Perfiles

Juanito, un monumento al arrepentimiento

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Juan Gómez Juanito (Foto: Cordon Press)

Jueves, 2 de abril de 1992, dos de la madrugada. Tras haber acudido al Bernabéu para presenciar el Real Madrid-Torino de Copa de la UEFA, regresa a Mérida por la carretera de Extremadura en un Peugeot 405 propiedad del presidente de su club, José Fouto. El vehículo lo conduce el preparador físico del Mérida, mientras él trata de dar una cabezada tras repasar las notas que ha tomado del partido. Sueña con ser un gran entrenador y ganar la Copa de Europa que no ha podido conquistar como extremo. Delante circula el coche donde viajan tres de sus jugadores, Pla, Ricardo y Echevarría. A la altura del kilómetro 161.600, todavía en la provincia de Toledo, a tres kilómetros de Cáceres, un camión de alto tonelaje cargado de troncos de madera pierde su carga, esparciéndola por la vía en sentido contrario.

El conductor de un camión matrícula de Portugal se percata del accidente de su colega y acude en su socorro, estacionando en el arcén. Minutos después, el coche que transporta a los futbolistas del Mérida logra sortear los troncos, pero no así el segundo coche. El preparador físico del Mérida no puede evitar la colisión y el vehículo se empotra, de lleno, contra la parte trasera izquierda del camión estacionado en el arcén tras haber salvado el obstáculo de los troncos. El coche queda destrozado. El conductor es ingresado en un hospital de Nalvalmoral de la Mata, con pronóstico leve. El copiloto muere en el acto. Sus restos mortales son trasladados al depósito del cementerio de Talavera de la Reina, por la tarde a Mérida y por la noche a Fuengirola.

La noticia corre como un reguero de pólvora y llega hasta las redacciones deportivas. Juan Gómez «Juanito», mito del Real Madrid y de la selección española, acaba de morir en accidente de coche. Lluís Canut, el último periodista que le había entrevistado para televisión, entra en estado de parálisis. Estupefacto, trata de recordar el testimonio del entrenador del Mérida, que le había confesado que estaba enamorado del fútbol del Barça de Cruyff. Una frase recorre la cabeza de Canut en esa entrevista donde, horas antes de sufrir el accidente, Juan le había confesado en Canal 33 el daño que su maldito carácter le había acarreado a lo largo de su vida. «Por culpa de mi carácter he tenido muchos problemas. He perdido muchas cosas en mi vida en menos de treinta segundos». Esa noche, a los 37 años, Juanito perdía la vida en la carretera. En menos de treinta segundos.

Al conocer la noticia, el vestuario del Real Madrid es un funeral. Su mejor amigo, Rafael Gordillo, que apodaba a Juan «El Cabezón», es la imagen de la impotencia. Algo de él se ha muerto con el adiós de Juan. Varios periodistas preguntan por el crack de las medias por los tobillos, pero el delegado del Real Madrid les insta a respetar su dolor: «Dejad al Gordo en paz, está muerto, no acaba de creerse lo que le ha pasado a Juan». En estado de shock, Gordillo se refugia en su intenso dolor. Es un mazazo. Jorge Valdano, testigo de aquellas noches mágicas del «miedo escénico» al que tanto contribuyó Juanito, está bloqueado. Jorge, con voz entrecortada, explica que Juanito era «un hombre con un problema para poner de acuerdo a su corazón y a su cerebro, en la batalla de la vida diaria. Al final, con Juan, siempre sabías que acababa ganando su corazón».

Míchel y Butragueño, desolados, se resisten a creer que la muerte de «El Cabezón» sea real, que forma parte de un mal sueño. Chendo está desencajado. «Ha sido una mala jugada del destino. Un hombre como Juan, tan grande, no merecía marcharse de esa forma». El gran rival, el Barça, también trata de reaccionar a la muerte del mito merengue. Johan Cruyff se une al dolor del fútbol. «Tenía todo lo que debe tener un buen futbolista, calidad y genio. Marcó una época en el Madrid». Carles Rexach, santo y seña culé, compañero de Juanito en la selección, se derrumba y balbucea entre lágrimas: «Con él se va uno de los últimos grandes del fútbol español».

Su presidente, Josep Lluís Núñez, que mantuvo una agria relación con el difunto, se queda de piedra al conocer la noticia. «Lo vi por televisión hace unas horas, esto es un verdadero golpe, una desgracia». A miles de kilómetros de distancia, en Turín, Rafa Martín Vázquez no encuentra consuelo. Ha vuelto a Italia con su equipo, el Torino, y nada más aterrizar ha conocido la noticia del deceso de Juan. Aturdido por la magnitud de la pérdida, Rafa no concilia el sueño durante toda la noche. Su madre relata el dolor de su hijo: «No ha pegado ojo, se ha pasado la noche encerrado en su habitación, llorando por la muerte de Juanito». Al día siguiente, Rafa, la seda del Madrid de La Quinta del Buitre, comparece ante la prensa para hablar de la grandeza de su amigo. «Para aquellos que jamás hayan conocido a Juanito, sólo puedo decirles que tenía uno de los corazones más grandes que he conocido en toda mi vida».

Fuengirola, un mar de lágrimas, se dispone a dar el último adiós a su hijo predilecto. La ciudad malacitana se convierte en una impresionante manifestación de consternación. Casi sesenta mil personas —tres cuartos largos de entrada de la capacidad del estadio Santiago Bernabéu— acuden a dar el pésame a la familia del Siete y despedir a uno de los extremos más grandes de la historia. Fuengirola, ciudad natal del desaparecido, es el centro neurálgico de autoridades políticas, del mundo del espectáculo y del mundo del deporte. Ramón Mendoza, presidente del Real Madrid, Antonio Martínez Laredo, del Burgos, Pepe Fouto, del Mérida, junto al seleccionador Kubala y toda la plantilla del Real Madrid encabezan la masiva expedición que escenifica la emotiva despedida a Juanito.

Miles de personas desfilan delante del féretro de Juan Gómez para estrechar la mano de su padre y sus hermanos, compungidos por su irreparable pérdida. El ataúd está cubierto por las banderas de Real Madrid, Burgos, Atlético, Málaga, Mérida y Los Boliches, además de un capote de seda, verde y oro de su amigo Antonio José Galán, bordado con la imagen del Cristo de los Milagros. «A Juan le habría gustado tener este capote ahí arriba, en la plaza del cielo». Su viuda, Fernanda, fue de las primeras personas en llegar al velatorio, pero no pudo contener su dolor. Destrozada, abandonó la sala visiblemente afectada. Horas más tarde, junto a su suegra y con una entereza a prueba de bombas, volvería para acompañar a Juan en su viaje final. Sus hijos, que se habían enterado por la televisión del fallecimiento repentino de su padre, rompen a llorar. No son los únicos. Rafael Gordillo está hundido. Míchel tiene los ojos resecos y su corazón, como el del madridismo, se rompe.

Radomir Antic, mánager general, y Leo Beenhacker, entrenador blanco, no encuentran palabras para expresar su dolor. El presidente Mendoza hace de tripas corazón y se muestra entero ante los periodistas: «Se va un artista, un genio. Un ser humano muy peculiar, un ser humano que, en ocasiones, se perjudicó a sí mismo. Descansa en paz, Juan». Ya entrada la tarde, los restos de Juanito recibían sepultura en el cementerio de Fuengirola después de que el féretro fuera trasladado, a hombros, por José Antonio Camacho, Rafa Gordillo, Pedro Luis Jaro, Goyo Benito, Isidoro San José y varios miembros de la familia Gómez. Trescientas coronas de flores se amontonaron en el pabellón de Fuengirola, remitidas desde todos los puntos de España. El padre de Juanito, roto por el dolor, explotaba la amargura que llevaba dentro y el dolor de un padre al enterrar a su hijo. «Juan ya está en el cielo, que Dios sepa que tiene un corazón noble».

De carácter peculiar y corazón noble, Juan Gómez nació el 10 de noviembre de 1954 en Fuengirola. Tras vestir las zamarras de Atlético, Burgos y Málaga, Juan descubrió, mucho antes de que Florentino Pérez apareciese en la presidencia del club, que «había nacido para jugar en el Real Madrid». Con apenas quince años, el Atlético lo fichó del Fuengirola. Los dirigentes colchoneros le alojaron en una pensión de la calle de la Ballesta, en un tercer piso, justo debajo de un local de prostitución muy conocido. Fue una mala idea.

Cuando parecía destinado a triunfar de rojiblanco, le sobrevino una maldita fractura de tibia y peroné que, con el paso del tiempo, acabaría precipitando su adiós del Vicente Calderón. Al quite acudió el Burgos, donde el presidente Martínez Laredo accedió a pagar un buen dinero por recuperar a un chaval llamado a jugar, algún día, en la selección. Allí cuajó una gran temporada, a pesar de escaparse del cuartel donde cumplía el servicio militar para poder jugar en el estadio de El Plantío, lo que le supuso medio mes de calabozo y una buena reprimenda del ejército. Nunca le importó demasiado. Tenía fuego en el cuerpo y combatía sus demonios con la pelota. «Si por jugar a fútbol me mandan al calabozo, pues pido perdón y voy al calabozo». Era todo temperamento. Esa rebeldía, ese carácter indómito y ese regate endiablado le catapultaron al Madrid.

Quería vestir de blanco —desechando una suculenta oferta del Barcelona— y acabó cumpliendo su sueño, aterrizando en el Bernabéu para comenzar una historia de amor, fidelidad y comunión con la grada de Chamartín. En el coliseo blanco, genio y figura, fue capaz de enardecer al madridismo hasta hacerlo suyo, protagonizando noches de remontadas heroicas, en noches locas de transistores, donde Juan y sus compañeros convertían el Bernabéu en un terremoto gigante de emociones que desintegraban la lógica del fútbol. Hacía crujir las cinturas de alemanes a su paso, mientras él apretaba los puños, todo coraje, para dejar un reguero de gigantes teutones a su paso. Titán de partidos calientes, orgullo de la grada en los derbis, enemigo público número uno del barcelonismo y estandarte del madridismo, «El Cabezón» fue la bandera del Madrid.

Autodefinido como «un torero frustrado», fue bocado sabroso de las revistas del corazón y la chispa incendiaria de cualquier Barça-Madrid. Amado y odiado, incapaz de dejar indiferente a nadie, Juan Gómez era un portento de raza y furia, trufado con unas gotas de fuera de serie, y solo afeado por aquellos cruces de cables que tanto daño le hicieron a su reputación. Su corazón, de talla XXL, y su cerebro, del tamaño de un guisante, siempre entraban en conflicto. En el verde era capaz de hacer la fácil, la difícil y la imposible pegado a la línea de cal, pero era incapaz de sujetar su endemoniado carácter cuando perdía la cabeza. Fijo en la selección española, donde dejó sobradas muestras de su clase y su carácter indomable, Juan significó la bisutería de Concha Espina, manteniendo viva la llama de un fuego de cariño abrasador, y un currículum adornado por cuatro títulos de Liga, dos Copas de la UEFA y dos Copas del Rey con el Madrid, amén de 34 presencias en la selección, como siete intocable para Kubala y Santamaría. Incomprendido, como todos los genios, optimista incurable incapaz de templar sus nervios, forjó la leyenda de un pura sangre capaz de la mayor virguería y del peor de los comportamientos. Ángel y demonio, Juan alternó actuaciones estelares con incidentes vergonzosos.

Fecha: 08.04.1987 Copyright: imago/Sven Simon

Cuando ganó la Liga en 1979, tras haber sido acusado por el presidente del Barça de «ir por ahí dejando embarazadas por las esquinas’, Juan corrió a un micrófono para dirigirse a Nuñez. «Esta liga se la dedico a él, que me quiere tanto». Después, cuando le ganó el juicio a Núñez por aquel tema de las embarazadas y las esquinas, donó el dinero a obras de caridad. «Es lo mejor que puedo hacer». Pero su relación con el Barça siempre fue difícil. Al técnico culé Helenio Herrera, ya en avanzado estado de edad, también le dedicó «cariñitos» tras anotar un gol en el Camp Nou, cuando corrió hacia el banquillo barcelonista y gritó: «Este para ti, ahora vete al asilo». Nada más salir de la ducha, avergonzado por su comportamiento, pidió disculpas por aquellas palabras.

Nunca fue capaz de medir las consecuencias de sus palabras. Como cuando, en vísperas de un choque ante el Anderlecht belga, dejó en evidencia a su propio técnico, Amancio Amaro, aludiendo a la convocatoria de Juan Lozano, recién llegado al equipo. «Se lo lleva porque necesita un intérprete». En aquella ocasión, por supuesto, le cayó un buen paquete. «Lo tenía merecido, no pienso lo que digo», explicó Juan. No fue la primera. Su pasión por el toro también le trajo disgustos. En cierta ocasión, a pesar de que el club le había prohibido torear por miedo a una posible lesión, aceptó presentarse en una capea improvisada en Colmenar, en la misma plaza donde encontraría la muerte un matador mítico, El Yiyo.

Nadie se enteró de que Juan había asistido a la capea cuando, días más tarde, el Madrid viajaba en autobús para jugar un partido decisivo y uno de los jugadores pidió un vídeo para amenizar al trayecto por carretera. Juan, todo ímpetu, gritó: «Pones este vídeo que traigo yo, os va a gustar». La cinta contenía todos los detalles de la capea, incluida su faena a un toro, lo que supuso la indignación del Real Madrid, que decidió multarle con trescientas mil pesetas por saltarse, a la torera y nunca mejor dicho, las normas del club. «Es superior a mis fuerzas, veo un toro y quiero arrimarme». Así era Juan, incorregible.

Su peor momento llegó en las semifinales de la Copa de Europa, en 1987, frente al Bayern de Münich, cuando pisó la cabeza del alemán Lottar Matthaus, cuando este estaba tumbado en el suelo tras una entrada de Chendo. Furioso, Juan clavó los tacos en la cara de Matthaus y la salvajada recorrió las televisiones de medio planeta. Había perdido la cabeza. La UEFA le sancionó, de manera ejemplar. Pero antes de que se hiciera público su castigo, Juanito, a pie de campo y una vez finiquitado el partido en Baviera, pidió un sentido e inolvidable perdón. «Tengo dos yo y hoy ha podido el yo malo, el yo irracional, he cometido una torpeza tremenda. Lo siento. Lo siento. He metido la pata. Aquí el único perjudicado soy yo, lo único que puedo decir es que me maldigo. Maldigo mi carácter. Lo había tratado de domar, pero hoy ha salido otra vez. No sé dónde meterme».

Días después, Matthaus recibía un capote y un estoque, como regalo de Juanito, que obtenía el perdón de aquel fantástico centrocampista alemán. También se reconcilió con su ex compañero Uli Stielike, con el que la emprendió a salivazos durante un Real Madrid-Neuchatel, en el que ambos se sacudieron tarascadas e intercambiaron insultos durante los noventa minutos. Antes, el 30 de noviembre de 1977, Juan había protagonizado una de las escenas más famosas del concierto europeo.

Yugoslavia y España se jugaban en Belgrado su presencia en el Mundial de Argentina. Rubén Cano marcó de volea con la espinilla y daba el pasaporte mundialista a los españoles, cuando Kubala decidió cambiar a Juanito para perder tiempo. Camino de los vestuarios, Juan le bajó el pulgar –no hablaba idiomas pero manejaba gestos universales– al público del Pequeño Maracaná mientras trataba de alcanzar el túnel de vestuarios. Una botella de vidrio, llovida del cielo, impactó contra su cabeza en presencia del periodista José María García. Las imágenes dieron la vuelta al mundo, la cabeza de Juanito resistió la salvajada y García, después de aquel encuentro, pasó a ser conocido con el apodo de «Butanito», por su peculiar abrigo de color naranja chillón, que embutía su perfil macizo y su figura de miniatura.

Víctima de sí mismo y de sus acalorados excesos, la Casa Blanca se vio forzada a hacerle reflexionar. Juan, que siempre se arrepentía de sus meteduras de pata pero que no parecía poder enmendarse de manera definitiva, optó por abandonar su casa. Maldecía su «yo irracional», pero era la única decisión que debía tomar su «yo racional». Fiel a su madridismo, su segunda piel, anunció que dejaba el Real Madrid para no repetir sus excesos en Europa, consciente de que la imagen de su club no podía verse manchada por sus impulsos. Aquella decisión estuvo unida a su vida personal, donde decidió cambiar de pareja y separarse de su primera esposa, Carmen Mira, con quien tuvo tres hijos (Borja, Juan David y Benjamín), pasando a oficializar su relación con Fernanda Encinas, Fenny, con quien tuvo su hija, Jennifer.

Tras abandonar Madrid, Juan regresó a su casa fichando por el Málaga, con el que realizó un par de temporadas sublimes, sazonadas por un puñado de regates prodigiosos, goles imposibles y pases de rabona y de tacón. En junio de 1989, el maestro Curro Romero, ídolo y amigo personal del siete, le cortó la coleta. Juan lo dejaba y La Rosaleda le despedía con una calurosa y cerrada ovación. Dos orejas, rabo y vuelta al ruedo para Juanito. La Junta de Andalucía, conmovida por la popularidad de Juan, decidió concederle la Medalla de Plata de la autonomía. Sin embargo, su vida como ex futbolista fue un tormento para un delantero con alma de artista que veía, con desesperación, cómo el veneno del fútbol no se iba de su cuerpo. Y volvió.

Se enroló en Los Boliches, de Segunda B, en abril de 1991. Necesitaba sentirse útil, respirar fútbol, oler a linimento en el vestuario. Su pasión por el mundo del toro seguía intacta, ya que llegó a formar cartel con Alfonso José y Alfonso Galán saliendo a hombros de la plaza de Fuengirola, pero tenía «mono» de domingos, de fueras de juego, de polémicas, de goles. La pelota era una droga dura para Juan, que se resistía a abandonarla para siempre. De ahí que aceptara la oferta del Mérida, presidido por José Fouto, para firmar como nuevo entrenador del conjunto emeritense.

Fecha: 08.04.1987 Copyright: imago/Ferdi Hartung

Amigos y enemigos coincidían en que Juan, un monumento al arrepentimiento, empezaba a sentar la cabeza en el banquillo. Soñaba con ser entrenador del Real Madrid y se pasaba las horas perfeccionando su método. Quería volver al Bernabéu, su casa, y ganar la Copa de Europa. Esa que se le había negado como jugador. Su sueño, como tantas cosas de su vida y su carrera deportiva, se esfumó en menos de treinta segundos. La carretera se truncó la vida de Juan Gómez, Juanito, bandera de los niños que hoy son padres, aunque su leyenda pervive en el tiempo, en cada minuto siete, coreada por el público que no le olvida, el del Bernabéu. Juan maldecía su «yo irracional», pero tenía un corazón que no le cabía en el pecho. «El Cabezón», pegado a la cal, sigue regateando en el cielo.

 

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