W.C Heinz, crítico de boxeo y novelista, escribió acerca de James J. Braddock: «En ninguna lista aparecerá entre los diez mejores, pero… puesto que otros se ven a sí mismos reflejados en él y en sus combates, es posible que haya pertenecido a más personas que cualquier otro campeón de la historia». Ese fue el secreto del éxito de un tipo corriente que supo ganarse el respeto de sus adversarios y el cariño de una nación. De los puños de Braddock no salían misiles, pero su boxeo era un directo al corazón. Al corazón de miles y miles de aficionados que juran que, en la noche del 13 de junio de 1935, Jimmy Braddock les devolvió el precio de la entrada. Habían pagado por ver un combate de boxeo, pero Jimmy les regaló un milagro. Una actuación memorable. No fue uno de los mejores boxeadores de todos los tiempos pero sí uno de los más valientes.
De cuna irlandesa, James Walter Braddock no tuvo una infancia especialmente feliz en New York. Pasó su primer año de vida en un estrecho apartamento en la calle 48 Oeste pero, al poco tiempo, el numeroso clan de los Braddock, una familia de siete hermanos —cinco hombres y dos mujeres—, terminó por mudarse a Nueva Jersey. Allí, al joven James le tocó arrimar el hombro en casa, madurar a marchas forzadas y ganarse el pan con el sudor de su frente. Trabajó como mensajero de Western Union, en una imprenta y hasta como camionero. Pronto se aficionó al boxeo y sus primeras peleas fueron contra sus compañeros de colegio, que rápidamente comprendieron que Jimmy hablaba mejor con los puños que con la boca. Tras una exitosa carrera amateur en el boxeo, Jimmy Braddock se hizo profesional a los 21 años, en la categoría de semipesados. Bajo el apodo de «El Bulldog de Bergen» ganó reputación y fama, llegando a tener la oportunidad de pelear por el campeonato, pero el tren de la gloria se le escapó al perder por un estrecho margen contra Tommy Loughran, por decisión unánime.
Todo cambió después del crack de la Bolsa de Nueva York, que destrozó la economía de millares de norteamericanos. Braddock no fue una excepción. Lo perdió todo. Al borde de la ruina y recién casado con su compañera Mae, afrontaría los años más dolorosos de su vida. Se rompió la mano en varias ocasiones, perdió confianza en sí mismo y acumuló derrotas ante rivales de medio pelo perdiendo 16 veces en 22 combates. Fuera del ring aceptó cualquier trabajo, por duro que fuera, para poder sacar de la miseria a su familia. Padre ejemplar de tres hijos, se vio obligado a recurrir al Fondo Monetario del Servicio de Ayuda Social que ofrecía el gobierno para todas aquellas familias que no tenían un triste dólar en el bolsillo. Los Braddock atravesaban una mala racha y necesitaban aguantar el chaparrón. Jimmy apenas ganaba 24 miserables dólares al mes por romperse la espalda en los muelles de Jersey.
La vida le brindó una segunda oportunidad en 1934. Espoleado por una corazonada de su entrenador, Joe Gould, Braddock aceptó una gran oportunidad llovida del cielo. Poder pelear contra John «Corn» Griffin, aspirante oficial al título de los pesos pesados. Braddock necesitaba el dinero y aceptó el combate. Debía ser la víctima propiciatoria de un Griffin que subía como la espuma y contaba con el respaldo de la Mafia. Lesionado en una mano, con problemas en las costillas y sin demasiado fondo para un combate de esa envergadura, Braddock pensó que debía afrontar la contienda como una despedida honrosa a su carrera como boxeador. Pero Braddock no fue, ni mucho menos, un saco al que «Copo de Maíz» Griffin pudiera golpear a placer.
Un gancho de izquierda de Braddock, un trueno, explotó contra el mentón de Griffin, que nunca supo cómo aquel golpe había impactado con aquella violencia en su mandíbula. Cuenta la leyenda que el trabajo como cargador en los muelles fue vital para que Braddock aprendiera a manejar su mano «mala» y la utilizara para noquear al «Copo de Maíz» Griffin. Casualidad o no, la victoria de Jimmy dejó en evidencia a la Comisión de Boxeo de Nueva York. Ya tenían apalabrada la pelea entre Griffin y Max Baer, la auténtica estrella del momento, pero ese gancho de Braddock había arruinado el negocio. Financiado por Joe Gould y tras rechazar un par de trabajos como estibador en los muellles, Braddock explotó en el ring. «Quería saber quién le pegaba». Primero derrotó a John Henry Lewis y luego, a Art Lansky.
Había salido de la nada, vivía una segunda juventud y se había convertido en la fuente de inspiración para miles de personas que se identificaban con un perdedor que había sido capaz de revertir su situación con la máxima dignidad. Su conexión con los desfavorecidos hizo que Braddock se convirtiera en el ídolo de todos aquellos que se habían olvidado el significado de la palabra esperanza. Cada vez que se escribía sobre Jimmy, aumentaba el número de la tirada de los diarios. Y cada vez que Braddock ganaba una pelea, las ventas se multiplicaban en los barrios pobres. Todos querían conocer, de primera mano, el éxito de la nueva bandera de su mugrienta comunidad. El periodista Damon Runyon bautizó al nuevo héroe del pueblo como «Cinderella Man», en honor al cuento de La Cenicienta. Jimmy había vencido al hambre y su historia era digna de admiración. Su último peldaño para escalar a la cima era Max Baer, el campeón. Un boxeador demasiado bueno para él. Ante Baer, la carroza volvería a convertirse en calabaza. Ante Max sólo le esperaba una buena paliza.
Max Baer, conocido como «El Apolo judío», acababa de enviar al hospital a Primo Carnera, un mastodonte de más de dos metros de estatura y que era el ojo derecho del Il Duce, Benito Mussolini. Baer, sin piedad, aporreó al gigante Carnera en la llamada «pelea de las caídas». Doce centímetros más bajo que el italiano, Max Baer hizo tal alarde de pegada que llegó a tumbar el elefante italiano hasta ¡once veces! Budd Shulberg, de la Paramount Pictures, fue testigo presencial de aquella salvajada. Su definición fue muy gráfica: «Un judío de Nebraska derribó a golpes a la montaña errante… pero aunque esto parezca mentira, en realidad, Baer salvó la vida de Primo Carnera. Baer le tumbó en más de diez ocasiones. Joe Louis lo habría matado». El italiano Carnera, un gigante con mandíbula de cristal, inspiraría la obra maestra del cine, Más dura será la caída, dirigía por Mark Robson y protagonizada por Humphrey Bogart. Baer, tras la crueldad demostrada ante el campeón de Mussolini, parecía imbatible.
A su condición de gran campeón había que unirle su pésima reputación y su leyenda negra de matarife del ring. La prensa le atribuía la muerte de dos de sus contrincantes basándose en los partes médicos de la época que revelaron que Maxi había pegado tan fuerte a sus rivales que les había llegado a despegar su cerebro del cráneo. Algunos lo consideraban un animal salvaje. Un tipo capaz de mandar a sus contrarios, literalmente, al otro barrio. Baer tuvo que convivir con esa reputación siniestra. Sin embargo, esa fama de carnicero del ring y su presunta fanfarronería fueron desmentidas por los testimonios de quienes tuvieron el honor de compartir esquina con Maxi, al que etiquetaron como un hombre justo, duro pero bueno. Prueba de ello llegó cuando decidió pagar, de su propio bolsillo, hasta el día y hora de su muerte, la educación de los hijos de los boxeadores a los que había hecho dormir para siempre.
De Baer se decía que tenía dos caras: el asesino y el galán. Su lado artístico era una válvula de escape para un hombre hecho a sí mismo a base de puñetazos. Alternaba el gimnasio con pequeños papeles en la gran pantalla. El cuadrilátero con los set de Hollywood. No fue una estrella de primera categoría, pero sí de reparto, filmando películas bastante taquilleras junto al mítico Humphrey Bogart o los geniales cómicos Bud Abbot y Lou Costello. Rey del KO y príncipe del cine, «El Apolo judío» estaba en la cresta de la ola. Era el boxeador más feroz, el hombre más envidiado y, posiblemente, también el más rico. Este último factor fue clave en el destino pugilístico de Baer. A Maxi, que ya amasaba una jugosa fortuna, le propusieron una defensa más del título de los pesados para seguir metiendo pasta en aquellos músculos.
Antes de medirse a Joe Louis, el ídolo de los negros, sus promotores entendieron que era una buena oportunidad para hacer un dinero extra con una defensa del título que fuera especialmente difícil para su púgil. Había que buscar un reclamo para hacer una buena caja. Y nadie mejor como reclamo publicitario que aquel James J. Braddock que, recién salido de la nada, era el referente para miles de víctimas de la depresión económica del país. El combate contra Braddock era ideal. Aseguraba llenar el Madison Square Garden, y «El bulldog de Bergen» se antojaba como un boxeador demasiado mayor como para poner en dificultades a Baer. Negocio a la vista. Con una defensa más, Baer y su esquina ganaban dinero. Y en principio, no corrían riesgos. A Braddock le esperaba el infierno. Había podido con Griffin, con Lewis y con Lasky, sí, pero subirse a un ring con Baer rozaba la locura. Si «El Apolo judío» había mandado a la lona once veces a Primo Carnera, tumbar a Braddock parecía un juego de niños. Las casas de apuestas pagaban la victoria de Jimmy Braddock 10 a 1. La prensa fue más allá: llegó a escribir que Baer asesinaría, a sangre fría, a Braddock. La crítica especializada coincidía en un pronóstico unánime. Frente al tipo que había destrozado a Carnera, tenía dos salidas: visitar el hospital o visitar el cementerio.
El 13 de junio de 1935, en Long Island, Nueva York, ante 35 000 enfervorizadas almas en el viejo Madison Square Garden, James J. Braddock se coronó como nuevo campeón del mundo de los pesos pesados. Fue la noche de Braddock, un boxeador al que se daba por acabado. Fue la noche de un hombre gris, sin especial talento, sin demasiada ortodoxia dentro del ring, que aquella noche ofreció al mundo un recital de valor. Baer no había preparado el combate a conciencia y tanto él como su esquina estaban convencidos de que el bueno de «Cinderella Man» terminaría agotado después del quinto asalto. Subestimar al aspirante fue el gran error de su vida. Max, el campeón, siempre calificó la aparición de Braddock como una broma. Un chiste cruel del destino. «Un irlandés que parece buen tipo y al que no quiero hacer mucho daño». Braddock, que afrontaba aquella pelea como «un viaje directo al cementerio» según la prensa, presentaba un aspecto físico excelente. Estaba motivado y se había preparado para aguantar una tormenta de golpes. El entrañable Joe Gould había diseñado una estrategia para frenar los derechazos de Baer. El plan A era aguantar los primeros asaltos lejos del alcance de la derecha del campeón, para ponerle nervioso y hacerle buscar un nocaut de manera precipitada.
Quizá Braddock podría encontrar el modo de penetrar en la guardia del campeón. La jugada de Gould dio resultado hasta el comienzo del tercer asalto, donde el campeón embistió con todo. Después del cuarto, el fragor de la batalla creció. Los que allí estuvieron presentes siempre tuvieron la sensación de que, esa noche, Braddock estaba tocado por alguna varita mágica, como poseído por la fuerza de todos aquellos desfavorecidos que le jaleaban desde las gradas del Garden, al grito de «Jimmy, Jimmy, Jimmy, tu puedes». En una demostración de coraje, Braddock aguantó el castigo en las cuerdas y acabó devolviendo golpe por golpe a un sorprendido Baer, hasta acumular ventaja en las cartulinas de los jueces. La pelea fue pura electricidad. Tras los quince asaltos, Baer, una mueca ensangrentada, se dirigió a su rincón en silencio. Braddock, exhausto, dañado, con los ojos cerrados por los puños de Baer, contemplaba cómo el público del Garden enloquecía después del tañido final de la campana. Tres millares de neoyorquinos habían pagado por ver una pelea y se habían encontrado con un milagro. James J. Braddock no sólo terminó en pie aquella pelea, sino que superó por puntos, con justicia, al hasta entonces invencible Max Baer. Joe Gould, mánager de Braddock, comentó después de la pelea: «Esta noche he descubierto que el juego más difícil es el juego de la vida, y cuando un hombre puede hacer en ese juego lo que Jim ha conseguido, ¿qué significa una pelea, o un puñetazo en la barbilla?»
Solventadas sus urgencias económicas, Braddock se preocupó de devolver al gobierno el dinero la prestación sustitutoria que le había concedido, y esa actitud sirvió para que la prensa se descubriera ante el lado más humano de «Caballero Jim». The New York Times, después de aquel gesto de Braddock escribió: «Con su suave voz, sonrisa torcida y comportamiento tímido, Braddock parece más un amistoso irlandés que un premiado boxeador. Es un tipo diferente al resto. Está hecho de diferente pasta». Después de ganar a Baer, Braddock sufrió diferentes lesiones en las manos, lo que impulsó que su defensa del título ante Max Schmeling fuera cancelada. una vez restablecido y tras pasar por chapa y pintura, Braddock, con 32 años, escogió defender su título contra una estrella emergente del boxeo de color, Joe Louis, «El bombardero de Detroit».
Lo hizo a sabiendas de que su rival era más joven, más potente y más técnico. Louis era un fuera de serie. Mejor que Baer. Pero su entrenador, Jackie Blackburn, le advirtió del coraje de Braddock: «Puedes asustar a muchos Joe, pero no a Jimmy Braddock. Este hombre no se asustará jamás. Si quieres ganarle, tendrás que noquearlo». El 22 de junio de 1937, Braddock consiguió derribar a Louis en el primer asalto. Fiero, firme y decidido, Jimmy quiso terminar a lo grande y vender cara su piel. Pero Louis se recuperó de la caída y pasó a dominar el combate. Con más clase, más fondo y más pegada, acabó abatiendo a «Cinderella Man» en el octavo round. El nuevo campeón del mundo, no dudó a la hora de ensalzar a Braddock cuando compareció ante los periodistas: «Braddock es el hombre más valiente al que me he enfrentado».
Braddock, aconsejado por su esposa, decidió colgar los guantes. Compró una granja alejada del mundanal ruido de la ciudad y allí pasó el resto de sus días junto a su mujer y sus hijos Jay, Howard y Rosemarie. En 1942, ya en periodo de la Segunda Guerra Mundial, Jimmy Braddock y su manager, Joe Gould, se alistaron en el ejército con el grado de tenientes. Braddock luchó por su patria en primera línea, sirvió en la isla de Saipan y fue condecorado con honores. Años más tarde, se le concedió el premio James J. Walker Award en reconocimiento por su meritorio servicio al boxeo. Nueve años más tarde, en 1963, volvieron las vacas flacas para Jimmy. La prensa aireó unas fotos de Braddock trabajando como obrero en la construcción del puente Verrazano, en Brooklyn. Tenía 58 años y no le habían ido bien los negocios. Cuando le preguntaron qué hacía un ex campeón en un lugar como ése, Braddock respondió: «Qué demonios, soy un trabajador. Antes de ser boxeador trabajé en los muelles y ahora necesito dinero. No hay nada malo en ello».
Murió en 1974 en Englewood, siendo enterrado en el cementerio Mount Carmel. Dejó tras de sí un récord de 51 victorias en 85 combates y forjó la leyenda de un Hombre Cenicienta que inspiró a millones de personas durante una época donde escaseaban los héroes. Braddock fue incluido en el Salón de la Fama del Boxeo en 2001. Cuatro años después, en 2005, la industria de Hollywood le rendiría un particular homenaje con la película Cinderella Man, dirigida y producida por Ron Howard, con Rusell Crowe en el papel de Jimmy Braddock. La cinta, a pesar de presentar a Baer como un payaso engreído —algo que le valió la reprobación de su hijo, Max Baer Jr—, recogió la esencia de lo que significó Braddock para toda esa gente pobre que vio en los puños de Jimmy una salida ante tanta desesperanza. Hoy, un parque de la ciudad de North Bergen, en Nueva Jersey, lleva el nombre de James J. Braddock. Dicen que allí empiezan a hacer guantes algunos chicos inadaptados blancos, casi todos de origen irlandés. Chicos que siguen creyendo que el cuento de Cenicienta tiene un final feliz. Que sueñan con tener una segunda oportunidad en la vida.