No es pieza para glosar un colosal palmarés. Ni para enumerar otra vez gestas, títulos y trofeos. No es la biografía de un deportista único en la historia. Ni la silueta de una cima, una depresión y una nueva cima a mayor altura. Y tampoco lugar para llorar su pérdida, una de tantas crueles y absurdas que cobrar algún día al destino. Es a lo sumo un recuerdo. Un recuerdo especial. El recuerdo de un recuerdo sorprendentemente vivo.
Se ha vuelto tradición. Firme y honesta. Porque resulta espontánea. Este rito anual no desaparecerá mientras quede con vida un solo hijo de una generación capaz de recordar lo que aquella figura, una de las más enérgicas en cualquier ámbito de que fuimos testigos, nos supondría como hechizo de pantalla, como uno de los protagonistas que sin haber sido invitado lograron trascenderla de veras, convirtiéndose en monumento para siempre, en sinónimo de un tiempo ganado y una época perdida.
Vale preguntarse cómo es posible que Drazen Petrovic siga siendo un recuerdo tan poderoso, formularse por qué razón su figura permanece tan propensa a la idolatría, como un monolito que la memoria haya fosilizado en resplandor. Por qué Drazen y no otros al mismo grado de adhesión a salvo del tiempo.
Resultaría demasiado sencillo responder con su muerte prematura, con la absurda tragedia de su adiós en la cima, el primer manto de que suelen arroparse los mitos. Esto es cierto para su sacralización. Pero no suficiente. Porque no lo explica todo.
De entre las innumerables respuestas se eligen aquí únicamente dos: una emocional, fruto del contexto, y otra material, eso que se da en llamar realidad.
Para abordar la primera acude con fuerza la noción de pantalla y una explicación de tipo sociológico, de una época de experiencia y sentido irrepetibles. «En España la generación de los 80 es la primera propiamente crecida con la televisión y tal vez la última que lo hizo jugando en la calle. Calle y televisión nunca fueron más hermanas. No hay una razón que necesariamente las vincule. Sí en cambio la prodigiosa realidad de aquel matrimonio. Así corríamos a proponer, compartir y escenificar cuanto veíamos en pantalla, transfiriéndolo felices a los patios, parques, callejuelas y arrabales que atestábamos. La caja, que entonces no era tonta, tenía su natural proyección en el barrio. Y esto lo abarcaba todo: tanto éramos olímpicos o futbolistas sudando el asfalto que lagartos de V: La Batalla Final, al término de cuyos episodios caíamos de nuevo en la calle a desgranarlos con gran entusiasmo. (…) En suma, el componente vital en torno a la televisión endulzaba buena parte de la existencia, haciendo de la pantalla nuestra verdadera y casi única literatura».
Cuando las verdades, grandes o pequeñas, nos entraban por los ojos Drazen Petrovic se coló en nuestras vidas como uno de aquellos umbrales de pantalla. Con esa extraña solidaridad de los fenómenos consigo mismos ocurrió a mitad de década, en los prolegómenos de una Edad de Oro que el deporte de la canasta viviría en nuestro país en términos de calado social. «El baloncesto en España atravesaba momentos de imprevista efervescencia. La plata de Nantes y sobre todo la de Los Ángeles despertaron la nueva conciencia que el Mundobasket de nuestro país mantuvo alerta. Nombres como Sabonis, Petrovic, Oscar o Galis rivalizaban con la fama de cualquier otro futbolista en el mundo. Fernando Martín hizo realidad algo que el deporte español ni había soñado posible y un domingo de junio de 1987 España entera se hizo griega en un partido, puede que el mejor en la historia de Europa, que causó verdaderos estragos entre los muchos que entregábamos la suerte del examen a su víspera» («Cuando éramos reyes», El Punto G, 25/10/2007).
Y es exactamente aquí donde situar a Petrovic, al impacto visual que nos causó. Es necesario entender la fragilidad emocional del contexto, aún tierno y poco preparado a las gestas que la cultura americana, aquí remota, conocía como star system.
A mitad de los años 80, a punto de instalarse la NBA como emisión regular, la cultura deportiva de este país crecía a gran velocidad. De hecho la primera cultura verdaderamente internacional en la sociedad española pudo ser la deportiva dado que la propia, la nacional, ocupaba la planta baja, vivía sumida en su escasez y desventaja, envidiando y aprendiendo un sinfín de nombres extranjeros, los propietarios de la gloria. En medio de este panorama que creíamos eterno el baloncesto fue una de las primeras manifestaciones en llamar al ascensor.
Los jóvenes que perseguían entonces el baloncesto estaban acostumbrados a lo nacional, a lo que prodigaba la gran generación del 59 y sus salidas al escenario internacional —Moscú, Cali, Nantes, Los Angeles o Stuttgart—, cuyas narraciones nos llegaban entonces con la insondable distancia del sonido telefónico. Los límites de nuestra canasta eran los límites de nuestro mundo. De ahí que figuras como Epi o Fernando Martín ingresaran con fuerza en el imaginario más selecto, en la vanguardia de nuestro deporte, salpicada por algún que otro mate de Wayne Robinson, Nate Davis o David Russell, los umbrales del espectáculo patrio. Con esta tierna equipación un chaval asistía una tarde cualquiera de 1985 a la final de la Copa de Europa sabiendo que el Real Madrid estaba allí para ganarla. Ese chaval creía que todo el baloncesto era el suyo y que así debía estar hecho. Ese chaval no estaba preparado para ver, de pronto, a Drazen Petrovic. Y que todo cuanto conociera se viniese abajo humillado y durante un lapso indefinido, hipnótico y voraz, la noción misma de baloncesto fuera él, un solo jugador.
No es posible olvidar aquel impacto.
De los logros de Petrovic, de todo eso que resume un palmarés, están las páginas repletas. Han sido contados hasta la saciedad. Pero nunca se insistirá lo suficiente en la distancia abierta entre Drazen Petrovic y todo el baloncesto que había dado Europa hasta entonces. Aquella generación ingenua despertó a la confusa realidad de lo que debía ser una estrella, alguien muy por encima de los mortales por razón de los dones. De otro modo, Petrovic se nos apareció como el mejor jugador que hubiéramos visto jamás. Y más de un cuarto de siglo después no faltan quienes siguen viéndolo así.
Había para colmo algo más. Toda su puesta en escena era la cosa más insolente y obscena que el deporte español sufriría hasta las humillaciones que el fútbol italiano estaba próximo a infligir. Un sabor que los soviéticos y en particular Arvydas Sabonis —«Petrovic es un hijo de puta»—, que ni pudo terminar la final de 1986 por su puñetazo a Nakic, compartían incluso con mayor virulencia. Mucho antes que como perfil deportivo, la columna El Niñato ha pasado a nuestro tiempo como el testimonio de una impotencia.
Todo ha cambiado tanto, la corrección de la imagen ha padecido tal evolución que hoy día se nos antojaría poco menos que terrorista que un jugador, tras acertar el primer tiro libre, se girase a la grada de los suyos agitando el puño repetidamente. Una de tantas celebraciones en plena pista con el rival fulminado tratando de subir el balón. Eso era igualmente Drazen, un joven demonio de aspecto despierto, pelo florido y boca abierta que parecía venir del futuro a burlar su tiempo como rudimentario y primitivo. Cada uno de sus aciertos apuñalaba sin piedad cuanto hubiéramos imaginado grande. Insultaba la tierna previsión de nuestros límites.
Para cuando en 1988 Mendoza lo trajo a España habíamos crecido aprisa. La NBA se nos había echado encima concentrando tiránicamente toda nuestra capacidad de asombro. Y sin embargo aún quedaría él. Siempre quedaría él.
La final de la Recopa de 1989, de una audiencia que haría palidecer incluso a las masivas de hoy, volvería a situar a Drazen en ese plano irreal que seguíamos sin lograr descifrar. No era solo cosa nuestra. También de los mismos que le rodeaban. Los 62 puntos de Drazen, como si hubieran hecho falta 80 para conquistar el trofeo, confirmarían al término otra prueba más del humano recelo a la excelencia, a la superioridad absoluta de un individuo sobre el resto. Ni Fernando Martín ni Biriukov, por citar los dos ejemplos más sangrantes, reaccionaron en los términos presumibles a un título europeo. Bien al contrario no soportaban —nunca lo harían— una situación que marginara la importancia del papel que hasta entonces habían ejercido. Subyacía en el fondo una dolorosa mezcla de envidia y aprensión. Así no era divertido ganar.
Pero tampoco para el público asistir como testigo a la dolorosa soledad de los superdotados.
Tres meses después Europa pudo contemplar la mejor y más completa versión de Drazen Petrovic. Zagreb supondría además la entrada en escena de la nueva generación yugoslava, la mejor que el baloncesto fuera de los Estados Unidos contemplaría en el siglo XX. Antes de su fin la guerra y la muerte acabaron con todo.
La soledad de Drazen en Madrid encerraba una paradoja. Anunciaba el principio del fin, el viaje a una peor y más profunda soledad al otro lado del mundo.
Un viernes de octubre de 1988 el Cajabilbao recibía en La Casilla al Real Madrid. Taquilla agotada. No había seguridad que pudiera evitar que decenas de chavales bajaran a pista durante el calentamiento a ver a Drazen de cerca. Un enjambre que se desplazaba por la banda en paralelo a sus carreras y evoluciones con el balón. A unos metros de él, con papeles y bolígrafos, no cesaban de gritar su nombre a la espera de una mirada, un guiño, una quimera, a lo que sí respondían otros de carne y hueso como Romay o el imponente Martín. Nada más era posible hacer mientras Drazen, completamente ajeno a su entorno, no mutaría un ápice su guión previsto. Era fácil imaginar igual escena en todos los pabellones que visitaba.
A punto de finalizar el calentamiento el mito brindaría su regalo. Entrando desde la diagonal derecha del triple disparó un único bote antes de hacer girar el balón dos veces alrededor de la espalda y otras dos alrededor de su pierna derecha, alzada para dejar suavemente la bandeja. Lo hizo mediante los dos pasos reglamentarios, camuflando durante décimas la vista del balón por la increíble velocidad del doble gesto. El pabellón se levantó enardecido en un aplauso, Drazen corrió al banquillo y los chavales se dispersaron. No conocía otra forma de comunicarse y aquel fue su mensaje para los presentes, imposible de olvidar.
14 años después, en marzo de 2002, la ACB propuso durante la celebración de la Copa en Vitoria una «sesión golfa» de baloncesto en un local que, en mitad de la noche, terminaría abarrotado. En una pantalla gigante los asistentes disfrutarían de una prolongada sesión de vídeo con imágenes de valiosa selección. Al entrañable Xabier Añua correspondía la vieja liga nacional, a Javier Gancedo el baloncesto FIBA y a quien suscribe los fuegos de artificio NBA. Gancedo bordaría su parte con un soufflé formado por Kukoc, Delibasic y el genial Koudelin. Pero sin duda el momento cumbre de la velada remontaba entre 15 y 20 años atrás y tenía a Petrovic como motivo. Parte del público había regado la espera con alcohol, que obraría un efecto conmovedor en el momento de conquistar Drazen la pantalla. Era el vívido recuerdo de los presentes lo que incluso les hacía incorporarse del asiento por espontánea emoción. Fueron instantes de verdadera comunión sin trampa ni cartón que permiten entender, aún hoy, el enorme calado de su memoria.
Y aquí es donde cabe admitir la segunda razón. Formularse si verdaderamente es Drazen justo acreedor a la magnitud de su recuerdo. Si hay un material objetivo para semejante veneración.
En el imaginario colectivo reposa la convicción de que Drazen inflamó su talento natural con un tonelaje de trabajo a la altura de nadie. La creencia de que la vida de Petrovic era el baloncesto a niveles de autista obsesión. Esa certeza se apoya en una insobornable verdad. En la segunda mitad de los años 70, formando ya parte de las categorías inferiores del Sibenka, pongamos con 14 o 15 años «el joven Drazen consiguió que la directiva de su club le confiase unas llaves del pabellón, al que acudía cada día a las 6:30 h de la mañana para practicar individualmente antes de asistir al instituto» (Sueños Robados, pág. 46). Y nunca antes de que el balón besara mil veces la red. Con las variaciones imaginables este ritual le acompañaría hasta su último día de vida.
No son casuales algunas de las cifras más desorbitadas que haya dado algún jugador en el mundo. En su caso, de 1985 a 1989. Hablamos de 43,3 puntos de media con un 48,3% de tiro y un 63,9% en triples. De 37,2 al año siguiente con 57,2% y 54,4%. De 33,9 con 53,5% y 59,2% y de un 62% de tiro para 28,5 puntos en su temporada con el Real Madrid. Ni hay precedente ni parangón posterior.
Y sin embargo nada de esto importa de veras para subrayar su perfil. Por muy elevados que fuesen sus ideales urge subrayar la más valiosa de sus realidades: Drazen Petrovic sigue ocupando hoy día una de las cumbres de pasión técnica más altas en la historia del deporte. Y aún más asombroso, sin apenas prodigar ambidextría.
Cada uno de sus segundos con balón era una perfecta ceremonia, una prosa geométrica, mareante y hermosa. Con un indescifrable desfile de fintas y estafas era capaz de llegar bajo el aro y dejar el balón a tabla cuantas veces quisiera por muy poblada que estuviera la zona. A menudo, cansado de anotar y con el marcador de cara, se animaba a disparar pases sobrados de genio y recreo, como burlando toda la pesada academia europea que nadie como él representaba con mayor nobleza. Su embriaguez consistía en permitirse instantes lúcidos de anarquía.
Su carrera puede además explicarse como uno de los casos más insólitos de carga técnica declinante. La creencia de que el trabajo en los fundamentos mejora la calidad técnica de los jugadores es cierta. Si uno observa a Michael Jordan de 1985 y lo enfrenta a su versión de 1993 comprobará que su material de uso habrá aumentado exponencialmente. Pero si en cambio lo hace con Drazen Petrovic en ese mismo periodo se sorprenderá de la diferencia en sentido inverso, como si en esta segunda versión su carga técnica hubiera desaparecido.
Este proceso se debe al obligado peaje para sobrevivir en Estados Unidos. Aconteció en nombre de la eficacia.
Antes de emigrar a la NBA Drazen era técnicamente superior a todo cuanto Europa hubiera conocido. Su cima era de mayor altura que la bellísima cadencia de Delibasic y lo sería después sobre el ampuloso Bodiroga y el pedante Komacec.
Su barroquismo en Europa, toda esa querencia por la sobrecarga de recursos, resultaba útil porque el juego se cocinaba a fuego lento. O por defecto, a su misma velocidad. Pero al llegar a la NBA experimentó un violento colapso de todo aquel excedente previo. Allí percibió que sus cross, sus fintas y todo su enorme yacimiento mímico no movían al defensor, no lo sorteaban ni era suficiente. Su carga técnica resultaba inútil. Unido a su inocencia defensiva aquel fue su primer gran shock: comprobar que todo su armamento, que todo cuanto le había dotado de sentido en pura exhibición, era de fogueo.
Tres años después Petrovic estaba limpio. No había ornamento ni sobra. Había una ejecución técnica típica de un escolta NBA. Ya era un tirador. Había conseguido adaptarse al medio. Su figura anterior había muerto y su carga técnica desaparecido.
Esta alteración en el más brillante producto europeo hasta entonces sigue representando a día de hoy un triunfo admirable. La posibilidad de vaciar un pasado técnico por completo —de dejar de ser él mismo— y convertirse en un nuevo jugador. Y todo ello con éxito.
Tanto como que poco antes de su muerte había sido oficialmente nombrado el tercer mejor escolta del mundo por detrás de Michael Jordan y Joe Dumars.
Su muerte en una maldita carretera alemana elevaría a las nubes el terreno emocional. En cambio el objetivo, lo que instalar en la realidad, el sentido mismo de su apresurada carrera, ocuparía uno de los más apasionantes capítulos en la voluminosa y aún no escrita Historia del baloncesto en Europa. Y en la de aquellos pioneros en conquistar el mejor baloncesto del mundo y el alma colectiva de quienes lo vieron jugar.
Para siempre además.
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«El verdadero valor de un jugador
no lo establece la victoria,
sino la memoria»
(Psicobasket, CXIX)
Era demasiado egolatra e individualista,la final de la recopa que ganó el Real Madrid fue a pesar de los 62 puntos que el metió………..no le importaba el equipo, so,o sobresalir,eso en un deporte de conjunto no es bueno,nunca fue buen compañero, no era buen jugador de Baloncesto!!!
Eso, maria, es un falso mantra que solo se repite en España. Un jugador sin ego no es un buen jugador. ¿Individualista? En su año en España fue el segundo mejor asistente de la competición, solo superado por Pablo Laso. Es uno de los pocos jugadores que en la antigua Copa de Europa superó las 10 diez asistencias. Lo siento maria, pero tu opinión está llena de prejuicios y es indocumentada.
Hola;
¿Drazen Petrovic tenía un ego muy grande? Pues yo diría que tenía una confianza en sí mismo gigante, lo cual es necesario para ser Petrovic o Jordán, pues de lo contrario puedes llegar a ser un buen jugador pero no una súper estrella del deporte mundial. Para mí Petrovic es el mejor jugador europeo que yo he visto, pues dominaba todos los aspectos del juego y ayudaba al equipo a ganar partidos. Tampoco me hagan mucho caso porque Petrovic es uno de mis jugadores favoritos.
Un saludo.
Eso era lo que pensaban algunos jugadores del Real Madrid de Petrovic debido a la envidia que le tenían esencialmente, en la NBA jugadores como Michael Jordan hacían cosas parecidas y nadie les criticaba o envidiaba, sino lo contrario, por eso Drazen se fue a USA, porque estaba harto de la mediocridad de Europa y España. Drazen fue el mejor jugador europeo de su época con mucha diferencia y eso lo reconocen genios del baloncesto de la NBA.
Ese comentario es de alguien que no ha visto ni un partido de él y que no tiene ni idea de baloncesto.
Drazen era odiado porque era invencible y se inventaron mil leyendas que han sobrevivido.
Nadie habla de individualista ni tonterías similares con Jordan, Óscar o Gallos.
Para hablar mejor saber de primera mano y no de lo que te han contado
Nunca habrá ni parecido a Drazen
Hasta iturriaga que era el que más sufrió con él lo reconoció
Decir que un equipo gana una final «a pesar» de que un jugador suyo anota 62 puntos, con magníficos porcentajes; y que Drazen no fue un buen jugador de baloncesto, es para mear y no echar gota.
Si hay precedente y parangón posterior en cuanto a la media anotadora. Oscar Smith anotó en su primera temporada en el Forum 33,2 ppp. 28,3 ppp en dos temporadas
Me interesa el tema, pero no he podido seguir leyendo el artículo por lo exageradamente relamido que resulta.
Preciso, aunque no precioso, análisis de lo que significó Petrovic en los ojos de unos adolescentes que empezaban a sacudirse de encima las miradas de superioridad de los futboleros (y mira que es grande el fútbol!). Drazen como ídolo de una generación, algo más que técnica y hambre de ganar. Creo que Doncic es el mejor jugador que nunca vi, Jordan incluido, pero no se usará nunca el apellido Doncic como sí se usará el de Petrovic como modelo.
Interesante la reflexión en torno al “vaciado técnico” europeo vs. Le técnica utilitaria estadounidense. En fútbol creo que sería similar el estilo criollo (argentino) vs. El fútbol europeo (inglés) de principios del XX y fundamento hasta la fecha de dos filosofías de juego: la que prima el resultado por encima del juego bonito vs. La que postula que el componente agónico del deporte no es sólo el resultado, sino la expresión de una forma de entender el juego y la vida.
Todos los q hemos visto jugar a Petrovic, creo q estaremos de acuerdo no hay ni siquiera hoy en día un jugador q se le parezca, ni siquiera Doncic, era la excelencia en el basket, ganador por encima de todo, el jugador q todo el mundo querría en su equipo, sus fundamentos técnicos no son aún hoy por nadie superados, solo Michael Jordan podría hacerle sombra, si yo fuera entrenador de basket obligaría a q vieran videos de los partidos de Drazen, crearía una escuela con sus fundamentos irrepetibles incluso a dia de hoy, por siempre y hasta siempre Drazen
Es alucinante lo que escribe la tal maría:
«Petrovic no era buen jugador de baloncesto».
Quizá puedas ganarte la vida como humorista, chica. Te lo podrías plantear.
Era el mejor.Abrió camino en la NBA,y su 3 en New Jersey fué retirado.A mí me gustaba Magic Johnson,Larry Bird..y Petrovic.Jordan no,porque todo el mundo flipaba con él..como ahora con Messi.Hay alguno que ni caga en 3 semanas por un gol suyo.
Petrovic ha sido el mejor ,por su manera de competir,nadie en Europa compitió igual,calidad aparte.era un ganador insaciable, en eso y en su trabajo incansable para ser mejor de parece a Jordan
Enhorabuena por el artículo y gracias, Gonzalo. Tal como cuentas viví yo los 80 y el fenómeno Drazen Petrovic. Ahora podría analizarlo de otra manera pero su magia me cautivó de niño para siempre.
Drazen lideraba una Yugoslavia con Zdovc, Toni kukok, zarko pasalj y vlado divac, quitando el dream team, para mí, el mejor equipo que he visto sobre una cancha de baloncesto, en el banquillo danilovic, peras, radja,…, por eso, drazen siempre será drazen
creo que la selección española que acabara con Rudy Fernández es mejor que ese equipo yugoslavo que dices, si no mira el palmares
No, no lo es
Veo vídeo de Drazen Petrovic y un chaval malagueño en la misma dirección a su edad que si no se tuerce es la reencarnación, , salvando diferencia, porque hace de todo , finta , rebote ,buen tiro ,recatear,suepenciones etc etc MARIO SAIN SUPERY , al tiempo y lo veremos si sigue en ascendente, ojalá para el baloncesto español
Drazen ha sido y será el mayor amante del baloncesto siempre; y el que más ha disfrutado jugando y ganando al baloncesto. Era un niño y un dios a la vez. Irrepetible. Sus fundamentos eran perfectos, sin la fuerza , la potencia y la agilidad de Jordan, pero su técnica de tiro y su inteligencia a base de experiencia stajanovista le hacían ser un genio imparable para el equipo contrario.
Gracias Petrovic por haber hecho del baloncesto un deporte más perfeccionista, más divertido y más artístico.
Sin ninguna duda Salvador, fue un antes y un después. Un jugador puede ser un tirador increíble (me viene a la mente Dirk Nowitzski), pero Drazen era tan estético, técnico y eficaz, que dejaba perplejo a cualquiera. Como espectador, fue un jugador con el que pestañear, significaba perderte un gesto, una delicatessen técnica, una joya. Yo no recuerdo a mis más de 50 años, nadie a ese nivel. Con una inteligencia para el juego que venía en los genes (como el genio con un don) y encima con una entrega en el trabajo fuera de lo humano. Y si como dices, lo hace con un cuerpo aparentemente frágil en comparación con el resto, ya estamos hablando de un fuera de serie.
Su personalidad creaba fobias y filias a partes iguales, sus gestos eran pura provocación y a la vez el orgullo personal por dominar todo espectro del juego (técnico, analítico y emocional). CON UN ESFUERZO HUMILDE (quedarse a trabajar 1.000 lanzamientos diarios con penetración, en movimiento o estático siendo el mejor, lo dice todo). Era un orgullo del que quitarse el sombrero, porque exige sacrificio, no creerse superior. Demostrarlo desde con sangre, sudor y lágrimas. Creo que un punto no resaltado sobre Drazen, y que es dificilísimo de conjugar (por no decir inédito e irrepetible), es el equilibrio entre los 3. De técnica iba tan sobrado que hasta para los amantes y seguidores del basket era como ver a un extraterrestre (más que un Maradona o Messi del fútbol), sus capacidades y demostraciones técnicas ni se habían visto, ni se veían entonces, y lo más increíble, ni se han vuelto a ver, como dice un compañero, ni Doncic, ni anteriormente otros jugadores excelsos. Sumar a eso LA EFICACIA, el ser casi imparable, la pleitesía de sus compañeros (orgullosos de él, menos en nuestro país lleno de envidia y ese mal gesto a lo novedoso y más si es imposible de imitar, ni de acercarse) y por si fuera poco, causar admiración, fue y es de un genio sin parangón.
Respecto a su salto a la NBA DE ENTONCES, nadie en una adaptación y mimetismo nunca visto, hubiera resistido el cambio drástico en la forma de jugar, sin perder capacidades, manteniendo eficacia en el juego. Rechazó su esencia y siguió siendo un jugador EXCEPCIONAL Hablar de ser el mejor junto a Jordan y Dumars, con los pocos años que jugó en la liga más exigente, lo dice todo.
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Cruyff en fútbol y Petrovic en baloncesto fueron mis ídolos y referentes en mi infancia y adolescencia. Drazen fue un genio y un líder, no había otro igual. Soy del Barça pero Petrovic hacía las delicias de todo buen aficionado al basket. Yo intentaba imitarlo, jugaba haciendo sus fintas, sus driblinds entre las piernas, sus penetraciones, sus tiros a tablero, etc y creo que para buena parte de mi generación fue un ejemplo a seguir. Su liderazgo en la cancha era increíble, ese puño en alto dirigido a la grada después de haber conseguido una canasta pufff… era estremecedor para el equipo rival y admiración y delirio para sus seguidores. Con Petrovic el baloncesto era un arte, transmitía a la grada como ningún otro y hacía fácil lo difícil. Siempre estará en mi memoria y lo recordaré como un gran jugador y un gran líder.
A Drazen le perdían las formas. Nadie dudó de su calidad, pero sí de la manera en que intentaba humillar al que vencía.
Solamente verle botar el balón ya valia la entrada.
Drazen era un jugadorazo.superlstivo..y muy provocador y antideportivo en su etapa en la Cibona (Sabonis puede dar fe de ello). En efecto? Europa se le quedaba pequeña y se marchó a la NBA , a Portland ( curiosamente muchos años después su archirrival Arvydas Sabonis tb jugó en esa franquicia) con un pedazo de ego por la estratosfera pensando que en la NBA iba a arrasar al mismo nivel que en Europa o poco menos. Aun jugando en los zBlaxers estrellas de la talla de Clyde Drexler (2 años después integrante del inolvidable Dream Team en Barcelona),y Terry Porter
.Ahí el genio yugoslavo.( luego croata) se dio de bruces con la dura realidad y exigencias de la NBA y en uns lección de humildad tuvo que chupar banquillo hasta el aburrimiento total.
Recuerdo las imágenes suyas en el banquillo de Portland con cara de impotencia y hasta incredulidad en plan » esto no puede ser., esto no me puede estar pasando a mí’..Ahí Petrovic se dio cuenta de la entonces abismal diferencia con Europa y de que tenía que trabajar mucho su físico para ganar musculatura fuerza y resistencia física, condiciones imprescindibles para poder destacar en la Liga profesional norteamericana.
Tenía talento a raudales pero no bastaba ( talento similar o casi igual que el de Drexler) , y como tipo inteligente y trabajador enorme que era se puso a hacer pesas a fondo, se fue a los Nets de New Jersey y allí, mucho más maduro y con un fuerte aprendizaje a la fuerza, se convirtió en el mejor jugador del equipo y destacó en la NBA. Ese Petrovic mucho más fuerte y musculado, poco recordaba al chaval espigado y delgadito de la Cibona de Zagreb y del Real Madrid. Aprendió trabajó evolucionó y se adaptó al enorme nivel de la NBA ( Mayor que el de la NBA actual, festival de triples y poca riqueza táctica y de juego interior) triunfando por momentos. Cuando su compatriota Kukoc llegó en la 93/94 ya estaba avisado gracias a las tribulaciones de otra súper estrella como Pettrovic de que la NBA no era la jauja de Europa.
Y sirvió de aviso tb para él resto de europeos que, ya tb con mucho más conocimiento de la NBA gracias a la globalización con la transmisión de tantos partidos, arribaron a la competición estadounidense.
Fue otro Drazen , mucho más maduro y sin divismo, El Drazen de la NBA. DESCANSE EN PAZ este gran genio que supo adaptarse y bajarse del olimpo para trabajar a fondo y triunfar en la NBA con los Nets
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