En abril de 1965, Victorio Casa estacionó su vehículo en la calle Libertador, frente a la otrora tristemente célebre ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada, sin advertir el aviso que rezaba en una señal cercana: «Rigurosamente prohibido estacionarse. Guarnición militar». En la radio de su flamante Valiant II comenzaba a sonar «Inolvidable», un bolero de Tito Rodríguez que causaba furor por entonces, y Casa, acompañado por su chica, subió el volumen de la radio. No está muy claro si no escuchó las peticiones de identificación que salían de una de las garitas de la ESMA o, simplemente, confundió los gritos con un asalto y arrancó el coche; el caso es que no tardó en estremecerse al sentir el estruendo de una ráfaga de ametralladora impactando contra el metal y los cristales de su vehículo, y el calor del plomo que le abrasaba el brazo derecho.
Victorino Casa, marplatense, futbolista e internacional albiceleste, era el único componente de «los Carasucias» que no contaba con un mote propio todavía: Veira era «el Bambino», Doval «el Loco», «la Oveja» Telch, y Areán «el Nano». Desde aquel trágico día de abril, Victorio Casa pasaría a ser conocido como «el Manco», amputada la extremidad herida apenas por debajo del hombro. Siguió jugando unos años más, con la ayuda de una prótesis, pero ya nunca fue lo mismo. «A los Carasucias les mató el tiro al brazo de Victorio Casa. Les amputaron la alegría y la banda se disolvió», relata José Antonio Martín «Petón» en su libro El fútbol tiene música.
Narciso Horacio Doval, Fernando José Areán, Victorino Francisco Casa, Roberto Marcelo Telch y Héctor Rodolfo Veira, la línea delantera de la tercera del «Ciclón de Boedo»: los Carasucias. Se les bautizó con este sobrenombre por la correspondencia con los niños que jugaban al fútbol en la calle, siempre acompañados de una doña Florencia que les quiere reñir, como dice la canción de Osvaldo Díaz. Eran desfachatados, revoltosos, geniales, únicos.
Una delantera inolvidable y suicida apenas sostenida por otros futbolistas también sensacionales, como «el Toscano» Rendo, Victorio Cocco, «el Tucumano» Albretch o «el Sapo» Villar, un tipo canijo, casi raquítico, pero que jugaba como los ángeles. Un día, viéndolo aparecer para disputar un partido de la Copa Oro en Mar de Plata, tan flaquito y con su bolsa de deportes en la mano, el Bambino se giró al Toscano Rendo y le dijo «¿A quién traemos aquí?, ¿a Cayetano Saura?», aludiendo a un famoso jockey del momento. «Pero luego, en la cancha, se la querías dar siempre a él. ¡Cómo la sacaba el Sapito, cómo jugaba! ¡Era una hermosura!», apunta Veira en otra entrevista.
El Loco Doval se ganó a pulso su apelativo, mucho antes de cambiar el barro del potrero por el pasto de los estadios de la primera. De él se cuenta, por ejemplo, que en los saques de esquina gustaba de sacar de sus casillas a los porteros rivales, como al Tano Roma, el legendario meta de Boca, al que agarraba de las mejillas y decía: «Pero qué lindo que sos, Tano, ¡qué lindo!». Y el Tano, que era estricto como el casco de un portaaviones, se encendía de vergüenza y lo quería matar. Pero además de tipo canchero, de élite tunante, Doval, hijo de emigrantes gallegos, era ante todo un futbolista descomunal. De él llegó a escribir el periodista Manolo Epelbaum que fue a Río de Janeiro «lo que Pelé fue a Brasil y al mundo entero». Y es que Doval, como sus padres antes que él, también hizo la maleta en busca de un futuro mejor y firmó por el gigante de Río, el Flamengo de Zico.
Pasador insobornable, frontón que devolvía cualquier calabaza convertida en pelota de gol al primer toque, la hinchada rubopreta se volvió loca con aquel argentino de fútbol y sonrisa fácil, y montó en cólera cuando la planta noble de Gavea decidió venderlo al rival de la ciudad, el Fluminense. «El Gringo», como lo rebautizaron en Brasil por sus ojos claros y su pelo dorado, murió a la salida de una discoteca donde el último baile se lo dedicó a la mujer de Hugo Gatti. Tenía cuarenta y siete años en aquel octubre de 1991 y la Praia da Rosa, en el estado de Santa Catarina, se quedaba huérfana de sus gambetas exageradas y su humor colosal en las tardes de sol demasiado pronto.
Areán, por su parte, era el rey del prêt-à-porter entre los Carasucias. De la extravagancia de su armario salieron algunos de los modelos más memorables que se lucieron en los locales más chic de la época, según apuntaban las crónicas en rosa. El Nano, el nueve mentiroso que se las bajaba del cielo con nata al Bambino y le proponía un escenario más adecuado para desnudar porteros sin acordar tarifa alguna, era un técnico en la cancha, una mente despierta que intuía las situaciones y los espacios mucho antes de que apareciesen.
A su regreso de Colombia, donde jugó para Millonarios y también se vistió de «Diablo Rojo», en su paso por el Deportivo de Cali, comenzó una exitosa carrera como técnico, al lado del propio Veira. Solo abandonó el fútbol cuando apareció a reclamarlo una última mujer, pálida, fría e inesperada. Murió Areán, camino de Mendoza para ver jugar a nuevos talentos y reclutar alguno para el club de sus amores, para el Ciclón. «Mi papá murió como le gustaría morir a cualquier hincha de San Lorenzo: trabajando y dando la vida por el club», dijo su hijo Fernando, en uno de los muchos homenajes que siguieron a un luctuoso 3 de julio de 2011.
«Casita», era un tipo bajito, muy liviano, que descomponía defensas enteras quebrando rivales a su antojo. Había nacido en el barrio de La Florida, en la incipiente ciudad balnearia, y hasta allí se fueron los técnicos de San Lorenzo para reclutarlo. Era el extremos izquierdo de aquel equipo pues, como él mismo contaba, «había otros diez como el Loco o el Bambi, así que no me quedó otra que ir de once».
Veira asegura que algunos goles sentía vergüenza de cantarlos como propios, después de que Victorio regatease hasta los alientos de los cadáveres de la defensa y se la diese en bandeja, para empujar. Tan bueno era que Minella lo convocó para defender a la albiceleste en la Copa de las Naciones de 1964, de la que se recuerda un histórico 3-0 frente al archienemigo Brasil. Solo un año después, el frío corazón de un militar truncaba una carrera con una ráfaga a la que le sobraron veinte casquillos; un solo proyectil desbarató aquel cálculo de futbolista grande, enorme, que trató de estirar unos años más su sueño en el modesto Quilmes de su Mar de Plata natal. Ya retirado, llegó a trabajar incluso en un casino. Murió en junio de 2013, a los sesenta y siete años.
La naturaleza dispersa de sus compañeros de ataque nunca discutió a Telch el honor de rezar para la historia como el más sacrificado de todos ellos; un tipo serio, la Oveja. Hijo de gentes de campo y acostumbrado a trastear, de aquí para allá, con un carro y un matalón, lleno de verduras y hortalizas que compraban y revendían a horarios intempestivos, entre la crudeza de la Argentina rural que a él le tocó sentir y padecer. Decían que corría un pueblo entero durante los noventa minutos de cada partido, y siempre se sospechó que su cara no estaba tan sucia como la de sus otros compañeros. Fue en uno de sus más de cuatrocientos partidos con la azulgrana del Ciclón, y frente al todopoderoso Boca Juniors, cuando el Bambino Veira perdió un balón en medio campo ante «el Rata», Antonio Ubaldo Rattin, y un desesperado Telch le gritaba que corriese, que no se quedase allí parado… «¡Corré vos, que te acostás a las ocho de la tarde! ¡Irrespetuoso!».
Y es que, así era el Bambi. Cuenta Gatti, otro del club de los cuerdos, que a Veira no le gustaba moverse demasiado en la cancha, y que solía acampar en una porción mínima de terreno que apenas abandonaba. Pero si la pelota pasaba lo suficientemente cerca de él para que su mente visualizara factible el esfuerzo de alcanzarla y controlar, entonces estabas muerto. «Yo tenía pasión por la pelota y por las mujeres, y todo no se puede tener… ¡O la luna o el sol!», solía decir para justificar lo que no llegó a ser por causa de su afición a la noche y la dispersión.
Se dice que fue un precursor del propio Maradona, y que podía gambetear mientras volaba por la cancha, aunque solo aquellos días en que el cuerpo se lo pedía y la falta de sueño no lo impedía, claro. «Yo, la semana que venía un clásico, y veía a toda la afición, a todo el periodismo… Yo me cuidaba esa semana. Me acostaba temprano, no sé… A la una. ¡Y esa semana era un fenómeno!». Jugaba con las medias bajas porque decía pertenecer al fútbol facha, al fútbol de los guapos, y su relación con los defensas centrales siempre fue algo más que una simple historia de amor. «Andate por los costados, Bambino; en el medio, Vietnam», le dijo un día Moreno Castillo.Oubiña, por su parte, lo llegó a amenazar con tirarlo al río y Rubén Martino Navarro, mucho más explícito, y al que no apodaban «Hacha Brava» por puro capricho, le advirtió de que lo partiría si se volvía a mover. Y lo partió.
Los Carasucias contagiaban una alegría que trascendía más allá del campo, que se imponía por encima del resultado final. Llevaron hasta las últimas consecuencias la máxima de que al fútbol se juega, por pura definición, y quizás por esa razón los estadios se llenaban hasta el imposible, para comprobar que era cierto que se podían ejecutar caños de ida y vuelta, que las telas de araña desaparecían con tiros libres y que las gambetas estaban hechas de luz y de niebla, en especial sobre el césped del viejo Gasómetro, el primer y viejo hogar de San Lorenzo de Almagro.
Allí se forjó gran parte de la leyenda de aquel equipo de artistas desvergonzados que no necesitaron de grandes victorias para ocupar un lugar de honor junto a los otros grandes mitos del Ciclón de Boedo, situados por el cariño de la hinchada a la misma altura que el terceto de oro, aquellos Pontoni, Farro y Martino de los años cuarenta, también conocidos como «los tres Mosqueteros». Escribieron una de las páginas más hermosas del fútbol argentino y llenaron con su encantadora particularidad las charlas de café y de oficina, las sobremesas en familia y la memoria de quienes disfrutaron, o simplemente soñaron, con un fútbol que miraba a la portería contraria como si fuese la mina más linda de todo el cabaret.