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Jeffries vs Johnson, blanco contra negro; el origen de la expresión «la gran esperanza blanca»

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Jim Jeffries vs Jack Johnson, la batalla de las razas (foto: DP)

Usted habrá escuchado y empleado muchas veces la expresión «la gran esperanza blanca». Posiblemente sepa que tiene su origen en el mundo del boxeo, donde ha sido empleada a menudo como frase hecha: durante un tiempo hubo tantos campeones negros que cualquier púgil prometedor blanco era etiquetado como tal. Pero es algo más que una expresión genérica; tiene toda una historia detrás que quizá mucha gente no conoce pero que es una de las más importantes desde que existe el boxeo profesional, incluso diría que desde que existe la competición deportiva moderna. Una historia que nos remontará a principios del siglo XX. El 4 de julio de 1910, día de la Independencia de los Estados Unidos, iba a convertirse en una fecha clave: se enfrentaban las dos mayores leyendas pugilísticas de la época. Un blanco, Jim Jeffries, hasta entonces invicto. Y un negro que venía arrasándolo todo a su paso tanto dentro como fuera del ring, Jack Johnson. Fue el primer púgil afroamericano al que se le permitió disputar el título mundial de los pesos pesados.

Hoy resulta difícil  imaginar el impacto que tuvo aquel combate en la sociedad estadounidense, así como su seguimiento internacional en un tiempo donde los medios de comunicación de masas se encontraban aún en pañales. Fue el primer evento deportivo calificado como «del siglo» porque estaba en juego mucho más que un título deportivo. Estaba en juego la dignidad de dos razas, o así lo veían entonces. Su repercusión extradeportiva, social y política, probablemente ha sido igualada únicamente por el campeonato mundial de ajedrez de 1972 que jugaron Bobby Fischer y Boris Spassky. Basten algunos datos: en pleno 1910, cuando no existían televisión ni radio, tuvieron que ser fletados nada menos que quince trenes especiales para llevar hasta Reno —capital de Nevada, donde iba a celebrarse la pelea— a todos los aficionados deseosos de comprar una entrada. Aunque veinte mil afortunados lo consiguieron, muchos otros miles se quedaron deambulando por las calles de la ciudad y tuvieron que seguir los acontecimientos del combate mediante el boca a boca. Era tal el grado de tensión reinante antes de la pelea que los asistentes fueron registrados en busca de armas e incluso fue prohibido el consumo de alcohol en previsión de incidentes graves. Existía la seria posibilidad de que Jack Johnson, el púgil negro, sufriese un atentado y muchos se preguntaban si saldría vivo de un recinto donde el 100 %  del público iba a ser blanco y mayoritariamente racista.

Jack Johnson, (a la derecha) contra Jim Jefferies (Foto: Cordon Press)

En el resto de los Estados Unidos la gente siguió la pelea como podía: dado que no existía retransmisión radiofónica, recurrían a cualquier medio a su alcance. En Nueva York, por ejemplo, una multitud de treinta mil personas (¡más de las que se reunieron en el recinto de la pelea!) se congregó en torno a un teletipo de la calle Broadway para ir conociendo el desarrollo del combate. Toda la nación estaba en vilo y otros muchos otros países seguían muy de cerca los acontecimientos mediante las primitivas comunicaciones intercontinentales. Y eso no fue todo. Al finalizar la pelea estallaron disturbios de tinte racial en más de cincuenta ciudades estadounidenses. Hubo por lo menos una veintena de muertos, amén de cientos de heridos, a raíz de conocerse el resultado de la contienda. Todo por un combate de boxeo. La filmación de la pelea, que empezó a exhibirse en salas de cine, fue la película más taquillera en la breve historia del cine estadounidense hasta el estreno de la superproducción El nacimiento de una nación, del grandilocuente director D. W. Griffith. Háganse una idea de la magnitud del evento.

Pero para entender toda esta histeria desatada por un mero combate de boxeo hay que viajar algunos años atrás en el tiempo y poner las cosas en su contexto.

Ese Jack Johnson es un buen boxeador, pero es negro, y por ese motivo nunca pelearé contra él. Si yo no fuese el campeón me enfrentaría a él como a cualquier otro… pero lo soy, y el título no irá a manos de un negro mientras yo pueda evitarlo.

Así habló Jim Jeffries mientras fue campeón mundial de los pesos pesados. Lució la corona entre 1899 y 1904. Durante esos años, efectivamente, no se dignó pelear contra un aspirante negro. Lo dejó bien claro: «cuando no queden rivales blancos con los que pelear, me retiraré». No puso en juego su corona contra púgiles de otras razas como tampoco lo habían hecho sus predecesores, porque desde la creación oficial del título mundial en 1885 lo habían lucido cuatro estadounidenses y un británico —todos blancos— y ninguno de ellos consideró acceder a pelear con un aspirante que no fuese también blanco. Los anglosajones dominaban el pugilismo y el racismo imperante en sus respectivas sociedades (no solamente en los Estados Unidos) se reflejaba en los cuadriláteros. No es que todos los púgiles blancos fuesen racistas, desde luego. Había unos cuantos que no lo eran. Pero la presión social y mediática para mantener el título mundial como asunto exclusivamente blanco era enorme porque era mucho más que una mera distinción deportiva: ya entonces su poseedor gozaba de una repercusión internacional reservada únicamente para un puñado de elegidos (reyes, presidentes, etc.) y poco importaba que la división estuviese casi totalmente dominada por los estadounidenses, porque gozaba de una enorme popularidad en muchos otros países del planeta. Era el deporte más popular del mundo.

Jim Jeffries, cuarto campeón mundial de los pesos pesados, que se retiró invicto en 1905. (Foto: DP)

Durante su reinado, Jim Jeffries fue unánimemente considerado el mejor peso pesado que había existido nunca. No necesitaba ponerse a prueba contra un negro. Todos los aficionados lo admiraban y todos los rivales temían su tremendo golpe de izquierda, su fiera combatividad y su capacidad de resistencia frente a los ataques del adversario, características que habían hecho de él un púgil verdaderamente temible. Desde luego Jeffries era un tipo duro, la clase de individuo que parecía hecho de piedra. Se decía, por ejemplo, que él mismo se había curado una neumonía por el sencillo procedimiento de beberse una caja entera de whisky en un par de días. Su biografía explica de dónde provenía esa dureza: había nacido y crecido en una granja de Ohio, familiarizándose rápidamente con las duras labores del campo en una familia a la que no le iban demasiado bien las cosas.

Cuando tenía dieciséis años se mudaron a California, donde el joven Jim se puso a trabajar en una fábrica de calderas de acero. Allí obtuvo su apodo de competición, The Boilermaker («el Calderero»). Aunque su gran afición era el boxeo y no tardó en destacar: era un individuo físicamente imponente, 1,87 de puro músculo, dotado además de una técnica y combatividad que lo separaban claramente del resto. Un púgil de primerísima magnitud cuya popularidad lo llevó a hacer giras por Europa. Incluso le permitió aparecer en algunas de las más primitivas producciones cinematográficas. Jim Jeffries era una leyenda viva. Un buen día decidió que se iba a retirar mientras todavía estaba en lo más alto. Había defendido nueve veces su título mundial, todas ellas contra rivales blancos: seis estadounidenses, un canadiense, un irlandés y un inglés.

Jim Jeffries antes del combate contra Johnson (Foto: Cordon Press)

No había perdido nunca un combate, lo cual es una anomalía en la carrera de un peso pesado de élite (solamente otro campeón de los pesos pesados se ha retirado invicto; Rocky Marciano, que dejó los cuadriláteros en 1956 tras defender seis veces su corona). Jeffries no solamente no había perdido sino que jamás un rival le había hecho besar la lona. Ni una sola derrota, ni un solo knock down, y un par de empates de los cuales uno fue muy controvertido y debió haberse convertido en otra victoria a su favor. Es decir: una carrera casi literalmente perfecta.

Con todo este currículum y a punto de cumplir la treintena, Jim Jeffries decidió colgar los guantes. Reunió el dinero que había ganado durante sus años como campeón, se compró un rancho y se puso a cultivar alfalfa. Siempre había echado de menos el campo, desde que tuvo que cambiar las plácidas brisas rurales de su infancia por la atmósfera insalubre de una fábrica de acero. Aunque era rico y famoso, se sentía más cómodo y feliz plantando cereales, alejado de los focos y la atención de la prensa. Eso sí, poco podía imaginar que tendría que volver a los cuadriláteros seis años más adelante y no por problemas de dinero, sino por la supuesta defensa de la dignidad de toda una raza. Pero no adelantemos acontecimientos.

Jack Johnson vs Jim Jeffries (Foto: Cordon Press)

Mientras Jeffries era campeón había surgido una nueva fuerza pugilística: Jack Johnson, también 1,88 de puro músculo, que poseía una técnica muy refinada para la época y todas las condiciones para convertirse en un digno aspirante al título mundial. Pero al ser negro nunca pudo desafiar al temible Calderero mientras Jeffries lució la corona. Cuando Jeffries se retiró, Johnson llevaba ya diez defensas del único título al que le permitían aspirar: Campeón Mundial de Color. En 1905, con el trono absoluto vacante, tampoco pudo Johnson competir pese a su más que notable trayectoria. Fueron dos blancos quienes se lo disputaron y Marvin Hart se proclamó nuevo campeón. Hart, «el fontanero de Kentucky», procedía por cierto de la ciudad de Louisville, la misma que décadas más adelante vería nacer al boxeador más importante de todos los tiempos, Cassius Clay.

Hart tampoco estaba dispuesto a jugarse el título con un negro, pero el imparable ascenso de Jack Johnson estaba poniendo en duda el predominio blanco sobre los cuadriláteros. Llevaba sin perder un combate desde 1901, eso eran cuatro años. Para no pocos expertos, Johnson podía ser el mejor peso pesado surgido después de Jim Jeffries. Finalmente el campeón mundial aceptó subir al ring con Johnson, pero con la condición de que no estuviese en juego el título mundial. Sería un combate para decidir quién era el mejor, pero de manera extraoficial y evitando que la corona fuese a parar a manos de un negro. Johnson también aceptó, principalmente por dinero y porque aquel combate iba a redoblar su ya considerable fama.

Jim Jeffries (Foto: Cordon Press)

Pero aunque no hubiese título de por medio, estaban en juego muchas cosas: para la población negra estadounidense, particularmente, era una ocasión única de contemplar a un miembro de su raza humillando al campeón blanco. Para los blancos más racistas era la ocasión de poner a un negro insolente en su lugar. La pelea, que se celebró en un abarrotado Woodward’s Pavillion de San Francisco, terminó siendo más larga y tensa que verdaderamente espectacular. Ambos púgiles se mostraron mucho respeto mutuo. Jack Johnson —con todo el público blanco en contra, claro— se centró en la defensa y el contragolpe. Marvin Hart fue más agresivo e intentó llevar la batuta del ataque, pero sufrió un enorme castigo durante los diez primeros asaltos, tras los cuales su cara quedó hecha un mapa. Únicamente en el undécimo asalto consiguió Hart asestar un golpe que hizo tambalearse a Johnson. Nadie estaba muy seguro de cómo puntuar el combate. Durante los nueve últimos asaltos ambos púgiles estaban visiblemente cansados y se limitaron a aguantar el tipo como podían. Pese a todo, el rostro de Jack Johnson apenas mostraba secuelas, mientras que el del campeón mundial estaba casi desfigurado.

Tras la campana final, el árbitro dio la victoria a Marvin Hart, que había atacado más y no había recurrido tanto al contragolpe. Sin un trío de jueces —sistema mucho más justo que todavía no se había instaurado— todo quedaba al criterio del árbitro. Resulta difícil precisar hasta qué punto fue ecuánime la decisión. Aunque ya antes de la pelea se sabía bien que aquel árbitro tenía fama de favorecer siempre al boxeador más agresivo, siempre cabe la sospecha de que el asunto racial pudiese haber influido. En definitiva: aunque muchos pensaron que Johnson había ganado con claridad, aquel combate supuso su primera derrota en cuatro años. Ni que decir tiene, para los afroamericanos aquello supuso un duro golpe.

Pero ni siquiera aquella dudosa derrota pudo acallar el runrún en torno a las posibilidades de Jack Johnson como aspirante al título mundial. Además, la historia seguía su curso: en 1906 Marvin Hart perdió el título a manos del canadiense Tommy Burns. Y ello supuso una revolución, porque Burns estaba decidido a romper todos los moldes y todos los tabús. Nacido en el seno de una modesta familia de origen alemán afincada en una zona rural de Ontario, Burns pronto demostró que no se dejaba influir por los prejuicios de los campeones estadounidenses y británicos. Para él, el boxeo era lo más importante, más que las cuestiones raciales. Veía las cosas de otra manera:

Defenderé mi título contra cualquier aspirante, sin excepción. Y con esto quiero decir blancos, negros, mexicanos, indios o de cualquier otra nacionalidad. Pretendo ser el campeón mundial, no el campeón blanco, ni el campeón de Canadá, ni el campeón de América. Si no soy el mejor en la división de los pesos pesados, entonces no quiero este título.

Y fue el mejor durante dos años y medio. Defendió su título nada menos que once veces, deshaciéndose de todo tipo de rivales pese a su corta estatura (1,70, realmente bajito para ser un peso pesado). Mientras tanto, Johnson había trabajado duramente sobre el ring: desde aquella controvertida derrota con Marvin Hart, disputó la friolera de treinta nuevos combates con apabullantes resultados: veintiséis victorias, tres empates, un combate nulo y una única derrota por descalificación a causa de una supuesta falta disciplinaria (por una vez no pensemos en motivos raciales, porque aquella vez su oponente también era negro). De todos los posibles aspirantes a campeón mundial de diversas partes del planeta, nadie presentaba semejante currículum. Jack Johnson estaba aporreando la puerta del título con tal ímpetu que incluso los impedimentos raciales empezaron a tambalearse. Ya rea cuestión de vergüenza que no le dejasen disputar el título. Lo único que se necesitaba era un promotor que se atreviera a organizar un pelea donde el título de campeón mundial pudiese ir a manos de un negro. En los Estados Unidos no parecía posible.

Finalmente fue un promotor australiano quien puso el dinero y organizó la velada. Por primera vez, un campeón mundial defendería su título frente a un boxeador que no era blanco. La pelea se celebró en Sydney a finales de 1908. El campeón Tommy Burns cobraría treinta mil dólares, la cifra más elevada jamás pagada a un boxeador hasta entonces. Jack Johnson cobró la sexta parte: cinco mil dólares. Las reglas del combate recogían que el propio promotor ejercería como árbitro y que las autoridades locales —esto es, la policía de Sydney— tenían la potestad para detener el combate en caso de peligro físico para alguno de los dos contendientes. Si la policía paraba la pelea, el árbitro decidiría el vencedor.

El canadiense Tommy Burns aseguró que se jugaría el título con cualquiera que lo mereciese, blanco o negro, y cumplió su palabra. (Foto: DP)

El combate fue largo, pero no tuvo demasiada historia. El hasta entonces intratable Tommy Burns aguantó el vendaval como pudo, pero Jack Johnson tenía mucha más envergadura, más técnica, mejores movimientos y una mentalidad mucho más fría. Constantemente anulaba los ataques de Burns con el clinch. Incluso se permitía el lujo de sonreír y dirigirse al público: veinte mil australianos blancos que le insultaban constantemente llamándole «payaso» y «negrata». Y sin embargo, aquel ambiente infernal parecía no hacer mella en él. Incluso se burlaba de su rival: «Pobre Tommy, ¿de verdad pensabas que eras boxeador?», «Pero ¿quién se supone que te ha enseñado a pelear?». El canadiense no podía hacer nada, porque la superioridad de Jack Johnson era insultante. A poco de comenzar del decimocuarto asalto, Burns parecía ya completamente desamparado. Estaba recibiendo una paliza,  visiblemente agotado, y pese a demostrar un considerable pundonor ni siquiera parecía capaz de defenderse. La policía australiana decidió intervenir y detuvo el combate. Por desgracia, detalle significativo, los policías decidieron detener también las cámaras unos segundos antes. Así que la pelea está filmada… pero no dejaron que quedase registrado el momento en que por primera vez un negro se hacía con el campeonato mundial de los pesos pesados.

La conmoción posterior fue tremenda. Los negros estadounidenses lo celebraron como si se tratase de una victoria bélica y entre el grueso de la sociedad blanca cundió el estupor. Pero quizá lo mejor sea recurrir a las palabras de Jack London. El famoso novelista cubrió la pelea como corresponsal de un periódico y esto fue lo que escribió en su crónica:

¿El combate? No hubo combate. Ni la masacre de Armenia podría compararse con la desesperada carnicería que hoy ha tenido lugar aquí. La pelea, si se la puede llamar tal, era como el enfrentamiento de un pigmeo con un coloso. Pero hay algo que ha quedado claro: Jim Jeffries debe salir de su granja de alfalfa y borrar la sonrisa del rostro de Jack Johnson. Jeff, ¡todo depende de ti ahora! El hombre blanco debe ser rescatado.

Esta cita habla por sí misma. La sociedad blanca estadounidense, o una buena parte de ella, no aceptaba que un negro se hubiese hecho finalmente con la distinción deportiva más reputada del planeta. Durante 1909 Jack Johnson retuvo su título cuatro veces frente a cuatro rivales blancos. Tres peleas fueron victorias relativamente rutinarias para Johnson. Solamente una de ellas, en la que se presentó algo bajo de forma tras varios meses de inactividad, terminó en empate, pero ni siquiera en aquella ocasión se pusieron de acuerdo los cronistas sobre el resultado justo, porque la sensación generalizada era la de que ningún boxeador blanco en activo tenía posibilidades de vencer a Jack Johnson.

Jack Johnson (Foto: Cordon Press)

Su físico, y sobre todo su técnica y astucia táctica, lo hacían parecer intocable. Y aquello no era lo único que soliviantaba a buena parte del público blanco. El comportamiento de Jack Johnson irritaba a la América segregacionista porque lejos de mostrar la imagen de un «buen negro» sumiso y servicial, vivía la vida como le daba la gana. Vestía como un gentleman, presumía de su fama, de su dinero y lo que era peor, de sus romances con mujeres blancas. Las barreras que aprisionaban a los afroamericanos no solamente eran sociales y legales, sino también psicológicas, pero el nuevo campeón mundial se comportaba como si ninguna de esas barreras psicológicas existiese para él. Convertido en una estrella internacional, su desparpajo y su fuerte personalidad se transformaron en una bandera de libertad e independencia a la que los negros estadounidenses se podían agarrar. Jack Johnson se atrevía a quebrantar todas las barreras raciales con tal desenvoltura que parecía haber llegado de otro planeta.

Pero no, no procedía de otro planeta. El «Gigante de Galveston» había nacido en Texas. Era hijo de antiguos esclavos, emancipados tras la abolición. Cuando Jack era un niño, su padre trabajaba como conserje y su madre era empleada doméstica; ambos se preocuparon de darles una educación a sus hijos, enseñándoles a leer y escribir, etc. Pero el díscolo Jack pronto decidió que quería vivir la vida a su manera. Es verdad que casi todo lo que se conoce sobre la infancia y primera adolescencia de Johnson está en su florida autobiografía Jack Johnson In the Ring and Out. Y resulta un tanto difícil saber hasta dónde llega la realidad y dónde se adorna con respecto a su pasado; a Johnson siempre le gustó revestirse de una aureola bohemia y extravagante, y cuidaba su personaje casi como un Muhammad Ali o un Salvador Dalí.

Con todo, algunas de la anécdotas más llamativas de su infancia se dan por ciertas, como cuando escapó de casa con doce años para ver mundo: tras colarse como polizón en un tren que se dirigía al norte del país —Jack quería visitar Nueva York— los empleados ferroviarios le descubrieron, le pegaron una paliza y lo echaron a mitad de trayecto. Él no desfalleció y se las arregló para llegar a su destino, empleando una mezcla de determinación, oportunismo y astucia. Estando ya en Nueva York, viéndose sin un centavo, el chaval se agarró a la barandilla de un barco y amenazó con arrojarse al mar («¡a nadie le importa lo que le pase a este pobre negro!»), tras lo cual le llovieron las monedas y billetes de pasajeros conmovidos. O así lo contaba él. También en ese viaje trabajó fregando platos y cocinando en un carguero. Después fue empleado en un establo de Boston, donde el dueño le enseñó los primeros rudimentos del boxeo. El que Johnson presentara su infancia y adolescencia como la de un pequeño aventurero caradura no era casual: aquella era precisamente la imagen que quiso proyectar siempre. La de un hombre libre que no atendía a convencionalismos, un ácrata que vivía la vida sin importar lo que opinasen los demás.

Joe Choynski y Jack Johnson entre rejas
Increíble imagen de 1901, más propia de una película: Joe Choynski y Jack Johnson entre rejas, custodiados por los Texas Rangers. En aquella celda aprendió Johnson los secretos que le ayudaron a ser campeón.

De vuelta en Texas tras su novelesco viaje iniciático, el adolescente Johnson abandonó la escuela y empezó a trabajar en los muelles. Allí descubrió que las peleas callejeras eran una de las principales aficiones de los portuarios. Pese a su extrema juventud empezó a involucrarse en ellas., usando el poco boxeo que había aprendido en Boston y un físico muy desarrollado para su edad. Al cumplir los diecisiete años se quedó sin rivales en Galveston y empezó a viajar por todo el país participando en combates amateur, a cambio de poco más que comida y alojamiento. Debutó como profesional a los veinte años, aunque el registro de sus combates durante aquellos tiempos es casi imposible de conocer con certeza, ya que participó en muchas veladas ilegales. También al cumplir los veinte contrajo matrimonio con una chica negra, pero la relación no tardó en estropearse y la ruptura lo dejó tan conmocionado que desde entonces decidió que se relacionaría únicamente con mujeres blancas.

En sus inicios profesionales Johnson era un púgil prometedor, pero no uno particularmente descollante. Durante tres años peleó y se hizo un nombre, pero no terminaba de explotar todo su potencial. El momento definitorio de su carrera se produjo en 1901, cuando en su Galveston natal se organizó un combate entre Johnson y Joe Choyinski, un importantísimo boxeador que entre otras cosas había sido el único púgil en obtener un empate indiscutido con el legendario Jim Jeffries (el otro empate de Jeffries, como comentábamos, fue una decisión muy polémica y debió haber sido una victoria). Aquello era una hazaña sin igual para un púgil de la época, por lo que cabe imaginar el enorme prestigio de Choyinski, de treinta y tres años, que le sacaba diez años a Jack Johnson. Choyinksi no tuvo problema en imponer su experiencia:  noqueó a Johnson sin piedad después de solamente tres asaltos. Y la cosa hubiera terminado ahí de no ser porque el combate fue contemplado por una patrulla de los Texas Rangers: dado que la pelea era ilegal, ambos púgiles fueron detenidos al finalizar.

Joe Choyinski y (detrás) Jack Johnson (Foto: Wikipedia)

El sheriff, eso sí, quiso usarlos a su conveniencia. Les prometió mejores condiciones de vida en prisión si accedían a compartir una celda y entrenar juntos como espectáculo para los visitantes. Accedieron. Ambos púgiles pasaron un mes encerrados, durante el que entrenaron juntos ante una pequeña multitud de curiosos. Trabaron una estrecha amistad. Es más,  el experimentado Choyinski percibió al instante las inmensas cualidades de Jack Johnson. El joven púgil negro era un talento por pulir: «un tipo que se mueve como tú no debería recibir ningún golpe», le dijo. Durante aquellas semanas le transmitió todo lo que pudo su conocimiento de la técnica y particularmente de la defensa. Johnson absorbió todo aquello como una esponja. Empezó a usar el estilo defensivo de Choyinski, con una característica peculiar: evitaba los golpes del rival inclinándose no hacia los lados o hacia abajo según la costumbre, sino hacia atrás, como haría Muhammad Ali muchos años más tarde. Aquellas semanas de cárcel junto a Choyinski fueron la mejor escuela pugilística de toda su carrera.

Cuando salieron de la celda, Jack Johnson era ya otro boxeador. Tanto era así, que durante los siguientes ocho años únicamente cosechó dos derrotas: la muy discutible frente a Marvin Hart que ya hemos narrado, y aquella otra por descalificación que también hemos mencionado. En 1903 se proclamó campeón mundial de color. En 1908, a los treinta años, obtuvo el campeonato mundial absoluto en Australia. En 1909 era rico, famoso, un ídolo internacional, un referente para todos los negros de Norteamérica y una verdadera preocupación para la sociedad del apartheid, que lo veía retozando con mujeres blancas y burlándose de todas las barreras raciales habidas y por haber. Y lo peor para ellos: no había un púgil blanco en lontananza que pareciese capaz de arrebatarle la corona.

La raza blanca necesitaba un «salvador», como había dicho Jack London. Todos los ojos se habían vuelto hacia el retirado Jim Jeffries. La presión para que regresara a los cuadriláteros fue en aumento. Toda la prensa —mayoritariamente blanca, claro— reclamaba el retorno de Jeffries para ejercer como adalid de la defensa de su raza. Así que después de varios años plantando alfalfa, y camino de cumplir los treinta y cinco, el invicto Jim Jeffries abandonó su granja y se puso a entrenar de nuevo. Él era el único hombre que podía borrar la perenne sonrisa del rostro de Jack Johnson, aquella sonrisa que tan nerviosos ponía a los partidarios de la segregación racial. Jim Jeffries era el único púgil que nunca había perdido una pelea, él pondría en su lugar a aquel negrata insolente. Y así lo bautizó la prensa, con una etiqueta grandilocuente que depositaba en su persona toda la responsabilidad de reivindicar la supuesta dignidad de toda una raza en un país donde el color de piel determinaba el destino de un hombre. Jim Jeffries, de esta manera, se había convertido en La Gran Esperanza Blanca. Pero tenía que demostrarlo… [continúa]

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