Los años noventa. Ay, los años noventa. Con sus nihilistas orgullosos, con su ultraliberalismo disfrazado que era más ultraliberalismo aun. Con sus Gordons Gekko camufladetes de nerds y emprendedores de garaje. Los años noventa, con su gusto por el antihéroe, por los grises, por la ambigüedad moral. Lobezno, The Punisher, Lobo.
Y él.
Hulk Hogan.
Hogan se va, Hogan se fue
Cuando la Telecinco espídica nos metió por vena aquello del Pressing Catch (si no saben de qué hablo mejor lo dejan aquí mismo) Hulk Hogan molaba (casi) todo. Y no molaba todo del todo porque estaba por ahí el Warrior, representante genuino de la chifladura y la falta de contención que tanto aprecian los más pequeños de la casa.
Pero vamos, que Hogan. Gran estrella, icono del negocio este que consistía en dar galletas flojas que parecieran bombas nucleares. El que trascendió a los rings chusqueros, el que se codeaba con estrellas de Hollywood. El cool, el ejemplar.
(Ya sé, ya sé… pero entonces era de esa forma, no me hablen ustedes de videos robados y esos rollos, que llegaron mucho más tarde).
Pues ese tío va… y se pira de la WWF. De la compañía más grande, de McMahon family, de su misma leyenda. A los competidores, nada menos. WCW, el juguetito de Ted Turner, un capricho de millonario que buscaba marcar paquete en aquella época de marcapaquetes. Que ganar dinero está guay, pero demostrar quién manda en la jungla de los plutócratas… eso es aun mejor. Fichaje tremebundo, traición en toda regla, cifras como para comprarse una Pinarello. Y total libertad creativa. Vamos, control sobre el personaje. Vamos, que nadie me dirá qué debo hacer en las luchas, ni cómo debe actuar mi personaje. Hulk Hogan, Terry Bollea, puede hacer prácticamente lo que le dé la gana.
Pero no sale por la tele. Lo están reservando, dirán años más tarde. Solo que en aquel entonces… bueno…
Claro, ustedes ahora no lo pueden entender. Ustedes, queridos lectores que tienen menos de treinta años, no lo pueden entender. ¿Cómo? Espera… ¿que a mí no me lee nadie de esa edad, que escribo para viejetes, que exploto de forma vergonzante una falsa nostalgia? Perfeeeecto, si ya iba sospechándolo, ahora podemos hablar clarito.
Decía que ustedes ahora no lo pueden entender. Pero es que en aquel tiempo, que fue el de todos, no había redes sociales. Qué coño, no había ni internet, ni internet. Y todo funcionaba más despacio, y de forma más… sí, secreta. Vamos, que Hulk Hogan estaba ausente de las pantallucas chicas y vete a saber razones. Igual se había pirado de la WWF, o igual no. Eso lo hizo genial Eric Bischoff (más tarde les cuento quién era Eric Bischoff), que supo guardarse su as bajo la manga el tiempo suficiente, creando sorpresa aun mayor.
Si es que hasta lo de la invasión sonaba plausible. Que, a ver, todos sabíamos que el wrestling era de coñas, pero también lo es el Mundial de Fútbol y hacemos esfuerzo para una sanísima suspensión de la incredulidad. Así que… ¿dos tiarrones conquistando empresas? Pues sí. Ahora hasta saldrían en los programas matinales, metiendo miedo a viejas sobre okupación y similar…
¿Cómo? ¿Que de qué invasión hablo? Ah, esperen. Hogan no fue el único gran rostro de WWF que cambió de empresa atraído por billetitos verdes. Diesel y Razor Ramon hicieron lo propio, solo que Diesel y Razor Ramon no se llamaban Diesel y Razor Ramon, porque Diesel y Razor Ramon eran personajes propiedad de la WWF, así que a WCW se fueron Kevin Nash y Scott Hall. No importa, las pintillas, la chulería y el aire de «no me ducho demasiado pero si me lo dices estás muerto» eran idénticos…
Eric Bischoff, encargado de las historias en WCW, tuvo aquella idea. Aquella idea genial. Oye… ¿y si hacemos una invasión? Sí, digamos que Nash y Hall son agentes de la WWF que vienen a conquistar nuestra pujante compañía. No nos importa citar a la competencia por la tele, porque de esa forma, con el choque directo, los pondremos a nuestra altura y todos podrán ver que molamos más. Mucho más. Y molar es importante, molar lo es todo.
Así que invasión.
Somos dos, decían Kevin y Hall, somos dos. Pero, en realidad, añadían, hay tres. Falta uno.
El más importante.
El tercer hombre.
Un Hulkster jo, jo, jo
La imagen de Hulk Hogan por aquel entonces era… paradójica. Digamos que mientras todo iba cociéndose estaba Hulki (¿te puedo llamar Hulki?) rodando una obra maestra como Santa with Muscles (traducido al castellano como Menudo Santa Claus). Igual a ustedes no les suena, porque no son connaisseurs de la auténtica cinematografía, pero hablamos de una obra maestra en la que cierto millonario, bastante tacañete y con más mala baba que un tiro de Deco, está forradísimo por la venta de productos nutricionales para generar músculos enormes (forraje para ganao, vaya… el film no aclara si todo es una pantalla para vender esteroides, pero creo que va implícito). Para sorpresa de nadie, su papel protagonista lo hace el mismo Hogan (o Terry Bollea, que es su nombre real y mola muchísimo menos).
La jugada es que un día, mientras juega «temerariamente una partida de paintball» (juro que la descripción de la wikipedia es exactamente esa) sufre conmoción cerebral y se despierta pensando que es Santa Claus. Luego hay algún científico loco que quiere destruir algún orfanato porque en las catacumbas (los orfanatos tienen catacumbas a mogollón) hay cristales con superpoderes para controlar el mundo y conseguir que Axl Rose se relaje, y Hulk dice que no, que los huerfanitos son buenos, y hace de Santa Claus, y reparte hostias, porque matices de interpretación no va a repartir, y todo se descubre, y recupera su antigua personalidad, pero ahora es bueno, y Dickens no cobró ni un dólar de esto, oigan (tampoco Henry James por Los Otros, no se me vengan ustedes arriba). Lanzamiento directamente al mercado doméstico, doscientos mil dólares de recaudación (Hulk consume eso en batidos de proteínas cada semana) y un dos raspao en filmaffinity.
Vamos, que regular.
Sucede que Hogan igual no es tan tonto como ustedes piensan (tan tonto como su personaje desprende, vaya). Ha leído menos librucos en su vida que repeticiones hace con cien kilos en press de banca, eso lo tenemos claro, pero también posee olfato para lo del carisma y la conexión. Tiene inteligencia social, sí (y societaria, porque le dio para forrarse). Y su instinto le dice a Terry que vale, que guay, que su personaje de superhéroe yanqui funcionó cojonudamente en los ochenta reaganianos, pero que ahora se llevan otros rolletes. Los malos. Los oscuros. O, al menos, los que exhiben aristas (los ochenta fueron muy de no tener aristas, ni vergüencita). Así que mira con amor otras posibilidades.
Como volverse villanesco.
Lo cuenta Guy Evans en su libro Nitro. The incredible rise and inevitable collapse of Ted Turner´s WCW. Eric Bischoff está visitando a Terry Bollea en Los Ángeles, que es donde se mueven estos cotarros. Hablan sobre el contrato de Hulk, sobre el tamaño de sus bíceps, sobre lo fácil que es romper camisetas mientras saludas al respetable. Hablan un poco de todo. Solo que Hogan escucha. Escucha mucho. Despista su caruca de pachón mal alimentao, pero almacena info. Y hace preguntas pertinentes. Oye, Eric, colega (y no es coña… Terry Bollea habla así, brother esto, brother lo otro, como si fuese Hulk Hogan), ¿quién es el tercer tipo? Sí, el que acompaña a Diesel y Scott Hall. Bischoff duda. Pues aun no lo sé… estoy construyéndolo en mi mente. Y Bollea responde con una enorme sonrisa mostachuda.
Yo sé quién debería ser ese tercer tipo, colega. Lo tienes delante de ti.
Todo estaba a punto de cambiar.
Porque igual alguno recordaba al Hulk Hogan «malo». Que lo fue, sí, casi quince años atrás. Muy indie, muy loco. Pero después… nada. El correcto vecino americano, el chico al que mandaríamos hasta cualquier república centroamericana para dar golpes de estado y reimplantar la democracia (o lo que venga, no somos exigentes). Menos malicia que una canción de Álex Ubago, menos desarrollo argumental que las pelis de Roland Emmerich. Vamos, que plano, plano. Si encima le pones contra tíos como El Último Guerrero, que tampoco son la quintaesencia del método stanislavski y los matices, pues…
Y todo eso el Hulkster lo veía. Veía que el mundo había cambiado, y que ya no era el suyo. Y, como tenía ese instinto que dijimos antes, quería adaptarse a los nuevos tiempos. ¿Estamos en los años noventa, todos somos posmos y postposmos, triunfa el grunge, huimos del mamarrachismo hairmetalero, queremos algo de mala baba y autenticidad?
Ok.
Yo les daré lo que piden.
Ya tenemos el tercer hombre. El escándalo está a punto de desatarse.
Movidas, basura y mucha respuesta
Digamos que la decisión de Bollea pilla a todos con el pie cambiado. A Bischoff, a su representante, al resto de los, pocucos, que conocen cómo va ir yendo el tema. Los unos temen por la carrera de Hulk, los otros por la inversión enorme que han hecho y que se van a jugar a una carta. Pasar de «bueno» a «malo» (de face a heel, por utilizar códigos del wrestling) es algo frecuente. Reversible, incluso, al poco tiempo si la cosa no funciona como uno esperaba. Solo que con Hogan eso no podría suceder. No. Hulk Hogan era la mayor superestrella del wrestling americano, la más grande que jamás hubo, la que trascendió rings y eventos hasta hacerse reconocible por todos. Si cambiaba… era para cambiar, no hay posibilidad de retorno (al menos a medio plazo). Y si ese turn no gusta al público… en fin, igual Terry perdía todo lo ganado, Eric palmaba todo lo invertido, y Turner desperdiciaba aquello por lo que seguían trabajando. Máximo riesgo, decisión (casi) indefendible.
Pero si salía bien…
Ufff.
Sucede en Daytona Beach, Florida. Siete de julio, año 1996, Bash at the Beach como pintoresco nombre. Nadie sabe que Hogan va a aparecer, su rostro no está en el póster del evento, no se ha anunciado presencia. Oficialmente sigue con todo aquello de Santa Claus. O lesionado, quizá. Así que el plato fuerte de la noche es una pelea a tres. De un lado… los buenos. Sting, Randy Savage (el Macho Man, que acabó chifladísimo por ponerse hasta el culo de anfetas… el Macho Man también merece su historia, con aquella relación verdad-ficción que mantenía con su esposa, y que define perfectamente la palabra «toxicidad») y Lex Luger. Enfrente, la villanía, los malencarados, los que quitan asientos a las abuelitas en el autobús y nunca cambian el papel higiénico después de acabarlo… Kevin Nash y Scott Hall. Sí, tienen desventaja, pero es que, anuncian, antes de la pelea todos vamos a conocer quién es ese misterioso «tercer hombre». Solo que no, que nadie sale, y empieza el asunto de esa forma, y los malos van ganando, porque los malos siempre ganan, y distraen al referí, y la paliza es de órdago, y todo termina con Hall y Nash dando a Randy Savage lo suyo y lo de catorce como él.
Y entonces sucede…
Cuentan que si Hogan tuvo dudas hasta el final. Que en el vestuario llamó a Bischoff. Oye, Eric, ¿recuerdas esa cláusula creativa? Pues que hago uso, que quiero seguir siendo buenazo. El otro responde, explica. Terry, tío, tenemos entre manos el momento más grande de siempre en este puto negocio. Y Hulk se arriesga.
Hulk se arriesga.
Sucede.
Hulk Hogan aparece por la rampa, comienza a caminar en dirección al ring. Como… bueno, no sé, siete mil cuatrocientas cincuenta y seis veces antes de esa noche. Llega el héroe, el salvador. Ahora sube al cuadrilátero, detiene la paliza, le da su merecido a los dos felones. Los comentaristas enloquecen. Hulkamania, grita Dusty Rhodes, Hulkamania. Hogan lleva su atuendo de las grandes noches (tampoco es como para ir a una ceremonia del Planeta, pero oigan… es Hulk), vestido de amarillo y rojo, el pañuelo tapando calva, los bigotitos más dorados que la almohada de Donald Trump. Camina lentamente, porque cuando eres tan chulo… cuando molas tanto como Hulk Hogan (cuando molas tanto como Hulk Hogan va a molar esa noche) pues caminas lentamente. Sube al ring, Nash y Hall bajan, seguramente con caquita en esos bañador-pantalón tan prietos que les ponen a los luchadores (de verdad… qué necesidad hay). Sube al ring, rompe la camiseta, hace el numerito de siempre, el público está loquísimo de contento, Huuulk, Huuulk. Los villanos le miran con miedo, él pasea. Entonces se apoya en una esquina. Dos, tres segundos. Delante de él está Randy Savage, en el suelo, haciendo la croqueta neymaresca, pero con menos ánimo. Se apoya Hulk, digo. Dos, tres segundos.
Y el mundo cambia.
Porque ataca al Macho Man. Le hace un leg drop, que es (posiblemente) el más ridículo movimiento de todo el wrestling. Pero todos nos lo creíamos, porque lo hacía Hogan. Le hace un leg drop, y el público se queda en silencio, porque Hulk se ha vuelto malo, porque has visto a tu padre fumar, porque has visto a tu novia con otro, porque el puto Figo se marcha al Madrid, a ver qué haces, ahora, con la puta camiseta del puto Figo. Pues más o menos. Hall y Nash suben, Bollea los saluda, todo empieza a quedar clarinete, a Savage le siguen dando hostias. Hostias de mentira, pero muchas hostias de mentira. La gente abuchea, la gente no sabe qué hacer y empiezan a tirar basura al ring, que no sé yo si es buena idea, oiga, tirarle basura a tres tíos de dos metros que desayunan chocokrispis con nandrolona, que tienen más ciclos encima que novelas escribió Corín Tellado, que no parecen los más calmadetes del mundo, no. «Vendiste tu alma al diablo», dice un comentarista, «espero que estés contento». Otro solo repite Oh my God, Oh my God, que es algo muy de repetirse en la tele de los usa.
Pero falta lo mejor. Bueno, y lo peor. Pero también lo mejor. La explicación, el porqué, las causas. Un discurso más importante que el de Nochebuena. Y sin pronunciación gangosa.
Son cuatro minutos. Cuatro minutos de bochorno estético, con Scott Hall exhibiendo cebolleta en las poses provocativas menos provocativas que jamás nadie haya visto. Con Kevin Nash chuleándose alrededor de Hulk. Con Kevin Nash impidiendo que la cosa acabe aun peor, porque intercepta a un chiflado que había saltado desde el público para agredir a Hogan. Sí, coleguitas… un tío que fue a ver el wrestling se lo creyó de tal manera que saltó la valla y quería irse a meter sopapos con Hulk Hogan. A ver, iba bastante ebrio (o eso cuentan las crónicas, ese incidente se eliminó del dvd, porque no tenemos humor ninguno) pero la cosa sigue alucinando. Si es que la vida es un descojono, poco nos ocurre…
La actuación de Hogan fue realmente perfecta (lo que hace sospechar sobre sus realmente imperfectas actuaciones en el cine). Tomando el rol de un auténtico alucinado, pasadísimo de rosca, con más tendones en el cuello que Bruce Dickinson en Run to the Hills, Hogan empieza a hablar con voz de cazalla, hace gestos exageradísimos, roza el bochorno, sobreactúa más que un secundario de Al salir de clase. Pero funciona. De forma absolutamente incomprensible, sí… pero aquello funciona. Nadie puede creer que sea real, ni siquiera parece real… pero lo sientes real. Es magia, es teatro del bueno.
Es inolvidable.
El contenido… bueno, pues tampoco era Shakespeare, vaya. Lo del New World Order moló bastante, y dio nombre a aquel grupo de chuloputas tipo «portada de Kerrang» versión noventera y malota. Para entendernos, que eran menos Poison que Megadeth. Y luego, pues lugares comunes. Que si sois unos mierdas, que si arrodillaos ante mí, que si hemos venido gobernar, que si cualquier oposición será destruida… el típico mitin de cualquier presidente de Primera División.
Lo importante estaba hecho. Sí, luego todo ese rollito derivó hasta el bochorno más absoluto, con giros de argumento que sonrojarían a Shyamalan, más cambios de chaqueta que Toni Cantó y una pérdida de la dignidad argumental digna de Lost. Al final incluso la WCW se fue a freír espárragos, y todo esto que ves ahora, hijo mío, es WWE, y ya no hay llaves, ni testosterona desbocada, ni sangre a borbotones, ni, en general, sensación de vergüenza-ajena-pero-qué-guapo-esto-que-veo.
Todo eso es verdad.
Pero aquella noche… aquella noche concreta en Daytona Beach, aquellos siete, ocho minutos… oh, tío, aquello fue mágico. Fue el bueno pasando a malo, fue emociones reales mientras contemplan irrealidad. Fue, sí, un cachito de Arte.
O lo que sea.
Imposible seguir el hilo de la historia
Genial!
Mientras tanto, en Francia, Induráin se despedía del sexto con su pájara de Les Arcs. Fin de semana de terror.