Recuerdo muy bien que mi padre apareció en el pueblo una tarde con todo lo necesario para jugar al bádminton. Sacó los bártulos tan normal, del coche, como si cumpliera una tradición cualquiera y sin inmutarse. Por suerte yo aún no tenía edad para preocuparme, porque ciertamente era para preocuparse.
Ahora, visto desde la distancia, puedo comprender sus intenciones. El bádminton no era más que una excusa para hacer algo juntos. Lo entiendo mejor ahora que soy padre. A mí también me pasa con mis hijos, que van creciendo y a veces no sabes cómo acercarte. Me parece estupendo y es hasta entrañable. Pero el bádminton, ¿en serio? Casi hubiese sido mejor una caja de botellas de whisky y un maletín con fichas de póker. El bádminton, ojo. No había en el mundo más deportes. Menos mal que no se enteraron los servicios sociales.
Admito que yo no era fácil de preadolescente, pero lo del bádminton no fue por ello menos sorprendente. Mi padre apareció con un par de raquetas, una red desmontable y eso que hace las veces de pelota y he visto en Google que se llama volante. Juraría que jugamos aproximadamente unos seis o siete minutos. Juraría que culpamos al viento de cada mal golpe. Juraría que él se cansó incluso antes.
En casa no se volvió a hablar del bádminton como no se volvía a hablar de los periquitos que desaparecían de sus jaulas de repente. Oficialmente eso nunca ocurrió, y jamás dijo nada mi madre, aunque de vez en cuando seguía encontrándome las raquetas por el garaje. Juraría que aún estarán por allí. Juraría que las vi el pasado verano en un estante junto a la tabla de skate y un radiocassette. Juraría que acabaré jugando con mi hijo más pronto que tarde.
Con mi primo jugué por lo menos tres o cuatro veces al bádminton, pero tampoco sedimentó en nosotros la pasión por el deporte. La última vez jugamos a pegarnos con las raquetas en la frente. Ganaba quien aguantara más golpes sin quejarse. Un juego sencillo a la par que fascinante. No tengo fotos porque no había nadie con teléfonos móviles entonces, solo éramos dos chavales disfrutando del momento a tope. Los chavales de ahora están todo el día con el móvil y no saben divertirse como antes.
El bádminton, eso sí, se ajustaba a mi sueño olímpico. Me veía con posibilidades. Esto lo hablé mucho con mi amigo Emilio. Somos fanáticos de los Juegos y conservábamos una cierta ilusión por llegar algún día a participar en ellos. Resolvimos que el camino más sencillo para conseguirlo era 1) elegir un deporte minoritario y 2) mudarte a Andorra y nacionalizarte. La idea tenía sus aristas, pero sin duda albergaba bastante potencial de éxito. Sin embargo, nunca exploramos al máximo las opciones. Nos despistamos un poco, pasaron los años y se nos hizo tarde. Nos faltó creérnoslo. Nos faltó hambre. Nos faltó un coach motivacional o un representante.
.
Ocurrió en España también algo inesperado con el bádminton. De repente teníamos una estrella mundial en este deporte. Cuando Carolina Marín ganó el oro olímpico en Río de Janeiro yo podía presumir delante de cualquiera sin temor a equivocarme: «Yo ya jugaba al bádminton antes de que se pusiera de moda, con unas raquetas que compró mi padre». Cuando lo vuelva a ganar en 2024, en los Juegos de París, atenderé consultas por dm.