orantes no le llamaría para jugarse la salvación en Rusia, cuando Rusia aún era parte de la Unión Soviética. Si el chico se había venido abajo mentalmente jugando en casa y contra Austria, una potencia menor pese al gran Muster, ¿qué cabía esperar de él en Moscú frente a especialistas de pista rápida como Chesnokov o Chersakov en el mejor momento de su carrera?

Con todo, Orantes perseveró: aquel chico era el futuro y como futuro había que mimarlo. Sus palabras antes de empezar la eliminatoria lo decían todo: «Vamos a ganar… y si no ganamos, tampoco pasa nada». Orantes, que había presentado su dimisión después del fiasco ante Austria por reconocerse incapaz de controlar el entorno de los jugadores, tenía claro que el plan era a medio-largo plazo y que en ese plan Javier solo entraba como opción si terminaba de centrar su carrera y Emilio tarde o temprano acabaría relegado a los dobles, como había sucedido con Casal.

Sergi Bruguera (Foto: Cordon Press)
Sergi Bruguera (Foto: Cordon Press)

La apuesta salió sorprendentemente bien: Bruguera ganó a Chesnokov, Emilio se impuso a Chersakov y el dobles se apuntó una tercera victoria que hacía irrelevantes los partidos del domingo.

La relación no mejoró en absoluto, pero al menos el chico se había ganado un cierto respeto y al año siguiente, cuando Orantes le volvió a convocar para la eliminatoria en casa contra Canadá, Pato Álvarez prefirió ni viajar a Murcia, consciente de que su papel estelar en el tenis español estaba a punto de terminar. Bruguera y los demás seguían sin hablarse, eso sí. Ni una palabra. «Ellos me saludan, pero no existe diálogo», declaró Sergi en la previa.

El fracaso de Bruguera en los Juegos Olímpicos de 1992, los mismos en los que Jordi Arrese llegó a la final contra Marc Rosset contra todo pronóstico, no fue recibido como una buena noticia. La aparición de Carlos Costa amenazó su posición como número uno español y relegó definitivamente a Emilio Sánchez Vicario a la condición de especialista en dobles.

Su hermano Javier se peleó con Pato Álvarez porque al colombiano no le gustaba la chica con la que salía y, así, el clan se venía definitivamente abajo sin que los Bruguera sacaran algo a cambio.

Todo dio un giro, obviamente, en 1993.

Campeón frente a Sampras y Courier

Aquel artículo de Emilio antes de Roland Garros era un dardo contra Bruguera, por supuesto, pero también lo era contra Carlos Costa, Albert Costa, Alberto Berasategui y el resto de jugadores que parecían estar cambiando el rumbo del tenis español. No había motivos para tanto pesimismo, no desde luego en el caso de Sergi.

Ya con veintidós años, el español había llegado a octavos de final en Australia, había sido finalista en Milán, perdiendo solo contra Becker, y había hecho la mejor gira de tierra de toda su carrera: ganador en Montecarlo y finalista en el Godó y en Madrid.

Deportivamente todo funcionaba, pero seguían las dudas sobre su mentalidad y su aguante físico. Dudas que aumentaron cuando, de nuevo en Copa Davis, perdió los dos puntos individuales ante Holanda. Especialmente doloroso fue el último, ante el casi desconocido Mark Koevermans, después de tener dos sets de ventaja. La imagen de un Sergi agotado, caminando lentamente de lado a lado de la pista gritándose a sí mismo desesperado, seguía en la mente de todos cuando el torneo dio comienzo en París.

Bruguera debió de pensar que si tenía problemas en los partidos largos, lo mejor era acortarlos: en primera ronda cedió solo siete juegos ante el mito Henri Leconte, en segunda ganó a Thierry Champion con un triple 6-0. Larsson y Meligeni cayeron en tres sets, sin necesidad siquiera de un tie-break y para cuando llegó el cruce con Sampras en cuartos de final, Sergi había perdido solo veintiún juegos en cuatro partidos, una media de cinco por encuentro.

Era aquel un enfrentamiento entre jugadores muy similares: a Sampras también se le acusaba de venirse abajo con facilidad y de tener un lenguaje corporal desastroso.

El tiempo demostraría que todos estaban equivocados, pero, por entonces, y pese a ser el número uno del mundo, el estadounidense estaba bajo sospecha: su rendimiento en los grandes desde el sorprendente triunfo de 1990 en el US Open había bajado drásticamente y por la derecha le había adelantado otro hombre de su generación, Jim Courier, el verdadero dominador del circuito de los primeros años de los noventa.

Sergi Bruguera en 1992 (Foto: Cordon Press)
Sergi Bruguera en 1992 (Foto: Cordon Press)

La maldición de cuartos empezó a sobrevolar Roland Garros cuando Sampras se anotó el segundo set y empató el partido, pero a partir de ahí Bruguera consiguió meter una marcha más a su tenis y se impuso en los dos siguientes de manera contundente: 6-1 y 6-4. El partido de semifinales ante el temido Medvedev fue otro paseo: 6-0, 6-4 y 6-2. Quedaba solo un paso para el ansiado título pero en el camino se interponía Courier, el pelirrojo musculoso de la derecha imposible.

Courier era apenas un año mayor que Bruguera, pero a los veintidós presentaba un palmarés realmente envidiable: campeón en París en 1991 y 1992, su juego se adaptaba perfectamente a la tierra batida, algo muy poco habitual en los tenistas estadounidenses.

Por ejemplo, Sampras nunca ganó Roland Garros, ni lo hicieron Connors ni McEnroe. Aparte de brillar en Francia y en Roma, donde ganó también un par de veces, Courier se había impuesto en Australia en 1992 y aquel mismo año, en 1993. Su camino hacia la final no había sido tan sencillo pero era sin duda el máximo favorito.

Fue un partido histórico. Induráin se peleaba con Bugno, Chiappucci y compañía en uno de los tappones del Giro mientras Bruguera jugaba con nuestros corazones: primer set para el español, segundo set para el americano… tercer set para el español, cuarto set para el americano…

Cuando Courier consiguió el break en el primer servicio del quinto, aquello parecía acabado: a Bruguera se le daban muy mal los partidos largos y Courier disfrutaba con ellos. Uno había ganado cuatro Grand Slam y el otro pasaba de cuartos por primera vez en su vida.

En uno de esos ataques de «ahora o nunca», Bruguera remontó el break en contra, consiguió otro más contra el servicio de Courier y acabó tirado en la tierra parisina, embadurnado de naranja, llorando como un niño, porque eso había sido siempre: un niño.

La plata olímpica, la final contra Kuerten y el rápido declive

El resto de su carrera siguió por parámetros parecidos. Un continuo sube y baja, un gusto por la montaña rusa aderezado por lesiones graves de espalda y hombro. Ganó de nuevo Roland Garros en 1994 ante Alberto Berasategui —uno no es un friki de los noventa si no recuerda la derecha con el codo doblado de Alberto Berasategui— y lo pudo haber ganado en 1995 si no se hubiera cruzado Michael Chang en semifinales. Para entonces, su juego ya había entrado en un bache y, de hecho, no volvería a ganar un torneo ATP en los siguientes ocho años.

Apartado del circuito por las lesiones y hundido en el ranking, Bruguera tuvo un momento de revival en 1996, cuando llegó a la final de los Juegos Olímpicos de Atlanta ante Agassi —a favor de Bruguera hay que decir que es de los pocos deportistas que han mostrado públicamente su indignación por perder contra un jugador que debería haber estado sancionado por dopaje— y continuó en 1997, con las finales de Cayo Vizcaíno y Roland Garros.

Emilio Sánchez Vicario (Foto: Cordon Press)
Emilio Sánchez Vicario (Foto: Cordon Press)

Su rival en Francia era un completo desconocido que no era ni cabeza de serie: Gustavo Kuerten, el adolescente brasileño. Bruguera, número diecinueve del mundo en aquel momento, batió a Chang en octavos y al agresivo Rafter en semifinales.

Todos dimos entonces el torneo por ganado, más viendo los apuros de Kuerten en la otra semifinal contra el desconocido Filip Dewulf, que venía de la previa. Todos nos equivocamos, obviamente: Kuerten no solo ganó sino que lo hizo en tres sets (6-3, 6-4 y 6-2) empezando lo que sería una rivalidad con tenistas españoles que culminaría en las tres eliminaciones consecutivas de Juan Carlos Ferrero en Roland Garros.

En cuanto a Bruguera, consiguió clasificarse para el Masters de aquel año y se lesionó en el primer partido. Quiso seguir jugando pero fue un error: la lesión fue a más, se cronificó en el hombro y le relegó a un papel secundario en el circuito. Después de ganar el challenger de El Espinar como único palmarés, anunció su retirada para final de temporada coincidiendo con el Godó de 2001, el torneo que nunca consiguió ganar, y en el que había derrotado el año anterior por 6-1 y 6-1 a un adolescente llamado Roger Federer.

En Barcelona llegó a cuartos, donde cayó con Félix Mantilla, y más dolorosa aún fue la derrota en segunda ronda de Roland Garros, cuando tuvo que retirarse ante Michael Russell pese a ir ganando dos sets a uno por unos problemas respiratorios.

El resto de la temporada fue insulso, con derrotas en primera ronda en los grandes torneos. Aun así, Bruguera se animó a empezar 2002 utilizando invitaciones. Aquello fue casi un pasatiempo: ganó el challenger de Barletta, puso en apuros a Cañas en el Godó y acabó definitivamente su carrera, cómo no, en El Espinar, cayendo en cuartos contra el francés Olivier Mutis.

Con treinta y un años y el cuerpo demasiado castigado como para seguir luchando en rondas previas y torneos secundarios, Bruguera se echó a un lado, se dejó una extensa melena y mezcló el circuito senior con las labores de entrenador y consejero, dejando siempre un rato libre para su gran pasión: el póquer, donde llegó a ser profesional, como también lo fue por ejemplo su coetáneo Yevgeni Kafelnikov. No deja de ser curioso que aquel temperamental y atormentado adolescente se convirtiera en un experto e inexpresivo jugador de cartas.

Lo que queda en cualquier caso es la competición y la adrenalina. Y el gusto de aparecer y ganar cuando ya nadie cuenta contigo.

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