He corrido lo mío y sé lo que es dejar atrás un siglo y empezar otro corriendo, enfrentado al paso del tiempo, que es algo así como el enigma del último kilómetro que se insinúa débil y titilante por lontananza, el que parece que llega pero no llega. Hasta que llega.
Este inicio, apañado pero en el fondo absurdo, no lo he copiado del libro de Murakami De qué hablo cuando hablo de correr. Entre otras cosas porque no he leído ningún libro de Murakami y es probable que no lo haga nunca (ahora, con el Premio Princesa de Asturias de las Letras tengo más justificado aún mi propósito de no leerlo). Con lo del comienzo, sólo quería decir que llevo ya mis años corriendo, haciéndolo más o menos de manera estable. No han faltado, por supuesto, los numerosos espacios en blanco (holganza, años golfos, incompatibilidad laboral, baja por lesiones, periodos contestatarios, ataques de asma, etcétera). Pero aquí estoy, como quien dice, corriendo lo mío pasados los 50 claveles (de ahí el paso del siglo XX al siglo XXI). No sé si soy el prototipo corriente y moliente del runner: entrecano, más o menos delgado y poco amigo de novedades en cuanto a atléticas hazañas.
Siempre he corrido en plan amateur, sin ansias desmedidas por batir el cronómetro, aunque nunca lo he hecho al trote porcino ni tampoco olvidado del tiempo (entre otras cosas porque correr más de 45 minutos convierte el corazón en un músculo atribulado). Siempre he salido a correr en compañía fiel: yo y sólo yo. No he hecho distingos entre la cinta del gimnasio, el asfalto de la urbe vacía de los domingos mañaneros o los caminillos de albero bajo la fronda estupenda del Parque de María Luisa de Sevilla.
Dicho esto, voy a lo que voy. Porque yo estoy dentro del mundo runner y por supuesto fuera, y sin amigos, como quien dice.
No sé cuándo empezó a usarse el término runner para hablar del mundillo que rodea al corredor más o menos aplicado. Pero sí sé el momento en el que me di cuenta de la estética fea y bajuna que acompaña al citado mundo runner. Hay veces en que uno tiene dudas sobre si debe preponderar la ética o la estética en la vida. Ocurrió la primera vez que corrí en mi ciudad uno de esos circuitos municipales de carreras de 10 kilómetros. Yo iba ataviado de negro corneja, como casi siempre (el azul oscuro es mi otra única divisa). De pronto, cuando quise darme cuenta, me vi rodeado por una turbamulta impaciente y concentrada, toda ella embutida bajo feísimas telas sintéticas de colorines. Ya las había visto aisladamente, con tantos y tantos con los que me solía cruzar en mis carreras a la vera del Guadalquivir o por el citado parque de María Luisa. Pero aquello me superó. Me creí engullido por cientos y cientos de extras, auténticos lacasitos humanos, que estaban participando no en una carrera popular de índole municipal y sí en una película de alto presupuesto y de la que no me había enterado de nada.
En aquel momento, rodeado de runners ataviados de tal guisa, no sabía lo que luego supe. O sea, que bajo los colores mayormente fosforitos anidaba el fabuloso mundo del poliéster y sus variables técnico-textiles que permiten una transpiración agradecida y saludable. Los hoyitos que, como marcas de acné, advertía en tantas horribles camisetas, incluidas las de tirantas, se debían a la técnica agujereadora del Polartec. Luego llegó la técnicadel Dri-Fit. Y luego las distintas versiones del Climalite o las del muy apreciado tejido Coolmax, todo un clásico. Mis camisetas de algodón en tonos uniformes y apagados se antojaban indignas o aburridas, impropias para el sudor competitivo. Se les achaca que son un peso muerto cuando el sudor las empapa y se convierten poco menos que un fardo adherido a la piel.
Cuando salgo a correr a cielo abierto no dejo de fijarme en los usos textiles de los runners con los que me cruzo. Definitivamente no es un deporte tocado por la elegancia. El personal sigue echando mano de camisetas por lo común muy feas, con diseños groseros y colores chillones tipo flúor o aún peores. El invierno apacigua la fealdad, pues se usan mallas, camisetas térmicas y cortavientos mayormente oscuros o incluso blancos. Pero llegado junio el runner vuelve a las andadas, como los típicos de piel cobriza, efecto de los entrenamientos cuando el sol ya pica.
Al correr siento envidia del que intuyo que se acerca en sentido opuesto al mío, cuando ya se le ve a lo lejos que viene a paso vivo, imperial pero a la vez como danzando en el aire, sin escorarse a lado alguno y sin perder su bella estampa de corredor avezado. Hasta que se acerca definitivamente y es cuando descubro su atuendo. Gorrita aparte (o incluso con pañuelo piratesco en la cabeza), el runner suele lucir en la camiseta alguna serigrafía relativa a alguna peña de amigos del atletismo o a alguna asociación unida por el deporte extremo o su parecido. Nada que ver con los cuadros deportivos y cubistas de Robert Delaunay, como esos atletas que lucen, sí, dorsales y camisetas rayadas y de colorines alegres. Pero el cubismo cromático los hace elegantes para que podamos disfrutar de la «la floración de las musculaturas» (Paco Umbral).
Muchas veces me topo con grupos de runners que no dejan de chacharear mientras corren. En cuanto al aliño indumentario los tomo por los más fatales. Casi siempre se me viene a la mente la imagen estéticamente opuesta, la de los corredores británicos de «Carros de fuego», vestidos de blanco primario y que corren descalzos sobre la ventosa playa bajo el cielo nublado y la música estimulante de Vangelis.
Sé que lo que digo no son más que prejuicios y pamplinas, achacables a la edad y a la monomanía de los solitarios científicamente insoportables (ser runner sin compañía ni amigos te hace aún más insoportable). Habría sido comprensible el prejuicio si todo esto lo hubiera dedicado al más despreciable de todos los sujetos: el runner descamisado. Pero ya es tarde para borrar todo lo dicho y empezar de nuevo. Tentado estoy, no obstante.
El más despreciable es el yayo pecholobo descamisado, agitando sus lorzas por el Retiro camino, quizá, a un leve cancaneo. Vomitivo, para eso les pagamos las pensiones.
Seguro que tú cuando te hagas mayor conservarás un cuerpo perfecto. La cabeza va a ser imposible, viendo la que tienes ahora.
El alias te queda que ni pintado. Hala, a pastar.
Y no quiero ni pensar con qué tipo de zapatillas corres, taquicardias me están entrando, jejeje.